lunes, 25 de abril de 2022

“Realidad y juego”, 1971. D. W. Winnicott

   Psicoanalista y pediatra, Donald Woods Winnicott, no siendo el primero en estudiar a fondo el comportamiento de la primera infancia, creó un importante concepto psicológico: el objeto transicional.

Puede que el niño haya encontrado algún objeto blando, o de otra clase, y lo use, y entonces se convierte en lo que yo llamo objeto transicional. Este objeto sigue siendo importante. Los padres llegan a conocer su valor y lo llevan consigo cuando viajan. La madre permite que se ensucie y aun que tenga mal olor, pues sabe que si lo lava provoca una ruptura en la continuidad de la experiencia del bebé, que puede destruir la significación y el valor del objeto para éste.  (p. 21)

La pauta de los fenómenos transicionales empieza a aparecer desde los cuatro a seis meses hasta los ocho a doce (p. 22)

El uso de un objeto simboliza la unión de dos cosas ahora separadas, bebé y madre, en el punto del tiempo y el espacio de la iniciación de su estado de separación (p. 140)

Los objetos y fenómenos transicionales pertenecen al reino de la ilusión que constituye la base de iniciación de la experiencia. (p. 33)

  Por un lado, nos estamos refiriendo al apego por ciertos objetos que tanto evoca la inocencia infantil –como el caso del encantador Linus-, pero por otra parte estamos entrando en el tenebroso mundo del origen de la esencia humana –la subjetividad- que es un poco la prehistoria de nuestros recuerdos. Somos; después vivimos; después interactuamos como seres sociales. Se crean así los cimientos de nuestra existencia. También son los cimientos de la cultura.

Estudio, pues, la sustancia de la ilusión, lo que se permite al niño y lo que en la vida adulta es inherente del arte y la religión, pero que se convierte en el sello de la locura cuando un adulto exige demasiado de la credulidad de los demás cuando los obliga a aceptar una ilusión que no les es propia. Podemos compartir un respeto por una experiencia ilusoria, y si queremos nos es posible reunirlas y formar un grupo sobre la base de la semejanza de nuestras experiencias ilusorias. Esta es una raíz natural del agrupamiento entre los seres humanos.(p. 20)

  El juego supone una actividad capital en el comportamiento infantil. Aparentemente, es una preparación para las tareas adultas de supervivencia pero, siendo esto exactamente o no, tiene consecuencias duraderas para toda la vida.

El jugar conduce en forma natural a la experiencia cultural, y en verdad constituye su base (p. 154)

Los mismos fenómenos que representan la vida y la muerte para nuestros pacientes esquizoides o fronterizos aparecen en nuestras experiencias culturales. Estas son las que aseguran la continuidad en la raza humana, que va más allá de la existencia personal. Doy por sentado que constituyen una continuidad directa del juego (p. 143)

  Winnicott incluye en su libro determinados ejemplos de tratamiento de psicoanálisis en los cuales busca mostrar su visión de la singularidad humana en tanto que seres subjetivos que han de afrontar la contradicción de la objetividad.

Al bebé se le pueden permitir los fenómenos transicionales gracias al intuitivo reconocimiento, por parte de los padres, de la tensión inherente a la percepción objetiva, y no lo desafiamos respecto de la subjetividad u objetividad, en ese punto en que existe el objeto transicional. Si un adulto nos exige nuestra aceptación de la objetividad de sus fenómenos subjetivos, discernimos o diagnosticamos locura. (p. 32)

  Esta inseguridad acerca de lo que es real en nuestras vidas y que nos amenaza con la locura implica evocaciones poéticas, lo que hace pertinente la cita de Tagore:

En la playa de interminables mundos, los niños juegan. (p. 138)

   En cierto modo, la vida infantil es un paraíso en tanto que su juego tiene lugar dentro de la seguridad de un mundo creado ilusoriamente en la propia imaginación… no en una realidad que escapa al control. Lo objetivo es algo indeterminado, amenazante, de modo que el conocimiento humano aspira a incorporar la comprensión de lo externo al transformarlo en símbolo, de la misma forma que la acción infantil tiene lugar en el ámbito del juego.

Cuando presenciamos el empleo, por un niño, de un objeto transicional, la primera posesión no-yo, vemos al mismo tiempo la primera utilización de un símbolo por aquel y su primera experiencia de juego. (p.139)

El desarrollo gradual de la relación de objeto es un logro en el plano del desarrollo emocional del individuo. En un extremo tiene un respaldo instintivo, y en ese caso el concepto de relación de objeto abarca todo el horizonte ampliado que ofrece el uso del desplazamiento y el simbolismo. En el otro extremo está la situación cuya existencia puede darse por supuesta al comienzo de la vida del individuo, en la cual el objeto aún no se ha separado del sujeto. (p. 182)

   Un juego en mundos interminables supone también una estremecedora soledad en la cual la razón poco puede ayudarnos. Juego, cultura, símbolo… neurosis. La vida humana supone poca cosa sin los prejuicios que enmarcan nuestro ilusorio sentido de la existencia.

El niño que juega habita en una región que no es posible abandonar con facilidad y en la que no se admiten intrusiones. (…) Esa zona de juego no es una realidad psíquica interna. Se encuentra fuera del individuo, pero no es el mundo exterior.  (…) En ella el niño reúne objetos o fenómenos de la realidad exterior y los usa al servicio de una muestra derivada de la realidad interna o personal. Sin necesidad de alucinaciones, emite una muestra de capacidad potencial para soñar y vive con ella en un marco elegido de fragmentos de la realidad exterior.(…) Hay un desarrollo que va de los fenómenos transicionales al juego, de este al juego compartido, y de él a las experiencias culturales.(…) El juego implica confianza, y pertenece al espacio potencial existente entre (lo que era al principio) el bebé y la figura materna, con el primero en un estado de dependencia casi absoluta y dando por sentada la función de adaptación de la figura materna. (p. 80)

  Para el niño, la confianza es la madre –si tiene suerte…-, pero para el adulto, la fuente de confianza es incierta y solo puede ser construida por la cultura.

Al principio el niño únicamente está solo en presencia de alguien. No desarrollaba la idea del terreno común en la relación entre él y los demás (p. 139)

Es útil pensar en una tercera zona de vida humana, que no está dentro del individuo, ni afuera, en el mundo de la realidad compartida. Puede verse ese vivir intermedio como si ocupara un espacio potencial y negase la idea de espacio y separación entre el bebé y la madre, y todos los acontecimientos derivados de este fenómeno. Ese espacio potencial varía en gran medida de individuo en individuo, y su fundamento es la confianza del  bebé en la madre, experimentada durante un período lo bastante prolongado, en la etapa crítica de la separación del no-yo y el yo, cuando el establecimiento de la persona autónoma se encuentra en la fase inicial. (p. 159)

   Tal “espacio potencial”, tan variado –tan incierto- es aquello que tendríamos que conquistar para una existencia plenamente humana, es decir, plenamente social, sin amenazas de agresión o desconocimiento.

La tarea de aceptación de la realidad nunca queda terminada, (…) Ser humano alguno se encuentra libre de la tensión de vincular la realidad interna con la exterior (…) El alivio de esta tensión lo proporciona una zona intermedia de experiencia  que no es objeto de ataques (las artes, la religión, etcétera). Dicha zona es una continuación directa de la zona de juego del niño pequeño que "se pierde" en sus juegos. (p. 32)

    Toda experiencia subjetiva es arriesgada una vez se toma conciencia del mundo exterior, lleno de riesgos e incomprensión. Para el ser humano, la conquista de un espacio habitable es el desafío diario. Algunas personas no pueden soportarlo y caen en la falsa seguridad que ofrece la locura. 

Lectura de “Realidad y juego” en Gedisa Editorial 2009; traducción de Floreal Mazia 

viernes, 15 de abril de 2022

“Sociedades guerreras y pacíficas”, 2017. Agner Fog

El presente libro ofrece una nueva y rupturista teoría basada en la teoría evolutiva que explica la extrema variabilidad en organización y cultura sociales [en cuanto a la belicosidad] (p. 1)

  La novedad de la teoría que propone el antropólogo Agner Fog consiste sobre todo en que las culturas belicosas y pacíficas pueden ser detectadas por rasgos que no tienen que ver directamente con la actividad violenta intergrupal.

Las notables diferencias entre sociedades guerreras y pacíficas se reflejan en muchas características de la cultura, incluyendo aspectos que no tienen una relación obvia con la guerra y la paz, tal como preferencias artísticas y moral sexual (p. 2)

  Para empezar, las sociedades guerreras buscan, obviamente, la eficiencia en los conflictos intergrupales y para ello se requiere autoritarismo.

El problema de la acción colectiva puede superarse instalando un líder fuerte que puede recompensar a los guerreros valientes y castigar a los desertores (p. 8)

 Un líder fuerte suele ser también un líder despiadado.

La empatía reducida no es algo enteramente malo (…) capacita al líder para tomar más decisiones racionales que den mayor peso a los intereses colectivos que a los intereses de un solo individuo (p. 17)

  La necesidad de un líder fuerte y valiente conlleva también, como consecuencia, la aparición de la poligamia por evidentes causas evolutivas.

Un gran prestigio da al guerrero valiente acceso a una esposa atractiva y quizá a múltiples esposas. Esto se traduce directamente en adaptación biológica. Los cobardes que no luchan tendrán mala reputación y bajo prestigio. (p. 11)

  Si fuera de otra manera, sucedería que los cobardes, al evitar la lucha, sobrevivirían para dejar más descendencia. La forma de compensar esta desventaja de los valerosos es la poligamia para los que sobrevivan a los azares de la guerra.

Un estudio de ADN reciente muestra evidencia de una variación extrema en éxito reproductivo masculino hace 5.000 o 7.000 años (…) Unos pocos hombres tuvieron muchos hijos, y muchos ninguno (…) Hay evidencia de una ola de poligamia extrema (p. 68)

  El autoritarismo y la preponderancia de líderes “fuertes” dan lugar también a ciertas tendencias culturales que no tienen que ver directamente con el autoritarismo necesario para que un líder dirija un combate exitoso.

Las sociedades belicosas tienden a ser bastante xenófobas e intolerantes ante todo tipo de disidencia, mientras que los grupos pacíficos son muy tolerantes (p. 21)

Las culturas belicosas típicamente tienen impresionantes obras de arte y arquitectura de materiales durables (p. 24)

Los patrones geométricos altamente repetitivos [son] típicos del arte de las [sociedades belicosas] (p. 225)

  Como es de esperar, uno de los primeros condicionantes que llevan a sociedades más pacíficas es un medio social que permita una mayor seguridad física, mientras que la percepción del peligro lleva a dar pasos hacia una sociedad más belicosa... y cuando hablamos de peligro, lógicamente, nos referimos sobre todo al que suponen otros grupos humanos que disputan los escasos recursos: esta visión sobre sociedades belicosas y pacíficas, da por sentado que partimos de una prehistoria de escasez, con la consecuente disputa por los recursos económicos de primera necesidad.

Una creciente cantidad de evidencia indica que podría haber habido una violenta lucha intergrupal a lo largo de toda la prehistoria (p. 29)

  Es decir, los grupos pacíficos son excepcionales en el entorno del “Homo sapiens originario”: la norma es el enfrentamiento por los recursos, lo que convierte a la guerra en un elemento fundamental de la vida social.

Los humanos expresarán una reacción autoritaria en caso de guerra o cualquier otro peligro colectivo percibido que requiera una acción colectiva. Esto incluye el deseo de contar con un líder, disciplina estricta, una fuerte identidad de grupo que enfatice el “nosotros” contra el “ellos”, xenofobia e intolerancia. La estructura social y política de la sociedad tomará formas acordes con estas preferencias. Veremos una organización política jerárquica y un duro castigo a los traidores y disidentes (p. 272)

La importancia cultural de la guerra, la estricta disciplina y la estricta moralidad sexual son definitivamente signos de una cultura belicosa (p. 178)

  Todo esto tiene sentido. Sobre todo si consideramos que también otras bandas de animales sociales compiten contra los de su propia especie por los recursos escasos.

  Ahora bien, el problema aparece cuando consideramos que, con la invención de nuevos sistemas de producción de recursos económicos –agricultura, pero no solo ésta-, la precariedad habría de ser cosa del pasado. ¿Por qué, entonces, siguieron existiendo culturas belicosas, si las causas para la precariedad económica ya han desaparecido? El motivo parece no haber sido otro que el dramático hecho de que la sociedad, incluso ya disponiendo de medios económicos para escapar de la precariedad, mantuvo por inercia los principios culturales propios del pasado de la escasez: la guerra no requiere tanto la existencia de amenazas reales como más bien de la percepción de la inseguridad.

La reacción belicosa a los peligros colectivos no depende del riesgo objetivo sino del percibido. Una percepción exagerada de un peligro menor o improbable puede tener un fuerte efecto en la belicosidad (p. 60)

La respuesta belicosa psicológica está solo parcialmente dirigida hacia una meta que representa un peligro específico. Hasta cierto grado, la respuesta belicosa parece ser una reacción inespecífica de fortalecimiento del intragrupo contra cualquier tipo de peligro (p. 43)

Las predicciones sobre si habrá paz o conflicto no pueden basarse en la presencia de agravios porque los agravios pueden encontrarse (o inventarse) en todas partes (p.107)

   Es decir, las tendencias belicosas están ya arraigadas y ya no requieren de amenazas directas a la seguridad. Así suele darse el caso de que el interés de las élites puede poner en marcha mecanismos que funcionen como amenazas reales a la seguridad.

  La belicosidad implica el desperdicio de recursos humanos y económicos, así como la represión de los deseos individuales de realización personal, de modo que, finalmente, las culturas más desarrolladas serán siempre las menos belicosas. 

Los estudios de los conflictos han encontrado una fuerte conexión entre riqueza, paz y democracia (p. 101)

El arte, arquitectura y música de las culturas pacíficas están menos regidas por reglas y son más individualistas [que las de las culturas belicosas], con aprecio de la fantasía e innovación y un amplio espectro de temas (p. 24)

   Pero en el pasado esas no fueron siempre las culturas que más florecieron. En general han sido las culturas belicosas las que han marcado más la historia, pero un hecho a tener en cuenta es que las culturas evolucionan, y tras el éxito en la guerra puede llegar el cambio a una sociedad más pacífica y evolucionada.

La belicosidad de una cultura puede cambiar bastante dramáticamente en pocas generaciones (p. 267)

   Se hace inevitable considerar que, puesto que el éxito económico es algo relativamente reciente -cuando la productividad del trabajo humano ha alcanzado niveles que en las primeras civilizaciones nadie hubiera podido imaginar-, el análisis acerca de las diferencias entre las culturas belicosas y las no belicosas debe partir originalmente de las culturas primitivas, cuyas circunstancias del entorno son más simples y se asemejan más al entorno que, durante decenas de miles de años dio lugar a nuestro genotipo. En este libro se parte del análisis estadístico de 186 culturas primitivas. 

La teoría de la belicosidad predice efectos tanto a nivel individual como de toda la sociedad. Las predicciones de los efectos a nivel social deberían ser comprobadas preferiblemente sobre distintos grupos socioculturales. (…). Ya que casi todas las culturas contemporáneas están fuertemente influenciadas por la cultura occidental moderna, hemos usado datos etnográficos de culturas no industriales del pasado que estaban menos influenciadas por tendencias globales (p. 230)

  En principio, las bandas de cazadores-recolectores competían por recursos escasos y el belicismo era habitual; pero incluso entre las culturas primitivas que subsisten hoy pueden darse excepciones y no todas son belicosas.

Una revisión de ejemplos publicados de grupos pacíficos de cazadores-recolectores muestra que la mayor parte de estos casos puede explicarse por su aislamiento, pacificación o estar rodeados de culturas con diferente ecología (p. 30)

  Ese podría ser el caso de los famosos Kung del Kalahari, una cultura muy primitiva pero que por diversas circunstancias -sobre todo, el que viven en una zona muy poco poblada- resulta bastante pacífica:

Las predicciones de una cultura [pacífica] están en excelente acuerdo con las observaciones de un bajo nivel de conflicto, un sistema político igualitario, disciplina laxa, religión no autoritaria, bajo grado de identificación de grupo, tolerancia de extranjeros, baja proporción de fertilidad, larga infancia, y arte y música flexibles (p. 202)

   Pero si esas son las excepciones entre las culturas primitivas, la evidencia en general reafirma que las culturas más pacíficas serán siempre  aquellas más evolucionadas socialmente y que, en teoría, la paz no habría de ser excepcional más allá de cierto nivel de desarrollo –económico primero, cultural después-.

Cuando la gente tiene abundancia de recursos de modo que ya no existe preocupación por la seguridad existencial, entonces se dará una prioridad mayor a los valores emancipativos (…) Los valores emancipativos dan a la gente el ímpetu para organizar acciones colectivas contra los tiranos, reemplazar un gobierno autoritario con un gobierno democrático e instituir instituciones cívicas que garanticen la libertad individual. Este modelo explica la creciente democratización durante los últimos siglos (…) La seguridad existencial lleva a la preferencia psicológica por valores emancipativos que a su vez llevan a una estructura política democrática (p. 57)

  Una posible conclusión nos llevaría a aceptar, por encima de todo, la movilidad del carácter belicoso o pacífico de las sociedades, dependiendo este siempre de las condiciones del entorno y de la capacidad de desafiar los prejuicios heredados de etapas anteriores. La belicosidad formaría parte de nuestro estado de naturaleza y el mantenimiento de características culturales de belicosidad sería un primitivismo a combatir.

Lectura de “Warlike and Peaceful Societies” en Open Book Publishers 2017; traducción de idea21

martes, 5 de abril de 2022

“Los peligros de la moralidad”, 2021. Pablo Malo

   El psicólogo Pablo Malo parte del relato –según ciertos autores, en su mayoría estadounidenses- acerca del surgimiento de una intolerante nueva “religión”: la Justicia Social Crítica se basaría en una abusiva denuncia moral potenciada por las nuevas redes sociales.

Estamos asistiendo a un momento histórico en el desarrollo de las sociedades occidentales en el que el sistema operativo con el que funcionaba nuestra cultura, el liberalismo, se está cambiando por otro sistema operativo, la Justicia Social Crítica (Capítulo  6)

Justicia Social Crítica o wokismo (wokeism )(…) Esta ideología se expresa e influye en la sociedad de diferentes maneras: políticas identitarias, corrección política, cultura de la cancelación, feminismo y estudios de género, teoría crítica de la raza, interseccionalidad, teoría queer , estudios sobre obesidad y discapacidades, teoría poscolonial... Todas estas distintas teorías están obsesionadas con el poder, el lenguaje, el conocimiento y la relación entre ellos; analizan las dinámicas de poder de cada interacción, se centran en detectar agravios y contemplan todo como un juego de suma cero que gira alrededor de marcadores de identidad como la raza, el sexo, el género, la sexualidad y otros  (Capítulo 6)

Lo que más hace la Justicia Social Crítica en la práctica es favorecer las interpretaciones de algunos grupos marginados (los que se consideran que están en un lugar más elevado de la jerarquía de victimismo), considerarlas las auténticas y descartar las demás interpretaciones como interiorizaciones de las ideologías dominantes. De esta manera se resuelve la contradicción lógica entre el relativismo radical y el dogmatismo absoluto [contradicción que es propia del posmodernismo], pero el precio que se paga es que la teoría de la Justicia Social se convierte en algo completamente indefendible e infalsable: sea cual sea la evidencia acerca de la realidad (física, biológica, social o filosófica) que se presente, la teoría siempre puede descartarla.(Capítulo 6)

   Ahora bien, este supuesto nuevo fenómeno social entroncaría con una cuestión mucho más grave y preexistente que sería el “lado oscuro de la moralidad”

Actos agresivos o violentos que normalmente se considerarían inmorales pasan a ser morales si suponen un castigo para un individuo o grupo que se juzga que los merece como castigo. La moralidad puede legitimar la inmoralidad. (Capítulo 2)

Las personas tienen mayores probabilidades de saltarse los frenos existentes en la sociedad contra la violencia (limitaciones establecidas por las leyes y las autoridades) cuando se mueven por convicciones morales. Hemos visto asesinatos de médicos que realizaban abortos (Capítulo 3)

La intensidad de las emociones que las personas experimentan en relación con las convicciones morales es mucho más fuerte que la intensidad de las emociones asociadas a cualquier otra convicción (Capítulo 3)

Las convicciones morales no admiten ser votadas y resueltas por mayoría, lo que entra en conflicto con las reglas del juego democrático. Por ello es letal para la convivencia moralizar las opiniones políticas. (Capítulo 3)

   El poder de las convicciones morales se explica porque tienen que ver, lógicamente, con el bien común. De ahí la tendencia a que la moral se revista de religiosidad, pues el ámbito de lo sagrado, al interiorizar las preferencias de forma parecida a como funcionan los instintos (es el caso de la reacción automática al sacrilegio), facilita la salvaguarda del bien común que los criterios morales señalan.

  Ahora bien, lo que se critica en este libro es la manipulación de las emociones morales y su utilización exagerada e interesada por grupos partidistas cuyo compromiso con el bien común es dudoso. Esto es especialmente importante cuando consideramos cómo pueden justificarse moralmente actos que, con bastante objetividad, son claramente condenables (moralmente…)

Mi problema era explicar cómo personas con una moralidad que funciona de modo correcto podían apoyar actos como el asesinato que moralmente son considerados malos de forma casi universal. El rompecabezas era, por tanto, explicar a qué se debe que actos que suelen ser considerados malos —y que las personas que los llevan a cabo considerarían que son moralmente malos si los sufrieran ellas— son realizados contra otras personas por gente que cree que está haciendo el bien. (Introducción)

  Un ejemplo contemporáneo de esto lo tenemos en los ataques terroristas, que son justificados en amplios sectores de ciertas poblaciones por ideologías que apelan a la moral.

   Una fuerza tan poderosa –instintiva- como los sentimientos morales siempre resultará atractiva para los intereses sesgados, para las ideologías políticas.

El problema no es la religión, es la fe: en un Dios, en el comunismo, en el nacionalismo o en el nazismo. El problema son las ideas, las creencias y el mandato moral que suponen. (Capítulo 3)

   Sin embargo, no puede haber progreso moral sin ideas, y es el mandato moral el que permite vencer las resistencias de quienes defienden las visiones morales menos avanzadas, de modo que la condena de la misma moralidad podría no ser lo más conveniente. Con todo, lo que debe condenarse –moralmente- es la manipulación y la violencia moralista misma.

  Se exponen diversos mecanismos que permiten la manipulación moral que lleva a la violencia moralista. El más peligroso de todos es el que utiliza los criterios morales vinculándolos a los marcadores identitarios de grupo (tribalismo). Se pueden crear grupos humanos diferenciados y enfrentados en base a criterios arbitrarios, pero si se les asigna una valoración moral –ellos son malos, nosotros somos buenos- el efecto es devastador. Esto suele darse especialmente en el caso de las divisiones ideológicas.

La tendencia humana a dividir el mundo en Ellos/Nosotros (…) es considerada un universal antropológico (Introducción)

Hay un marcador de la identidad grupal de una enorme importancia al que no se le suele dar la importancia que tiene: las creencias o la ideología. (Capítulo 4)

   Una vez divididos en facciones moralizadas, la nueva situación de enfrentamiento activa otros mecanismos no menos dañinos que el mero tribalismo.

[El] encasillamiento moral (moral typecasting ) (…) consiste en que la gente es catalogada o bien como agentes morales o bien como pacientes morales, no se puede ser las dos cosas a la vez.(…)  Si queremos escapar de un castigo por algo malo que hemos hecho, la mejor solución (y esto es importante para los abogados que tengan que defender a un cliente) es presentarnos como víctimas. (Capítulo 2)

Muchos grupos religiosos tienen éxito porque las creencias que les hacen distintos provocan el ridículo, el aislamiento o la persecución. Con esas creencias no se puede ir a ningún sitio, no se puede salir del grupo. (Capítulo 4)

  Pero a nivel individual, fuera de la participación “tribal”, el moralismo también cuenta con atractivos que no tienen que ver con el altruismo propio de quienes favorecen el bien común.

Expresar indignación beneficia al sujeto, ya que señala su calidad moral a los demás. (Capítulo 5)

Castigar activa los circuitos de recompensa del cerebro, es decir, castigar nos resulta placentero. (Capítulo 1)

  El problema agravado que encuentra Pablo Malo es que, en el caso específico de “la ideología de la Justicia Social Crítica”, se produce el señalamiento moral –absolutamente desproporcionado e injusto- de un tipo específico de colectivo de individuos.

La presión moral en el mundo actual procede principalmente de la izquierda política. En ese lado del espectro político han ido surgiendo distintos movimientos que podríamos agrupar actualmente bajo el manto de la llamada «teoría de la justicia social» que incluye ideologías como la teoría poscolonial, la teoría queer, el feminismo interseccional y los estudios de género y la teoría crítica de la raza (aquí podemos incluir términos más coloquiales como la corrección política, las políticas de la identidad o lo que se ha dado en llamar «wokismo», etc.). (Capítulo 5)

El chivo expiatorio es el victimario, el que paga el precio. En la Justicia Social Crítica el hombre blanco es el chivo expiatorio que paga la inocencia de las otras identidades. (Capítulo 6)

   Naturalmente, ante una afirmación como esta, que recuerda a la carga del hombre blanco de Kipling, uno comienza a pensar si podría también aplicarse aquí lo que en el mismo libro se refiere en cuanto al victimismo y las microagresiones.

[La]cultura del victimismo (…) [y la] aparición del fenómeno de las microagresiones (…) son [por ejemplo] decirle a un norteamericano asiático que habla muy bien inglés, agarrar el bolso cuando un afroamericano entra en el ascensor o quedarse mirando las muestras de afecto de gais y lesbianas en público. (Capítulo 5)

Parece que cuanto más igualitaria es una sociedad, más agraviados nos sentimos por cosas cada vez más pequeñas. (Capítulo 5)

  En realidad, las argumentaciones de Malo en el caso de su denuncia de la “Justicia Social Crítica” parecen bastante tendenciosas y contradictorias, aunque vienen muy al caso del tema que se aborda: es moralista, hace una condena exageradamente agresiva contra el liberalismo político y cae en un descarado victimismo muy parecido al del populismo de extrema derecha.

Todo se está moralizando, desde comer carne hasta ir en coche al trabajo, y cosas que antes eran neutras moralmente van adquiriendo la cualidad o valor moral de ser malas y condenables. (Capítulo 5)

   En lugar de caer en estas tendencias contradictorias sería más valioso poner atención a la razón de ser de las condenas morales (¿por qué es malo moralizar el consumo de carne, por ejemplo?) y la necesidad intrínseca de que la moralidad, para ser tal, debe ser emocionalmente activa y lógicamente definida

Parece que sí hay ideologías con más tendencia que otras a deslizarse cuesta abajo hacia el mal y la violencia (Capítulo 3)

  Con todo, el contenido el libro cumple su función de alertar contra la tendenciosidad y la manipulación moralista. 

El problema del tribalismo es que utiliza nuestra mente moral, se sirve de la fuerza destructiva de nuestras convicciones morales, que son vividas como mandatos morales (…) y la dirige hacia la exclusión, la discriminación o incluso la violencia. (Capítulo 4)

Las fronteras entre comunidades morales pueden venir marcadas por diferentes atributos (raza, nación, religión...), pero un marcador cada vez más importante es la ideología. La ideología y las creencias políticas marcan las fronteras de nuestra comunidad moral  (Introducción)

  Ante este grave problema social, se formulan sugerencias para evitar el exceso de moralización.

El sexo también es un medio para la reproducción, para tener hijos, y hoy en día podemos saltar el paso del sexo e ir directamente a la reproducción. Se trataría de intentar hacer lo mismo con la cooperación para puentear así la moralidad. (Capítulo 8)

Debemos intentar no formular las diferencias y los conflictos en términos morales y buscar a toda costa el modo de formularlas de otra manera. El objetivo es no convertir conflictos de intereses en conflictos del «bien» contra el «mal». (Capítulo 8)

[Debemos] cambiar el lenguaje con el que nos referimos al otro bando. Cuando calificamos a los rivales de «bárbaros» o «cerdos» favorecemos que se los considere como pertenecientes a una categoría inferior. Cuando hablamos de «batallas» o «guerras» (en el discurso político estadounidense estas expresiones han ido aumentando) favorecemos el conflicto, el enfrentamiento y el recurso a la violencia. (Capítulo 7)

  Es buena idea lo referente al control de la agresividad del lenguaje, pero no tanto lo de evitar los conflictos en términos morales, pues sin una definición militante del ideal moral no sería posible el progreso moral. En cuanto a los posibles excesos puntuales del creciente moralismo en las sociedades liberales, estos no parecen ser más que “efectos colaterales” de un constante compromiso con la causa de la mejora moral, y uno diría más bien que las denuncias exageradas contra el moralismo liberal no benefician más que a la reacción conservadora. 

  Un camino probablemente más coherente, pero más difícil por ser no convencional, sería utilizar la misma fuerza psicológica del mandato moral para señalizar y con ello inhabilitar los abusos de la violencia moralista. Es decir, crear una moralidad militante que señalice todo rasgo de agresividad como inmoral.

Para reducir la violencia debemos conseguir convertirla en inmoral. Si la gente viera la violencia en todos los niveles como algo inmoral, sería muy difícil que la llevara a cabo. Siempre quedarían psicópatas (obviamente la violencia de los psicópatas no está motivada moralmente) o gente que tuviera que matar para comer o cosas por el estilo, pero sería una minoría. El problema es cómo conseguimos hacer que gente de diferentes culturas y círculos morales llegue a consensuar una moral común  (Capítulo 7)

 Puede lograrse deshaciéndonos de los prejuicios –convencionalismos- y ponderando cuales son los fines de la moralidad en el ámbito de la naturaleza humana más allá de las circunstancias contingentes –una moralidad universal-. 

  Una moralidad estricta pero no agresiva puede tomar forma en un estilo de vida prosocial que genere actuaciones benevolentes y altruistas, y no tanto vehementes condenas.

Lectura de “Los peligros de la moralidad” en Ediciones Deusto 2021