miércoles, 5 de julio de 2023

“La ciencia de la simpatía”, 2016. Rob Boddice

   El agudo análisis del historiador Rob Boddice parte de algo que parece una anécdota histórica que tuvo lugar en la Inglaterra victoriana a finales del siglo XIX: los movimientos de opinión críticos contra los avances de la fisiología y el evolucionismo, y que se centraban especialmente en la supuesta crueldad de los métodos científicos. Si, por una parte, la ciencia buscaba el bienestar de las personas –especialmente los avances en fisiología, con sus espectaculares aplicaciones en los tratamientos médicos-, por otra parte, la autoridad científica imponía exigencias duras –vacunación obligatoria, experimentación con animales, vivisección…- que parecían ir contra los principios básicos de la compasión y consideración por el sufrimiento –“simpatía”, desde el punto de vista filosófico-. Los mismos científicos y evolucionistas hubieron de defender su punto de vista.

Comenzando con Darwin, [algunos] hombres se preguntaban ¿y si tomamos la simpatía, sujeta a nuestra capacidad superior de razonamiento, y la emparejamos con una visión de largo alcance de lo que es realmente bueno para la sociedad, en lugar de meramente responder al instante a las reacciones emocionales del estímulo simpatético? (p. 30)

  No habría, por tanto, mayor simpatía que la de los aplicados fisiólogos buscando la prevención y cura de las enfermedades.  Sería una simpatía universal, más allá de las limitaciones de parentesco y proximidad habituales.

Darwin sugería que la extensión del sentimiento de simpatía más allá del grupo inmediato de parentesco, o incluso más allá de la barrera de la especie, capacitaba a la civilización para florecer (…) Esta simpatía instintiva, combinada con un acto altruista instintivo, sería un constituyente básico de la civilización (p. 2)

  Lo que tenemos es el desarrollo psicológico de la visión social de la privacidad fisiológica en el marco de una comunidad cada vez más liberal y participativa pero en la que aún actúan los prejuicios de una supuesta condición espiritual (inmaterial) superior incompatible con la mera condición humana material y miserablemente animal. Los horrores de la fisiología son enfrentados a las bondades de la simpatía, es decir, la unión espiritual, afectiva, que permite la convivencia armoniosa entre las personas. Al ir unida la crudeza de la fisiología a la no menos cruda teoría evolutiva de Darwin era inevitable que surgieran resistencias.

El periodo cubierto por [este libro] se define por los oponentes de Darwin y su “ismo”, por el miedo, la duda y la preocupación de que la ciencia hubiera prescindido de la moralidad, perdido su corazón y su sentido de la compasión y que estaba llevando la civilización por el camino de un infierno materialista y sin Dios (p. 24)

  Hay una fealdad intrínseca en la investigación fisiológica. Esta fealdad fue la que llevó a la desconfianza general hacia el materialismo ateo que implicaba el evolucionismo en particular y toda la ciencia fisiológica en general al considerar a los seres humanos no de forma diferente a los demás animales.

No hubo un gran recorrido hasta imaginar lo que podía suceder si los instintos compasivos de los científicos se anulaban de forma permanente. La emergencia en la literatura popular del científico loco tuvo un efecto tremendo en encender los temores referidos a los nuevos experimentalistas de laboratorio (p. 58)

  El científico locoFrankenstein, Jekyll, Moreau- está inspirado en parte por la repugnancia que despertaban muchas actuaciones de los fisiólogos y, por supuesto, muchos de estos primeros fisiólogos y evolucionistas –Darwin mismo- rechazaban tales tópicos como simples inconsistencias. Muy al contrario, ellos, en tanto que conocedores de la condición humana, estaban mucho más del lado de la simpatía pues tenían en cuenta el sufrimiento a largo plazo.

[De la autobiografía de Darwin:] ”[El hombre] halla, de acuerdo con el veredicto de los hombres más sabios, que la satisfacción más alta se deriva de seguir ciertos impulsos, propiamente los instintos sociales. Si actúa por el bien de otros, recibirá la aprobación de sus semejantes y ganará el amor de aquellos con quienes convive y esto le proporcionará indudablemente el más alto placer en esta tierra” (…) Darwin (…) reducía la moralidad a un conjunto de beneficios derivados naturalmente, tanto en el ámbito personal como en el comunitario y que finalmente ayudarían en la lucha por la existencia y que podrían a su vez ser dirigidos conscientemente por los intelectos más evolucionados (p. 32)

  Pero fijémonos en las resistencias:

Hemos heredado el científico loco como una figura horrible, reconocible por sus obvios excesos criminales. En el siglo XIX, el horror de esta figura se ve desde la perspectiva de su emergencia real. Hemos retenido notables obras literarias, pero hemos perdido el contexto discursivo en el cual la rudeza de la ciencia y de los científicos estaba en los labios del establishment conservador  (p. 62)

Tal como indica el sostenido ataque contra los programas de investigación toxicológicos de Pasteur, el lobby anticiencia estaba horrorizado por todas las actividades científicas que usaban animales en la investigación, convencidos de que tal objetivación partía de una falta de sensibilidad (p. 64)

  En general tenían mucha razón los fisiólogos al defender sus investigaciones, pero no tanta como pensaban porque el prejuicio contra la fisiología –incluidos los tópicos fantásticos sobre los científicos locos- ya anunciaba el temor a los abusos de la ciencia aplicada a las relaciones humanas. El darwinismo social llegaría a enfrentarse precisamente a los mejores propósitos de los esforzados fisiólogos en auxiliar a los que sufren:

John Stuart Mill había sugerido ya en 1861, tanto como Herbert Spencer [más adelante], que la vacunación aseguraba la supervivencia hasta la adultez de individuos de disposición débil que de lo contrario habrían sucumbido a la enfermedad en la infancia  (p. 106)

Contra aquellos que podían haber objetado que la sociedad dependía de los débiles para preservar y cultivar las virtudes de la piedad y la autonegación, Galton se [posicionaba con claridad]. No había amenaza de embrutecimiento al criar una buena raza. No parecía razonable preservar los enfermos para el único propósito de atenderlos (p. 120)

En su punto más alto, la simpatía se extiende a los débiles, las razas inferiores e incluso a los animales. En consecuencia, todos los elementos de debilidad son preservados por causa de la simpatía, y la sociedad que ha prevalecido por la fuerza de su cooperación ha desarrollado en su propio seno las semillas de su degradación (…) El ingrediente esencial de la civilización es al final también el precipitante esencial de su decline (p. 30)

  Francis Galton, Herbert Spencer y en ocasiones el mismo Thomas Huxley fueron algunos de los descarriados. Arrogantes como Marx y Nietzsche no hubieran podido llegar a existir sin ese tipo de enfoque previo a cargo de los eruditos y científicos. Ni Hitler tampoco.

  Este desprecio por los débiles e incluso alabanza a la crueldad, en una época aún repleta de prejuicios y en pleno imperialismo, sería inevitable que acabara por llevar al racismo científico, que se encontraba ya sólidamente planteado mucho antes de que los nazis acometieran sus siniestros designios.

  Por lo tanto, el cuestionamiento de la simpatía “desplazada” –"hago daño ahora para hacer el bien a largo plazo"- tiene sentido, así como la extrañeza que sentimos hoy ante las concepciones contradictorias de los moralistas populares de la época. Existe una evolución moral, y esta se desarrolla a veces por caminos tortuosos.

La noción de cambio moral está implícita en el trabajo histórico. Si esto es verdad (…) entonces debe seguirse de ello que ser y sentirse simpatético y actuar simpatéticamente debe haber cambiado también. Por alguna razón, esto se ha probado que es mucho más difícil de aceptar que la historia de la moralidad (p. 5)

  Por ejemplo, los movimientos “emotivos” contra la vacunación, la experimentación con animales y la vivisección no eran compasivos de la misma forma que lo son hoy, sino más bien estaban relacionados con el escrúpulo y el buen gusto…

[Estas personas] eran impulsadas por la “compasión común”, una comprensión emocional implícita de la injusticia del sufrimiento, y la responsabilidad para intentar aliviarla. Los oponentes de todas estas causas con frecuencia basaban su criticismo precisamente en que su activismo era impulsado emocionalmente, acusándolos de falta de un pensamiento claro y de visión a largo plazo. (p.45)

  Muchos de quienes defendían la “compasión común” no se oponían, por ejemplo, a matar animales: lo que los indignaba era el endurecimiento de los científicos en su trato con los animales con los que experimentaban. Les parecía bien matar animales, pero esto debía llevarse a cabo en mataderos alejados del centro de las ciudades y los ejecutores, matarifes, lógicamente, habían de ser brutos… y no distinguidos hombres de ciencia.

[La activista humanitaria] Cobbe no defendió los derechos animales o la supresión de la dieta carnívora, sino más bien [le preocupaba] el control de la visión y sonidos relacionados que causaran el embrutecimiento de la sociedad  (p. 67)

  O, por ejemplo, la necia oposición a las vacunas.

Vacunar era arriesgar la contaminación corporal y la contravención del orden divino de las cosas (…) El estado había entrado en el ámbito privado de la familia y, por primera vez, estaba diciéndole a los padres qué hacer con sus hijos (p. 65)

  En ese sentido, es fácil mostrarse de acuerdo con los honestos, eruditos y laboriosos científicos naturales, cuya idea de la “simpatía” implica una lúcida visión a largo plazo.

La fisiología, para Huxley, era una práctica de bondad simpatética basada en un profundo conocimiento científico de las causas y remedios médicos, del sufrimiento de la humanidad  (p. 95)

   Aunque a veces el cirujano o el investigador tenga que hacer tareas ingratas su capacidad para usar la mente bien centrada en la simpatía logra salvarle del supuesto embrutecimiento que lo amenaza.

Un poder de controlar las propias emociones, de distanciarse de los propios sentimientos a la vista del sufrimiento varía de persona a persona, pero puede entrenarse. Implica subordinar la emoción al juicio, y esto se ayuda en el caso de la fisiología por la práctica, el conocimiento y la anestesia (p. 91)

   Este último texto está sacado de un manual de fisiología de la época y demuestra cómo los inteligentes fisiólogos eran conscientes del peligro de embrutecimiento moral que conlleva el trabajo de carnicero que se hace para aliviar el sufrimiento ajeno. Hay una simpatía simplista –“compasión común”- y otra que es propia del hombre intelectual, que además ha de ser valeroso y desafiar prejuicios.

Podría funcionar así: los fisiólogos cortan [con sus bisturíes] porque el cortar hace bien. Tienen un alto propósito moral. Hacer bien debería sentar bien. En teoría, el acto es en gran medida simpatético para el sufrimiento en abstracto. Con la práctica, cortar sentirá bien, pero solo debido al trabajo emotivo de convertir un “es” en un “debe”. “Esto debe de hacer sentir bien [es algo] moral, bueno” (…). La práctica y la disposición moral/emocional convergen el uno en el otro para mutuamente reforzarse el uno al otro (p. 23)

  Y es el mismo evolucionismo de Darwin el que no solo no legitima la violencia y la brutalidad de la lucha de todos contra todos que lleva a la selección del más fuerte y astuto, sino que además encuentra una aceptable explicación del comportamiento altruista.

Darwin [en] “El origen del hombre”, publicado en 1871, sostuvo que la base de la moralidad en las sociedades civilizadas derivaba de una capacidad altamente desarrollada para la simpatía que sucedía de forma natural. Mientras más de ello tenía una población, más moral y más civilizada era. (p. 1)  

  Quedémonos con la experiencia de que el progreso moral parece relacionado con cadenas de pensamiento lógico, que podemos realmente acabar aceptando la moralidad de un acto que instintivamente nos despierte en un principio la repulsión simpatética.

La acción humanitaria puede solo tener lugar cuando los actores perciben que ciertas cadenas causales son posibles. Si no puede percibirse que ciertos actos dan lugar a ciertos sucesos, entonces no puede haber sentimiento de responsabilidad moral (…) En tanto podemos percibir ciertamente un mal como inaccesible a la manipulación –como un mal inevitable y necesario- nuestro sentimiento de simpatía, no importa cómo sea de grande, no producirá el sentido de responsabilidad operativa que llevará  una acción que busca evitar o aliviar el mal en cuestión  (p. 9)

Cuando suficiente gente se siente fuera de lugar, y cuando las estructuras de poder que mantienen las reglas de sentimiento del viejo régimen son lo suficientemente débiles, una revolución emocional –y con ella una también social y política- puede tener lugar (p. 22)

  A la larga, los fisiólogos y evolucionistas ganaron y su concepción racional de la simpatía se justificaba. 

[Se impone] una reflexión sobre la rapidez con la cual la moralidad puede ser cambiada y las prácticas morales implementadas cuando las comunidades de especialistas con suficiente poder dan vida a las nuevas ideas (p. 24)

Tanto Huxley como Russel Wallace divergían notoriamente de la posición spenceriana, argumentado que la selección natural ya no funcionaba dentro de la sociedad civilizada, y que hacer exhortaciones morales contra la preservación de los débiles era no comprender los fundamentos de lo que esa gente que aparentaba ser débil realmente significaba (p.132)

Lectura de “The Science of Sympathy” en University of Illinois Press  2016; traducción de idea21

No hay comentarios:

Publicar un comentario