viernes, 15 de septiembre de 2023

“La invención del bien y del mal”, 2023. Hanno Sauer

  Este es un libro reciente acerca de la más antigua cuestión de la sabiduría: cómo debemos comportarnos los unos con los otros en base a lo que sabemos de la auténtica naturaleza humana. El profesor de Ética Hanno Sauer tiene presente que somos el resultado de un proceso evolutivo –biológico y cultural- y es a partir de ahí que podemos especular acerca de lo que queda a nuestro alcance para progresar en la prosocialidad –máximo rendimiento de la cooperación-.

  A diferencia de otros estudiosos, no es optimista sobre la naturaleza íntima del hombre, está muy lejos del rousseaunianismo que asegura que la paz es el estado natural del ser humano y que solo nos alejan de tal ideal ciertas siniestras invenciones de la civilización, como la propiedad privada, las religiones y las jerarquías hereditarias.

Los datos de la arqueología forense indican con mucha claridad que en la mayoría de los casos los grupos humanos [en la Prehistoria] fueron extraordinariamente hostiles entre sí (Capítulo 1)

  Pero esto nos permite abordar entonces de forma más realista el origen de los avances morales… que ahora serían antinaturales, no estorbados por la civilización, sino, al contrario, surgidos como tortuosa consecuencia evolutiva de tal estado civilizatorio.

¿Cómo consiguió la evolución generar tendencias altruistas o cooperativas a pesar de que —al menos por lo que parece— estas reducen necesariamente nuestra aptitud reproductiva? ¿Cómo es posible que ayudar a otros sea ventajoso para mí? (Capítulo 1)

  Los antiguos podían resolver el asunto afirmando que los dioses nos han dado reglas de convivencia sobre el bien y el mal. Pero nosotros ya no contamos con ese recurso.

El progreso moral siempre es posible y, a menudo, también es una realidad. Pero no puede darse por sentado, ya que cada conquista tiene que defenderse de las fuerzas regresivas de la compleja naturaleza humana, la irracionalidad de nuestra mente y la crueldad del destino. (Introducción)

Nuestra fortaleza reside en la capacidad de compensar nuestras carencias internas mediante el uso de tecnologías externas. Las normas, los valores y las prácticas morales forman parte de esas tecnologías. (Capítulo 3)

  Ningún otro animal está tan dotado como Homo sapiens para la cooperación productiva. Con nuestra inteligencia y nuestra capacidad para comunicarnos podríamos fácilmente, en teoría, construir un paraíso. Pero nuestra naturaleza es subjetiva. El interés del individuo no es el del extraño cuya cooperación necesitamos. No “somos” una especie, sino una suma de individuos diferenciados que pertenecen a la misma especie.

La acción cooperativa es casi siempre la mejor opción para todos los implicados. El problema es que para cada individuo concreto es aún mejor que todos los demás cooperen, mientras que él o ella procura sacar el máximo partido de la situación. Dicho de otro modo: para un individuo el comportamiento no cooperativo es siempre la mejor opción, independientemente de que los demás cooperen o no.  (Capítulo 1)

  Este es el famoso dilema del prisionero. ¿Cómo eludirlo? De eso trata la evolución moral.

Nuestra moral es un mecanismo psicosocial que hace posible la cooperación. (Capítulo 1)

La particular forma de cooperación que ha dado lugar a la moral del ser humano consiste en postergar el interés del individuo en aras de un bien común superior, del que todos se benefician. (Capítulo 1)

La historia de la moral es, en buena medida, la historia de las nuevas formas de cooperación en grupos cada vez mayores.  El siglo XX descubre al fin, con gran dolor, a la humanidad como un todo e intenta romper las fronteras moralmente arbitrarias entre pueblos y «razas» para trazar de nuevo el círculo de la comunidad moral. Es la idea del círculo expansivo de la moral.  (Capítulo 6)

   Ante todo, tenemos que partir del hecho cierto de que, egoísmo natural aparte, en el Homo sapiens contamos también con algunas pautas naturales de conducta cooperativa. Para empezar, como todos los mamíferos, tenemos una natural tendencia a favorecer a nuestros parientes, quienes comparten con nosotros un contenido genético parecido. Esto sucede también con las grandes poblaciones de insectos: abejas y hormigas son todas hermanas y por eso cooperan de tal forma, sacrificándose en ocasiones por el bien común. Hasta cierto punto, los miembros del propio grupo familiar –y en la prehistoria se vivía en “familias extendidas” de unos cien individuos de promedio- se comportan de forma naturalmente cooperativa por instinto.

  Pero esto no explica la cooperación entre desconocidos, o entre conocidos que no son parientes. A Darwin se le ocurrió, entonces, la idea de la “selección de grupo”.

La idea es que nosotros, los seres humanos, hemos desarrollado una creciente cooperación porque, en nuestro entorno de adaptación evolutiva, solo los grupos de miembros hipercolaborativos lograron imponerse en la competencia por los escasos recursos disponibles frente a otros grupos. El propio Darwin se planteó ya en su momento la posibilidad de que existiera tal mecanismo (…)  [Sin embargo] existe unanimidad en torno a la conclusión de que una teoría de la selección de grupo como esta (…) no funciona. El principal motivo es que esta ventaja competitiva, que se presenta de una forma más o menos vaga —la cooperación es «buena para el grupo»—, no basta para contrarrestar la selección a favor de los polizones dentro del grupo.  (Capítulo 1)

  Los “polizones” –free riders- son aquellos que, por su natural conveniencia, se benefician de la cooperación de los demás pero ellos mismos evitan la incomodidad de esforzarse en cooperar. Dada la naturaleza subjetiva del Homo sapiens esta actitud es la más lógica. Y así no hay grupo que prospere. No por la mera selección entre grupos.

  Ahora bien, puesto que sabemos que algunos individuos de manera natural –por su temperamento- sí tienden a cooperar ¿qué sucedería si se eliminara gradual y selectivamente a los individuos menos cooperativos? Si estos no dejan descendencia, en lo sucesivo el grupo resultará más cooperativo pues, al cabo, sus características de personalidad irían desapareciendo en las sucesivas generaciones. Y entonces sí sería viable la selección entre grupos: el grupo donde se han ido eliminando sistemáticamente los menos cooperativos sí acabará teniendo ventajas sobre aquellos que no han tomado tal hábito cultural de “eliminación de parásitos”.

Si logramos amansar a nuestra especie fue gracias al desarrollo de las prácticas punitivas, es decir, a una combinación de castigos violentos y de sanciones sociales «blandas».  (Capítulo 2)

Lo más probable, según se piensa hoy, es que fuésemos nosotros mismos los que nos domesticamos, matando sin más a los miembros más agresivos y violentos de nuestro grupo. (Capítulo 2)

  No solo se trata de la eliminación directa de los individuos menos cooperativos –que no dejarían descendencia que pudiese heredar sus rasgos de conducta-, también podemos amoldar nuestras culturas a la estrategia del castigo altruista.

Otros animales pueden sancionar el comportamiento no cooperativo defendiéndose de un ataque o vengándose con posterioridad. Sin embargo, en los humanos se añade algo más. De hecho, algo (sumamente) singular: C puede estar muy motivado para castigar a B por lo que este le ha hecho a A, aunque C no haya sido realmente víctima de B. (Capítulo 2)

  Esto se iría produciendo muy lentamente, pero una vez los grupos más cooperativos se volvieron más eficientes, entonces los cambios se darían más rápido… mediante la guerra, que es la más radical forma de “selección de grupo” que conocemos. 

A muchas personas les repugna la idea de que la guerra pueda ser un ejemplo de cooperación altruista, pero técnicamente es así: quien guerrea subordina su propio interés a un proyecto común y, al hacerlo, elige la opción cooperativa. (Capítulo 1)

Nos hicimos altruistas y serviciales, pero solo en combinación con una psicología que dividía a los seres humanos entre «nosotros» y «ellos». Nuestra moral se orientó hacia el grupo. (Capítulo 1)

  La semilla de la bondad está plantada: ser “bueno” extiende la confianza y permite la cooperación (incluso ganar guerras). Cuando menos, hemos de ser lo suficientemente buenos dentro del grupo que compite con los otros grupos por los recursos. Puede parecer una versión siniestra de la “bondad” (homicidio y guerra)… pero es operativa.

Cada transformación entraña una dialéctica, cada avance positivo presenta un lado duro, sombrío y gélido, cada progreso tiene su precio. Nuestra primera evolución nos hizo cooperativos, pero también hostiles frente a aquellos que no pertenecían a nuestro grupo: quien dice «nosotros» pronto dirá también «ellos». El desarrollo del castigo nos domesticó, nos convirtió en seres amables y tolerantes, pero nos dotó igualmente de potentes instintos punitivos (Introducción)

  Si este puede ser el origen de la mejora moral, en nuestra época parece evidente que un futuro aún mejor pasaría por extender mucho más los comportamientos prosociales, y esto tendría que hacerse a partir de la situación actual. Contamos ya con ciertos avances en lo que se refiere a consideración por nuestros semejantes de forma individual y universal.

La siguiente oleada de evolución sociocultural solo pudo comenzar allí donde el parentesco como principio básico de la organización social fue reemplazado por la moral individualista. (Capítulo 5)

  Una moral más individualista implica una actitud benevolente y altruista hacia todo individuo, con independencia del grupo social que lo vincule a nosotros. Sauer lo relaciona con la racionalidad analítica y esta a su vez con cierto estilo de pensamiento occidental, tal como lo describe Joseph Henrich.

[La]«prosocialidad impersonal» (…) tiene que ver con el grado en que una persona está dispuesta a confiar en desconocidos y colaborar con amigos.(…) La prosocialidad impersonal va en contra de la línea evolutiva. (Capítulo 5)

   Algunos experimentos de psicología social hacen pensar que esta moral individualista –y universalista- es factible. Se pone como ejemplo los condicionantes culturales que alteran los comportamientos prosociales. Por ejemplo, la fe en un Dios moralista.

En el juego del dictador, una persona puede decidir con total libertad cómo repartir una cantidad concreta de dinero entre ella y otro individuo. Las personas que participaron en el experimento donaron aproximadamente una cuarta parte de dicha cantidad; pero las que tuvieron que completar previamente una tarea con alusiones a Dios compartieron alrededor de la mitad. Esos estímulos inconscientes —conocidos en psicología como «preparación» [o “primado”, priming]— tienen un efecto más intenso en las personas creyentes (Capítulo 4)

   Esto mostraría que la benevolencia es flexible y puede cultivarse culturalmente. “Dios” es solo un mecanismo cultural, mientras que una profunda educación cívica en países que hoy son ateos (pero que en su momento fueron profundamente “cristianos reformados”) puede tener el mismo o mayor efecto. Así lo muestran los datos de las investigaciones interculturales

El 70 % de los noruegos dan una respuesta afirmativa a la pregunta [sobre confiar en desconocidos], mientras que solo el 5 % de la población de Trinidad y Tobago confía en desconocidos.  (Capítulo 5)

  Estas diferencias culturales implican no solo la confianza, también el pensamiento estratégico, imprescindible para el progreso económico mediante la cooperación a largo plazo, tal como se revela en otros experimentos de psicología social.

A un noruego para que renuncie a (…) cien euros ahora [habría que ofrecerle] 144 euros [en el futuro] y (…) una persona de Ruanda (…) solo está dispuesta a esperar por 212 euros. (Capítulo 5)

  En tales casos, la evolución moral ya ha dado pasos mediante cambios culturales, de modo que pueden crearse estructuras cooperativas viables basadas en la confianza.

Las personas más «conservadoras» en lo político tienden a estrechar el círculo de estatus moral, ya que hacen hincapié en la lealtad moral a su propia comunidad, mientras que los liberales políticos se identifican más con la humanidad en su conjunto. (Capítulo 6)

   Muchos principios básicos de nuestra sociedad occidental están aún lastrados por valores que no son los más adecuados para una convivencia armoniosa en base a pautas morales altruistas y benévolas. Si matar a los conflictivos pudo ser un primer paso para tener una comunidad más internamente cohesionada (capaz, a su vez, de vencer en la guerra a los grupos menos cohesionados) tenemos que admitir que actitudes no prosociales –no benévolas, no altruistas, no empáticas- también pueden formar parte de sistemas sociales evolucionados y a la vez quedarse muy cortos con respecto a las expectativas de una plena cooperación futura.

Una sociedad que vincula el amor propio al éxito, y este al rendimiento, provoca competiciones tóxicas ya entre los niños, que, animados y acompañados por unos padres preocupados por la posición social, compiten con clases de violín y chino o por una plaza en la mejor guardería. Al mismo tiempo genera un relato según el cual aquellos que no lo han «conseguido» son responsables de su propio fracaso (Capítulo 4)

   Sauer no aborda alternativas en desarrollo moral, quizá porque no las conoce, fuera de insistir en la educación cívica. En cuanto a referencias más modernas, tan solo hace una larga digresión sobre las críticas al llamado “movimiento woke” actual.

El fenómeno del movimiento woke aúna todo lo que caracteriza la matriz moral de la modernidad tardía: la exigencia de justicia y libertad; la cuestión del significado de la identidad y la pertenencia a un grupo; el problema de la distribución del poder, la propiedad y los privilegios; la lucha por la infraestructura simbólica de nuestra sociedad; los límites de lo que se puede decir... Así las cosas, dudo en utilizar la palabra wokeness, que ahora se emplea casi siempre en sentido irónico o incluso peyorativo. (Capítulo 7)

  Esta es una actitud explícita y bienintencionada, pues el llamado “movimiento woke”, cuyas supuestas exageraciones tanto se critican, evidencia que somos conscientes de la imperfección moral en la que aún nos encontramos y que tratamos de ponerle remedio profundizando en la valoración que inconscientemente se hace en el contexto de las relaciones sociales actuales.

Las iniciativas de reforma lingüística a veces son torpes y a menudo insólitas. Sin embargo, ¿por qué deberíamos dar por hecho que nuestra lengua, que ha evolucionado a lo largo de los siglos, es suficiente para satisfacer las exigencias morales que nos hemos impuesto? ¿Quién está dispuesto a afirmar en serio que las correcciones que hemos impuesto en épocas anteriores en nuestro vocabulario no estaban justificadas? (Capítulo 7)

Injusticia hermenéutica es aquella que sufre una persona cuando se ve privada de los medios conceptuales para entender de la manera adecuada una experiencia concreta. Una secretaria que nunca ha oído hablar de «acoso sexual» tal vez no interprete los intentos de aproximación de su jefe como una agresión justiciable, sino como un hecho cotidiano e inevitable que hay que aceptar apretando los dientes y con paciencia. Si pudiera entender mejor su vivencia, podría clasificarla de un modo más competente y sentirse autorizada a quejarse. (Capítulo 7)

   Al final, la conclusión es optimista: existe una lógica del avance moral

En realidad, no es del todo cierto que las distintas culturas tengan valores fundamentales diferentes entre sí. (…) Las divisiones políticas se pueden superar si apelamos a los valores y normas morales que compartimos para afrontar el futuro de todo lo que tenemos por delante. (Conclusión)

   La mera apelación a valores y normas morales por parte de las autoridades y algunos autores parece un método poco convincente. Expresa más una necesidad que un método para satisfacerla. Aún podrían darse cambios de paradigma, podrían surgir alternativas de cambio social más eficientes en el desarrollo moral, pero en todo caso siempre serán en el mismo sentido de desarrollar la prosocialidad hasta sus últimas consecuencias.

Lectura de “La invención del bien y del mal” en Editorial Planeta S.A. 2023; traducción de Lara Cortés Fernández, Ana Guelbenzu de San Eustaquio y Juan del Cristo Morales Bonilla

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