martes, 15 de noviembre de 2022

“El animal imperial”, 1971. Tiger y Fox

  ¿Por qué, dentro del reino animal, los antropólogos Lionel Tiger y Robin Fox consideran que el ser humano es “el animal imperial”?

La tendencia imperial tiene sus raíces en los mecanismos a los que se recurre para mantener unidos a los grupos de los primeros humanos que de lo contrario se habrían dispersado. Las manadas de babuinos se dividen cuando se hacen demasiado grandes y se convierten en entidades por completo diferentes, potencialmente en conflicto entre ellas. Los grupos de cazadores humanos también pueden dividirse, pero debido a que hablan el mismo idioma, adoran los mismos antepasados, afirman descender del mismo animal mítico o consideran que proceden del mismo agujero del suelo, permanecen unidos. El vínculo no es necesariamente con las otras personas como individuos, sino con las otras personas con las que comparten los mismos símbolos (p. 217)

  La vinculación simbólica es lo que distingue a los imperios de los reinos. Un reino viene a ser como una familia extendida –una gran jefatura, el jefe de los jefes, el padre de los padres- pero en el Imperio son extraños que se unen por vínculos “imaginarios”, es decir, convenciones que llegan a hacerse simbólicas. Una convención solo puede mantenerse por la voluntad de quienes la han fraguado, pero una convención simbólica apela a valores emocionales. Una vez se fragua el simbolismo, este va más allá de la voluntad inicial de acuerdo.

Si somos animales imperiales, parte del imperio que afirmamos y adornamos está en nuestras propias cabezas (p. 151)

  El Imperio austrohúngaro era más que el reino de los austriacos o de los húngaros. Húngaros y austriacos no eran la misma familia, no compartían un vínculo ancestral. Lo que los unía era el simbolismo de su Kaiser, su benévolo emperador cristiano y civilizado que los aglutinaba frente al peligro de los bárbaros turcos o eslavos. Esta simbología de civilización encarnada en la venerable persona del Kaiser puede parecer un vínculo más vago que la familia extendida de los reinos en los que comparten sus antepasados –mitológicos, claro- pero es mucho más efectivo en extender su ámbito a más pueblos, sociedades y colectivos. El animal imperial es el que conoce el valor del simbolismo político. En ese sentido, la Unión Europea es un ejemplo muy significativo de “imperio”.

  Como todo estudio inspirado por el principio evolutivo, el de estos autores señala nuestro origen simio.

Hemos intentado observar rasgos bastante generales de la estructura y proceso sociales que son verdaderos en todas las sociedades humanas como productos finales de la evolución del comportamiento social de nuestra especie. Construyendo sobre estos rasgos generales que mantenemos en común con nuestros parientes más próximos (y algunos más distantes), hemos examinado las consecuencias para la biología del comportamiento que siguieron a la revolución de la caza y la transición a la humanidad civilizada. Lo que hemos examinado es la transición de la vida sencilla a la vida simbólica. Pero al tiempo que progresamos hasta esas vastas estructuras de símbolo y fantasía que llamamos cultura humana, los hombres retuvieron mucho de su herencia primate. El antiguo cerebro primate no se perdió, sino que aumentó. El antiguo comportamiento primate no se abandonó sino que se reestructuró, amplificó y suplementó gracias al cerebro prefrontal humano que se expandía rápidamente (p. 232)

  Las conclusiones están en la línea de la psicología evolutiva que surge por la época en que este libro y otros semejantes se dan a conocer. Todos ellos contribuyen a una visión más lógica y equilibrada de la naturaleza humana, pero, al igual que sucedía con “El mono desnudo”, en estos primeros libros aún encontramos ciertos deslices.

Ser varón quiere decir esencialmente hacer cosas varoniles. Si a los varones se les impide hacer estas cosas –algunas de las cuales están profundamente integradas en nuestro cableado cerebral- queda la sombría posibilidad de que serán incapaces de llevar a cabo de forma efectiva sus funciones de protección, provisión e incluso procreación (p. 175)

  Los autores parecían caer un poco en la “falacia naturalista” que desconfía de que desaparezcan los muy marcados roles de varón y mujer en la prehistoria (de hecho, hoy en día hay incluso quienes dudan de que estos roles estuvieran tan marcadamente diferenciados entonces). La falacia naturalista implica aceptar, simplemente –demasiado simplemente-, que lo que antes funcionaba no tiene por qué dejar de seguir haciéndolo.

  Así, la integración de los sexos masculinizaría a la mujer y afeminaría al hombre. La pérdida de masculinidad siempre ha preocupado a muchos varones por motivos que suelen tener muy poco que ver con la ciencia. Por otra parte, este punto de vista conservador –la falacia naturalista- también supone un obstáculo para la mejora social cuando se da por sentado que no solo los roles sexuales no pueden desaparecer, sino que tampoco pueden desaparecer –ni ser significativamente controlados- los roles de dominio y agresión.

La agresión en la especie humana es lo mismo que la agresión en cualquier otra especie animal (…) Tiene que haber competición a fin de que tenga lugar la selección natural. Un animal ha de luchar para desplazar a otros a fin de obtener los mejores territorios, comida, parejas sexuales, lugares para anidar o dominio del grupo en general de modo que la selección pueda darse. La selección puede por supuesto favorecer [excepcionalmente] la timidez cuando una especie se orienta hacia el camuflaje o la ocultación o el comportamiento de huida, [pero] solo la inspección del comportamiento de una especie puede decirnos hacia qué lado se orientará el péndulo. En el caso de los exitosos y gregarios mamíferos superiores (entre otros) se ha orientado decididamente a favor de la agresión (p. 209)

  Sin embargo, en el mismo libro se argumenta el poder de la civilización para establecer costumbres y hábitos que combatan los instintos, incluidos los de la agresión.

El proceso de aprendizaje tiene que hacer algo muy curioso: ha de instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. Deben ser generales para toda la población, relativamente inmodificables y relativamente automáticos. En general llamamos costumbres a estos patrones, y el inculcarlos es de lo que trata sobre todo la educación. (p. 150)

  Y esto entra en contradicción con la negación de los idealismos. Lo que sí establece son los parámetros dentro de los cuales los idealismos son posibles.

El idealismo utópico puede solo ayudar a hacer la miseria más insoportable al ilusionarnos al pensar que podemos, por simples actos de voluntad y actividad racional, hacer del hombre una criatura diferente, o simplemente por desear que desaparezcan las tensiones que emanan de su prematuro salto a la civilización (p. 239)

  Simples actos de voluntad no pueden cambiar nuestro estilo de vida, pero la civilización implica una extraordinaria posibilidad de manipular el comportamiento social más allá de los instintos primarios que hemos heredado de nuestros antepasados gracias precisamente a la capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. En qué medida esto sea factible no es fácil de saber.

El propósito de este libro es doble: describir lo que se sabe sobre la evolución del comportamiento humano, y después intentar mostrar las consecuencias de esta evolución que afectan nuestro comportamiento hoy. Para hacer esto debemos recurrir a la zoología, biología, historia y genética (p. 2)

  Por tanto, nada que objetar a que se plantee la evolución humana desde el mismo punto competitivo que parece tan evidente en otros mamíferos superiores. De lo que se trata es de nunca dejar de tener en cuenta la capacidad humana de manipulación cultural. Al fin y al cabo, así es como llegamos a ser “animal imperial”.

La competición por el estatus es al proceso social lo que la atracción sexual es a la reproducción. Que sexo y estatus estén conectados no debería sorprendernos (p. 32)

  Lógicamente, el de mayor estatus tiene más parejas sexuales propagando sus características físicas y psicológicas en alguna medida.

  Ahora bien, conseguir estatus también puede lograrse por métodos que no sean autodestructivos para la comunidad, como sería si mantuviéramos los instintos de nuestros parientes primates al mismo nivel de intensidad.

Si los babuinos estuvieran equipados con granadas de mano (que ellos podrían aprender fácilmente a utilizar) entonces probablemente no quedarían muchos babuinos en África. La razón de que los babuinos sobrevivan y florezcan es que les es realmente muy difícil matarse unos a otros (p. 210)

 De ahí que, en buena parte, se obtenga estatus –en el mayor estado de civilización- de acuerdo con la contribución que se haga al bienestar común dentro de una sociedad en particular y no tanto por la mera violencia ejercida en la lucha por el dominio.

Un verdadero sistema social comienza a emerger cuando los animales desarrollan roles diferentes pero complementarios dentro del grupo (p. 26)

  La división del trabajo sirve a la vez a la prosperidad colectiva y a la tarea de asignación de estatus. La búsqueda de la eficiencia económica implica reconocer la diversidad de los rasgos humanos así como de sus intereses particulares.

Un verdadero sistema social (…) comienza cuando los animales responden de forma diferenciada a otros miembros de la especie como individuos. Comienzan seleccionando a otros miembros para tipos específicos de interacción relativamente permanente (p. 59)

  Hay sociedades no humanas –animales sociales- pero es la creatividad simbólica la que permite al ser humano construir todo tipo de mecanismos civilizatorios de forma que la asignación de estatus puede resultar menos conflictiva.

Los grupos humanos también se separan [como los primates] (…) Pero su capacidad para hacer símbolos los capacita para algunas cosas adicionales. Pueden, por una parte, continuar trazando las relaciones genealógicas los unos a los otros, y permanecer unidos como estirpe, incluso si se han dividido en unidades ecológicas (p. 34)

   La tarea más importante es el control de la agresión. La capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos puede permitirnos ser mucho menos agresivos y para ello se recurre precisamente a los instintos afectivos propios de nuestra especie (los patrones de comportamiento vinculados a la maternidad pueden suponer un contrapeso antiagresivo).

El vínculo madre-hijo es la instrucción básica del programa humano de creación de vínculos, y la regla básica de la biogramática humana [instintos sociales] (…) Lo que [se] aprende esencialmente es la capacidad de establecer vínculos afectivos exitosos en general (p. 66)

El hombre es el supermamífero (…) de todos los mamíferos es el hombre el que capitaliza la mayor parte de las particularidades biológicas de su especie. Esto quiere decir que exagera las características conductuales –un incremento en la capacidad para aprender dependiente del mayor tamaño y complejidad del cerebro, un incluso más pronunciado periodo de dependencia madre-hijo, una mayor inestabilidad emocional, una sexualidad más elaborada, juegos más complejos, una agresividad más espectacular, una mayor propensidad al vínculo afectivo, un sistema más extendido de comunicaciones, etc-. Pero todo descansa sobre los cimientos del vínculo madre-hijo que es un producto de su forma de nacimiento –el síndrome de lactancia que es la característica definitoria de la especie zoológica a la que pertenecemos- (p. 61)

  Por todo ello parece injustificado que se infravalore la capacidad de las civilizaciones para regular nuestra vida social en el futuro. 

No podemos esperar utopías. Es natural para el hombre crear jerarquías, atarse a causas simbólicas, intentar dominar y coaccionar a otros, recurrir a la violencia de forma sistemática o lunática, afirmarse enérgicamente, coaccionar, seducir, explotar (p. 238)

   Una vez más, la falacia naturalista…

   Los logros civilizatorios sí son posibles, pero siempre dentro del conocimiento de cuál es nuestra naturaleza. Si un imperio es una unión más allá del grupalismo propio de las manadas de animales porque reúne a los individuos mediante simbolismos intelectualmente elaborados, el mayor imperio humano posible habría de ser el que reúna a todos los individuos de la especie para alcanzar el más alto grado de cooperación efectiva.

Lectura de “The Imperial Animal” en  Routledge-Taylor & Francis Group 2017; traducción de idea21

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