lunes, 15 de abril de 2024

“El discurso filosófico de la modernidad”, 1985. Jürgen Habermas

   El filósofo Jürgen Habermas elaboró en sus lecciones (de las cuales este libro es un compendio) una compleja crítica a las tendencias que, a su vez, ponían en cuestión un racionalismo que se había autoproclamado demasiado feliz en su momento.

Desde principios del siglo XVIII el discurso de la modernidad, por diversos que hayan sido los rótulos bajo los que se ha ido presentando, ha tenido un único tema: el menoscabo de las fuerzas de cohesión social, la privatización y el desgarramiento, en una palabra: aquellas deformaciones de una praxis cotidiana unilateralmente racionalizada que hacían sentir la necesidad de un equivalente del poder unificante de la religión. Los unos ponían su esperanza en la fuerza reflexiva de la razón —o a lo menos en una mitología de la razón; los otros invocaban la fuerza mitopoiética de un arte que habría de constituir el centro de una regeneración de la vida pública. (p. 172)

    El arte y la razón como sustitutos fallidos de la religión. Aparentemente, este fracaso fue visto en poco tiempo por los filósofos más avispados, como Hegel y Nietzsche.

Hegel define la modernidad como proceso histórico y a la vez subjetivo, señalando después sus límites. La expresión subjetividad comporta sobre todo cuatro connotaciones: a) individualismo: en el mundo moderno la peculiaridad infinitamente particular puede hacer valer sus pretensiones; b) derecho de crítica: el principio del mundo moderno exige que aquello que cada cual ha de reconocer se le muestre como justificado; c) autonomía de la acción: pertenece al mundo moderno el que queramos salir fiadores de aquello que hacemos; d) finalmente la propia filosofía idealista: Hegel considera como obra de la Edad Moderna el que la filosofía aprehenda la idea que se sabe a sí misma. Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad son la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa (p. 29)

  El gran problema sería la insuficiencia de la racionalidad ante la necesidad humana de religión.

El desprestigio de la religión conduce a una escisión entre fe y saber que la Ilustración no es capaz de superar con sus propias fuerzas. De ahí que ésta se presente en la Fenomenología del Espíritu bajo el título de mundo del espíritu extrañado de sí mismo  (p. 33)

Hegel está convencido de que la época de la Ilustración que culmina en Kant y Fichte no ha erigido en la razón sino un ídolo; ha sustituido equivocadamente la razón por el entendimiento o la reflexión y con ello ha elevado a absoluto algo finito. (p. 38)

  Nietzsche, que se autocalifica de “psicólogo”, se centra por el contrario en la necesaria libertad del individuo más allá de religiones, ideologías o movimientos sociales (y de toda metafísica, por supuesto). Un ideal filosófico puro que se origina a partir del materialismo de la condición biológica humana (Darwin).

Nietzsche se hace con los medios conceptuales con que poder denunciar la implantación de la fe en la razón y de los ideales ascéticos, de la ciencia y la moral, como una victoria de las fuerzas más bajas, de las fuerzas reactivas, una victoria meramente táctica pero que es la que decide el destino de la modernidad. (p. 158)

Nietzsche obtiene criterios para una crítica de la cultura que desenmascara a la ciencia y a la moral como formas ideológicas de expresión de una voluntad de poder pervertida (p. 158)

  Da la impresión de que, en su minucioso análisis de la crítica de la modernidad por los filósofos de los siglos XIX y XX, Habermas considera a este tipo de eruditos cascarrabias como precursores de los cambios sociales de la era industrial que nos conducirían a algo más prometedor: la praxis socialista.

Mientras la teoría de la modernidad se orientó por las categorías de la filosofía de la reflexión, por conceptos relativos al conocimiento y a la autoconciencia, resultaba clara su interna conexión con el concepto de razón o de racionalidad. Pero esto no puede afirmarse ya de las categorías de la filosofía de la praxis, cuales son acción, autogeneración y trabajo. (p. 99)

  Pero Habermas, muy sensible a la actualidad social y política, ya se muestra, a su vez, decepcionado por lo poco que se ha conseguido en este tipo de filosofía vinculada al materialismo.

En el «socialismo" realmente existente» la tentativa de disolver la sociedad civil en la sociedad política no ha tenido, en efecto, otra consecuencia que su burocratización, no ha hecho otra cosa que ampliar la necesidad, impuesta por la economía, de un control administrativo que penetra todos los ámbitos de la existencia  (p. 93)

  Su relato, significativamente, aparece unos pocos años antes de la caída del Muro de Berlín. Aquí entran, pues, los críticos aún no desesperanzados de la posguerra, como Bataille, Foucault o Derrida.

Foucault se entiende a sí mismo como un disidente que hace la guerra al pensamiento moderno y al poder disciplinario disfrazado de humanismo  (p. 337)

Bataille, investiga aquellos imperativos de economía y eficiencia a que cada vez con más exclusividad se someten el trabajo y el consumo, para apresar en el productivismo industrial una tendencia a la autodestrucción, inherente a todas las sociedades modernas. La sociedad radicalmente racionalizada impide el gasto improductivo y el derroche generoso de la riqueza acumulada. (p. 131)

Como participante en el discurso filosófico de la modernidad Derrida hereda las debilidades de una crítica a la metafísica que no logra soltarse de la intención que anima a la filosofía primera. Pese al cambio de gesto, al cabo tampoco practica otra cosa que una mistificación de patologías sociales bien palpables; desconecta también el pensamiento esencial, es decir, el pensamiento deconstructor, del análisis científico y aterriza en la evocación formularia y vacía de una autoridad indefinida. (p. 219)

  La complejidad de los sistemas elaborados por estos pensadores no hemos de verla como una intrincada pedantería –como se podría pensar a primera vista, dados los espantosos errores ideológicos de autores como Heidegger, el nazi, o Sartre, el comunista prosoviético- sino que reflejan un esfuerzo único para comprender los fundamentos últimos de los cambios humanos de la época contemporánea. Ninguno de estos pensadores se ha revelado profético. Más bien, muestran ser arrastrados por los acontecimientos sociales y políticos a los que se muestran bien sensibles, pero sus interpretaciones son y serán imprescindibles para calificar su tiempo.

Con Kant se abre la época de la modernidad. En cuanto se rompe el sello metafísico puesto sobre la correspondencia entre lenguaje y mundo, la propia función representativa del lenguaje se torna problema: el sujeto portador de las representaciones tiene que convertirse en objeto a sí mismo para poder aclarar el problemático proceso de la representación. El concepto de autorreflexión cobra la primacía, y la relación del sujeto representador consigo mismo se convierte en único fundamento de cualquier certeza última. El final de la metafísica es el final de una coordinación entre cosas y representaciones, objetiva, efectuada, por así decirlo, mudamente por el lenguaje y que por ello permaneció aproblemática. El hombre que se torna presente a sí mismo en la autoconciencia tiene que asumir la sobrehumana tarea de erigir un orden de las cosas justo en el instante en que se torna consciente de sí como una existencia autónoma y al propio tiempo finita.  (p. 312)

  No es, por ejemplo, inútil concebir el “final de la metafísica” –la idea del “sentido” del universo con respecto al ser humano- porque ello nos pone en el camino de hallar nuevas soluciones sociales. No, los filósofos ya no tienen el poder de los viejos Platón y Rousseau, capaces de sugerir nuevos caminos a los individuos “buscadores de la verdad”; los filósofos de hoy no pueden sustituir a la religión, pero tampoco son intérpretes torpes e impotentes encerrados en sus despachos, aulas y bibliotecas. Son el testimonio más sorprendente de nuestra capacidad para enfrentar la desorientación. El fracaso de la “modernidad” exige la reflexión, la erudición, la contradicción.

  El mismo Habermas pertenece a una época de la que hace un profundo análisis, y su esfuerzo no solo merece admiración y respeto, sino que exige un compromiso por parte de nuevos filósofos que, a lo mejor, sí podrían formular visiones más prometedoras de un mundo futuro.

Hoy se ha vuelto visible la contradicción que el proyecto del Estado social como tal lleva en su seno. Su meta sustancial fue liberar formas de vida igualitariamente estructuradas que simultáneamente abriesen espacios para la autorrealización y espontaneidad individuales; pero con la creación de nuevas formas de vida el medio «poder» quedó desbordado. Tras haberse diferenciado como un subsistema funcional más, regido por el medio poder, el Estado ya no puede ser considerado como una instancia central de regulación o control, en que la sociedad concentrara sus capacidades de autoorganización. A los procesos de formación de opinión y voluntad colectivas en un espacio público general, procesos difusos pero que aún tienen como foco la sociedad global, se enfrenta un subsistema —el subsistema político— que se ha vuelto autónomo, que rebasa con mucho el horizonte del mundo de la vida, que se cierra a toda perspectiva global y que por su parte sólo puede percibir ya la sociedad global desde su propia perspectiva de subsistema.  (p. 427)

Lectura de “El discurso filosófico de la modernidad” en Taurus Humanidades 1993; traducción de Manuel Jiménez Redondo

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