lunes, 25 de febrero de 2019

“Los condenados de la tierra”, 1961. Franz Fanon

  En 1961 se publicó un libro fuera de lo común, “Los condenados de la tierra”, que implicaba una novedosa visión de la humanidad. Aparentemente, se trata de un libro político,  representativo del pensamiento revolucionario tercermundista, pero su trascendencia es mucho mayor como fenómeno humano al universalizar la condición del individuo más allá de las élites ilustradas, es decir, aquellas que escriben libros y a quienes se suelen dirigir los libros. En ese sentido, “Los condenados de la tierra” va también más allá del “Manifiesto del Partido Comunista” de Marx en 1848: da voz al ser humano real, al que antes era esclavo, siervo, “salvaje”. El que era iletrado, ignorante; el que estaba embrutecido, silenciado, socialmente incapacitado. El que ni siquiera es “proletariado”, a lo más, “lumpenproletariado”.

   El “Tercer Mundo” (las grandes masas depauperadas de los países más poblados y más pobres… que toman conciencia de su existencia en un mundo global) es un fenómeno nuevo, sin precedentes, que explícitamente pretende romper con toda la tradición cultural “universal”. Que hasta entonces era universal.

Decidamos no imitar a Europa y orientemos nuestros músculos y nuestros cerebros en una dirección nueva. Tratemos de inventar al hombre total que Europa ha sido incapaz de hacer triunfar. (…) El Tercer Mundo está ahora frente a Europa como una masa colosal cuyo proyecto debe ser tratar de resolver los problemas a los cuales esa Europa no ha sabido aportar soluciones.

   La propuesta de Fanon, psiquiatra, hombre de raza negra en una época de tremendo racismo, surgido, por tanto, de la “humanidad profunda”, aparece como una alternativa revolucionaria al desarrollo de la civilización.

La descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización realmente es creación de hombres nuevos

  Si Europa era la vanguardia del avance social, ahora la voz de “Los condenados de la tierra” pretende reconciliar a la humanidad con su auténtica naturaleza universal. En realidad los “hombres nuevos” no son aún a quienes se dirige este libro: antes existe el hombre ancestral al que una conciencia de sí mismo como partícipe dentro de una realidad social universal convertirá –tal vez- en ese “hombre nuevo”.

   Jean Paul Sartre escribirá en el prólogo de tan sorprendente obra: "Nos servirá la lectura de Fanon; esa violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose.(…) Este libro no (…) se dirige a nosotros(…) [Pero] también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros."

   Por supuesto, los planteamientos revolucionarios de Fanon fracasaron totalmente, pero ¿es posible que la solidaridad ante el sufrimiento humano fracase sin fracasar por ello el proyecto humano en su totalidad? Porque es cierto que las doctrinas humanistas occidentales contemporáneas se han constituido sobre la hipocresía de la explotación de los pueblos “bárbaros”, de forma no muy diferente a como platónicos y estoicos justificaban la esclavitud.

   Fanon, aunque defiende una revolución de terminología marxista, sostiene que se ha inspirado directamente en la sabiduría popular de los pueblos tradicionales e incluso se apoya en la capa más denostada de la clase popular –el lumpenproletariado. Sus objetivos afirma que son humanistas, democráticos y en cierto modo libertarios.

Hay que luchar tenazmente a fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de un líder. (…) El conductor del pueblo ya no existe. Los pueblos no son rebaños y no tienen necesidad de ser conducidos.

La tradición quiere que los conflictos que estallan en una aldea sean debatidos en público. Autocrítica en común, sin duda, con una nota de humor, sin embargo, porque todo el mundo se siente sin presiones, porque en última instancia todos queremos las mismas cosas.
            
Esta nueva humanidad, para sí y para los otros, no puede dejar de definir un nuevo humanismo.

    En la época de Fanon, combatiente y dirigente de la guerra de Argelia –a pesar de no ser argelino-, la lucha por la descolonización ha hecho despertar la conciencia social de pueblos en muchos casos de tradiciones iletradas. Pero sus hombres y mujeres son tan humanos como los sofisticados europeos. Desecharlos por carecer de “falta de preparación”, por ser “inmaduros” o “primitivos” sería rechazar la misma condición humana.  Uno de los principales objetivos de la crítica de Fanon es  la “burguesía de los colonizados” que pretende igualarse a los europeos y educar a los pueblos descolonizados para que alcancen el nivel educativo y cívico de los habitantes de la metrópoli. Hacer esto, sostiene, sería dar la razón al dominio del “civilizado” sobre el “primitivo”, por eso solo se puede reafirmar la superioridad de la esencia humana que existe en las culturas tradicionales, el ser humano real, auténtico.

   En cierto modo, Fanon es un rousseauniano de la lucha de clases. La militancia política, el Partido, los comisarios políticos, serían una mera ayuda a recuperar la armonía originaria…

El campesino que se queda defiende con tenacidad sus tradiciones y, en la sociedad colonizada, representa el elemento disciplinado cuya estructura social sigue siendo comunitaria. Es verdad que esta vida inmóvil, crispada en marcos rígidos, puede dar origen episódicamente a movimientos basados en el fanatismo religioso, a guerras tribales. Pero en su espontaneidad, las masas rurales siguen siendo disciplinadas, altruistas. El individuo se borra ante la comunidad. (…) Oímos decir frecuentemente a los campesinos que la gente de la ciudad carece de moral.

Nos encontramos con una estrategia de lo inmediato, totalitaria y radical. El fin, el programa de cada grupo espontáneamente constituido es la liberación local. Si la nación está en todas partes, está aquí. (…). El pueblo, en esa marcha continua que ha emprendido, legisla, se descubre y quiere ser soberano. Cada punto despertado así del sueño colonial vive a una temperatura insoportable. Una efusión permanente reina en las aldeas, una generosidad espectacular, una bondad que desarma, una voluntad nunca desmentida de morir por la "causa". Todo esto evoca a la vez una secta, una iglesia, una mística. Ningún indígena puede permanecer indiferente a este nuevo ritmo que arrastra a la nación.

El pueblo comprende que la riqueza no es el fruto del trabajo, sino el resultado de un robo organizado y protegido.  (…) Los comisarios políticos han tenido que decidir que ya nadie trabajaría para nadie. La tierra es de quienes la trabajan (…) Se advirtió entonces que el rendimiento por hectárea se triplicaba

   Por supuesto, todo era un sueño. Un sueño que se convertiría para muchos en pesadilla. Entregar la tierra a “quienes la trabajan” jamás aumentó el rendimiento por hectárea, más bien lo contrario.

  Y, lo peor de todo, tampoco esto es cierto:

Cuando escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la mano sobre el corazón, que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos subdesarrollados, no temblamos de agradecimiento. Por el contrario, nos decimos, "es una justa reparación que van a hacernos".

Lo que el colonizado obtiene por la lucha política o armada no es el resultado de la buena voluntad o del buen corazón del colono, sino que traduce su imposibilidad para demorar las concesiones.

  Hasta que llega el liberalismo de finales del siglo XIX ningún pueblo colonizado triunfó jamás sobre los colonizadores, igual que ninguna rebelión de esclavos, la de Espartaco o la de cualquier otro, jamás triunfó en la Antigüedad. Jamás las clases desposeídas, ni los pueblos ni las razas desposeídas, han conquistado la libertad por sí mismos. Han sido siempre las clases dirigentes, los amos, las que han hecho concesiones como consecuencia o subproducto de su cambio de concepción civilizatoria. Aunque Franz Fanon se indigna –con razón- de los abusos y crueldades de los colonizadores durante la guerra de Argelia, si los franceses hubieran utilizado entonces los métodos equivalentes de la antigua Roma, ningún colonizado rebelde hubiera podido alzarse con el triunfo. Y tampoco ninguno de ellos habría sobrevivido para contarlo en un libro…

   A este respecto, Sartre también se equivoca cuando, en el prólogo, sigue la conocida tesis de que el capitalismo abolió la esclavitud por ser económicamente ineficiente: "cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba por costar más de lo que rinde. Por esa razón los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena". Como defensor durante muchos años del régimen soviético de Stalin, mejor que nadie Sartre tendría que haber sabido que la utilización de “hombres de corral”, esclavos, ha demostrado adaptarse a los tiempos modernos y ser económicamente rentable.

    El indígena colonizado, como el esclavo romano, desapareció como consecuencia de la civilización (los efectos de la civilización en la metrópoli del mismo colonizador), no por un cálculo económico… y mucho menos por la victoria militar de los colonizados. El humanitarismo es un subproducto del desarrollo social y económico de las clases superiores. En esto, el desarrollo económico de Inglaterra es el ejemplo clásico: el movimiento de la abolición de la esclavitud por los ilustrados británicos (más cristianos en origen que los deístas ilustrados franceses) no obedeció a intereses financieros, sino que más bien forzó a los capitalistas a buscar alternativas provechosas viables.

    Nada es blanco ni negro en el proceso evolutivo. Los cambios son pequeños a simple vista. Para Fanon y Sartre, los colonizadores de la década de 1950 podían ser equiparables a las clases opresoras de la Antigüedad, pero la realidad cultural en evolución de las metrópolis colonizadoras era  diferente de la misma manera que la clase superior burguesa era diferente a los patricios romanos: el cambio de moralidad afectaba a todos... no solo a Jean Paul Sartre. Esto entonces no se comprendió. Había demasiada ira –siempre la ha habido y siempre será “demasiada”- entre los oprimidos y despreciados, los “condenados de la tierra”.

El colonizado que decide realizar ese programa, convertirse en su motor, está dispuesto en todo momento a la violencia. Desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta.

La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora

    Medio siglo más tarde, la ira contra el superior, contra el que goza de bienes que todos desean y se muestra indiferente ante la frustración del otro, sigue latente en el mundo pese a los impresionantes cambios económicos (los cuales hace ya decenios que podían haber erradicado la pobreza y precariedad extremas). El fundamentalismo islámico del siglo XXI, no nos quepa duda, tiene mucho que ver con la ira de Franz Fanon

  En su recordado prólogo, Sartre señala también la vertiente moral de la rebelión del Tercer Mundo: "Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre. (…) Tengan el valor de leerlo: porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como ha dicho Marx, es un sentimiento revolucionario". Los colonialistas podrían haber objetado que allí ya se asesinaba antes de que llegaran los europeos. Sin embargo Fanon hace numerosas referencias a la armonía campesina de las aldeas tradicionales para pretender demostrar la naturaleza pacífica de la sociedad tradicional. Incluso refiere que la violencia en estas “primeras naciones” está relacionada  con el colonialismo

Se verá al colonizado sacar su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual. Las luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en la memoria.

   De ese modo, la lucha contra la colonización sería una oportunidad para liberar el alma del embrutecimiento. Sería una ira sanadora, una justicia que tiene que poner al ser humano de nuevo en paz consigo mismo. La violencia transitoria de la lucha por la libertad nacional, entonces, resulta incluso deseable.

El lumpen-proletariat, cohorte de hambrientos destribalizados, desclanizados, constituye una de las fuerzas más espontánea y radicalmente revolucionarias de un pueblo colonizado. (…)La delincuencia juvenil en los países colonizados es el producto directo de la existencia del lumpen-proletariat (…) Los rufianes, los granujas, los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como robustos trabajadores

En Kenya entre los Mau-Mau (…) exigían que cada miembro del grupo golpeara a la víctima. Cada uno era así personalmente responsable de la muerte de esa víctima.

     Finalmente, al elemento social el tercermundismo añade un fuerte componente nacional. ¿Es el nacionalismo una expresión de avance social, o lo opuesto?

La reivindicación nacional, se dice aquí y allá, es una fase que la humanidad ha superado. Ha llegado la hora de los grandes conjuntos y los anticuados del nacionalismo deben corregir, en consecuencia, sus errores. Creemos, por el contrario, que (…) la conciencia nacional es la forma más elaborada de la cultura.

  El nacionalismo merece un estudio más profundo, tanto como la política lo merece. Ni el uno ni la otra son imprescindibles en la vida social humana por mucho que nos lo parezcan.  A la larga, el nacionalismo es incompatible con humanismo alguno, pues se basa en hacer al individuo dependiente de abstracciones sobrehumanas cuyo origen no es otro que los primitivos impulsos “endogrupales” (el viejo “nosotros” contra “ellos”). En esencia, no hay diferencia entre nacionalismo y racismo, en tanto que presuponen diferencias arbitrarias e irracionales por nacimiento entre semejantes.

  Sin embargo, el instinto endogrupal es extraordinariamente útil para la movilización política. Es una herramienta poderosa a la que ningún político renunciará jamás, de modo que está claro que para que el nacionalismo desaparezca, la política ha de hacerlo también. El movimiento del Tercer Mundo, aunque nutrido de la injusticia social, apeló al nacionalismo como una de sus mejores armas y hoy, en muchas naciones, utiliza también la religión –la islámica, pero no es la única- para desencadenar sus movimientos de cambio político.

  En la ira de Franz Fanon hay mucho más que resentimiento y explicable indignación, se trata de un histórico hito en la comprensión de nuestra naturaleza social. No es la respuesta adecuada, pero aún urge a que se halle la respuesta adecuada.

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