lunes, 26 de mayo de 2014

"El hombre y la cultura", 1934. Ruth Benedict.

  En la primera mitad del siglo XX, la antropología se reveló como una disciplina científica fiable y muy adecuada al progreso humanista. Si los antropólogos primeros del siglo XIX como Spencer o Frazier, no tan rigurosos como los que vendrían después, se adaptaban bien a los criterios de la época acerca del desarrollo humano en el sentido atribuido a Darwin de “supervivencia del más apto” o, todavía peor, a la naciente “ciencia racial”, los del principio del siglo XX incluyen a personas inteligentes y sin prejuicios como Franz Boas y sus discípulos que, al estudiar las transformaciones del ser humano por la cultura en la que es educado y en la que vive, descubren que ni existen diferencias raciales en el comportamiento, ni tampoco existen condicionamientos de brutalidad que alejen al individuo de las sociedades menos desarrolladas de las cualidades cooperativas que consideramos propias del “hombre civilizado”. Ruth Benedict fue una de las más destacadas alumnas y seguidoras de Boas y de sus teorías, conocidas en general como “relativismo cultural”.

La historia vital del individuo es ante todo la acomodación a los patrones y estándares que se le ha proporcionado a su comunidad.

El hombre no se encuentra condicionado para ninguna variedad de comportamiento por su constitución biológica. (…) La herencia cultural humana, para bien o para mal, no es transmitida biológicamente. El corolario para la política moderna es que no hay base para el argumento de que podemos confiar nuestros logros espirituales y culturales a ningún tipo de germen plasmático hereditario.

  Si el comportamiento del individuo no está condicionado por la herencia (vaya por delante la advertencia de que no es exactamente así), esto nos garantiza igualdad entre todos los seres humanos por razón de origen, tal como nos prometían los ideales ilustrados, tanto si procedes de una sociedad primitiva (como los esquimales con los que convivió Franz Boas), como si eres judío (como el mismo Boas), como si eres una mujer (como Ruth Benedict y Margaret Mead, ambas alumnas y seguidoras de Boas).

  Igualdad biológica e igualdad en nuestras potencialidades, pero, con todo, ¿hasta qué punto nos puede condicionar la cultura en la que nacemos  y vivimos?

La mayor parte de la gente es formada por su cultura debido a la enorme maleabilidad de su condición original.

  Algo que no se determina en este libro es cómo podemos liberarnos de este condicionamiento en tanto que individuos libres. Aunque en cuanto a llegar a averiguarlo, la antropología tiene algo que decir:

Podemos entrenarnos a nosotros mismos para juzgar los trazos dominantes de nuestra propia civilización.

Si estamos interesados en el comportamiento humano, necesitamos primero de todo comprender las instituciones que existen en cada sociedad.

Cualquier control cultural que nosotros podamos ejercer dependerá del grado en el cual podamos evaluar objetivamente los rasgos propios de nuestra civilización occidental que son favorecidos y promovidos tan apasionadamente.

  Así pues, la antropología en particular, y todas las ciencias sociales en general (incluso la literatura), nos proporcionan una extraordinaria ventaja al permitirnos juzgar y evaluar racionalmente nuestro propio comportamiento. Bástenos con saber que nada está predeterminado por nuestra herencia y que, en tanto que individuos, nada está predeterminado por nuestra cultura. Un hombre primitivo puede llegar a comprender los valores básicos de la vida civilizada igual que un civilizado comprender a un primitivo. Esto no quiere decir que sea fácil de conseguir, pero vale la pena hacer el esfuerzo porque hay mucho que ganar en ello.

  Gracias a la experiencia de otras culturas y gracias a la crítica racional de todas las culturas podemos llegar a idear innovaciones que nos faciliten afrontar los eternos problemas humanos que nunca terminan de quedar resueltos (sobre todo, el conflicto entre el interés privado y el interés común). Pensemos en el caso, no muy distinto, del delincuente en prisión que también puede ser capaz de reintegrarse en la sociedad. Poder, se puede, gracias a

diferenciar entre aquellos ajustes humanos que son culturalmente condicionados y aquellos que son comunes y, por lo que podemos ver, inevitables en la humanidad. 

Una cultura, como un individuo, es un modelo más o menos consistente de pensamiento y acción. Dentro de cada cultura se dan finalidades características que no son compartidas necesariamente por otros tipos de sociedad. En obediencia a estos fines, cada pueblo consolida más y más su experiencia.

El problema de los valores sociales está íntimamente relacionado con el hecho del diferente amoldamiento de las culturas.

  De esa forma, tenemos naturaleza humana y condicionamiento cultural. Para todos la misma naturaleza y para todos infinitos modelos de cultura.

Las culturas primitivas son la fuente a la que podemos dirigirnos. Son un laboratorio en el cual podemos estudiar la diversidad de las instituciones humanas.

  Y siempre con la advertencia de que

no hay razón para suponer que alguna cultura haya alcanzado una cordura eterna y permanecerá en la historia como una solitaria solución al problema humano.

  El que nada influya en nuestras potencialidades innatas ni el que seamos de la "raza" que seamos y ni el que hayamos nacido dondequiera que hayamos nacido y cualesquiera que sean los condicionamientos culturales que nos rodean, no implica, por supuesto, que cada individuo no nazca sin sus propias particularidades psicológicas. Las personas sanas se diferencian entre sí en tanto que individuos, y es precisamente esta variedad de los temperamentos individuales  la materia prima a partir de la cual se desarrollan las peculiaridades culturales

El modelo cultural de cualquier civilización hace uso de un cierto segmento dentro del gran arco de potenciales propósitos y motivaciones humanos.

   ¿Cómo se forman las culturas?, ¿cómo llegan a tomar tan variadas formas?

El gran arco a lo largo del cual están distribuidos todos los comportamientos humanos posibles es demasiado inmenso y demasiado lleno de contradicciones para que cualquier cultura utilice siquiera una considerable porción de él. La primera exigencia es la selección.

La identidad como cultura depende de la selección de algunos segmentos de este arco. Cada sociedad humana en todas partes ha hecho tales selecciones en sus instituciones culturales.

  En su libro, Ruth Benedict nos ilustra estos fenómenos de selección y desarrollo cultural al describir tres sociedades más o menos primitivas de características muy diversas. Una de ellas (los “indios Pueblo”, de Nuevo México) posee costumbres que no nos sorprenden demasiado para nuestra forma de vida, pero las otras dos (los melanesios “Dobu” y los nativos de la costa noroeste de América) se nos presentan con peculiaridades que nos hacen pensar en comportamientos antisociales y neuróticos.

  Veamos un ejemplo de diferencia cultural con los “indios Pueblo” que, en general, parecen gente bastante buena, poco violentos, cooperativos y de carácter moderado, muy devotos de sus rituales religiosos:

He intentado hablar de la guerra a los indios de las Misiones de California, pero es imposible. Su incomprensión de la guerra es abismal. Ellos no tienen la base en su propia cultura sobre la cual esta idea puede llegar a existir, y sus intentos de racionalizarla reducen las grandes guerras al nivel moral que nosotros solemos dar a las reyertas en los callejones. Ellos no tienen un modelo cultural que distinga entre ambas cosas. Tenemos que admitir que la guerra es un rasgo asocial, incluso a pesar del relevante lugar  que tiene en nuestra propia civilización.

  Pero los “Dobu”…

Los “Dobu” merecen el carácter que le asignan sus vecinos. Son indómitos y traicioneros. Cada hombre es el enemigo de cada hombre (…) Las formas sociales que existen en Dobu premian la mala voluntad y la traición, convirtiéndolas en virtudes de su sociedad.

  Y los de la Costa Noroeste se hicieron famosos en el pasado por la práctica del “Potlacht”

La mayor gloria en la vida era el acto de completa destrucción de los bienes. Era un desafío, y era siempre hecho en oposición a un rival que debía entonces, a fin de salvarse de la vergüenza, destruir una cantidad igual de bienes valiosos. (…) Grandes fiestas “Potlacht” en las cuales se consumían grandes cantidades de aceite de pescado se consideraban competiciones de destrucción.

  Los de la Costa Noroeste eran nativos más bien ricos (mucha caza, mucha pesca, muchos frutos), pero todo les resultaba poco cuando comenzaban sus fiestas “Potlacht” en la que se acumulaban riquezas para ser regaladas o destruidas

El comportamiento en la Costa Noroeste estaba dominado en cualquier punto por la necesidad de demostrar la grandeza del individuo y la inferioridad de sus rivales.

  Como bien observa Benedict más adelante, mucho de estas actitudes nos recuerda los lujos suntuarios del capitalismo. Claro que los de la Costa Noroeste iban más allá, no les bastaba la posesión y la ostentación, y llegaban también a la destrucción directa de bienes, e incluso a sacrificar públicamente la vida de sirvientes con la más cruel de las arrogancias.

La tendencia megalomaniaca paranoide es un peligro en nuestra sociedad. Ella nos enfrenta con una elección de posibles actitudes. Una es la de considerarla como anormal y reprensible, y es la actitud elegida en nuestra civilización. El otro extremo es convertirla en el atributo básico del hombre ideal, y ésa era la solución en la cultura de la costa del Noroeste.

  Con estos ejemplos, de lo que se trata es de demostrar que, partiendo de actitudes temperamentales contradictorias que se dan habitualmente en determinados individuos en todas las sociedades, se construyen pautas de comportamiento comunes a nivel social, “modelos de cultura”. La selección de unos rasgos de conducta en particular da lugar a culturas completamente diferentes.

  Sabemos hoy que la agresividad y la competitividad son tendencias humanas innatas en muchos individuos, pero nuestra sociedad occidental (y también la de los “indios Pueblo”) rechaza la agresividad y encauza la competitividad en entornos más o menos inocuos como la vida económica y los deportes, valorando más a los no agresivos y cooperativos (como los santos cristianos de la Antigüedad o los responsables de las agencias humanitarias hoy). En cambio, sociedades violentas como la de los “Dobu” valoraban por encima de todo la agresividad individual.

  Cómo se dan los criterios de selección a lo largo de la evolución social, el mecanismo de cambio cultural, es todavía algo desconocido que los antropólogos investigan. Muchos lo relacionan con el sistema económico, la riqueza o la pobreza, pero en el caso de los “Dobu”, por ejemplo, que eran muy pobres, se podría aducir que no se comportaban de forma muy diferente a la de los “Mundugumor” que pocos años después estudiaría Margaret Mead y que se consideraba que disponían comparativamente de bastantes riquezas.

   En su libro, Ruth Benedict enfatiza también una dicotomía ideada por Nietzsche: lo dionisiaco como opuesto a lo apolíneo, una generalización que nos permite describir pautas culturales a gran escala:

El contraste básico entre los ”indios Pueblo” y otras culturas nativas de Norteamérica es el contraste que es nombrado y descrito por Nietzsche en sus estudios de la tragedia griega. Él discute dos maneras diametralmente opuestas de llegar al valor de la existencia. El dionisiaco lo persigue mediante la “aniquilación de los vínculos y límites ordinarios de la existencia”, busca alcanzar sus más valiosos momentos escapando de los límites impuestos sobre él por sus cinco sentidos, alcanzando otro orden de experiencia. (…) Los apolíneos desconfían de todo esto, y frecuentemente tienen poca idea de la naturaleza de tales experiencias. Hallan la forma de expulsarlas de su vida consciente.

  Este intento del estudioso de encontrar pautas generales en los modelos de cultura está relacionado con otra idea: la de que existen culturas más o menos “integradas”.

Algunas culturas toman sus patrones para la manipulación de la riqueza de un área cultural y parte de sus prácticas religiosas de otra (…) Sin embargo, a pesar de tal extrema hospitalidad para las instituciones ajenas, su cultura da una impresión de extrema pobreza. Nada es llevado lo suficientemente lejos para dar cuerpo a una cultura

  Si esta consideración de la incoherencia e incompletitud de determinadas sociedades primitivas la sumamos a lo que parece un juicio universalmente negativo para determinadas culturas, como es el caso de los violentos “Dobu” o los casi paranoicos megalómanos de la Costa Noroeste, llegamos a una conclusión que en un principio parece sorprendente, y es que las sociedades primitivas son inestables y están sujetas a terribles tensiones que dan lugar a grandes transformaciones, probablemente cíclicas. No es la idea habitual que se tiene de las civilizaciones ancestrales, a las que en un principio atribuimos una sabiduría asentada sobre la experiencia de cientos de generaciones.

  Sin duda que los antepasados de los “Dobu” no fueron siempre tan agresivos y que los de la Costa Noroeste tardaron en llegar a los extremos de despilfarro de recursos en las fiestas “Potlacht” de las que se guarda memoria. Hay ciertas conductas sociales que parecen objetivamente más racionales y recomendables…

Se ha dicho que la explotación de los otros en las relaciones personales y la autoalimentación del ego son malas mientras la absorción en actividades de grupo es buena; que un temperamento es bueno si no busca satisfacción ni en el sadismo ni en el masoquismo, y desea vivir y dejar vivir...

  Sin embargo, el relativismo cultural nos llama a ser precavidos, porque nos falta la suficiente perspectiva para aceptar los defectos de nuestras propias sociedades, y a este respecto Benedict es tajante:

En nuestros tiempos, arrogantes y desbocados egoístas como padres de familia, agentes de la ley y hombres de negocios han sido retratados una y otra vez por novelistas y autores dramáticos, y nos son familiares en toda comunidad. Como el comportamiento de los puritanos radicales de Nueva Inglaterra, sus cursos de acción son con frecuencia más asociales que los de los presidiarios. En términos del sufrimiento y la frustración que ellos esparcen por doquier probablemente no hay comparación.

   Lo que lleva a una conclusión:

El reconocimiento de la relatividad cultural lleva sus propios valores (…) Tan pronto como la nueva opinión sea aceptada por las creencias y las costumbres, formará parte de los principios de una buena vida. Llegaremos entonces a una fe social más realista, aceptando como bases de esperanza y como bases para la tolerancia la coexistencia e igual validez de patrones de vida que la humanidad ha creado por sí misma de las materias primas de la existencia.

  Esto nos crea expectativas de que, gracias al conocimiento, seremos en el futuro capaces de crear culturas genuinas altamente cooperativas, plenamente integradas y donde los individuos puedan desarrollar sus potencialidades de una forma racional. No es aún la sociedad occidental de hoy, ni mucho menos lo era cuando Ruth Benedict escribió su libro.

  No puede dejar de destacarse una anécdota de cómo la aceptación lúcida de la arbitrariedad de los convencionalismos culturales (el relativismo cultural) permite vivir experiencias humanas más ricas. Franz Boas fue el mentor de las dos antropólogas más prestigiosas de la primera mitad del siglo XX, Ruth Benedict y Margaret Mead, seguidoras las dos de su teoría del relativismo cultural. Ellas no solo fueron colaboradoras y amigas durante toda su vida, sino que también fueron amantes durante cierto tiempo (también estuvieron casadas con hombres). Resulta difícil no considerar este hecho moralmente mal aceptado por la cultura convencional de su época a modo de ejemplo de cómo, gracias al conocimiento y a la experiencia, fueron capaces de valorar de forma racional la inutilidad de los prejuicios que se oponen a una vivencia sincera y profunda de los sentimientos.

lunes, 19 de mayo de 2014

"Por qué soy cristiano”, 2005. José Antonio Marina.

  En 1956 se recopilaron algunos artículos y conferencias del gran filósofo, matemático y activista político Bertrand Russel bajo el título “Por qué no soy cristiano” (sonora declaración que Russell acuñó en una conferencia de 1927). Medio siglo más tarde, el filósofo y divulgador José Antonio Marina decidió escribir un libro para discrepar amablemente de la opinión del maestro.

Hace años, Bertrand Russell escribió un libro con un título exactamente contrario al mío: Por qué no soy cristiano. Es una obra lúcida e irónica con la que estoy fundamentalmente de acuerdo. Lo que sucede es que, al hablar de cristianismo, él y yo hablamos de cosas distintas.

  Bertrand Russell, entre otras cosas concluía que "entiendo que cuando yo digo que no soy cristiano tengo que decir dos cosas diferentes; primera, por qué no creo en Dios ni en la inmortalidad; y segunda, por qué no creo que Cristo fuera el mejor y el más sabio de los hombres, aunque le concedo un grado muy alto de virtud moral.”

  El punto de vista de Russel es poco riguroso, pues no interpreta el papel de las religiones en general, ni el del cristianismo en particular, como una influencia decisiva en un largo proceso evolutivo de las costumbres (evolución cultural, por tanto), sino como una especie de estorbo a éste (las enseñanzas de Cristo, tal como aparecen en los Evangelios, han tenido muy poco que ver con la ética de los cristianos)

    Éste no sería el punto de vista de un biólogo, que sabe cuánto tiempo lleva que se asienten cambios decisivos en la evolución fisiológica y cuántos pasos intermedios deben darse. Para que un dinosaurio volase y se convirtiera en pájaro fueron necesarios millones de años y de generaciones de torpes braceos más o menos útiles. De forma parecida, el valor del cristianismo se encuentra no en una mutación radical del comportamiento humano que tiene lugar instantáneamente con la aparición de la doctrina que recibe tal nombre, sino que su relevancia debemos verla en la gradual imposición de valores humanistas que han partido de un entorno cultural en el que la influencia del cristianismo fue la más importante de todas.

  Tampoco puede verse el cristianismo como una religión independiente del paganismo y el judaísmo del siglo I (Bertrand Russel, por ejemplo, se declara admirador de la figura de Sócrates… que por cierto no era ningún ateo), sino como una adaptación de ciertas peculiaridades de las creencias religiosas y morales de la época, creencias que abarcaban desde las de la religión judía (que se dividía en numerosas sectas) hasta el pensamiento helenista pasando por reminiscencias egipcias, persas o hasta hinduistas.

El cristianismo es una caudalosa corriente de experiencia

  Al cabo, el cristianismo ha quedado como el sustrato ético e ideológico de nuestra civilización occidental.

«Cada uno elige su pasado», escribió Sartre. ¡Qué cosa más absurda! Cada cual ha tenido el pasado que ha tenido. Sartre podía ser arbitrario, pero no era idiota. Lo que afirma es que cada cual tiene que decidir qué parte de su pasado desea mantener presente, es decir, actuando sobre la vida personal, proyectada y elegida. ¿Quiero que el cristianismo forme parte de mi pasado vivo o prefiero tacharlo?

Los dos primeros siglos de nuestra era fueron un intenso y decisivo periodo en la historia de la humanidad. Se produjo el choque entre una religión que venía de Oriente y la cultura griega y romana. Lévi-Strauss dijo en una ocasión que ese viraje fue desdichado para el cristianismo. Estaba destinado a ser una religión oriental, pero se vino a Occidente y se tropezó primero con el racionalismo griego, y después con el tentador poder romano. Es posible que tenga razón, pero lo cierto es que de esa mezcla vivimos todos, y tenemos que saber si aceptamos la herencia sin más, si la rechazamos o si la recibimos a beneficio de inventario. 

  Aunque Marina confunde a veces el valor meramente ético del cristianismo con las cuestiones teológicas (que debemos entender por su contenido simbólico), da demasiada importancia histórica al relato evangélico (que deberíamos considerar como mera “historia mítica”) y, desde luego, no se pronuncia como ateo, su conclusión sobre el significado de la religión en general parece lúcida.

La experiencia religiosa se basa en el reconocimiento de un nivel de realidad que está más allá del significado inmediato de las cosas.

La religión es la experiencia que acompañó desde el principio a la brusca irrupción de la creatividad en el mundo, y sospecho que este nexo es lo que la hace sobrevivir. El estallido de la inteligencia humana ocurrió cuando un peludo animal bípedo comprendió un «signo». Algo presente representaba una cosa ausente. Y manejando signos podía organizar su trato con la realidad y consigo mismo. En ese momento se lanzó a «significar», a convertir en significado la realidad entera. Mantuvo el pasado, recapacitó sobre el presente, imaginó el futuro (…)Lo visto se convirtió en símbolo de lo no visto. El comportamiento comenzó a dirigirse mediante irrealidades inventadas, en vez de mediante estímulos recibidos.

Según Roy Rappaport, que fue presidente de la American Anthropological Association: «En ausencia de lo que según el sentido común llamamos religión, la humanidad no podría haber salido de su condición pre o protohumana.»

   Y partiendo de esta visión moderna del concepto de Religión, como mecanismo simbólico de progreso social a lo largo del tiempo (y, por tanto, de progreso moral), el profesor Marina determina por qué el cristianismo ha fundamentado justamente el progreso humanista que llega hasta nuestros días, en contra de la opinión de Bertrand Russel de que ha sido un obstáculo a éste.

Los dioses modernos -el Dios moderno, porque ese proceso de afinamiento ha llevado al monoteísmo- son, ante todo, perfectos y eso significa «buenos». La idea empezó a emerger, como una aurora universal, seis o siete siglos antes de Cristo.

    Y esto que comenzó a emerger antes de Cristo, se perfecciona después:

El hinduismo o el budismo no se empeñan en convertir razonando, sino conduciendo a la experiencia. Pero el cristianismo había nacido y, sobre todo, quería expandirse en un mundo fascinado por la teoría. No olvidemos que Palestina estaba muy influida por la cultura griega. (…) es seguro que en esos años el judaismo palestino era un judaismo helenístico. 

   Esta conexión entre el pensamiento occidental y el pensamiento oriental se hace evidente por dos características fundamentales del cristianismo: el fomento del pensamiento racional (occidente) y el fomento del comportamiento compasivo (oriente).

Tomás de Aquino (In Ethica, lib. X, lect. 10, núm. 2087): «La actividad más alta entre todas las humanas es la especulación de la verdad […] como el entendimiento es el supremo de nuestros bienes»

La experiencia cristiana gira en torno a la caridad -a la agapé, según el término acuñado por el Nuevo Testamento o para designar la energía amorosa- y a su realización. (El Nuevo Testamento utiliza la palabra agapé, menos usada, posiblemente para librarse de las equivocidades que tiene la palabra «amor».)

  No nos dejemos engañar por el horror de las hogueras de la Inquisición en tanto que brutalidad deshumanizadora y represiva del libre pensamiento: tales reacciones dentro del cristianismo contra su propio espíritu siempre acababan vencidas por la corriente fundamental del racionalismo compasivo que se manifestaba en las inevitables herejías (y/o reformas) y en la conciencia social de los cristianos. Por lo demás, cualquier otra religión, incluida la de los supuestos griegos y romanos “librepensadores”, podía ser tanto o más represiva que  la secta cristiana más intolerante. Fueron los atenienses los que condenaron a muerte a Sócrates por impío, y eran los romanos los que condenaban a quienes no rendían culto a la religión oficial.

  En la descripción del cristianismo podemos constatar lo que tiene de innovador. Razón y compasión aparecen también en el budismo y hinduismo, como ya hemos visto (y aparecen antes), pero no estaban conectadas, y es esta falta de conexión de la compasión en la razón y de la razón en la compasión lo que da lugar a la proverbial pasividad de las religiones orientales, tanto las de la India, como las del Próximo Oriente que giran en torno a las experiencias místicas o “gnosis... algo que afectó transitoriamente al cristianismo sobre todo en sus primeros tiempos, como parte de su evolución.

La «gnosis» era una verdad incompleta. Se había quedado deslumbrada por la iluminación, y dejaba en sordina la realización. La daba por supuesta, como algo de lo que no era necesario hablar. Contemplar los misterios divinos, el amor de Dios, era tan hermoso, limpio y arrebatador, que la sudorosa, esforzada, pesadísima tarea de realizar la caridad, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, consolando al triste, quedaba como algo que había que hacer, pero que no era más que un subproducto inevitable y cutre de aquella manifestación gloriosa. Los grandes padres griegos consideraban que las virtudes humanas son «el sudor de Dios». En cambio, en el modelo «moral» esa actividad es la realización de los misterios divinos, es la única prueba cierta de que se está conociendo realmente algo. Lo demás son, nunca mejor dicho, músicas celestiales.

La revelación de Jesús es que la Verdad es una acción, a saber, la caridad. «Marchad por el camino de la caridad, imitando a Cristo que amó con caridad» (Ef 5, 2). Más aún: la gran Verdad es que Dios es Amor. 

La acción se convierte en el único modo de acceder al conocimiento. 

  El significado del amor cristiano -la realización de esa acción compasiva en particular- ha dado lugar a innumerables controversias acerca de su naturaleza real, aunque es lógico pensar que ya en su momento fue comprendido y aceptado entre las clases populares del Imperio romano, por lo que no debía de ser algo tan difícil de expresar y sentir.

Es cierto que la regla de oro: «Amar al prójimo como a uno mismo», centro del mensaje cristiano, es un precepto presente en muchas religiones y filosofías. Aparentemente en eso consiste el «mandamiento nuevo» de Jesús, que no parece entonces tan nuevo. Pero esto es una torpe interpretación, que olvida lo más peculiar del mensaje cristiano, a saber, que los que cumplen esa norma confiando (ahí aparece la fe) en que la energía del Dios revelada por Jesús está actuando en ellos, conseguirán imposibles. «Lo que para los hombres no es posible, es posible para Dios.» 

  La idea de “futuro”, de consecución de una meta por el esfuerzo racional del hombre virtuoso en creer y actuar según la verdad revelada, es algo muy propio del cristianismo que todavía mueve a muchos creyentes (porque en los ideales éticos, por muy racionales que sean, también se ha de creer… o quedarías condenado a la inacción mientras esperas que aparezca toda la panoplia probatoria). Al creer en el futuro (el Reino de Dios en la Tierra, por ejemplo), el cristianismo crea una fe racional: sabemos lo que queremos, sabemos que hemos de actuar para conseguirlo (obras de misericordia, caridad activa). creemos saber qué hacer para conseguirlo, pero no sabemos cuándo ello tendrá lugar.

Creo que el cristianismo está a punto de cambiar de modelo, aunque tal vez sean las ganas que tengo lo que me hace ser optimista. El modelo «gnóstico», centrado en el credo proclamado, en las construcciones dogmáticas, en la fe como conocimiento, sería sustituido por el modelo «moral», centrado en la agapé,en la imitación de Jesús, en la construcción del Reino de Dios.

  Esta idea de la religión como “moral” en el comportamiento compasivo y activo hacia el semejante nos lleva a la concepción del cristianismo ateo y anarquista que esforzadamente ya postuló el ex sacerdote Ernest Renan en su libro “Vida de Jesús”, de hace siglo y medio.  Y también Renan, como Marina, consideraba que lo más importante del mensaje cristiano no era tanto la doctrina compasiva en sí, sino el personaje trágico que suponía Jesús, que mediante su acción, enseñanza y pasión suponía un modelo de conducta (por cierto que Marina no menciona a Renan…)

El «modelo moral» sirve también para integrar el uso racional de la inteligencia dentro del mundo religioso: no para demostrar los dogmas, que no es posible; no para criticarlos, porque algunas veces tampoco lo es; sino para elaborar los criterios del Reino de Dios. 

   De esa forma, el Reino de Dios se convierte en el paraíso en la tierra como resultado de la práctica de la agapé  (es decir, la práctica de un comportamiento benévolo, activo e intelectualmente sofisticado que, a lo que parece, nos llevaría a una sociedad de plena cooperación). Eso es todo, y eso es muchísimo, porque, en contra de un racionalismo ingenuo, algo así (perfecta cooperación para el bien común) solo puede resultar como producto de un comportamiento que sea individualmente reconfortante, y es ahí donde se han hecho necesarias las complejas fórmulas psicológicas de simbolismos, creencias y condicionantes de todo tipo.

   Tengamos en cuenta que psicológicamente no podemos dejar de ser egoístas y buscar nuestro propio bien. ¿Cómo entonces se espera que nos sacrifiquemos hoy por los demás con la esperanza de recibir nuestra parte del “bien común” mañana? Desde un punto de vista materialista es un problema sin solución en el que los socialistas “científicos” fracasaron estrepitosamente. El problema sólo puede resolverse emocionalmente al ser accesibles ahora mismo, de forma inmediata, determinadas compensaciones de tipo psicológico (no material) que refuercen la conducta plenamente cooperativa (mutuamente altruista, pero no necesariamente recíproca, pues el establecimiento de reglas exactas de reciprocidad es imposible: el altruista no puede ni debe esperar recompensa material).

   Hoy podemos expresarlo más o menos racionalmente (tenemos, por ejemplo, la psicología cognitivo-conductual que nos ayuda a verlo), pero en otras épocas solo podía hacerse de acuerdo con ciertas formulaciones religiosas asentadas mediante la costumbre.

El cristianismo es un modo de comportarse, y no puede consistir más que en la puesta en práctica de la gran creación ética. 

Cuando los cristianos primitivos repiten insistentemente «Dios es amor», tendemos a interpretar esta frase en clave sentimental. Nos equivocamos porque el cristianismo es muy poco patético. Amar no es un sentimiento, sino una acción. Una acción creadora de lo bueno. Cuando se dice en las Escrituras que Dios es amor, no se están refiriendo a un corazón derretido, sino a un comportamiento amoroso, a una actividad. Si a los físicos les costó reconocer que la materia era energía, a los creyentes les puede costar también pensar que Dios es una acción, porque tenemos un pensamiento sustancialista. 

   Quizá sea un tanto equivocado, desde el punto de vista psicológico, rechazar lo puramente sentimental (lo "patético"), porque sin poner atención en los sentimientos no podemos alcanzar reacciones emocionales fiables, y, por lo tanto, no pueden darse las acciones que resultan de ellas.

  A este respecto, es curioso que Marina se fije en algo en apariencia tan banal como los

Consejos dados por San Vicente de Paul a las monjas de la Congregación de Hijas de la Caridad, que había fundado, y que se dedican aún a cuidar a enfermos:  La que esté de turno, preparará la comida, la llevará a los enfermos y, al acercarse a ellos, los saludará alegre y amorosamente (…) después convidará caritativamente al enfermo a comer por el amor de Jesús y de su madre; todo con amor, como si lo hiciera a su propio hijo o, más bien, a Dios, que cuenta como hecho a sí mismo el bien que se hace a los pobres.

    El hecho de que se nos muestre cómo el santo en cuestión remarcaba aspectos conductuales (emocionales y afectivos) de la acción cristiana en sí (saludar "amorosamente", "como si lo hiciera a su propio hijo"…: se trata de instrucciones similares a las que reciben los actores del método Stanislawski, que han de "interiorizar" su papel) hace pensar que, al final, el factor sentimental no es algo que se le haya pasado desapercibido a José Antonio Marina. Y esto, "“patético" o no”, sería perfectamente comprensible para un experto en psicología conductual, pues factores como “"saludar amorosamente"” pueden ser definidos y descritos objetivamente, científicamente (expresión facial, vocabulario, sintaxis, prosodia, lenguaje gestual), y a ellos corresponden efectos emocionales (placenteros por ambas partes) que también pueden ser observados objetivamente… y de los que derivarán secuencias completas de acción estímulo-respuesta, todo ello respaldado por lo que ya sabemos del comportamiento emocional innato y sus capacidades expresivas y comunicativas en el ser humano.

   Ser un “santo” (o una bondadosa monjita) equivale a estar dotado de una serie de resortes emocionales (sentimentales, afectivos) que proporcionan compensaciones inmediatas: hago el bien porque me produce placer: un placer que experimento durante el acto en sí, bien porque refuerza en mi constitución psíquica determinados condicionantes emocionales, bien porque me gratifica el constatar el placer ajeno del que soy causa…, bien porque me asegura mi lugar dentro de una comunidad existente de personas bondadosas (la comunidad de cristianos), o bien porque me hace pensar en las recompensas celestiales que voy a recibir (un recurso más, aunque quizá no el más usado ni el mejor, y hoy en día ya no muy viable).  A partir de poner en marcha mis mecanismos de empatía, disparo las recompensas emotivas consiguientes. ¿Se trata de una “transferencia”?, ¿o de “narcisismo” o autosugestión? ¿O se trata más bien de placeres intelectuales equivalentes a los del arte y la literatura? De cualquier manera, se trata de realidades emocionales propias de una cultura muy elaborada, que no se producen fácilmente y que exigen el control y bloqueo de numerosos instintos primarios obstaculizadores (egoístas, agresivos). Sin embargo, el resultado está siempre claro: fomentar comportamientos que hacen viable la plena confianza y pueden llevarnos a la plena cooperación: solo a partir de ahí es posible el paraíso.

  He aquí la gran solución al problema en apariencia insoluble de cómo sacrificar la obtención de beneficios personales a corto plazo para contribuir al bien común a medio o largo plazo: la utilización y desarrollo mediante métodos psicológicos (que a nivel social serían instituciones culturales) de mecanismos compensatorios  inmediatos (placer) en la ejecución de acciones altruistas. En eso consiste ser cristiano, y por eso hace bien José Antonio Marina en serlo y por eso deberíamos todos serlo.

lunes, 12 de mayo de 2014

"¿Qué es esa cosa llamada ciencia?”, 1999. Alan Chalmers.

   ¿Es la ciencia la nueva religión, como pretenden algunos?

De acuerdo con la tesis más radical que se puede leer en los escritos más recientes de Feyerabend, la ciencia no posee rasgos especiales que la hagan intrínsecamente superior a otras ramas del conocimiento tales como los antiguos mitos o el vudú. El elevado respeto por la ciencia es considerado como la religión moderna, que desempeña un papel similar al que desempeñó el cristianismo en Europa en épocas anteriores.

  Feyerabend, como Popper, Kuhn, Lakatos o el mismo Alan Chalmers, es un filósofo de la ciencia. Un especialista de una disciplina poco conocida incluso para la mayoría de las personas cultas e informadas, cuyo objetivo es, esencialmente, precisar la capacidad de la ciencia para hacernos cognoscible la realidad de la naturaleza que no es directamente observable por los sentidos. Sin embargo, la ciencia no solo es la base del avance tecnológico del cual depende nuestra civilización a nivel económico, sino que también resulta esencial para nuestra misma comprensión de la realidad, nuestra existencia material compartida con el resto de los semejantes, la fuente última de la certeza.

   Se diría que después de abandonar a los brujos, magos y adivinos, nos hemos vuelto hacia los científicos. Einstein (y no Lenin, ni Picasso) fue elegido "persona del siglo XX” por la revista "Time", y los mismos padres que hace quinientos años se mostraban orgullosos de que sus hijos se convirtiesen en sacerdotes (o teólogos), hoy se muestran orgullosos de que sus hijos se conviertan en ingenieros (o científicos).

  La obtención de la certeza, el conocimiento de lo inequívoco, ha pasado, aparentemente, de las experiencias místicas a las experiencias de los sentidos, y de las experiencias de los sentidos a los criterios científicos:

La idea de que el rasgo específico del conocimiento científico es que se deriva de los hechos de la experiencia puede sostenerse sólo en una forma muy cuidadosamente matizada, si es que en verdad puede sostenerse. Tropezaremos con razones para dudar de que los hechos obtenidos en la observación y en la experimentación sean tan directos y seguros como se ha supuesto tradicionalmente.

  El libro de Alan Chalmers no aborda la cuestión de la ciencia social, pues no es la ciencia social el tótem de la certeza científica. Éste tótem se encuentra, sin duda, en los conocimientos físico-matemáticos supuestamente verificados por el procedimiento experimental.

  Ninguna manifestación mágica o milagrosa ha convencido a la sociedad contemporánea, pero Newton, Galileo, Einstein o Planck sí lo han conseguido y aunque solo unos pocos especialistas están dotados de la capacidad de comprender sus complejísimos razonamientos, toda la organización social, de mayor a menor, se apoya indirectamente en este conocimiento último. Son el suelo más firme en el que podemos apoyarnos, y la ciencia social (la comprensión de nuestra propia naturaleza y forma de vida) supondría apenas una bienintencionada imitación de los principios sagrados del conocimiento físico-matemático y sus derivaciones.

  Pero ¿y si resultara que este mismo suelo firme tampoco nos proporciona las garantías que urgentemente necesitamos?

Kuhn vincula el cambio de la adhesión por parte de los científicos de un paradigma a otro alternativo e incompatible con un “cambio de gestalt" o una “conversión religiosa".(…) Un paradigma está constituido por los supuestos teóricos generales, las leyes y las técnicas para su aplicación, que adoptan los miembros de una determinada comunidad científica 

   Durante la segunda mitad del siglo veinte se han desarrollado algunas concepciones acerca de la fiabilidad del conocimiento científico, es decir, acerca de la obtención de las más básicas certezas.

La concepción de Popper de la ciencia se basaba en la idea de que las mejores teorías son aquellas que sobreviven las pruebas más severas. 

Lakatos introdujo los programas de investigación, a mantener o desechar según decisiones convencionales

Kuhn introdujo los paradigmas en lugar de los programas de investigación

Feyerabend lleva hasta el extremo el movimiento de dependencia de la teoría al abandonar la idea de métodos y normas específicos de las ciencias y adhiriéndose a Kuhn en calificar las teorías rivales de inconmensurables. 

Para los bayesianos, las suposiciones teóricas de fondo, que informan el juicio acerca de los méritos de las teorías científicas, son incorporadas mediante las probabilidades previas.

  A todas estas concepciones se les descubrieron incoherencias e insuficiencias. ¿Invalida eso la ciencia? No…, en la medida en que el fracaso de muchas concepciones científicas alienta la búsqueda de la certeza y el constante progreso del conocimiento. Esta visión optimista coincide un tanto con la del falsacionismo de Karl Popper

El falsacionista considera que la ciencia es un conjunto de hipótesis que se proponen a modo de ensayo con el propósito de describir o explicar de un modo preciso el comportamiento de algún aspecto del mundo o universo. Sin embargo, no todas las hipótesis lo consiguen. Hay una condición fundamental que cualquier hipótesis o sistemas de hipótesis debe cumplir si se le ha de dar el estatus de teoría o ley científica. Si ha de formar parte de la ciencia, una hipótesis ha de ser falsable.

Según el falsacionismo, se puede demostrar que algunas teorías son falsas apelando a los resultados de la observación y la experimentación

Una buena ley científica o teoría es falsable justamente porque hace afirmaciones definidas acerca del mundo. (…) Cuanto más afirme una teoría, más oportunidades potenciales habrá de demostrar que el mundo no se comporta de hecho como lo establece la teoría. Una teoría muy buena será aquella que haga afirmaciones de muy amplio alcance acerca del mundo y que, en consecuencia, sea sumamente falsable y resista la falsación todas las veces que se la someta a prueba

El falsacionista exige que se puedan establecer las teorías con la suficiente claridad como para correr el riesgo de ser falsadas.

El concepto de progreso, de desarrollo científico, es fundamental en la concepción falsacionista de la ciencia (…) La física aristotélica tenía éxito en cierta medida. Podía explicar gran variedad de fenómenos. Podía explicar por qué los objetos pesados caen al suelo (porque buscan su lugar natural en el centro del universo), podía explicar la acción de los sifones y bombas de extracción (la explicación se basaba en la imposibilidad del vacío), etc. Pero, finalmente, la física aristotélica fue falsada de diversas maneras. Las piedras arrojadas desde lo alto de un mástil de un barco que se movía uniformemente caían en la cubierta al pie del mástil y no a distancia de él, como predecía la teoría de Aristóteles. Las lunas de Júpiter giraban alrededor de Júpiter; pero no alrededor de la Tierra. Durante el siglo XVII se acumularon montones de falsaciones. Sin embargo, una vez que hubo sido creada y desarrollada la física newtoniana mediante las conjeturas de Galileo y Newton, fue una teoría superior a la de Aristóteles. La teoría de Newton podía explicar la caída de los objetos y el funcionamiento de los sifones y bombas de extracción y podía también explicar los fenómenos que resultaban problemáticos para los aristotélicos. Además, la teoría de Newton podía explicar fenómenos a los que la teoría de Aristóteles no aludía, tales como las correlaciones entre las mareas y la posición de la Luna, y la variación en la fuerza de la gravedad con la altura por encima del nivel del mar. Durante dos siglos, la teoría de Newton se vio coronada por el éxito. (…)La teoría de Newton fue falsada de diversas maneras. No fue capaz de explicar los detalles de la órbita del planeta Mercurio ni la masa variable de los electrones de rápido movimiento en un tubo de descarga. (…)Einstein fue capaz de responder al reto. Su teoría de la relatividad pudo explicar los fenómenos que falsaron la teoría de Newton, al tiempo que competía con la teoría newtoniana en las áreas en que ésta había triunfado (…)La falsación de la teoría de Einstein sigue siendo un desafío para los físicos modernos. Su éxito, si se produjera finalmente, marcaría un nuevo paso adelante en el progreso de la física. 

  El problema viene cuando tenemos en cuenta que tal vez las teorías científicas mismas dependen no del mundo cierto de la experimentación, sino de las concepciones culturales dentro de las cuales han surgido.

Según Popper, la astrología no es una ciencia porque es infalsable. Kuhn señala que esto es inadecuado porque la astrología era (y es) falsable. En los siglos XVI y XVII, cuando la astrología era “respetable", los astrólogos hacían predicciones comprobables, muchas de las cuales resultaron falsas. Las teorías científicas también hacen predicciones que resultan ser falsas. La diferencia, según Kuhn, consiste en que la ciencia es capaz de aprender constructivamente de las "falsaciones", mientras que la astrología no. Para Kuhn, existe en la ciencia normal una tradición de resolver problemas que faltaba en la astrología

   Hoy sabemos que las convenciones culturales son desechadas por las generaciones futuras, pero aun así aspiramos a un conocimiento inequívoco, objetivo: ése es el propósito de la ciencia, y de ahí viene su prestigio. Considerar que la certidumbre que procede del estudio científico no es otra cosa que la acomodación a un determinado paradigma cultural, que será ineludiblemente borrado con el paso del tiempo, devalúa en apariencia el valor sagrado de la ciencia.

Kuhn se dio cuenta de que las concepciones tradicionales de la ciencia, ya fueran inductivistas o falsacionistas, no resistían una comparación con las pruebas históricas. (…)Una revolución supone el abandono de una estructura teórica y su reemplazo por otra incompatible con la anterior

La imagen que tiene Kuhn de cómo progresa una ciencia se muestra mediante el siguiente esquema abierto: preciencia - ciencia normal - crisis - revolución - nueva ciencia normal - nueva crisis (…)Según Kuhn, la preciencia se caracteriza por el total desacuerdo y el constante debate de lo fundamental, de manera que es imposible abordar el trabajo detallado, profundo. 

La alternativa de Kuhn al progreso acumulativo, que es la característica de las concepciones inductivistas de la ciencia, es el progreso a través de las revoluciones

  La revolución implica la pérdida de la certeza en la concepción anterior, es decir, la pérdida de la fe. Puede parecer que para el individuo normal y corriente cambiar a Newton por Einstein no supone un acontecimiento relevante, pues la vida humana transcurre en el ámbito del entorno social, no en el de la alta tecnología, pero lo que sucede en el ámbito de las ciencias más sofisticadas se refleja en el ámbito de las ciencias sociales, pues éstas se alimentan del prestigio de ésta y tienen que imitar sus patrones lógicos.

El falsacionista mantiene que algunas teorías pasan de hecho como teorías científicas sólo porque no son falsables y deberían ser rechazadas, aunque superficialmente pueda parecer que poseen las características de las buenas teorías científicas. Popper ha afirmado que al menos algunas versiones de la teoría de la historia de Marx, el psicoanálisis freudiano y la psicología adleriana adolecen de este fallo

  Descartar a cierto tipo de ciencias sociales ya supondría una ayuda, pero la utilización de modelos matemáticos en lo referente al comportamiento económico o las promesas de control del comportamiento antisocial mediante avances en la neurofisiología, en tanto que permite a los partidarios del statu quo el arrogarse del prestigio de la ciencia ya es relevante a la hora de paralizar nuevos cambios sociales posibles. ¿Por qué va a ser diferente el que se otorgue hoy el Premio Nobel a los economistas a que hace cinco siglos se honrase a los astrólogos en las cortes de los reyes? Si ni siquiera Newton era lo suficientemente riguroso, ¿por qué somos tan condescendientes con los científicos sociales?

   El mismo prestigio de la ciencia nos ha llevado a ver de forma caricaturizada la derrota de los paradigmas anteriores por la brillantez de los científicos "auténticos"

Los adversarios de Galileo que cuestionaban sus descubrimientos no eran todos reaccionarios testarudos y estúpidos. Las justificaciones estaban por venir y fueron cada vez más adecuadas, a medida que se construían telescopios cada vez mejores y que se desarrollaban las teorías ópticas acerca de su funcionamiento. Pero todo esto llevó tiempo.

En 1543, los argumentos basados en la simplicidad matemática que se aducían a favor de Copérnico no podían ser considerados como contrapeso adecuado a los argumentos mecánicos y astronómicos que se esgrimían en contra de él. No obstante, un cierto número de filósofos de la naturaleza matemáticamente capaces se sintieron atraídos por el sistema copernicano y sus esfuerzos por defenderlo tuvieron cada vez más éxito en los años siguientes. 

  Si los críticos a Copérnico y Galileo no eran estúpidos, y los primeros seguidores de las nuevas teorías es probable que no fuesen más que unos afortunados que acabaron teniendo éxito al dejarse llevar por su primera impresión y constatar finalmente que las pruebas confirmaban sus sospechas, de la misma forma, las concepciones actuales que tanta certeza nos producen no son inamovibles y las concepciones revolucionarias que surjan pueden ser en un principio indemostrables pero no por eso se seguirán juzgando como desacertadas en el futuro. Debemos ser conscientes de la paradoja de que, mientras que el valor que la sociedad da a la ciencia tiene que ver con su autoridad inatacable, con su neutral honestidad, al mismo tiempo la evidencia nos muestra que esta autoridad requiere de ser atacada por la misma naturaleza del proceso científico. Necesitamos de certeza para actuar, pero esta certeza, en último término, es ilusoria.

Kuhn reconoce que los paradigmas siempre encontrarán dificultades. Siempre habrá anomalías. (…)Se considerará que una anomalía es particularmente grave si se juzga que afecta a los propios fundamentos de un paradigma (…)Una vez que un paradigma ha sido debilitado y socavado basta el punto de que sus defensores pierden su confianza en él, ha llegado el momento de la revolución.

  No es en el fondo muy diferente a lo que sucedía con el cristianismo. En teoría, la fe había de bastar, pero la humanidad del mundo grecorromano jamás se hubiera satisfecho con la mera creencia indemostrable, lo que dio lugar a que se prestigiara la teología como forma de conocimiento de aquello para lo que, en teoría, había de bastarnos con la fe. Al prestigiarse a los “doctores de la Iglesia” (los San Agustín y Santo Tomás de Aquino) se había abierto la caja de Pandora de todas las herejías que siguieron como consecuencia de pretender hacer compatible fe y razón. En ese sentido, el ateísmo puede ser tan religioso como el teísmo, ya que se origina del mismo proceso de búsqueda de la certeza y se basa en el mismo efecto emocional que la certeza nos proporciona.

   No parece, sin embargo, tan paradójico si consideramos la aplicación de la ciencia a la tecnología. El que la concepción de Newton fuera falsada no impidió el descubrimiento de la electricidad y sus aplicaciones tecnológicas, basadas en principios físico-matemáticos que luego han sido superados, de la misma forma que la derrota de la fe en lo sobrenatural no ha supuesto la derrota de la democracia que se basaba en la idea de que “todos hemos sido creados iguales por Dios”

Fueron necesarios doscientos años de esfuerzos minuciosos dentro del paradigma newtoniano y cien años de trabajo dentro de las teorías de la electricidad y el magnetismo para que se revelaran los problemas que Einstein había de reconocer y resolver con su teoría de la relatividad. 

Cualquier rama del cristianismo que insista en tomar la Biblia al pie de la letra es falsable. La afirmación en el Génesis de que Dios creó los mares y los colmó de peces se falsaría si no hubiera ningún mar y/o pez. El propio Popper observa que la teoría freudiana, por cuanto interpreta los sueños como deseos, se enfrenta a la amenaza de falsación por las pesadillas.

Una revolución no implica una mera modificación de las leyes generales, sino también un cambio en la manera como es percibido el mundo y un cambio en las normas en que se apoya una valoración de una teoría.(…) La teoría aristotélica suponía un universo finito que formaba un sistema en el que cada cosa tenía su lugar y su función; un detalle importante era la distinción entre lo celestial y lo terrestre.

   Pero ¿es acertado seguir otorgando tanto prestigio a la ciencia?, ¿existen principios fundamentales o generales de la concepción científica del conocimiento?, ¿podemos tener certeza, a pesar de la evidencia de que ésta ha de coexistir con la incertidumbre de que puede ser echada abajo y que, hasta entonces, debemos conformarnos con la fe?

Supongamos que tratamos de formular ciertos principios generales a los que podríamos esperar que se adhirieran desde Aristóteles hasta Stephen Hawking. Supongamos que el resultado es algo parecido a “tómense en serio los argumentos y las pruebas disponibles y no se persiga un tipo de conocimiento, o nivel de confirmación, que esté más allá del alcance de los métodos a la mano". (...) Llamemos a esto la versión del sentido común del método científico. 

  Y lo que pasa con el "“sentido común"” es que

existe una distinción que da el sentido común entre, digamos, el propósito de mejorar el conocimiento de cómo se combinan los elementos químicos y el de mejorar la posición social de los químicos profesionales.

  Si esto sucede con los químicos profesionales, tanto más puede suceder con los científicos sociales. Y sin embargo, son científicos los que han creado las condiciones dentro de las cuales los químicos llevan a cabo sus descubrimientos. No han sido científicos quienes han creado las condiciones dentro de las cuales los filósofos o sociólogos llevan a cabo sus descubrimientos.

  La naturaleza, para el químico, se atiene a una sistematización objetiva que permite el trabajo experimental, mientras que para el filósofo, el psicólogo, el moralista o el economista “la naturaleza” son las convenciones culturales heredadas que afectan al mismo observador tanto como a la realidad observada.… Solo el antropólogo está más cerca del sentido común”, porque debe concebir la “naturaleza humana” como un conjunto de rasgos de comportamiento (instintivos) que pueden ser sistematizados con independencia de las convenciones culturales de su tiempo. Sin embargo, el antropólogo hoy sigue siendo poco más que un etnógrafo, que recopila datos que luego no puede utilizar para el trabajo experimental.

  La filosofía de la ciencia también puede sugerirnos estrategias a este respecto:

Si se considera el progreso científico como la acumulación del conocimiento experimental, se puede entonces restablecer la idea de progreso acumulativo en la ciencia, sin la amenaza de las afirmaciones de que existen las revoluciones científicas que implican cambios en las grandes teorías.

   Al final, las grandes teorías se hacen inevitables porque la naturaleza psicológica del ser humano es simbólica, se basa en la elaboración de patrones significativos.

Si bien es cierto que los propios científicos son en cuanto practicantes los más capaces de conducir la ciencia y no necesitan el consejo de los filósofos, los científicos no son particularmente expertos en distanciarse de su trabajo y describir y caracterizar la naturaleza de dicho trabajo. Los científicos son especialmente buenos a la hora de hacer progreso científico, pero no en articular en qué consiste ese progreso.

lunes, 5 de mayo de 2014

“Anatomía de la agresividad humana”, 2001. Adolf Tobeña

  El catedrático de psicología Adolf Tobeña es el autor de este magnífico compendio de las teorías sobre la agresividad humana. Su conclusión no solo resulta pesimista acerca de que la violencia humana es innata, sino que se atreve incluso a ser políticamente incorrecto

Declaración de la UNESCO de la reunión de especialistas en la agresividad en el año 1986: “las afirmaciones sobre la existencia de un cerebro violento son científicamente incorrectas”. Una proclamación de ese calado desautoriza de entrada la excursión que me propongo realizar.

  Porque Tobeña, y los autores de los que se documenta, caen claramente en la categoría de “hobbesianos”, es decir, aquellos que, como el filósofo político del siglo XVII Thomas Hobbes, consideran que la naturaleza del ser humano es violenta y que solo la autoridad política, al organizar el monopolio de la fuerza, nos garantiza una disminución gradual de esta espontánea conflictividad antisocial del "todos contra todos".

La evidencia es, pues, radicalmente antirousseauniana: por regla general, la sociedad atempera, domestica y encauza a los “buenos salvajes”. Si no fuera así, estaríamos permanentemente enzarzados en una guerra abierta.

 Más todavía:

En términos estrictos, libertad y fraternidad son nociones antitéticas

  Al pronunciarse como  "hobbesiano". tiene forzosamente que enfrentarse al punto de vista opuesto, el  "rousseauniano".

La vieja teoría del “buen salvaje” con ropajes retocados: la violencia tendría su origen último en los desajustes económicos de las sociedades no equitativas, y el carburante que iría nutriendo de manera perenne el ciclo violento sería, en definitiva, la imitación de estilos agresivos que tienen una presencia manifiesta para mantener el statu quo social.  (…) No han conseguido explicar la mayor parte de los brotes agresivos que generan sufrimiento en los humanos actuales. Ni de los que generaron sufrimientos, en su día, en las míticas –e inexistentes- sociedades de buenos salvajes.

  De ahí las conclusiones pesimistas:

Ya no hay argumentos para insistir en la condición primariamente benigna de la naturaleza de los humanos. 

La base de la perenne deriva humana hacia la agresividad y la violencia hay que buscarla en la naturaleza combativa de la especie

La maquinaria neurocognitiva al servicio de la malignidad está fuertemente enraizada en el entramado de la naturaleza competitiva de los humanos.

Los brotes de agresividad y los episodios de violencia entre individuos o entre grupos surgen por dos razones primordiales: disensiones sobre un bien singularmente apreciado (alimento, territorio, sexo) o sobre el estatus social.

   La evidencia de que los seres humanos somos agresivos se encontraría en la recopilación de datos: tanto los obtenidos de nuestra sociedad convencional como los obtenidos de los registros históricos del pasado, o bien los obtenidos por los antropólogos que han estudiado las civilizaciones aisladas de “pueblos primitivos (aquellas más semejantes a las de nuestros antepasados que a lo largo de cientos de miles de años crearon nuestra herencia genética común)”.  Incluso podemos contar los datos que se refieren a nuestros primos, los grandes simios. Todos en el mismo sentido de agresividad humana (o "prehumana") constantemente observada.

  Ahora bien, al recopilarse estos datos, también aparecen otros que nos permiten alguna esperanza.

El hombre y la mujer son animales con un enorme potencial para la afiliación cooperativa, para la vecindad armoniosa y para el afecto generoso y sacrificado. Eso es innegable.

La compasión ante el padecimiento ajeno, así como el remordimiento por el daño ocasionado –deliberada o inadvertidamente- al prójimo, son reacciones afectivas (suelen recibir el nombre de “emociones sociales”) que aparecen de manera muy temprana en las criaturas humanas.

 Por lo tanto, está justificadísimo que estudiosos eminentes se dediquen a determinar qué factores hacen que, según los casos, puedan predominar las conductas agresivas o las cooperativas. El hecho es que la agresividad no se manifiesta igual en todas las culturas. Más aún, es evidente que, con la evolución social, la agresividad está disminuyendo. ¿Cómo sucede esto? ¿Podemos hacer que disminuya aún más, que disminuya hasta la total desaparición de la agresividad humana?

Me propongo discutir los conocimientos que se han acumulado hasta ahora sobre los resortes combativos y los benignos (conciliatorios, compasivos) que cohabitan en el cerebro de los humanos. 

Incluso en animales ha sido posible  demostrar que las conductas agresivas son maleables y pueden potenciarse o reducirse como consecuencia de fenómenos de aprendizaje.

 ¿Qué se ha averiguado hasta la fecha? Pues, por ejemplo:

La conducta agresiva es esporádica y circunscrita. Los animales y los humanos no pueden andar luchando y lastimándose continua e indefinidamente: no han sido diseñados para eso. (…) Pero hay individuos, no obstante, que emiten salidas agresivas con gran frecuencia.

Los estudios con animales no dejan lugar a dudas: la propensión combativa surge, en primera instancia, a partir de influencias heredadas. (…) La evidencia sobre la heredabilidad de los rasgos del carácter que se asocian a la agresividad es abundante. La impulsividad, la baja percepción de riesgo y la búsqueda de sensaciones excitantes son rasgos temperamentales asociados a la combatividad y muestran una carga genética que oscila entre el cuarenta y el cincuenta y cinco por ciento

   Hablar de porcentajes siempre es arriesgado, pero sirve para ayudarnos a comprender que tenemos que enfrentarnos a graves obstáculos a la hora de actuar sobre la agresividad humana debido a que nos estaríamos enfrentando a una tendencia innata que recibimos en mayor o menor medida de la herencia. Y aun así, eso no quiere decir que sea incorregible siempre, ni siquiera en los peores casos. Pero tenemos que aceptar la dificultad.

  No hemos de olvidar, por si acaso, que, hoy por hoy, la agresividad humana no sirve para nada: en nuestra forma de vida actual, que promueve la confianza y la cooperación, la agresividad es un lastre social, tanto como pueden serlo el machismo o las supersticiones. La prueba de ello es que consideramos más exitosas aquellas sociedades donde coinciden tanto la menor violencia, como el menor machismo y el menor porcentaje de creyentes en lo sobrenatural. Y de todos estos lastres sociales, todos ellos con su origen en la naturaleza instintiva del ser humano, el peor de todos es la agresividad, sin la cual, de hecho, tanto el machismo o la creencia en lo sobrenatural quedarían como problemas menores.

  Siendo, pues, la agresividad un problema humano tan antiguo y trascendente (con mucha probabilidad, “el problema humano” por antonomasia), vemos que la psicología no evalúa las situaciones conflictivas de forma muy diferente a como lo ha hecho la cultura tradicional: siempre se ha pensado que algunos individuos poseen mayor agresividad “por su naturaleza”, y que ésta en buena parte puede tener por origen la herencia familiar.

 Y que estos individuos que obran deliberadamente de forma agresiva, maligna, lo hacen simplemente porque

 los dispositivos neurales de la agresión ofensiva se entrelazan con los de la recompensa fisiológica. Hay un potencial de gratificación intrínseca en las agresiones. (…) Someter, ridiculizar y humillar a los demás da gozo (en mayor o menor grado) a muchísima gente. Téngase en cuenta que el procedimiento más sencillo y efectivo para suscitar la carcajada es la parodia ajena, y buena parte de los chistes y algunos géneros de comedia se basan en ello. (…) Su raíz primaria hay que buscarla en ese resorte endógeno.

   Este comportamiento agresivo estaría también adaptado al medio social, es decir, a la ejecución dentro de un medio social determinado, con predadores y víctimas.

Los individuos que emiten señales de fragilidad, vulnerabilidad o aprensión ante las amenazas ajenas están en una situación muy desventajosa. (…) Lo notan (…) de manera muy particular los predadores sociales. (…) Estas diferencias de fuerza y de talante son determinantes básicos en los envites sociales. Todo ello supone una descripción muy descarnada del juego vital, pero los datos indican que esos factores siguen plenamente activos en el aprendizaje de la agresividad (...) a pesar de la presión civilizadora que tiende a benignizar la competición social. 

   Otra de las cosas que averiguamos, y que, en general, vienen avaladas por la cultura tradicional (sobre todo –atención- en la civilización occidental), es que los varones son mucho más agresivos y peligrosos que las mujeres. Así es, y científicamente ya no hay mucho que discutir al respecto.

La evidencia es masiva y flagrante: una gran proporción de machos humanos sabe disfrutar con el ejercicio de la dominancia, de la agresividad y de la violencia. Existe un amplio abanico de gratificaciones asociadas a la victoria en las disputas sociales. Se obtiene no solo el objetivo o el botín deseado (y eso solo ya dispara recompensas inmediatas en los sistemas neurales de placer), sino la derrota y la sumisión subsiguiente de los vencidos. Y pocas cosas hay más satisfactorias en la competición social. 

La proclividad y la preponderancia masculina en el uso de la violencia es el resultado primariamente de los avatares de la lucha por la supervivencia y el éxito reproductor, que han ido modulando los dispositivos neuroendocrinos de los dos sexos, así como sus rasgos temperamentales y su conducta a lo largo de la historia evolutiva. 

   Así que ya sabemos varias cosas: que las tendencias agresivas son en parte (solo en parte, por supuesto) innatas, hereditarias; que las civilizaciones más avanzadas reprimen más la agresividad que las civilizaciones primitivas; y que los varones son porcentualmente más agresivos que las mujeres.

  Otra cosa más que podemos saber, en este caso apartándonos un poco del innatismo, pero no contradiciéndolo, sino complementándolo:

Los datos que se han acumulado en los últimos años sobre la mayor propensión agresiva en las criaturas humanas que han sufrido abandono o malos tratos infantiles, o que han vivido en ambientes familiares con una gran presencia coercitiva (con multitud de oportunidades para aprender estrategias agresivas), son cada vez más consistentes. 

  Esto, dentro de lo que cabe, ya supone una buena noticia: significa que podemos prevenir en buena medida la agresividad mejorando el entorno familiar de los niños. No todos los individuos agresivos, por supuesto, lo son solo por la herencia.

  Y tenemos otras noticias buenas:

La empatía, la amabilidad y la afectividad (rasgos antiagresivos) también presentan heredabilidades. 

  Incluso encontramos aquí una palabra útil: "antiagresividad", "rasgos antiagresivos". Puesto que se trata de una realidad desde el punto de vista científico, bien podemos ponerle nombre. Y hablando de nombres...

En la población masculina hay entre un tres y un cuatro por ciento de “sociópatas”: individuos que transgreden las normas sociales de manera sistemática y que usan con gran frecuencia estrategias dañinas u ostentosamente lesivas para el prójimo. En cambio, la misma catalogación entre mujeres no alcanza ni de lejos el uno por ciento

 Sociópatas y psicópatas -–en la práctica, el término se refiere más o menos al mismo tipo de comportamientos antisociales- nos son muy conocidos por el mundo del espectáculo (hemos aprendido una palabra útil, por tanto). Ahora bien, ¿y el porcentaje opuesto, de personas cooperativas, compasivas, altruistas y benignas? Estadísticamente son tan reales como los otros (todas las tendencias humanas tienen sus opuestos, sus porcentajes, sus gráficos)… pero no tienen nombre (el psicólogo Simon Baron-Cohen ha mencionado recientemente la expresión "personas superempáticas"). ¿No es significativo este hecho?, ¿no dice algo acerca de los problemas culturales y sociales a los que nos enfrentamos el hecho de que, hoy por hoy, las pautas de conducta antiagresiva apenas merecen interés científico?

  En cualquier caso, dentro del mundo de la antiagresividad, también podemos contar con algunas verdades útiles:

El inhibidor más potente de la agresión es la conducta inmediata de los individuos que rodean al agresor.

Existen en el cerebro afectivo numerosos dispositivos para modular la agresividad

 Así que se diría que un buen entorno familiar, dar afecto a través de la conducta inmediata de los individuos que rodean al agresor, tener en cuenta que algunas personas son intuitivamente más agresivas que otras (sobre todo entre los varones) y un buen control civilizatorio (educación, policías, jueces) parecen constituir la receta adecuada que disminuya la agresividad en nuestra forma de vida actual. De ello, cada cual saca sus conclusiones.

El trabajo de los gendarmes, de los tribunales de justicia, de los funcionarios de prisiones y de los psiquiatras y psicólogos especializados en violencia y criminalidad está asegurado durante muchísimo tiempo. 

  Sin embargo, en el lúcido y muy completo trabajo del profesor Tobeña también encontramos incoherencias.

  Por ejemplo, para muchos lectores será uno de los mejores hallazgos en este libro la refutación de la idea popular de que la catarsis –-el desencadenante controlado y aparentemente inocuo de la agresividad, como sucede en los deportes competitivos- ayuda a desahogar los malos instintos.

La catarsis es gratificante porque el ataque nervioso va ligado al placer. Por consiguiente, la proclividad agresiva aumenta –no disminuye- con las descargas catárticas. 

  Si la catarsis es contraproducente, a pesar de que popularmente se considera lo contrario, podría ser también que los castigos y la penalización de la conducta agresiva (gendarmes y funcionarios de prisiones), en contra de la idea popular, también resulten contraproducentes. Porque el hecho es que las sociedades donde más se penaliza al agresor no son las menos agresivas. Lo que ha dado lugar a este punto de vista:

El castigo, se decía, solo sirve para aprender conductas agresivas mediante el contagio emulador. Como estas estrategias obtienen rendimientos a corto plazo, se instauran con suma facilidad. De ahí vendrían todos los problemas sociales: de fundamentar la educación en estrategias coercitivas de eficacia discutible y con efectos colaterales reverberantes.

  Algo en lo que el profesor Tobeña no cree mucho ya que considera que existen

dispositivos endógenos para procesar [el] castigo que alguna función deben cumplir si tienen una representación específica en el universo neural. Lo más probable es que estén ahí para modelar propensiones y prefigurar comportamientos. 

  Pero parece que el profesor Tobeña olvida que en la naturaleza humana existen numerosos dispositivos endógenos que también se diría que "alguna función deben cumplir si tienen una representación específica en el universo neural". Si nos mantenemos en la falacia de que todos los dispositivos instintivos del ser humano deben permanecer porque "alguna función deben cumplir" entonces nos hemos cargado la civilización, la cual consiste, obviamente, en “podar” la naturaleza instintual humana, eliminando (o más bien reprimiendo) ciertos impulsos que alguna función debieron cumplir EN SU MOMENTO y estimulando otros que en el actual estado civilizatorio nos serían más convenientes.

   El castigo existe en nuestra naturaleza instintual, muy probablemente… tanto como existe la agresión. Pero si no tenemos agresión, no necesitamos ya el castigo y éste cumpliría entonces, en efecto, el contraproducente "contagio emulador" ya mencionado. Por eso se han eliminado los castigos corporales a los niños, por ejemplo, y esta erradicación de algo que en su momento  "alguna función debió cumplir" no parece que haya sido un desacierto.

   De hecho, ya hemos hablado de dispositivos endógenos que han dejado de ser socialmente útiles, como es el caso de la tendencia innata del ser humano a precipitarse en hallar relaciones causales (lo que ha dado lugar a las supersticiones y creencias en lo sobrenatural) o el deseo sexual incontrolado del hombre por la mujer.

Las agresiones sexuales a las mujeres son un fenómeno frecuente en todas las culturas.

  Podemos añadir la conflictividad intergrupal (el nacionalismo, hoy)

Los guiones doctrinales de orden superior (religiones, ideologías y sistemas de creencias de todo tipo) funcionan como agendas superpuestas a las demarcaciones grupales más primarias (lengua, territorialidad, rituales compartidos), que mantienen despierta la disposición a la conflictividad intergrupal mediante la perpetuación de fronteras interiores.

  En suma, que es contradictorio que por una parte se señalen los impulsos agresivos y/ o irracionales en el ser humano que hemos de controlar por ser hoy contraproducentes, y por otra aceptar algunos de  ellos a la ligera porque en su momento "alguna función debían cumplir".

   Adolf Tobeña, aunque descarta la catarsis, ni descarta los castigos sistemáticos, ni descarta las pautas instintuales agresivas irracionales como las de tipo intergrupal, ni acepta la evidencia de que en la civilización actual hay controles no punitivos a la agresividad de tipo cultural que ya están funcionando debido a que en tiempos recientes se han dado cambios culturales que execran socialmente la agresividad. Por eso, las soluciones que propugna el autor son decepcionantemente conservadoras, pues no ponen en cuestión el entorno social que tolera la agresividad.

La modulación neuroquímica de la agresividad tenderá a ser individualizada y altamente selectiva, aunque muy relevante para aliviar sufrimientos no solo de las víctimas, sino en muchos casos de los propios agresores. Sin embargo, para la mayor parte de las fricciones y litigios corrientes, las tecnologías cada vez más refinadas de control social ordinario serán más que suficientes para generar equilibrios satisfactorios. (…) Hay que añadir ahí el progresivo refinamiento de las técnicas psicológicas dedicadas al aprendizaje del autocontrol de los impulsos y el entrenamiento en habilidades aplicables a la resolución de conflictos. 

El factor a contar para el futuro es la ciencia, y muy especialmente la biología.

  El factor decisivo que ha permitido la disminución gradual de la agresividad en el ser humano (no de sus tendencias instintivas, que éstas no pueden cambiarse) no ha sido ni el desarrollo de las ciencias biológicas (modulación neuroquímica de la agresividad), ni tampoco el “control social ordinario” (completamente distinto en nuestra época de cómo era en épocas pasadas), sino las tendencias de control cultural dentro de la sociedad en la que vivimos y que equivaldría a lo que se ha denominado “Proceso civilizatorio” (estrategias psicológicas que promueven el autocontrol de la agresividad… a nivel de pautas sociales de conducta: un método diferente al del control punitivo).

   El profesor Tobeña parece más acertado cuando menciona “el progresivo refinamiento de las técnicas psicológicas dedicadas al aprendizaje del autocontrol de los impulsos y el entrenamiento en habilidades aplicables a la resolución de conflictos”… pero estas técnicas psicológicas están formadas culturalmente (ideas como el perdón o la compasión, por ejemplo) y no las han inventado los científicos.

  Lo que sí podrían hacer tal vez un día los científicos es cooperar de forma efectiva en la elaboración de estrategias que promuevan pautas culturales antiagresivas futuras. Eso es quizá lo que queda por hacer, y de momento, no lo está haciendo nadie.