jueves, 15 de septiembre de 2022

“Teoría de los sentimientos morales”, 1759. Adam Smith

  El filósofo escocés Adam Smith, famoso por su “descubrimiento” del capitalismo en “La riqueza de las naciones”, era, en principio, un filósofo moral bastante en la línea del también escocés David Hume

  Lo primero que señala la filosofía moral de Smith es que la virtud moral, aunque se divulga en cuidadosas exposiciones razonadas, no puede basarse en la mera razón, sino en la emoción.

La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de lo apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí sola nos incita a llevar a cabo. (Parte IV, Capítulo II)

  Dejarnos llevar por los sentimientos benévolos parece un magnífico punto de partida, pero el defensor del capitalismo –es decir, de la búsqueda del beneficio individual- sabe que los sentimientos benévolos no son los únicos activos en el ánimo del hombre común. Lo da por sentado cuando menciona

El actual estado depravado de la especie humana (Parte II, Sección I, Capítulo V)

  La consideración pecaminosa del ser humano es una constante no solo en el protestantismo escocés –calvinismo- sino en todo el mundo judeo-cristiano; pero, a pesar de esto, Adam Smith demuestra ser un gran optimista.

El sentimiento del amor es en sí agradable a la persona que lo experimenta. Alivia y sosiega el pecho, bien parece que favorece los movimientos vitales y estimula la saludable condición de la constitución humana (Parte I, Sección II, Capítulo IV)

  Por lo tanto, la búsqueda de la moralidad e incluso del altruismo, en tanto que tienen como origen y fin la benevolencia mutua, satisfaría el interés humano natural. Podemos ser todo lo egoístas que queramos… siempre y cuando también busquemos atesorar la dicha que es propia del sentimiento del amor.

Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. (Parte I, Sección I, Capítulo I)

  Se sobreentiende, por tanto, que debemos estimular estas inclinaciones benévolas y reprimir las contrarias.

Sentir mucho por los otros y poco por sí mismo, restringir los impulsos egoístas y dejarse dominar por los afectos benevolentes, constituye la perfección de la humana naturaleza (Parte I, Sección I, Capítulo V)

  Y sin embargo, Smith también considera algunas reacciones emocionales que, sin llegar a formar parte de la perversión intrínseca del hombre, no son especialmente amables

Nos produce mal humor ver en otro demasiada felicidad o, como decimos, demasiada exaltación a causa de cualquier insignificante acontecimiento venturoso (Parte I, Sección I, Capítulo II)

  De todo ello resulta que Adam Smith ve la vida social humana como muy restringida a unas reglas de comportamiento que deben permitirnos sortear nuestra naturaleza conflictiva a fin de poder disfrutar de las emociones propias de la perfección de la humana naturaleza. Ahora bien, no parece que el mero estímulo de la benevolencia mediante ejemplos amables y afectuosidad gratificante sea el método elegido. Más bien parece recurrir a los convencionalismos sociales: la práctica de la virtud dependerá sobre todo de hasta qué punto podamos sentirnos coartados por el entorno social que hace burla de los débiles de ánimo y alaba a los fuertes.

El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa conciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo, y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio. (Parte IV, Capítulo II)

  De forma que las personas capaces de autorregularse emocionalmente de forma acorde con la proporcionalidad esperada se convierten en nuestros modelos éticos, y es de suponer que persistirán en su actitud a fin de beneficiarse de la estima general de quienes las rodean –estatus-.

La manera como se forman las reglas generales éticas es descubriendo que en una gran variedad de casos un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable (Parte IV, Capítulo II)

  El que se rechace la regulación ética mediante la razón implica que lo primordial es regular las emociones, no en base a una supuesta lógica, sino en base a la convención. (Olvida el hecho de que, si bien la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable, la razón si puede llevarnos a comprometernos en un proceso de cambio psicológico cuyo resultado bien puede ser que sí implique un cambio de sensibilidades; Adam Smith debía conocer esto debido a la pluralidad de confesiones religiosas que se daban en el Reino Unido y a los efectos notables de sus correspondientes procesos de conversión; mediante un proceso de adoctrinamiento -y de costumbres e integración en un nuevo entorno humano- una persona puede regular sus emociones en contra de lo convencional -ejemplos de la época de Adam Smith podían ser el integrarse, por decisión razonada, en los cuáqueros o en los metodistas-).

Las sentencias morales generalmente admitidas se forman, como toda máxima general, por la experiencia y la inducción. (Parte VII, Sección III Capítulo II)

Nuestros primeros juicios morales se refieren a la índole y conducta de los otros, y con gran desenvoltura observamos la manera cómo la una y la otra nos afectan. Pero pronto aprendemos que las demás gentes se toman iguales libertades respecto de nosotros. Ansiamos saber hasta qué punto merecemos su censura o bien su aplauso, y si ante ellas necesariamente aparecemos tan agradables o desagradables como ellas ante nosotros. (Parte III, Capítulo I)

Cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, [entonces] como nuestros afectos corresponden exactamente a los suyos, [alguien que nos observa] no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así se conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. (Parte IV, Capítulo II)

  Tratándose de Adam Smith, uno siente curiosidad por comprender cómo pudo este hombre, partidario de los sentimientos benévolos, concluir con tal ligereza que la codicia propia del emprendedor capitalista había de llevar a la armonía en lugar de a un conflicto permanente que luego la sociedad se ve forzada a intentar atenuar. Si nuestra guía es el beneficio privado –que poco tiene que ver con la simpatía o la benevolencia- en modo alguno nos vamos a ver impulsados a participar en la armonía social, sino más bien lo contrario: recurrir a la coacción, al engaño, a la violencia es la forma más rápida de obtener un beneficio (y a la vez satisface nuestras más bajas pasiones, siempre al acecho), mientras que la eficiencia del trabajo honrado nos expone al agotamiento y a la ruina que sufrió el santo Job. 

   En consecuencia, lo que aparentemente sucede es que Adam Smith se basó en una visión social en la cual la autorregulación de las emociones –y no tanto la codicia- se convertía en el objetivo buscado, la fuente de la satisfacción. Esta satisfacción no podía proceder más que del estatus, es decir, de la aprobación general por nuestras buenas cualidades morales. De ahí que se señale la importancia de la simpatía emocional. El deseo de obtener beneficio personal, por otra parte, es algo que se da por sentado entre quienes trabajan; como se dice: “a nadie le amarga un dulce”.

  Un determinado estilo de vida honorable –una ética de la virtud, por tanto- suponía la fuente de satisfacción general en tanto que nos proporciona el incentivo de la estimación pública que no ha de entrar en contradicción con los sentimientos benevolentes (ni con la obtención de beneficios privados). Solo dentro de ese estilo de vida puritano, elegantemente austero, amablemente social, tiene sentido aunar beneficio personal y estimación pública. Este estilo ético –ethos- sería, entonces, la auténtica “mano invisible”.

  Lectura de “Teoría de los sentimientos morales” en Fondo de Cultura Económica -edición electrónica- 2010; traducción de Edmundo O’Gorman

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