viernes, 25 de diciembre de 2020

“¿Inclinados al altruismo?”, 2001. Alexander J. Field

Este libro considera la posibilidad de que la selección natural –el motor fundamental de la dinámica evolutiva- ha operado tanto a nivel de grupo como a nivel de individuo. La selección de grupo sucede cuando la selección recompensa de forma diferente a miembros de un grupo como consecuencia de algún rasgo propio [que se da en algunos individuos de ese grupo], por ejemplo, cuando los grupos en el que se dan individuos con mayor inclinación por el comportamiento altruista crecen más rápidamente. (p. x)

El modelo económico estándar (…) asume que la gente siempre actuará motivada para avanzar en su interés material. Mi posicionamiento considera que esta hipótesis es refutable. (p. 67)

  El economista Alexander J. Field asegura partir de la experiencia estadística, la cual no confirmaría que el individuo obre siempre por su propio interés egoísta. En concreto, aparte de los condicionamientos culturales, contaríamos con una base instintiva para el altruismo (la benevolencia activa). Y no solo entre parientes.

En cada uno de estos ámbitos experimentales [juegos del prisionero, ultimátum, dictador etc] la investigación proporciona repetida confirmación en el laboratorio de lo que está intuitivamente claro para la mayor parte de los humanos. Nuestros procesos conductuales de decisión no pueden ser gobernados enteramente por los modelos estándar que presume el tipo de elección económico/racional de la teoría de juegos. Otras predisposiciones son operativas, incluyendo algunas que se refieren a la descripción de rasgos altruistas, y si bien algunos de estos son más probables que se ejerzan hacia parientes, su expresión no está restringida a ellos.  (p. 39)

Supongamos que aceptamos la afirmación de que hay rasgos comunes de las sociedades humanas que podemos llamar “cultura universal”. Este libro argumenta que estas particularidades en común no son explicadas como consecuencia inevitable de la interacción de agentes racionales egoístas, como el modelo económico canónico habría hecho. (…) El fundamento de la cultura universal, tanto como el fundamento de la gramática universal, lo encontramos en el cableado evolutivamente diseñado [en el cerebro humano]. En ambos casos la modularidad cognitiva es central para la comprensión del funcionamiento de estos legados y (…) la selección de grupo es un mecanismo necesario en este proceso de diseño.  (p. 331)

  El modelo económico canónico es el del “Homo economicus”: ése es el que se refleja en las teorías de juegos y en particular en el famoso “dilema del prisionero”: que todos traicionaremos la confianza puesta en nosotros cuando así nos convenga de acuerdo con nuestros intereses. Habría que ver si este comportamiento tan lógico es el propio del ser humano, porque nuestro origen se halla en la evolución que nos ha diseñado, y no tanto en lo que nuestra cultura actual juzga como “lógico” o no.

Una ventaja de movernos a un marco evolutivo es que podemos dispensarnos de la cuestión de si un comportamiento es o no racional. Todo lo que ahora importa es si favorece la predisposición genética  (p. 49)

  Y lo que vemos entonces es que…

La evidencia de los experimentos del dilema del prisionero, tanto con dos jugadores como cuando son muchos jugadores, [y] en el juego de bienes comunes, confirma una extendida tendencia humana para cooperar, incluso en ausencia de cualquier anticipación de repetición. Esto no quiere decir que la gente que elige actuar así sea indiferente a lo que haga la otra parte  (p. 37)

  El modelo altruista generalmente conocido es el de la “reciprocidad”: uno actúa de forma generosa para labrarse una reputación que conlleva la expectativa de ser tratado generosamente en reciprocidad a corto o medio plazo (algo así como proclamar: “ya veis que soy un tipo en el que vale la pena confiar”). Pero si eso fuera cierto, en un encuentro entre dos extraños, la actitud inicial sería por completo egoísta y solo con la reiteración de los encuentros se tomaría nota de la reputación ganada por cada uno con vista a encuentros posteriores -anticipación de repetición-. La evidencia es que no es así, que hay actitudes altruistas ya en el primer encuentro y sin expectativa de que volvamos a interactuar más adelante con los mismos agentes (el “dar una propina en un restaurante de una ciudad a la que sabemos que nunca vamos a volver”).

El altruismo puede no ser necesario para sostener relaciones de reciprocidad. Pero el altruismo es necesario para que se originen (p. xi)

    Por otra parte, la reciprocidad y la costumbre de no aprovechar una ventaja sobre un extraño para beneficiarnos –actitud altruista pasiva, no activa- no suelen considerarse actos altruistas, pero tienen el mismo origen ya que se trata igualmente de privarse de algo que nos beneficia por el bien de otros.

Al considerar el reprimirse a golpear primero como un acto altruista, pronto se hace claro que, dentro de organizaciones sociales complejas, tal comportamiento no es necesariamente altruista en el sentido de que impone una desventaja de adaptación para el que actúa. (p. 118)

  El altruismo puede implicar ponerse en desventaja o renunciar a tomar una ventaja. Veremos también que altruismo es reprimir a los no altruistas. Todo va en el mismo sentido de favorecer la contribución individual al bien común dentro de una comunidad.

  Pero lo importante a considerar en esta visión de conjunto es que el comportamiento cívico de labrarse una reputación y ser tratado con reciprocidad nunca habría podido existir si no hubiera surgido previamente, en algún momento, una actitud propiamente altruista –altruismo activo-. Robert Trivers, en su teoría sobre el altruismo recíproco, especula que podemos lanzarnos al agua para rescatar a un extraño en apuros porque obrando así ganaremos reputación como individuo prosocial, lo que nos aportaría ventajas a nivel social (la gente confiaría en nosotros en tareas cooperativas de mutuo interés). Ahora bien, ¿cuándo comenzamos a darnos cuenta de que resulta rentable –por la reputación ganada- arriesgarse uno mismo por el bien de otros? Y, hasta entonces, ¿qué posibilidades había de que alguien actuase costosamente para beneficiar a un extraño?

¿Por qué tuvo lugar el primer rescate?  (p. 125)

  En el principio no podíamos considerar nuestro propio interés porque aún no habíamos constatado que éste acaba por beneficiarse –gracias a la reciprocidad- de nuestra actitud de ponernos en desventaja por el bien de otros…

Lo que inicia el altruismo, el interés puede ayudar a sostenerlo.  (p. 22)

  La explicación es que, para que el comportamiento humano haya evolucionado para adaptarse a la vida en grupos sociales más grandes, fue necesario que surgiesen determinadas actitudes que favorecían el bien ajeno a costa de cierto esfuerzo por parte de los individuos generosos. Quizá el origen de este altruismo fue la extensión del obrar por beneficio de nuestros parientes –la adaptación inclusiva- a quienes no eran parientes o que estaban en una “zona gris” entre la condición de “propios” y “extraños”. Quizá fue nuestra capacidad para la imaginación y el pensamiento abstracto la que llevó a asimilar la “adaptación inclusiva” de auxilio a los parientes con cierta propensión a la actitud de auxilio a los no parientes. Poco a poco, a medida que estos actos proporcionasen algunos beneficios al grupo como consecuencia de la reciprocidad, la actitud altruista se generalizaría y ganaría en complejidad.

  De esa forma, el comportamiento egoísta impulsivo –propio de la selección individual- sería menos adaptativo, y la selección por grupos habría llevado a la aparición de un “módulo de conducta altruista” hereditario (para parientes y no parientes) entre los rasgos innatos de conducta.

La selección de grupo permite deshacer la camisa de fuerza intelectual que de otra forma requiere el desechar la posibilidad de que las relaciones entre no parientes son impulsadas fundamentalmente por cualquier otra cosa que no sea la búsqueda eficiente del interés material propio (p. 296)

  En la selección individual, el individuo más egoísta sobrevive. En la selección por grupo, el grupo donde hay menos individuos egoístas sobrevive (porque la falta de egoísmo favorece la cooperación dentro del grupo y tal vez también la benevolencia recíproca de otros grupos). Por tanto, tiene sentido que, tras aumentar la interacción entre grupos, se seleccione a los individuos menos egoístas por el bien del grupo.  

   En un momento dado, el azar de la “deriva genética” dio lugar a la aparición de individuos altruistas para con los extraños. Circunstancias del entorno hicieron que esta actitud generara beneficios, lo que permitió que el rasgo genético correspondiente se heredase, prosperase y se extendiese a nuevas generaciones. Generación a generación, la selección de grupo asentó la persistencia de ciertos rasgos altruistas.

   Además, aparte de menos egoísmo y más altruismo, otro elemento es importante para facilitar el éxito del grupo en competencia con otros grupos: la detección y contención de los comportamientos antisociales ajenos, en particular los de aquellos individuos que se benefician del bien común pero que no contribuyen a éste; es decir, la represión de los tramposos o antisociales.

A la hora de considerar el origen de la organización social compleja, una predisposición para practicar el altruismo a la primera, apoyada por unas propensidades de razonamiento especializadas en el ámbito de la interacción social, es tan importante como un módulo dedicado a la detección de los tramposos  (p. 300)

   A la acción represiva contra los antisociales, recordemos que se suma también a veces la inacción, el NO actuar en defensa de nuestros intereses egoístas - el reprimirse a golpear primero como un acto altruista-. 

La mayor parte de las discusiones sobre el altruismo humano se centran exclusivamente en la ayuda afirmativa, una práctica que ha oscurecido la importancia de la inhibición fuertemente arraigada a dar el primer golpe, altruista en un sentido evolutivo (p. 216)

  Un “módulo de comportamiento” –que en este caso incorporaría el altruismo, el no egoísmo y la represión del egoísmo ajeno- sería como una modalidad sofisticada de instinto. O una predisposición instintiva a asimilar una pauta de conducta. El ejemplo más evidente de que existen este tipo de “módulos” es el efecto Westermarck.

La aversión a mantener relaciones sexuales entre niños que se han criado juntos [recibe el nombre de efecto Westermarck]. Al programar estos módulos en el cerebro humano, la evolución nos ahorra la necesidad de tratar de aprender estas lecciones de nuevo cada generación  (p. 66)

  Con el “efecto Westermarck” se evitan los males de la endogamia. Aquel grupo donde surgiesen rasgos contrarios a los emparejamientos sexuales entre adultos que de niños se criaron juntos habría logrado una ventaja clara –evitación de la endogamia- sobre los grupos donde tal rasgo no se diese…  Una fórmula parecida se repetiría en el caso de la conducta altruista o prosocial.

Hemos nacido con un sistema de archivo preformateado para organizar la interacción social y con un conjunto de profundas reglas estructurales para gobernar la interacción social. Estas reglas impulsan elementos universales de la cultura humana. La aversión al incesto entre aquellos con quienes se ha sido criado entre la edad de dos y ocho años, y la propensión a castigar a los asesinos (con la única posible excepción del infanticidio) de miembros del propio grupo no representan triunfos de la evolución cultural sino más bien son universales humanos que tienen un importante componente biológico  (p. 242)

La vida en pequeños grupos sociales mutuamente dependientes y estables (…)  era un rasgo de la existencia en el Pleistoceno. Añadiría que probablemente lo era también de los antepasados hominoides y antropoides. Pero si los grupos de estos iniciadores se extendían más allá de la familia inmediata, debemos preguntarnos cómo la interacción continuada podía haber emergido sin el beneficio de la propensión a cooperar en interacciones en el primer encuentro con un comportamiento altruista con los no parientes que, por definición, habrían sido seleccionados contra la selección a nivel individual  (p. 124)

Si los grupos [de los hombres prehistóricos] eran lo suficientemente pequeños y aislados el altruismo podía evolucionar por casualidad, esto es, mediante el mecanismo de la deriva genética, hasta la fijación dentro de algunos grupos, y tales grupos podían entonces competir ventajosamente al persistir más tiempo y así colonizar nuevos territorios  (p. 95)

  Aunque la selección de grupo parece una realidad evidente que ya entrevió el mismo Darwin, todavía hoy es puesta en duda. 

  Tener en cuenta una predisposición innata al altruismo puede ser esperanzador también a otro nivel: debidamente manipulado por la cultura, este “módulo” puede permitir desarrollos de los comportamientos prosociales aún más amplios. Desconocemos los límites del altruismo y de la cooperación eficiente, pero sí sabemos que sus efectos siempre serán beneficiosos para el progreso humano en su conjunto.

Lectura de “Altruistically Inclined?” en The University of Michigan Press, 2001; traducción de idea21

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