martes, 15 de marzo de 2022

“Castigo y sociedad moderna”, 1990. David Garland

  El fenómeno penitenciario es una institución social generalmente comprendida como medio para reducir los comportamientos antisociales más graves –incluidos los homicidios- y que, como institución social, forma parte de la vida civilizada. Y es una parte muy especial.

Durkheim presenta una poderosa y precisa interpretación del castigo. Considerar el castigo como un instrumento calculado para el control racional de la conducta es no percatarse de su carácter esencial, confundir la forma superficial con el verdadero contenido. La esencia del castigo no es la racionalidad ni el control instrumental -si bien estos fines le son superimpuestos-; su esencia es una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sentido de lo sagrado y su profanación. La pasión se encuentra en el corazón del castigo. Es una reacción emotiva que estalla ante la violación de sentimientos sociales profundamente valorados  (p. 49)

   En su libro, el penalista y sociólogo David Garland no pierde de vista que, naturalmente, la forma en que lo veía Durkheim (y tal como lo ven también muchos otros científicos sociales actuales) no es como lo ve el ciudadano común.

El tribunal es ahora el terreno en el que se realizan los rituales punitivos y se expresan los sentimientos morales, en tanto que las instituciones penales se manejan cada vez más conforme a criterios instrumentales y administrativos.  (p. 224)

   Pero sería una ingenuidad considerar esta creencia cívica como acorde con el sentir profundo de la cultura y con nuestras propias emociones. En el fondo, todos sabemos que no se trata solo de sentimientos morales y criterios instrumentales y administrativos. El castigo es, básicamente, venganza.

La teoría de Durkheim considera la emoción vengativa como la fuente inmediata del castigo (p. 58)

   El origen del delito se halla en insuficiencias de la vida social y en la fragilidad psicológica de los más desfavorecidos, y por lo tanto el castigo no es la solución, pero eso no quita que exista una base cierta –y honesta- del Derecho Penal moderno. De hecho, si el origen del delito es, naturalmente psicológico –y no una mera acción lógica en interés propio y contra el interés común-, se nos señala que el concepto de Derecho Penal surge, a su vez, a partir de ciertos descubrimientos en la psicología del comportamiento, centrados en el uso de la disciplina y el autocontrol.

En diversas situaciones disciplinarias, como el monasterio, la escuela o la fábrica, el individuo coopera con su adiestramiento porque, por lo menos hasta cierto punto, comparte las metas del proceso disciplinario (sobreponerse a la carne, adquirir educación, ganar un salario). El problema principal de la cárcel como forma disciplinaria es que el individuo preso tal vez no tiene la menor inclinación ni necesidad de tomar parte activa en el proceso. (p. 204)

   De modo que es probable que la aplicación de estas estrategias disciplinarias al caso de las conductas antisociales mediante el castigo acabara siendo un error. Claro que, en tiempos de precariedad, ¿qué otras opciones había? Reprimir para disciplinar parece de sentido común.

  En los tiempos modernos, nos queda afrontar la herencia del pasado. El pasado no solo de la represión del delito, sino, en general, el pasado de nuestra cultura. 

El castigo puede ser al mismo tiempo políticamente necesario para la conservación de una forma particular de autoridad y poco eficaz para controlar el crimen (…) Esta sensación de ser simultáneamente necesario y estar destinado a cierto grado de ineficacia es lo que yo llamaría el sentido trágico del castigo (p. 104)

En algunos casos y para ciertas personas (por ejemplo los grupos para los que la ley es una fuerza superior, impuesta de manera coercitiva), el castigo es un ejercicio de poder brutal, mejor entendido en vocabularios como los proporcionados por Foucault o Marx. No obstante, en otros momentos y para otras personas -tal vez incluso en la misma sociedad y dentro de un mismo sistema penal-, el castigo puede ser la expresión de una comunidad moral y una sensibilidad colectiva, donde las sanciones penales son una respuesta autorizada a la infracción individual de valores compartidos (p. 331)

La intensidad de los castigos, los medios para infligir dolor y las formas de sufrimiento permitidas en las instituciones penales están determinados no sólo por consideraciones de conveniencia, sino también por referencia a los usos y sensibilidades del momento. (p. 230)

Se ha sugerido (…) que la fascinación que ejercen para muchos las hazañas del criminal -como lo demuestran los hábitos de lectura, la televisión y la insaciable sed de [prensa sensacionalista]- es una gratificación de las agresiones y deseos sexuales reprimidos que perviven en el individuo socializado (p. 86)

  La parte positiva es que los cambios en este estado de cosas reflejan también los avances morales en la sociedad. De ahí el progreso del Derecho Penal en el sentido de intentar corregir la conducta antisocial –reforma, reeducación, reinserción- y no tanto expresar ira, venganza o incluso tortuosas dobles intenciones políticas –ejercicio de poder brutal-.

[Al final del siglo XVIII] si el fin del castigo seguía siendo influir en los demás, ahora se dirigía a la mente racional del ciudadano y no a los temblorosos cuerpos de los atemorizados espectadores. Una cuestión de didáctica sutil, no de terror. A partir de ese momento, el castigo se convertiría en una lección, en un signo, una representación de la moralidad pública (p. 173)

En el siglo XVII una repugnancia creciente ante la vista del cadalso obligó a sustituir los patíbulos de piedra por estructuras temporales de madera que pudieran retirarse de la vista después de su uso.(…) Entre 1754 y 1798 diversas naciones abandonaron el uso de la tortura (…) La exposición de cadáveres también se abolió en el siglo XVIII (p. 266)

Los defectos de la prisión -su ineficacia para reducir el crimen, la tendencia de producir reincidentes, a organizar el medio criminal, a dejar en el desamparo a la familia del delincuente, etc.- se reconocen desde el decenio de 1820 hasta la fecha  (p. 272)

Los tribunales modernos insisten en que los individuos dirigen sus propias acciones, tienen capacidad de elección, voluntad, intención, racionalidad, libertad, etc., y los jueces procederán a tratar a los delincuentes conforme a estos términos.(…) Imponen las formas reconocidas en las que esta subjetividad y el control de la conducta del individuo son propensas a fallar, por ejemplo demencia, falta de responsabilidad, provocación, pasión, o cualquier otra  (p. 311)

  Los tribunales modernos no solo reconocen la subjetividad del infractor sino que en sus sentencias reflejan cómo evolucionan las costumbres. La jurisprudencia equivale a la formulación e incluso la instigación de las nuevas costumbres.

¿Deberían considerarse como homicidios las muertes en accidentes de tránsito, el infanticidio o el aborto?  (p. 77)

   Ahora bien, lo fundamental es que sabemos que el castigo no resuelve el crimen, que no es disuasorio. Sabemos que las mismas leyes en diferentes sociedades tienen diferentes efectos y también que hay una relación directa entre la conducta antisocial y las condiciones de vida en cada sociedad. Una nación próspera, con una cultura poco agresiva y buenos servicios sociales suele tener pocos delincuentes –digamos, Suecia-, mientras que la imposición de severos castigos –por ejemplo, Texas- no conlleva una menor delincuencia.

Este libro postula que el castigo confunde y frustra nuestras expectativas porque hemos intentado convertir un profundo problema social en una tarea técnica encargada a instituciones especializadas. Asimismo, plantea que el significado social del castigo se ha tergiversado y que, si queremos descubrir formas de castigo más acordes con nuestros ideales sociales, es necesario analizarlo más a fondo. Con este fin, la obra construye lo que es, en realidad, una sociología del castigo desde el punto de vista legal, retornando el trabajo de teóricos e historiadores sociales que han intentado explicar los fundamentos históricos del castigo, su papel social y su significado cultural.  (p. 13)

Precisamente porque el castigo involucra la condena moral pero no puede producir un vínculo moral, sólo sirve para alienar a los trasgresores en potencia, más que para mejorar su conducta. El reproche moral genera culpabilidad, remordimiento y enmienda sólo cuando el trasgresor ya es miembro de la comunidad moral representada por la ley  (p. 97)

Sólo los procesos de socialización (moralidad introyectada y sentido del deber, inducción informal y recompensa por la conformidad, redes prácticas y culturales de expectativas e interdependencia mutuas, etc.) pueden fomentar una conducta adecuada de manera constante (p. 334)

Se puede influir en el índice de delincuencia únicamente si la sociedad está en posición de ofrecer a sus miembros ciertas medidas de seguridad y garantizar un nivel de vida razonable (p. 130)

  El mensaje ha de ser que los “ciudadanos honestos” no deben sentirse ajenos de las tragedias penitenciarias. El mundo represivo, las disciplinas inútiles y la brutalidad en la que todos participamos –más o menos conscientemente- forman parte de nuestra vida cotidiana; unos son más desdichados y les toca sufrirlas más que otros, pero todos participamos en esta forma de vida y solo cambiaremos el mundo cuando seamos conscientes de ello y actuemos en consecuencia.

Los espectadores de una ejecución pública en el siglo XVIII, los visitantes de una penitenciaría del siglo xrx y los observadores de una institución correccional del siglo xx interpretan de maneras distintas el significado del poder para castigar y la autoridad del Estado. Interpretarán retóricas diferentes, observarán formas simbólicas distintas y experimentarán modos diversos de organizar y legitimar el acto del castigo, y su compromiso con estos signos y símbolos conformará el significado específico que tiene la "autoridad" para ellos y su sociedad. (p. 310)

Si el castigo es inevitable, debería considerarse como una expresión moral, y no como algo meramente instrumental. (p.338)

   Y tampoco debemos cometer el error de considerar que, en tanto que el castigo no es el mejor medio para controlar la antisocialidad, debemos despreocuparnos hoy de la mejora del sistema penal. De momento, hasta que la mejora integral de la vida humana en comunidad no garantice la extinción de las conductas delictivas debemos seguir afrontando tales desastres de la mejor manera posible. 

Lectura de “Castigo y sociedad moderna” en Siglo veintiuno editores 1999; traducción de Berta Ruiz de la Concha

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