martes, 25 de agosto de 2020

“Creatividad”, 2018. Elkhonon Goldberg

   El fenómeno cognitivo de la “creatividad” ha merecido la mayor atención sobre todo a partir del éxito de la tecnología y la ciencia en los dos últimos siglos. El neuropsicólogo Elkhonon Goldberg trata de conectar la cuestión “humanista” con el punto de vista científico: la concreción de determinadas cualidades cognitivas está sin duda relacionada con la intuición acerca de los “valores humanos”… que no siempre han sido los mismos a lo largo de la historia. Hoy, “creatividad” no solo abarca las invenciones materiales que facilitan la vida económica, también implica los avances artísticos, morales y sociales; incluso cuando van en contra de las costumbres arraigadas.

Algunas de las personas más creativas de la historia de la humanidad, como Mozart o Einstein, intentaron desvelar sus secretos mediante la introspección. Pero no ha sido hasta tiempos mucho más recientes, hace apenas unas décadas, cuando los científicos comenzaron a abordar la creatividad como objeto de investigación rigurosa, y aún nos queda mucho por hacer para comprender la magia de la creatividad y desmitificarla. (Prólogo a la edición española)

Creatividad y sabiduría suelen verse como dos pilares que sustentan un mismo arco tendido sobre la esencia de una vida plena de sentido para una mente productiva. (Introducción)

  Todo parece positivo en el desarrollo de la creatividad –y si en la creatividad hubiera inconvenientes… será solo una mente creativa la que pueda descubrirlos- de modo que la investigación en este aspecto debe ser prioritaria. Antes que nada, poblemos el mundo de personas creativas, porque vivir supone resolver problemas.

Un proceso creativo suele comenzar con una idea consciente de lo que se necesita conseguir, por vaga e imprecisa que sea. (Capítulo 7)

   Y quizá debamos resignarnos a que buena parte de las soluciones de aquellos problemas que conscientemente consideramos vendrán de nuestro inconsciente… Un elemento importante en la creatividad es la “divagación mental guiada”. Así lo observan los neurocientíficos.

La divagación mental carece de dirección y no es productiva, como vemos en ciertas formas de esquizofrenia o a consecuencia de lesiones masivas de los lóbulos frontales (...). La parte del proceso creativo dedicada al esfuerzo consciente guiado por los lóbulos frontales proporciona los puntos de anclaje para la divagación mental que le sigue, restringiéndola y dotándola de dirección. (Capítulo 7)

La capacidad de hallar una solución inesperada sin haber de recurrir al ataque lineal del problema, que es tedioso y laborioso, es una medida de la creatividad individual. (Capítulo 9)

   Básicamente, la creatividad -¿y la inteligencia?- parte del “reconocimiento de patrones”.

A medida que nos vamos encontrando con objetos únicos pero parecidos, en nuestro cerebro se forma una representación mental que capta las propiedades esenciales que comparten esos objetos al tiempo que ignora los atributos superfluos. (…) La representación mental de un «plato» captará su forma redondeada y relativamente plana, con una concavidad en el medio, mientras que ignorará el diseño decorativo del borde. Eso son patrones. (Capítulo 3)

Las matemáticas se califican a veces como la «reina de las ciencias». Lejos de ser una simple manipulación de números, las conocidas como matemáticas puras (las teóricas, más que las aplicadas) requieren de una imaginación excepcional, de la habilidad para concebir «objetos» rigurosamente abstractos, desprovistos de todo paralelo explícito con la realidad física y evidente de nuestra experiencia. Se ha sugerido que los procesos mentales de un pionero de las matemáticas representan la creatividad en su forma más pura. (Capítulo 2)

   Creatividad, inteligencia, abstracción… Para los hombres de ciencia, se trata de capacidades cognitivas tan funcionales en nuestro cuerpo como la respiración o la digestión…

El excepcionalismo antropomórfico radical implica que la creatividad es, por definición, un atributo exclusivamente humano, pero se puede argumentar que ese razonamiento es circular, además de anticuado. (Capítulo 8)

  Comparados con otros animales, los grandes simios, nuestros primos, lo hacen cognitivamente bien y en los experimentos de laboratorio sus actos marcan la diferencia con respecto a otras especies. En cuanto a nosotros, nuestros cerebros son más grandes incluso que los de los grandes simios, simplemente. Y hemos aprendido a usarlos mejor a lo largo de un complejísimo y prolongado proceso de evolución cultural y civilizatoria (cuando los grandes simios son entrenados en sus funciones cognitivas también obtienen mejores resultados).

Un proceso creativo se define como una combinación de lo nuevo y lo valioso, y (…) el veredicto sobre qué es valioso y qué no lo es lo dicta la sociedad, no el individuo creativo (Epílogo)

   Esto quiere decir que, sin negar el factor biológico, el desarrollo de la creatividad es consecuencia de los cambios culturales. No se valoraba igual la “creatividad” en los tiempos en que la mayor virtud de los hombres era el valor en la guerra tanto como lo era la castidad en las mujeres; o en los tiempos en que, por encima de todo, habían de respetarse las antiguas costumbres que supuestamente nos ponían en contacto con un pasado mítico.

  Hoy valoramos el cambio, la innovación, la mejora. Es cierto que aún nuestra idea de “mejora” está basada en nuestros valores actuales -lo cual no es muy realista, pues todo proceso de cambio debe implicar también un cambio en los valores- pero, de todas formas, el proceso, una vez puesto en marcha, acabará dando resultados en buena parte impredecibles.

  Es un hecho que aún no somos conscientes de la trascendencia del inevitable cambio futuro: Homo sapiens, que al descubrir las herramientas transformó su propio cuerpo en la estructura funcional de nuevos dispositivos para cambiar el entorno (armas, azadas… animales domésticos), está necesariamente destinado a transformar su propia mente con la esperada Inteligencia Artificial…

La neurociencia de la innovación y la creatividad está preparada para integrarse en la IA del mismo modo que desde hace décadas lo hace la ciencia de la cognición. (Epílogo)

  Con o sin Inteligencia Artificial, tal vez una mente humana objetivamente más eficiente -y creativa- ayude a resolver las contradicciones del comportamiento en sociedad; una de ellas es, precisamente, que “crear” implica, en buena parte, transformar también la comprensión y voluntad del creador.

Lectura de “Creatividad” en Editorial Planeta, S. A.  2019 ; traducción de Joan Lluís Riera

sábado, 15 de agosto de 2020

“Lo que nos debemos unos a otros”, 1998. T.M. Scanlon

   Un poco para entendernos, hay tres grandes escuelas de ética contemporáneas: consecuencialismo, deontología y ética de la virtud. No es tema intrascendente la búsqueda de principios para hallar criterios acerca del bien y del mal.

  El consecuencialismo significa que hay que hacer “el mayor bien para el mayor número” –sin duda es el mensaje más atractivo-. La deontología significa que hay que hacer el bien por el bien mismo, que nada hay más importante que hacer el bien, pues la naturaleza humana que vale la pena es la que se inclina por el bien. La ética de la virtud quiere decir que hacer el bien implica ser coherente con una naturaleza humana que garantice el bienestar social. Hay quien considera que se trata tan solo de distintos puntos de vista acerca de las mismas cuestiones.

  El filósofo TM Scanlon defiende el “contractualismo”, que presenta como una derivación del consecuencialismo: sí, hay que hacer el bien considerando las consecuencias derivadas de la acción, pero sin caer en el peligro del “utilitarismo”, ya que, a veces, el “mayor bien para el mayor número” podría implicar gravísimos abusos para “el menor número”, lo que desnaturalizaría el bien mismo.

El contractualismo (…) mantiene que un acto es incorrecto si se lleva a cabo bajo circunstancias que fuesen rechazables por cualquier conjunto de principios para la regulación general del comportamiento que nadie pueda rechazar razonablemente como base para un acuerdo general informado y libre.  (p. 153)

  “Lo que nos debemos unos a otros” es atenernos a la regulación general del comportamiento que "nadie pueda rechazar razonablemente“. Nos metemos entonces en un campo que se parece a la deontología: ¿qué es lo que nadie puede rechazar razonablemente? Aparentemente el principio de lo razonable debe ser universal, objetivo e inamovible (autónomo, no dependiente de nada fuera de su propia concepción).

El ideal contractualista de actuar de acuerdo con principios que otros (motivados de forma similar) podrían no rechazar de manera razonable quiere decir caracterizar la relación con otros por el  valor y atractivo que subyace a nuestras razones para hacer lo que requiere la moralidad. (…) Una persona moral se refrenará de mentir a otros, engañar, dañar o explotarlos porque esas cosas están mal. Pero para tal persona tales requerimientos no son solo imperativos formales; son aspectos de un valor positivo de una forma de vivir con los otros (p. 162)

  Pero esto puede interpretarse como que de lo que estamos hablando es de un ideal convencional de vida. Lo que da la pauta no es tanto un ideal surgido de la razón, sino de lo que la razón dicta en tanto que sea acorde con las costumbres convencionales, porque la forma de vivir con los otros puede entenderse como la convención social del momento.
 
Una acción sería incorrecta (…) [si fuese] una que no podría justificarse ante otros en base a argumentos que ellos pudieran aceptar (p. 4)

  Por ejemplo, si soy un padre severo y le doy una paliza a mi hijo, esto sería correcto si mis argumentos –"lo hice por su bien"- son aceptados por los otros. Entonces esto no es deontología, no es una ética “autónoma”… aunque no nos engañemos: Kant, el mayor deontólogo, justificaba la esclavitud, la desigualdad social y el abuso a las mujeres. Por otra parte, Aristóteles se considera el ideal de la “ética de la virtud”. Y había pocas atrocidades que no justificase de acuerdo con su moral aristocrática de hace dos mil quinientos años.

  Entonces ¿todas las escuelas éticas se equivocan?

Teoría “del deseo informado” (…) Desde este punto de vista, la cualidad de una vida para una persona está determinada por el grado hasta el cual se satisfacen sus deseos informados, donde los deseos informados son aquellos que están basados en una comprensión completa de la naturaleza de sus objetivos y no dependen de ningún error de razonamiento  (p. 114)

  La información no suele proceder de fuentes objetivas. La información se ve mediatizada por el contexto cultural. Lo que es bueno o malo nos lo dicta el entorno (por ejemplo, ¿cuál es la naturaleza humana del esclavo o de la mujer?). ¿Cuándo estamos realmente “informados”? Quizá Kant no estaba lo bastante informado, mucho menos Aristóteles. Todos los filósofos –hasta ahora- conciben los ideales sociales en base a la realidad que les rodea.

En muchos casos no tendría sentido que una persona adoptara un estilo de vida modelado por un cierto ideal a menos que hubiera cerca otros que compartieran este ideal y formaran una comunidad dentro de la cual pudiera ser practicada  (p. 347)

  Y luego

No hay duda, por ejemplo, de que el asesinato, la violación, la tortura y la esclavitud están mal. Ningún sistema de reglas podría ser aceptado por la gente como un estándar de conducta general si se permitieran tales prácticas.  (p. 357)

    Desde nuestro punto de vista actual, es posible. Pero Aristóteles y Kant aceptaban muchos de estos abusos. Y quizá las mujeres y los hombres del futuro se escandalizarán de que hoy, por ejemplo, hablemos tranquilamente de las ventajas del modelo de coche nuevo que queremos comprar mientras por la televisión vemos noticias de las personas que mueren de hambre y violencia en las naciones más desafortunadas.

  En general, la visión contractualista tiene ciertas reminiscencias de la filosofía antigua y coincide con todos los maestros de la ética en un principio básico: el filósofo ha de esforzarse en adaptar a criterios “objetivos” las pautas éticas previamente aceptadas en la cultura en la que la ha tocado vivir. Es un poco como lo que sucedía en la astronomía cuando se pensaba que el Sol giraba en torno a la Tierra: había que adaptar los datos geométricos de las observaciones en la naturaleza a la teoría previamente aceptada, lo que dio lugar a complejísimas concepciones astrofísicas que hoy consideramos absurdas.

  Si alguna novedad se encuentra en los criterios éticos modernos quizá se trate del abandono de los principios religiosos –irracionales, tradicionales- que antes dictaban los criterios. Ahora, como pasa en el contractualismo, se trata de articular racionalmente criterios éticos (aunque en la realidad se obedece a las convenciones sociales…). Para que el racionalismo resulte creíble se ha erigido la figura del “contrato social” entre individuos libres (libres de la opresión de otros hombres... aunque no “libres” en el sentido de “autónomos” o “informados”; ¿quién puede decir que está libre de prejuicio?)

La idea de una voluntad compartida para modificar nuestras exigencias privadas a fin de encontrar una base de justificación que los otros también acepten en un elemento central de la tradición del contrato social que llega hasta Rousseau. Una de las principales razones para llamar a mi visión “contractualismo” es enfatizar su conexión con esta tradición (p. 5)

  Lo más importante es que supone un avance sobre el peligroso “utilitarismo” del “mayor bien para el mayor número”.

[Según el utilitarismo] imponer altos costes a unos pocos podría siempre ser justificado por el hecho de que esto llevará beneficio a otros, no importa cómo de pequeños estos beneficios resulten en tanto que los receptores sean numerosos. Una teoría contractualista, en la cual todas las objeciones a un principio deben ser presentadas por los individuos, bloquea tales justificaciones en una forma interesantemente intuitiva. Permite que quejas intuitivamente vigorosas de aquellos que son perjudicados sean oídas, mientras que, por otra parte, la suma de los pequeños beneficios no tiene peso justificativo ya que no hay ningún individuo que disfrute de estos beneficios y al mismo tiempo no renuncie a ellos si esta acción fuese rechazada (p. 230)

  Esta teoría contractualista presenta un marco no muy ajustado al mundo real porque hay muchas formas de manipular a los objetores y muchas motivaciones complejas a la hora de calificar a los “beneficios” como “pequeños” o “grandes”. En realidad, la idea del “contrato” presupone, por una parte, la evaluación objetiva y la libertad racional del individuo, pero, por otra parte, deja en blanco la formación de las motivaciones… Si acaso, da por sentado el enfrentamiento entre egoístas que tienen que negociar el propio interés. Lo que los predispone a la rapacidad, el engaño e incluso a la agresión.

   ¿Qué motiva a la gente a actuar ante los dilemas éticos?

Supóngase que nos enteramos de que el presente estado mental de alguien, sus intenciones y acciones, son producidos en él hace unos pocos minutos por fuerzas externas, tal como una estimulación externa en su sistema nervioso. No creerías apropiado culpar a esta persona de lo que haga bajo tales condiciones. Pero si la tesis causal es cierta, entonces todas nuestras acciones son de este tipo. La única diferencia está en las formas de intervención externa y el transcurso de tiempo en el que suceden, y seguramente esto no es esencial para la libertad del agente en el sentido relevante de la responsabilidad moral  (p. 250)

  Una estimulación externa en el sistema nervioso es un “experimento mental”, pero el “lavado de cerebro” y el “condicionamiento cultural” son realidades actuales. Nos vemos motivados para actuar en base a las convenciones sociales de la cultura en la que nos encontramos insertos. Buscamos, por ejemplo, el estatus social, la integración en el grupo, la adquisición de bienes y prestaciones que nos proporcionan prestigio.

  Y, por supuesto, fijar la responsabilidad moral en el libre albedrío es un error: no es lo mismo criarse en un entorno delincuencial que en una familia de apacibles eruditos.

  Quizá la ética debería basarse en alentar entornos de motivación. Las sociedades más prósperas hoy promueven la educación, el civismo y la autorresponsabilidad informada de los individuos. Pero educación e información no se basan en criterios humanistas objetivos, sino en las convenciones culturales del momento, tanto las explícitas –lo que los niños aprenden en las aulas del colegio- como las implícitas –lo que los niños aprenden en el patio del colegio-.

   Podría avanzarse más en este sentido, el de la información objetiva que nos permita un comportamiento moral más avanzado -¿no es evidente la evolución moral en el pasado que lleva al progreso social de hoy, también económico?-, si aceptamos que lo moralmente “autónomo” forzosamente ha de ser hoy algo no convencional. Recordemos que nuestro orden social actual hubiera sido considerado muy anticonvencional en tiempos de Aristóteles y Kant (más para Aristóteles que para Kant, pues la progresión suele darse linealmente a lo largo del tiempo).

  Podríamos, por ejemplo, promover hoy comportamientos morales ejemplares no convencionales en entornos seleccionados con vistas a alentar el progreso moral futuro. Sería, por cierto, una estructura que intuitivamente ya se ha utilizado en otros períodos históricos: se trata del monasticismo, que podría hoy actualizarse según criterios racionales… y necesariamente mejor “informados” que nuestro estilo de vida convencional.

  Lectura de “What We Owe to Each Other” en Harvard University Press, 2000; traducción de idea21

miércoles, 5 de agosto de 2020

“La gente de la selva”, 1961. Colin M. Turnbull

  El antropólogo Colin Turnbull es el autor de uno de los más bellos libros acerca de los pueblos “en estado de naturaleza” (los “primitivos”, cazadores-recolectores… cuya genética heredamos nosotros, los sofisticados hombres civilizados). Esta “gente de la selva” en particular son los pigmeos, que algunos consideran los pobladores originarios del África Central. Turnbull los conoció a finales del periodo colonizador en el Congo entonces belga. Vivían entonces en una inestable simbiosis con los aldeanos locales de origen bantú, precarios agricultores que apreciaban en mucho la carne de caza que sus vecinos de la selva aportaban y que en contraprestación les proporcionaban, entre otras cosas, algunos bienes especiales, como el vino de palma o el tabaco.

Cuando se refieren a los bantú, despreciándolos a ellos o a sus costumbres, [los pigmeos] usan dos términos, uno que quiere decir “animal” y el otro “salvaje”; los negros usan los mismos términos acerca de los pigmeos, y no hay un gran sentimiento de mutuo respeto  (p. 47)

  De hecho, los “negros” aldeanos aseguraban al hombre blanco que los pigmeos son esclavos a su servicio. La cosa no resulta nada clara. Es evidente que hay algo extraño en este tipo de relación.

[Los pigmeos] son sumisos, casi serviles, y aparentan no tener una cultura propia (p. 23)

  En efecto, y dependen en buena medida de costumbres y tradiciones de sus despreciados vecinos “simbióticos” (tampoco tienen un idioma propio).

  Para Turnbull, sin embargo, que convivió con ellos, aprendió su lengua y sus costumbres, y mantuvo con muchos pigmeos profundas relaciones de amistad, la impresión es que la simplicidad del pueblo de la selva es mucho más digna de interés que las nacientes complejidades espirituales de los aldeanos bantúes.

He visto la muerte en un pueblo bantú donde genera una atmósfera de miedo –miedo de la brujería, del poder del mal que se había desatado. Aquí [en un campamento pigmeo, donde ha muerto una mujer querida] era bastante diferente. No era un sentimiento de miedo, sino un reconocimiento de la totalidad de una pérdida que nunca podría compensarse  (p. 49)

“La selva es un padre y una madre para nosotros (…) y como un padre o madre nos da todo lo que necesitamos - comida, ropa, cobijo, calor… y afecto. Normalmente todo va bien, porque la selva es buena para sus hijos, pero cuando las cosas van mal debe haber una razón.” (…) Yo sabía que la gente del pueblo [bantúes], en tiempos de crisis, creen que han sido maldecidos por algún mal espíritu o una bruja o hechicero. Pero no los pigmeos; su lógica es más sencilla y su fe más fuerte porque su mundo es más amable  (p. 92)

Mientras que los aldeanos creen que el acto [ritual] mismo trae resultados de formas que ellos no pueden explicar, que es lo que llamamos magia, los [pigmeos] no creen esto en absoluto. Creen en una deidad benévola a la que ellos deben tanto respeto y consideración como a sus propios padres, y de la cual pueden esperar lo mismo a cambio. Para los pigmeos, no es tanto el acto ritual mismo lo que cuenta, o la manera en que se ejecuta, sino el pensamiento que va con él.  (p. 145)

Cuando algo importante va mal, como enfermedad o mala caza o la muerte, debe ser porque la selva está dormida y no cuida de sus hijos. “¿Qué hacemos? La despertamos. La despertamos cantando y lo hacemos porque queremos que se despierte feliz. Entonces todo va bien de nuevo”  (p. 92)

El [festival del] “molimo” de los pigmeos no tiene que ver con un ritual o magia. De hecho, está tan desprovisto de ritual tanto en acción como en palabras, de modo que es difícil ver con qué tiene que ver (…) Cada tarde las mujeres y los niños se encierran en sus chozas tras la comida, porque el “molimo” es sobre todo asunto de hombres, y cuando las mujeres se han retirado, los hombres se sientan en círculo (…) Cerca hay un cesto lleno de ofrendas de comida que comerán más tarde. Pero primero los hombres deben cantar porque este es el contenido real del “molimo”, como ellos dicen: para comer y cantar, para comer y cantar. Tras la apariencia simple del festival había una atmósfera de expectación casi sobrecogedora. (p. 80)

   La impresión que da es, por tanto, que la simplicidad amable de los pigmeos está relacionada con una conexión directa con la naturaleza. Los semicivilizados bantúes habrían perdido esa inocencia original, mientras que la sencillez de los pigmeos va unida a una libertad y racionalidad mayores. No hay jefes, ni brujos, ni ricos, ni guerreros, entre los pigmeos. Tampoco parece haber más deidad que la selva misma, que los nutre y ampara.

  Aunque en el libro no se aborda la cuestión directamente –lo que resulta sospechoso-, todo parece indicar que los pigmeos son mucho menos violentos y más compasivos que los bantúes.

Un grupo de pigmeos forasteros del otro lado del río Epulu había invadido el territorio y estaba robando toda la miel al este. Masisi inmediatamente envió a su hijo para decir a Manyalibo que olvidase la disputa sobre las redes de caza [importante medio material para las cacerías en grupo] y viniera a unírsele a fin de que pudieran hacer la guerra a los otros pigmeos juntos  (p. 275)

  Parece un caso típico de disputa de recursos. Pero esta historia, al menos, sigue así, contada por los pigmeos mismos:

“Hay abundancia de comida; en tanto que no encontremos [a los intrusos] no habrá pelea. Si los encontramos, entonces quien no está en su propia tierra escapará y dejará lo que haya robado. Es la única forma en que peleamos, no somos como los aldeanos [bantúes]” (p. 275)

  Uno puede temer también que los pigmeos sabían lo que tenían que decir para ganarse la aprobación del observador blanco. Pero de todas formas, no solo no hay noticias directas de guerras entre pigmeos; tampoco aparecen tradiciones guerreras, ni relatos de antiguas hazañas de ese tipo entre los varones más prominentes (sí les prestigian, en cambio, las hazañas cinegéticas).

  Algunas casos sí llegan a ser conocidos.

Oímos muchas historias de las antiguas guerras entre las varias tribus de aldeanos, cómo invadieron la selva y cómo los pigmeos quedaron atrapados entre ellos de tal modo que se vieron forzados a ponerse con un bando o con otro  (p. 245)

  Con todo, la resolución de conflictos implica una cierta capacidad para el conflicto, también a nivel particular.

No se puede decir que [el pigmeo] Cephu no fue castigado [por su falta de mal comportamiento en una partida de caza en la que se aprovechó de las presas de otro] porque durante aquellas horas en la que nadie le habló debe haber sufrido el equivalente de muchos días de confinamiento solitario para cualquier otro. El haberle sido negada una silla por un joven, ni siquiera uno de los grandes cazadores; que se rieran de él mujeres y niños; haber sido ignorado por los hombres. Ninguna de esas cosas podía ser fácilmente olvidada (p. 109)

“Él ha sido expulsado a la selva –dice [el pigmeo sobre uno que ha sido descubierto cometiendo incesto]- y tendrá que vivir allí solo. Nadie lo aceptará en su grupo después de lo que ha hecho. Y morirá porque no podrá vivir solo en la selva. La selva lo matará. Y si no lo mata, morirá de lepra” (p. 112)

  Y Turnbull señala, además, que muchas veces el ostracismo es levantado. La resolución suele ser implícita. Los pigmeos discuten por mujeres –golpean a veces a sus mujeres-, por la caza, por la toma de decisiones, pero la escalada de comportamiento airado acaba de repente. La gente se calla, pasa a ocuparse de otra cosa. Se olvida o se pretende olvidar. La “pendiente resbaladiza” hacia el conflicto irreversible se ve frenada.

  Por lo demás, los pigmeos muestran rasgos típicos de “comportamiento primitivo” en su psicología:

Está en la naturaleza de un pigmeo nunca admitir que se ha equivocado (p. 133)

Tan pronto como los cazadores regresan dejan la carne en el suelo, y todo el campamento se reúne para asegurarse de que la división es justa. Nadie reconoce esto, pero al final todo el mundo queda satisfecho (p. 134)

  Esto es un poco el estilo de los depredadores sociales no humanos. Los lobos no reparten sus presas: cada cual toma su parte, a veces disputándola a sus compañeros, hasta que todo el mundo queda satisfecho.

  Lo mismo se puede decir sobre “nunca admitir que se ha equivocado”. Los “primitivos” tampoco gustan de ser enseñados y prefieren simular que aprenden solos. Es decir, rechazan toda situación que pueda rebajarlos a vista de los otros. Esto, en nuestra civilización, es propio del comportamiento agresivo.

  La ley de los grandes números y un cierto empeño de los informantes de Turnbull en pretender aparecer “mejores” que los aldeanos bantúes, hacen sospechar que estas actitudes agresivas tarde o temprano llevarán al conflicto letal, entre individuos y entre grupos. Si hay golpes, insultos, acoso y amenazas… uno teme que alguna vez el conflicto quedará fuera de control.

  Pero sí parece que se trata de una cultura de cazadores no guerreros. Y también es evidente que muestran numerosos rasgos de comportamiento altruista, incluso con los extraños.

[Una vez el bantú solitario amigo de los pigmeos estuvo] completamente curado [de su enfermedad], los pigmeos respondieron cantando una canción del “molimo” [ritual de agradecimiento a la selva] de la misma forma que hubieran hecho para uno de su propia gente, como agradecimiento a la selva por haber salvado a uno de sus hijos, incluso si él era un aldeano [no pigmeo] (p. 183)

  En resumen, esta obra, aunque no es una demostración sólida del rousseaunianismo (armonía en la forma de vida originaria del Homo Sapiens), hace una importante aportación y es, por encima de todo, un magnífico libro que gusta leer. Es bien posible que la intuición de Turnbull sea correcta y que en el principio los cazadores-recolectores vivieran en sencilla armonía dentro de la naturaleza, cultivando sentimientos de amistad y alegre benevolencia, y controlando los conflictos más graves de forma intuitiva. Cuentan con una vida familiar intensa –todos viven juntos y cazan juntos-, una vida sexual satisfactoria –con sus incidencias pasionales-, una vida espiritual festiva y optimista –si los dioses no nos favorecen es que se han dormido y hemos de despertarlos con el canto- y una vida cotidiana abierta a novedades y experiencias -como el vino de palma y el tabaco de los aldeanos bantúes, y la amistad con el inquisitivo hombre blanco que los visita-. Un estilo de vida que pudo prolongarse durante cientos de miles de años… O a lo mejor no.

  Lectura de “The Forest People” en Simon & Schuster Inc. 1961; traducción de idea21