viernes, 15 de junio de 2018

“No violencia”, 2010. Domenico Losurdo

  El profesor Domenico Losurdo aborda en su libro la cuestión de las estrategias políticas no violentas. Aunque no se trata de un estudio en profundidad del pacifismo y la no violencia como filosofía, ni de una especulación sobre las posibilidades de la no violencia en el cambio social, sí nos aporta una perspectiva valiosa sobre cómo los estudiosos políticos entienden este fenómeno y su evolución.

  La no violencia política podemos verla desde el punto de vista del antibelicismo entre estados tanto como desde el punto de vista de la lucha política dentro de los estados. Pero el punto de vista filosófico más profundo de la no violencia (no política...) es el que implica a toda la base moral del comportamiento.

En 1905, mientras tenía lugar la revolución que estaba sacudiendo la autocracia zarista en Rusia, Tolstói aventuró una profecía: “ha pasado ya el tiempo de la revolución violenta”. Un ciclo había terminado y otro había comenzado en el cual la transformación radical de la sociedad sucedería por medios pacíficos. Apenas hace falta decir que los subsecuentes desarrollos de la situación, en Rusia y en cualquier otra parte, demostraron radicalmente la falsedad de esta profecía. 

Lenin criticó las ideas “tolstoianas” como una expresión de la “abstención de la política” y una retirada privada exclusivamente hacia la autoperfección moral

    También tuvieron lugar por aquellos tiempos muchas otras profecías que no se cumplieron o que se cumplirían más adelante, y desde luego que es acertado considerar que el pacifismo de Tolstói se abstenía de la política y se centraba exclusivamente en la autoperfección moral (como fundamento de la mejora del comportamiento humano). En cualquier caso, el profesor Losurdo no profundiza en una diferencia radical entre el profeta pacifista León Tolstói  y los mucho más conocidos Gandhi y King, y es que Tolstói, que buscaba la paz universal por el perfeccionamiento moral en el sentido cristiano, no defendía la aplicación de las protestas no violentas a la lucha política, sino que desarrollaba la lógica de que si el individuo era capaz de controlar la violencia en su vida privada (que implica, naturalmente, las relaciones humanas), por ende desaparecerían también todas las demás manifestaciones de violencia social. Al fin y al cabo, el iletrado hombre primitivo es capaz de evolucionar hacia la ciencia y la tecnología, por lo que no puede descartarse que la humanidad en su conjunto evolucione hacia la no violencia, tal como señala el ideal de las religiones más moralistas.

  De hecho, si no existiese en muchas tradiciones religiosas la idea de santidad, la del individuo sabio, cooperativo y benevolente que controla por completo su agresividad y supone un ejemplo para toda persona en busca de la perfección, entonces tampoco determinados políticos que los imitaron y que usaron tácticas no violentas habrían alcanzado el carisma y la capacidad de influir en la sociedad por los que fueron mundialmente celebrados. Y es ese el asunto que interesa en este libro.

  El primer caso de celebridad en la práctica de la no violencia política es el de Gandhi a lo largo de su campaña en defensa de los derechos de los indios y de la independencia de la India. Ahora bien, la cuestión es que poner la no violencia al servicio de las metas políticas (metas que pueden ser defendidas por otros muchos medios) implica un cierto distanciamiento del perfeccionismo moral. El profesor Losurdo recuerda que ni Gandhi era pacifista en todo, ni tampoco su ideal de benevolencia y defensa de la dignidad abarcaba a todo el mundo. Así, durante sus primeras acciones no violentas en defensa de la minoría india en Sudáfrica llegó a decir que

se comete una grave injusticia cuando “el indio es rebajado a la posición de un mero cafre [negro africano]

  Durante las dos guerras mundiales, Gandhi apoyó determinadas acciones armadas. En la primera guerra mundial animó a las tropas indias a combatir del lado del Imperio Británico a fin de obtener a cambio, tras la guerra, un régimen de autogobierno, y en la segunda se mostró comprensivo con los desertores indios que lucharon del lado japonés.

  Pero quizá eso no es lo peor de todo, pues Gandhi en todo momento mostró sus simpatías por la vida militar y, en general, por los valores masculinos cuya más evidente manifestación es la violencia organizada.

No se puede enseñar no violencia a un hombre que no puede matar

Un hombre que va al frente de batalla ha de entrenarse para soportar duras pruebas. Está obligado a cultivar el hábito de vivir en camaradería con gran número de hombres (…) Para la comunidad india, ir al campo de batalla debería ser fácil; porque tanto musulmanes como hindúes somos hombres con una profunda fe en Dios. Tenemos un mayor sentido del deber, y debería ser más fácil para nosotros el alistarnos.

   La amenaza de que no fuese así le preocupaba gravemente…

La dominación colonial ha afeminado a los indios: “la India es menos masculina bajo el mandato británico de lo que nunca lo ha sido antes”; el pueblo ha sido “sistemáticamente emasculado”

  Sin llegar a esos extremos, Martin Luther King tampoco defendió un pacifismo integral como Tolstói

“Creo firmemente en la no violencia, pero, al mismo tiempo, no soy un anarquista. Creo en el uso inteligente de la fuerza policial”

  Finalmente, el profesor Losurdo destaca otras muchas inconsistencias en el pacifismo a lo largo de la historia. Tanto el jainismo de la India como el lamaísmo tibetano aceptaban la violencia justificada ejercida por las autoridades (como también hace Pablo en el Nuevo Testamento), y los primeros pacifistas norteamericanos, muchos de ellos vinculados fuertemente con el movimiento contra la esclavitud, acabaron aceptando la guerra justa, y particularmente la participación en la guerra civil que se hizo en buena parte para liberar a los esclavos. Por lo tanto, queda claro que el pacifismo político es inconsistente. No se analiza la cuestión de un pacifismo universal mediante el perfeccionamiento moral (a lo Tolstói)… aunque se insinúa que el autor se adhiere al lugar común de su inviabilidad.

  Con todo, y sin que se llegue a analizar el pacifismo como fenómeno moral y cultural evolutivo, tampoco en este libro se olvidan ciertas críticas que serían de aplicación también al pacifismo “integral”. Por ejemplo, una acusación que siempre se ha hecho a los moralistas no violentos es la de haber fomentado el conflicto mediante una agresividad indirecta. Un ejemplo sería el de los antiesclavistas no violentos de la Norteamérica del siglo XIX

Al describir la institución de la esclavitud y a los propietarios de esclavos en los términos más sombríos, acabaron por alimentar la tormenta que llevó al enfrentamiento entre el norte y el sur, y la revolución abolicionista. Ha sido legítimamente observado que Garrison, “más que cualquier otro americano de su tiempo, era responsable de la atmósfera de absolutismo moral que causó la guerra civil y libertó a los esclavos”. (…) Al adoptar esta actitud procedían a la criminalización e incluso deshumanización del enemigo, pavimentando el camino para una violencia ilimitada

  Y, en términos generales, las tácticas no violentas implicarían actitudes intolerantes

Una huelga de hambre implica un significativo grado de dureza moral contra el antagonista

    Hoy no existen movimientos pacifistas organizados en el sentido “integral” de perfeccionismo moral alternativo al control político. Lo que sí existe es una cierta trivialización de las estrategias políticas no violentas que el autor no olvida: los mismos movimientos políticos que utilizan la no violencia pasan a utilizar la violencia al cabo de poco tiempo si la situación favorece el cambio de actitud (a veces desde el poder político conquistado mediante estrategias no violentas).

   Queda por realizar una reflexión completa sobre la no violencia que aquí hemos llamado “integral” y sus implicaciones éticas y culturales a largo plazo.

   Algunos considerarán que no se trata de un tema de interés al no existir hoy ningún movimiento de cambio social no violento que pudiera parangonarse con el tolstoísmo de hace más de cien años, pero si existiera, éste tendría el acierto de incidir en el núcleo del gran problema humano, que es el control de la agresión… agresión que está arraigada profundamente en la condición humana, y de la cual las guerras y resto de conflictos políticos son solo una secuela inevitable. El hecho de que el avance social parece medirse en la capacidad para controlar la agresión hace pensar que el que se lleve este control hasta el límite parecería el planteamiento de progreso más sensato.

  Por otra parte, si un movimiento neo-tolstoiano existiera hoy sería también atacado con algunas de las objeciones clásicas que Domenico Losurdo plantea en su libro: la demonización del oponente que se enfrenta al perfeccionista moral y las tácticas de coerción moral. Y sin embargo, ¿no recibe la respuesta agresiva a la virtud ajena el viejo nombre de “mala conciencia”? Quizá cultivar la virtud no sea tan maligno después de todo…

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