jueves, 25 de febrero de 2021

“La creencia en un mundo justo”, 1980. Melvin J. Lerner

  Para el ciudadano común bien informado, la psicología supone, por encima de todo, hacernos conscientes del importante papel que juegan en nuestras vidas los impulsos inconscientes. Queremos hacer bien las cosas, pero nos damos cuenta de que a veces nos traicionamos a nosotros mismos.

  En ciertos momentos, al enfrentarnos a circunstancias indeseables somos inconscientemente débiles y no queremos reconocer la realidad de los hechos. La ciencia social de la psicología nos proporciona conceptos esclarecedores al respecto, como la “reducción de la disonancia cognitiva”. La “creencia en un mundo justo” elaborada por el psicólogo social Melvin J. Lerner es algo bastante parecida pero con ciertas peculiaridades muy significativas.

La “creencia en un mundo justo” se refiere a aquellas asunciones más o menos articuladas que subyacen a la forma en que la gente se orienta con respecto a su entorno. Estas asunciones tienen un componente funcional que está vinculado a la imagen de un mundo manejable y predecible [y] son centrales a la capacidad para comprometerse en una actividad a largo plazo dirigida a una meta. A fin de planear, poner en marcha y obtener cosas que uno quiere y evitar las que nos atemorizan o duelen, la gente debe asumir que hay procedimientos manejables que son efectivos en producir los estados buscados.  (pag. 9)

    Una triste consecuencia de este fenómeno psicológico es cuando somos testigos de que una persona inocente es víctima de una brutalidad inexplicada. No es agradable darse cuenta de que dentro de nuestra sociedad, de nuestro entorno, se dan situaciones injustas. Una solución para superar esta circunstancia es, sencillamente, negar que se dé tal injusticia y en lugar de eso culpabilizar a la víctima de su propia desgracia.

[Algunas personas, por ejemplo] tienen fuertes reacciones emocionales cuando son confrontadas con otra persona que es una víctima. Si bien esta reacción puede variar mucho en términos de contenido experiencial, es típicamente una mezcla de dolor empático, preocupación, piedad y quizá a veces revulsión, miedo, pánico. En una sencilla escala hedonista, la reacción va desde un leve malestar a un dolor angustioso y como resultado se ven impelidos a eliminar el sufrimiento –el nuestro, si no el de la víctima. Una forma de hacer esto es alterar nuestra visión del suceso  (p. 6)

  Conocido es -entre otros muchos- el caso del terrorismo en el País Vasco, cuando el grupo armado local –los “nuestros”, por tanto- daba muerte a un vecino al que hasta entonces nadie consideraba un objetivo político. “Algo habrá hecho” era la reacción típica de quienes creían vivir en un “mundo justo”.

Un mundo justo es uno en el cual la gente recibe lo que merece (p. 11)

  Esta espantosa realidad parece demostrada en diversos experimentos de psicología social que autores como Lerner han llevado a cabo.

[En un experimento de conducta] cuando los observadores tenían la oportunidad, elegían rescatar y compensar a la víctima [de un maltrato del que eran testigos]. Y cuando tenían éxito, veían a la víctima como más bien neutral, a una luz objetiva. [En cambio,] cuando los observadores eran incapaces de intervenir a favor de la víctima, mostraban signos de reevaluar su valor personal. Mientras más injusto parecía su destino en términos de duración del sufrimiento o los motivos que la hacían más vulnerable al sufrimiento ([como un]“Mártir”), mayor era la tendencia a encontrar atributos negativos en su personalidad para denigrarla  (p. 48)

Tenemos una evidencia sólida de que aproximadamente los dos tercios de los observadores [en un experimento] en la situación [dada] distorsionaron su imagen de una víctima a fin de mantenerse en la creencia de que no se estaba cometiendo una injusticia   (p. 157) 

La víctima era evaluada más negativamente en la medida en que se aumentaba su inmerecido sufrimiento  (p. 50)

  Los experimentos, un poco por el estilo de los de Stanley Milgram, podían consistir en hacer a alguien observar el trato abusivo que recibe una persona inocente -una simulación, por supuesto- y luego evaluar la reacción del observador. Ahí llegan las sorpresas.

  Naturalmente, esta siniestra tendencia a culpabilizar a las víctimas puede ser contrarrestada por un entorno social más sano. En eso consiste la aportación más valiosa de la psicología social: en alertarnos de nuestras propias tendencias antisociales inconscientes.

Aparentemente, aquellos en la clase media alta es más probable que vean a los desposeídos económicos y sociales de nuestra sociedad como víctimas  (p. 169)

  Es decir: los ricos son más compasivos con los pobres que los mismos pobres. Así es la psicología.

Vivir en un entorno caótico o quedar impotente con respecto a nuestro destino produce un deterioro de la integridad física y emocional (p. 9)

  Puede sorprender que sean precisamente los desposeídos los menos solidarios, pero confirma la observación histórica de que solo la acumulación de riqueza ha permitido desarrollar no solo las artes, las ciencias y la tecnología sino también el juicio moral. Por fortuna, hoy vivimos en un mundo ideológicamente humanista que intenta poner al alcance de todos la sofisticación intelectual que tradicionalmente ha caracterizado solo a algunas élites dentro de las clases altas. Porque de lo que se trata, por encima de todo, es de una cierta inoperancia para aceptar la realidad, que es diversa, caótica y que exige ver las relaciones humanas desde todo tipo de perspectivas cambiantes.

Nuestras mentes intentan reunir todos los sucesos, rasgos y atributos positivos en el mismo objeto o unidad y, de forma similar, intentan reunir todas las cogniciones negativas. Como resultado, estamos inclinados a creer que la bondad, felicidad, belleza, virtud y éxito están conectados en una forma causal tanto como lo están la miseria, fealdad, pecado, inferioridad y sufrimiento. Hacemos esto no necesariamente porque ello encaje en nuestras experiencias o moralidad, sino porque nuestros cerebros intentan mantener una armonía unificadora entre elementos cognitivos. De esta forma creamos un mundo para nosotros mismos relativamente estable, compuesto de objetos univalentes  (p. 14)

   Cuesta cierto esfuerzo darse cuenta de que el mundo real es mucho más diverso de lo que aparece en nuestro inconsciente estereotipo. De hecho, la aceptación del azar, de la buena o mala suerte, ha representado todo un logro para la civilización. En los pueblos primitivos –cuyo código genético llevamos todos, pues la civilización es un estado reciente de la humanidad- nada se produce por azar. Sean los dioses, los espíritus o la malevolencia de los brujos, siempre se encuentran causantes de los fenómenos que nos rodean. Si alguien padece un mal, es porque alguien ha querido que lo padezca y, en un “mundo justo”, el causante puede ser la voluntad de Dios o, más modernamente, los mismos defectos del que se ha buscado su propio destino.

Esta visión de la realidad es una reflexión directa sobre la forma en que tanto la mente humana como el entorno están construidos. Las constancias, los patrones que realmente existen en el entorno –ahí fuera- son percibidos y representados simbólicamente, quedando retenidos en la mente (p. vii)

  Esto no es muy diferente, desde luego, del fenómeno de la reducción de la disonancia cognitiva en general, pero hay un importante matiz a valorar.

Según la teoría [“del mundo justo”] incluso si los observadores intentasen ayudar a la víctima, ellos la denigrarían hasta que tuvieran evidencia de que la víctima ha sido de hecho rescatada (…) El suceso importante en determinar la evaluación de la víctima por el observador, según la “teoría del mundo justo”, es la cognición del destino de la víctima  (p. 48)

  En la teoría de la reducción de la disonancia cognitiva tratamos de adaptarnos a una situación incongruente incluso negando la evidencia (ilusoriamente convertimos en congruente lo incongruente), pero no valoramos a los individuos que se hayan en esa situación.  Por ejemplo, si yo vivo en el Viejo Sur de “Lo que el viento se llevó” puedo experimentar “disonancia cognitiva” si veo que un hombre negro esclavo, que es una persona como yo (dotada de alma merecedora de salvación, según el cristianismo), es maltratado solo por el color de su piel; puedo reducir la disonancia si considero que, al fin y al cabo, el que sea esclavo no es tan malo y le proporciona ciertas ventajas, como seguridad y un lugar en la sociedad; esto es la típica “reducción de la disonancia cognitiva”. Pero según la “teoría del mundo justo”, además de eso, yo puedo también reducir la disonancia si denigro al esclavo, considerando que su naturaleza es indigna y despreciable, y por tanto merecedora de su condición. Hay un elemento “social” e interpersonal en esta tendencia a reducir el malestar del observador que se enfrenta a situaciones dolorosas y difícilmente comprensibles (“disonantes”).

Lo que está en juego para el individuo (…) no es solo el impulso negativo generado por la disonancia cognitiva, sino la misma integridad de su concepción de él mismo y de la naturaleza de su mundo. (p. 37)

  La existencia de tales impulsos quizá haya ayudado a permitir la desigualdad social y muchas otras catástrofes cotidianas de la vida civilizada. Males necesarios, tal vez, sin los cuales hubiera sido imposible organizar grandes cuerpos sociales (reinos, imperios) partiendo de una grave precariedad inicial, tanto en lo económico como en lo que a creencias se refiere. La acumulación de riqueza y la seguridad que otorgara a algunos individuos el pertenecer a una clase privilegiada pudieron abrir las puertas a nuevas realidades cognitivas que a su vez llevase a innovaciones morales. Sin la “colaboración psicológica” de los oprimidos (que se sometían no solo por la violencia física sino también psicológicamente) no habríamos tenido después legisladores creativos ni reyes-filósofos que al reparar gradualmente las injusticias dieron lugar a nuevas fórmulas sociales. 

  Ahora tenemos la posibilidad de enfrentarnos a estos fenómenos. Primero, comprendiéndolos, y en segundo lugar sacando consecuencias de ello acerca de nuestra propia naturaleza como seres sociales. El mundo no está bien hecho, pero igual que sabemos esto, también sabemos que se ha logrado cambiarlo para mejor a lo largo de los tiempos. Y que por tanto puede seguir mejorando. Una herramienta para continuar mejorando es el conocimiento práctico alcanzado por la ciencia social e interiorizado en nuestra experiencia cotidiana, el equivalente a lo que los antiguos llamaban “sabiduría”.

Lectura de “The Belief in a Just World” en Springer Science+Business Media New York 1980 ; traducción de idea21

lunes, 15 de febrero de 2021

“La máquina de los memes”, 1999. Susan Blackmore

    El término “meme” es una invención del gran biólogo Richard Dawkins. En el prólogo de este libro de la psicóloga y fisióloga Susan Blackmore, el mismo Dawkins define el “meme” como elemento de una cultura que puede considerarse transmitido por medios no genéticos, especialmente imitación. Puesto que los Homo Sapiens somos los animales más capaces de transformar nuestra forma de vida mediante la adquisición de habilidades culturales la importancia de este concepto es evidente.

Los memes residen en el cerebro humano (o en los libros, en los inventos) y se propagan gracias a la imitación.  (p. 33)

   El saber cada vez más sobre los “memes” –cómo se originan, cómo se transmiten, cómo se seleccionan, cómo perduran- puede proporcionarnos todo tipo de ventajas a la hora de mejorar nuestra forma de vida, ya que las aportaciones más valiosas de una cultura en particular –tecnología, conceptos morales y sociales, instituciones- nos llegan y se modifican en forma de “memes”.

   Para empezar, el proceso imitativo sería una característica propiamente humana.

Seguimos disponiendo de muy poca evidencia de imitación auténtica en el entorno de los animales no-humanos. Obviamente, el canto del pájaro es una excepción  (p. 89)

Es casi imposible que un animal aprenda por el método imitativo.  Es probable que creamos que una madre gata enseña a sus hijos a cazar, a atusarse el pelo o a abrir la trampilla de la puerta con sus demostraciones y que sus hijos la imitan, pero no es cierto. Los pájaros padres «adiestran» a volar a sus hijos porque les empujan a abandonar el nido y de esta forma les dan la oportunidad, y no por medio de sus esfuerzos demostrativos para que los polluelos les imiten. (p. 30)

Los primeros indicios de imitación evidente son los utensilios de piedra que el Homo habilis empezó a construir hace dos millones y medio de años. (p. 122)

  Blackmore está segura de que, al igual que los genes, los “memes” siguen su propia trayectoria de supervivencia independiente del bienestar humano. Para el “meme” lo básico es replicarse, y lo que sucede es que los seres humanos nos hemos adaptado a este fenómeno de transmisión

Al parecer, el hecho de imitar es de por sí gratificante (p. 168)

  Somos, en ese sentido, “seres meméticos”, imitadores natos.

Desde el punto de vista memético el deseo de una persona de transmitir su experiencia y sus posesiones es una oportunidad que debe ser explotada (p. 207)

  Eso lleva a la teoría meme-gen

Desde que evolucionó la imitación, hace unos dos y medio o tres millones de años, nació el meme o segundo replicante. A medida que los humanos se fueron imitando, los memes de mayor calidad fueron los que prosperaron más, es decir, los memes con más fidelidad, fecundidad y longevidad. De ahí nació el lenguaje gramatical, del éxito de los sonidos copiables que disponían en abundancia de estos tres elementos. Los primeros individuos que utilizaron este lenguaje habían copiado a los mejores habladores de su entorno además de aparejarse con ellos, con lo que se crearon una serie de presiones naturales sobre los genes para que produjeran cerebros cada vez más hábiles en su cometido de transmitir memes nuevos.  (p. 160)

   Mientras más expongas tu conducta, más posibilidades habrá de que te imiten. Los memes se enriquecen a partir de estas cualidades psicológicas heredables, incluyendo el lenguaje hablado que, recordemos, implica un alto coste evolutivo: la laringe eleva en mucho la posibilidad de ahogarse o atragantarse, por lo que si esta característica tan original del Homo sapiens con respecto a los demás primates ha llegado a heredarse genéticamente debe ser porque proporciona grandes ventajas que compensan sus inconvenientes… y la transmisión de información es la ventaja más clara. La selección genética da lugar a generaciones futuras de humanos cada vez más adaptados a reproducir memes por observación e imitación.

Todo lo que se transmite de una persona a otra de este modo es un meme. Ello incluye el vocabulario que utilizamos, las historias que conocemos, las habilidades que hemos adquirido gracias a otros y los juegos que preferimos. También hay que tener en cuenta las canciones que cantamos y las leyes que acatamos. (p. 34)

   La transmisión de memes implica algo más que el fenómeno de la imitación. A diferencia de los genes, que no cambian por la experiencia de un individuo antes de transmitirse a otro individuo –que era lo que suponía la antigua teoría lamarckista-, los memes son maleables por el individuo que los asimila. 

Sin ningún género de dudas la variación es un atributo de los memes: nunca se cuenta una historia dos veces de la misma manera, no existen dos edificios absolutamente idénticos y cada conversación es única (…) La selección memética también existe: algunos memes atraen la atención  (p. 44)

  Los criterios de la evolución darwiniana para los genes son variación, selección y herencia. En esto, los memes funcionan igual, pero siempre considerando que la variación genética se produce por mera mutación, no como consecuencia de la acción interesada del individuo portador. Una mutación genética favorable –la inmensa mayoría no lo son- puede ser seleccionada por el entorno, pero, en cambio, una variación memética –por ejemplo, una mejora en una herramienta de trabajo- es seleccionada primero por el individuo y después, probablemente, lo será por el entorno.

  Los memes pueden ser muy complejos. Un meme puede englobar otros muchos: la religión católica, por ejemplo, es un meme lleno de costumbres, textos sagrados, instituciones, moralidad y elementos sobrenaturales. Un meme complejo es un memeplex. La misma personalidad humana, nuestra idea subjetiva, biográfica de la propia existencia, sería un memeplex.

La memética nos proporciona la novedad de entender el yo de otra forma. El yo es un enorme memeplex, posiblemente el más tenaz y persistente entre todos ellos. Voy a llamarle «yo-plex». El yo-plex permea nuestros pensamientos y nuestras acciones hasta tal punto que nos impide reconocer con claridad lo que es: un puñado de memes. Su existencia se debe a nuestro cerebro que facilita los mecanismos ideales para construirlos mientras que la sociedad representa el selecto entorno donde prosperan.  (p. 313)

  Una característica a destacar es que la coevolución meme-gen puede tener aspectos prosociales.

Cuando un meme se introduce en una persona altruista o amable (…) tiene mayores probabilidades de ser copiado  (p. 233)

El meme que hace que una persona parezca más amable y más generosa, incrementará las probabilidades de ser imitada con lo que dicho meme se transmitirá a otros, sin incurrir en grandes costes. (p. 233)    

  En la medida en que los genes son realidades materiales muy específicas (moléculas) y el meme es solo un concepto que engloba todo tipo de conocimientos y experiencias transmisibles culturalmente, se podrá pensar que la equivalencia “gen”-“meme” sea poco menos que una metáfora pero resulta muy explicativa porque en ambos casos se trata de un fenómeno de transmisión y evolución que determina la característica humana de progreso mediante el cambio y perfeccionamiento. Blackmore especula que la utilización de memes, es decir, la tendencia a la imitación mutua entre los antepasados directos del Homo sapiens, al implicar una gran capacidad intelectual, pudo haber favorecido la selección de los cambios genéticos que dieron lugar al asombroso desarrollo del cerebro humano moderno.

La coevolución del meme-gen podría haber producido el gran cerebro. (p. 151)

  Una comprensión del “fenómeno memético” puede ayudarnos a flexibilizar los cambios culturales. Pero recordemos que, al igual que sucede con los genes, sus mecanismos de propagación no se basan directamente en el bienestar humano. Los memes mejores no son siempre los que más se propagan, pero si, por ejemplo, deseamos que prosperen concepciones sociales más favorables –prosociales: que den lugar a relaciones cooperativas armoniosas y de plena confianza- quizá no sea lo más favorecedor lograr un diseño óptimo o argumentación convincente acerca de los mejores valores morales o de vida social, sino que convenga más buscar mecanismos de replicación más eficaces para tales valores o ideas. Por ejemplo, muchos de los avances en la prosocialidad se deben al éxito de obras literarias, y no tanto de obras eruditas de grandes pensadores o decisiones ponderadas de estadistas.

  En el mundo antiguo, la religión tenía una capacidad mucho mayor de expandir ideales éticos y fórmulas novedosas de relaciones humanas de las que tenían los filósofos académicos. La filosofía estoica mostraba un gran ideal ético, pero estaba bastante restringida a las élites intelectuales del mundo grecolatino; el cristianismo, que se inspiró en el estoicismo y el platonismo, contaba, sin embargo, con características mucho más apropiadas para propagarse rápidamente entre las masas, incluidas las más incultas: historias fantásticas, personajes sagrados emotivos, fábulas, parábolas, arte pictórico sencillo, milagros y profecías…    

Lectura de “La máquina de los memes” en Ediciones Paidós Ibérica, S. A., 2000; traducción de Montserrat Basté-Kraan    

viernes, 5 de febrero de 2021

“Menos que humanos“, 2011. David Livingstone Smith

   La experiencia histórica, incluida la más reciente, nos señala que desarrollar una teoría acerca del proceso de “deshumanización” de unos seres humanos por otros supone una urgencia. Todos conocemos las atrocidades desatadas tras que los nazis considerasen a los judíos como ratas portadoras de gérmenes, o los extremistas hutus ruandeses a los tutsis como cucarachas…

Necesitamos hacer uso de la ciencia para que esclarezca aquellos aspectos de la naturaleza humana que sostienen el impulso de deshumanización. (…) El estudio de la deshumanización requiere prioridad. (Capítulo 9)

  El filósofo David Livingstone Smith define la deshumanización como

La creencia de que algunos seres solo aparentan ser humanos, pero que debajo de la superficie, donde realmente importa, no son humanos en absoluto (Prefacio)

Los miembros de una raza se imaginan que poseen una esencia común, una esencia que es única a ellos y que los convierte en la clase de personas que son (Capítulo 6)

   El desprecio racista a determinados colectivos humanos parte del mero principio de que se les considera dañinos en tanto que no son como nosotros. Quienes sostienen estos puntos de vista no tienen ninguna duda de la existencia de diferencias insuperables.

Es fácil imaginar que un ser puede parecer humano sin ser humano. La noción de la posesión demoniaca es un ejemplo evocativo (Capítulo 3)

[La] pseudoespeciación [es] la reducción de las sociedades extranjeras al estatus de especies inferiores, no del todo humanas (Capítulo 2)

  Y tal creencia no surge porque sí, sino que apunta a un siniestro objetivo:

Actúa como un lubricante psicológico, disolviendo nuestras inhibiciones e inflamando nuestras pasiones destructivas. Nos empodera para llevar a cabo actos que, bajo otras circunstancias, serían impensables (Capítulo 1)

   En los conflictos étnicos las diferencias apreciables entre personas a primera vista suelen tener poca importancia: es el discurso deshumanizador el que predomina sobre cualquier apariencia. En alguna ocasión los colectivos señalados como objeto de maltrato pueden conservar la vida porque son útiles para el trabajo (como esclavos o sirvientes), aunque en este caso no se hace nunca la equivalencia con los animales domésticos, ya que, al fin y al cabo, en nuestras culturas los animales domésticos suelen recibir bastante afecto. Ningún esclavista ha considerado jamás que “el esclavo es el mejor amigo del hombre”, y los casos de esclavismo “paternalista” son poco creíbles. De ahí que la deshumanización sea sobre todo un fenómeno cuyo fin es la agresión.

Los seres humanos necesitan hallar formas de superar las inhibiciones biológicas contra la agresión letal. Deshumanizar al enemigo es un medio para hacer esto (Capítulo 2)

  Estos fenómenos se han dado con tanta frecuencia a lo largo de la historia que de ello se concluye que ha de darse una raíz psicológica innata para la deshumanización. Es decir, se trataría de una adaptación biológica que existe en el genotipo a partir de una función hereditaria originada para un fin diferente. El racismo (o el supremacismo o el nacionalismo) no son, por fortuna, necesarios en absoluto para la vida social –más bien suponen un estorbo antisocial- pero la predisposición para que lleguen a manifestarse está siempre presente. Y esto se debe a ciertas capacidades innatas. 

Rasgos psicológicos que son condiciones necesarias para la deshumanización: 

1- un módulo de biología innata de ámbito específico que es responsable de parcelar el mundo biológico en especies naturales y hacer inferencias sobre ellas.

2- un módulo de sociología innata de ámbito específico responsable de parcelar el mundo social en especies naturales (etnorrazas) y hacer inferencias sobre ellas.

3- una capacidad de ámbito general para el pensamiento de segundo orden que hace posible reflexionar sobre los propios estados mentales. 

4- una teoría intuitiva sobre esencias que se usa para explicar porqué existen clases en la naturaleza.  

5- una teoría intuitiva de jerarquías naturales (una gran cadena del ser) para ordenar el mundo natural. (Capítulo 8)

  Estos “módulos” son, según la psicología evolutiva, adaptaciones innatas de actuación humana para ciertos comportamientos específicos. Los “módulos” de comportamiento innato se dan en muchos animales superiores, como la presa que construye el castor, y, en el caso humano contamos, cuando menos, con el “efecto Westermarck” para evitar el incesto, el temor a las serpientes o incluso nuestra tendencia a la superstición en general (creencia en seres sobrenaturales)

  Experimentos con niños pequeños hacen sospechar que existe algo parecido a un “instinto racial”. Por ejemplo, se muestran imágenes de adultos y niños en actitudes que sugieren parentesco, pero rasgos circunstanciales como el tamaño del cuerpo o la ropa son desdeñados cuando entra en juego el color de la piel. 

Las respuestas de los niños mostraban que creían que las características raciales es más probable que se hereden y que permanezcan constantes a lo largo de la vida de una persona que su profesión [hecha evidente por el uniforme que usan] o su corpulencia (Capítulo 6)

   ¿Saben los niños intuitivamente que no es de esperar una relación de parentesco entre dos figuras solo por el tamaño del cuerpo o porque lleven un uniforme de enfermera o de policía, pero sí por el color de la piel?

  Nuestra tendencia a identificar “esencias” y parcelar el mundo social en especies naturales, habría tenido un origen perfectamente inocuo: en una especie cazadora-recolectora identificar correctamente los seres vivos es una ventaja

Daños en el lóbulo temporal izquierdo del cerebro pueden incapacitar a una persona para reconocer tipos biológicos, pero no tienen efecto en su capacidad para reconocer artefactos, sugiriendo que hay un módulo cognitivo para el pensamiento biológico espontáneo (Capítulo 6)

    Y si la capacidad para diferenciar entre tipos biológicos es innata, está “cableada” en nuestros cerebros, esta tendencia estaría fácilmente disponible para otros usos, incluido el de la deshumanización…

La forma del pensamiento etnorracial es innata, mientras que su contenido se determina por creencias culturales e ideologías (Capítulo 6)

  Las “etnorrazas” son una construcción social recurrente que surgiría a partir de esta capacidad de distinguir entre grupos de seres vivos, según cuenten con una u otra “esencia”. Todo parte de percibir marcadores de diferencias entre grupos humanos de forma similar a como se hace entre seres vivos (objetivos de caza o prevención de animales peligrosos). Es probable que en un principio los grupos humanos no contactarían con mucha gente de lugares lejanos, pero la tendencia a diferenciar entre animales siempre habría estado disponible para su utilización con fines sociales (o más bien antisociales). Por encima de todo, se persigue proteger al grupo de los extraños y la identificación de marcadores de diferencia podría ser muy variada, de ahí que lo “étnico” y lo “racial” se fundan en un solo tipo de impulso de diferenciación y de rechazo. 

  Una “etnia” no es necesariamente una distinción por marcadores que indican antepasados que son comunes. Una “etnia” puede discriminarse por cualquier marcador: la profesión heredada de los padres (como las castas de la India), la religión, la lengua…

La noción de raza, tal como funciona realmente en la cognición y discurso humanos, es a veces indistinguible de las nociones de etnicidad, nacionalidad e incluso afiliación religiosa o política. Las poblaciones son con frecuencia concebidas como razas incluso si no están etiquetadas como tales, porque la raza no es primariamente aquello en base a lo cual se califica a la persona –es acerca de lo que se piensa que es (incluyendo, por supuesto, lo que la persona piensa que es). Para evitar confusión, llamaré a esto “etnorrazas” (Capítulo 6)

  A partir de ahí se dispara el sesgo endogrupal: la separación de la humanidad en grupos de “ellos” y “nosotros”. Estamos predispuestos al odio por grupos, y la deshumanización es una de sus manifestaciones más claras. El racismo es una manifestación más de este fenómeno.

El concepto de raza es el lugar en el que convergen las dimensiones de deshumanización psicológica, cultural y finalmente biológicas (Capítulo 6)

  De todas las formas de discriminación el racismo es la más efectiva, y toda discriminación siempre tenderá a preferir ese marcador “biológico” que apunta a una diferencia irreversible. En este libro se recuerda cómo los españoles del siglo XVI lograron, a pesar de su fe católica –el catolicismo es una religión cuya doctrina especifica que el bautismo nos hace a todos iguales ante Dios- desarrollar el concepto innovador de “pureza de sangre” –“Yo soy un hombre,/  aunque de villana casta,/  limpio de sangre, y jamás/ de hebrea o mora manchada.”, decía el “Peribáñez” de Lope de Vega-.

  Para luchar contra este fenómeno normalmente lo que se recomienda es “educación”, ya que la deshumanización es una irracionalidad con consecuencias antisociales, como pueden serlo las supersticiones religiosas o el mantenimiento de la desigualdad económica.

Esta tendencia puede ser resistida o contraactuada con educación, pero es un patrón de pensamiento al cual todos tendemos a deslizarnos, incluso cuando lo sabemos (Capítulo 6)

  Y sin embargo, el autor se queda corto. Ni por un momento menciona el nacionalismo, el orgullo por el propio país que se inculca en los niños –cuando menos- en los centros educativos. Resulta necio suponer que podemos desarrollar un orgullo por los logros “de nuestro pueblo” sin que eso implique –se diga de forma expresa o no- un inevitable desprecio por los extraños que carecen de tales méritos y que, en tanto que extranjeros, no pueden ser como nosotros. Si ser “como nosotros” es importante… el no serlo también lo será.

  A pesar de que hoy se han levantado algunas voces a favor de la erradicación de las creencias teístas y de todas las supersticiones en general –es cierto que astrólogos y adivinos aún hoy son considerados honorables profesionales-, hasta el momento nadie está actuando contra el nacionalismo que es el mayor responsable de la violencia entre grupos. El establecimiento de marcadores identitarios para colectivos siempre deja la puerta abierta al fenómeno terrible de la deshumanización y a otros abusos no mucho menos graves. ¿Cómo va a ser efectiva la educación frente a tales fenómenos irracionales –deshumanización, supremacismo- si se los está fomentando al mismo tiempo –nacionalismo, patriotismo-?

  El “internacionalismo”, el “diferentes pero iguales” no son más que grotescas confusiones organizadas para beneficio, al fin y al cabo, de los intereses políticos en el peor sentido de la expresión. 

  Para los demagogos, nada es más fácil que incitar a grandes colectivos a la lucha política en torno a principios etnorraciales bajo diversos disfraces. Este terrible peligro lo evidencia el establecimiento por la comunidad internacional (declaración de Naciones Unidas de 1970) de una drástica limitación al “derecho de autodeterminación de los pueblos”. El “derecho a la autodeterminación” surgió en principio para negar los abusos supremacistas sobre las naciones con estatus colonial, pero si el “derecho a la autodeterminación” estuviese generalmente reconocido para cualquier “pueblo” que a través de sus representantes políticos lo solicitase, entonces la comunidad internacional estaría dando su bendición a todos los demagogos que, organizados como clase política, tendrían así una oportunidad de movilizar a las masas accionando los disparadores etnorraciales -¡somos diferentes!, ¡no podemos vivir juntos!- que pueden perfectamente llevar a los extremos de la deshumanización o, en todo caso, a propagar la desconfianza, el odio y el enfrentamiento.

   Un “derecho de autodeterminación de los pueblos” para todos en nombre de una irreflexiva defensa de los principios democráticos no sería algo menos catastrófico que un “papeles para todos” que permitiera la libre circulación de personas inmigrantes por todo el mundo sin restricción, o una legalización total de las drogas –opiáceos, alucinógenos y estimulantes de venta libre a precios de mercado… tal como ya sucede con el tabaco y el alcohol. Nuestra incapacidad actual para afrontar nuestra propia libertad debe hacernos reflexionar acerca de los peligros de nuestro inconsciente a nivel social.

   Criticar los excesos nunca será suficiente si no erradicamos primero la base de la actuación diferenciadora. Ir contra el nacionalismo exige una valentía mayor que ir contra el teísmo y lleva inevitablemente a propugnar una alternativa social no convencional, lo que, en el caso de las “etnorrazas”, inevitablemente también activaría fuertes resistencias pues pocas tendencias antisociales humanas están más vinculadas a los intereses de la élite política que el nacionalismo.

  La limitación demostrada en el bienintencionado trabajo de Smith es un ejemplo más de las limitaciones en general de un enfoque convencional en la crítica de la antisocialidad.

Lectura de “Less Than Human” en St. Martin´s Press, 2011; traducción de idea21