domingo, 25 de junio de 2017

“Civilización”, 2006. Roger Osborne

Sabemos que la civilización no es (…) Shakespeare, ni Cezanne (…) es algo que tiene que ver con el espíritu que les inspiró y con la sociedad que permitió que ese espíritu se manifestara.

La imagen de la civilización como un hilo de oro que lleva la luz a los reinos bárbaros que la rodean ha resultado ser un poderoso y duradero símbolo para los historiadores


   Ya fueron los griegos clásicos los primeros que diferenciaron entre “civilizados” y “bárbaros”. Y aunque  el historiador Roger Osborne no ve la distinción plenamente justificada, su interesante libro se amolda bastante a esta idea. Al fin y al cabo, en su relato pasamos pronto del neolítico a la Edad de Oro de Atenas. Nada se comenta de la civilización china, ni siquiera del Antiguo Egipto.

Solón recurrió a lo que los griegos llamaban “eunomía”, “buen orden”, un concepto fundamental en lo que se refiere no solo a la gobernación de ciudades, sino también a la organización de la vida, a las actividades cotidianas y al funcionamiento del mundo natural. (…) Una vez que se supiera y se divulgara, [este orden] sería necesariamente beneficioso para todos. Solón no tendría que imponer la eunomía a los atenientes; el orden justo de la sociedad era bueno por sí mismo y no necesitaba aplicarse por la fuerza. (…) Era un concepto abstracto al que podía llegarse más por el razonamiento que por la experiencia (…) La concepción de estos ideales fue un rasgo característico de la Atenas clásica

La creencia en la omnipotencia y la omnipresencia de los dioses del Olimpo era general cincuenta años antes, pero hacia 430 ac los griegos cultos tendían a pensar, como Protágoras, que “el hombre es la medida de todas las cosas
 
Concebir que el universo existe como orden físico y que está a disposición de las indagaciones de los humanos que se valen de la razón fue un paso espectacular.
 

    Aceptemos este planteamiento porque la respuesta al problema de qué es la civilización, y qué supone el “proceso civilizatorio” para la especie humana en el futuro bien vale la pena, y este esquematismo ayuda mucho a hallar una respuesta. El ser humano se hace cargo, entonces, de su propio destino y rompe con su “programación” genética (la vida del “Homo Sapiens” en “estado de naturaleza”- el cazador-recolector). 

  Durante cientos de miles de años, el género “Homo” había sido un animal de necesidades y costumbres bastante específicas. Como todos los animales, se adaptaba al medio. Pero hace cuarenta mil años la conducta del “Homo Sapiens” parece que comenzó a cambiar de forma decisiva (aparecen el arte, los enterramientos… nueva tecnología) y estos cambios se aceleran hasta el punto de que llega a transformar todo su sistema social haciendo uso del razonamiento abstracto a partir de la observación objetiva. Esto es un proceso complejo, un proceso pragmático que solo comienza a producirse de forma eficiente y progresiva en un lugar determinado y a partir de un momento determinado.

La obra de Platón y Aristóteles se considera la culminación del pensamiento clásico griego, pero la proposición platónica de la razón abstracta como método para llegar a la verdad y la justicia es una concepción discutible, y en muchos aspectos, extremista. Platón, no lo olvidemos, apareció después de consumarse el hecho. La democracia, la tragedia y el arte no fueron creados por racionalistas abstractos, sino por pragmáticos prácticos.

  Los seres humanos civilizados concebían la capacidad del cambio de las costumbres para mejorar su destino (vivir más, vivir mejor, sufrir menos)  utilizando la observación, la razón, el pensamiento abstracto, generando nuevos hábitos. Las grandes conclusiones teóricas de los filósofos contendrán muchos errores, sí, pero son consecuencia de ese pragmatismo intelectual previo, un deseo de ordenar la profusión de respuestas razonadas.

  El problema humano fundamental: nuestra insatisfactoria capacidad para la convivencia productiva y pacífica. Se exige la moralidad.
 
El bien, según Sócrates, era algo que desbordaba y superaba el placer, la amistad, la belleza e incluso la vida. Así nació la moralidad humana, la idea de que hay un bien esencial al que todos podemos aspirar. Sócrates creía que podíamos alcanzar el bien mediante el debate racional y la adquisición de conocimientos  (…) El mundo debe a Sócrates el concepto de moralidad humana. (…) Es probablemente el único concepto que distingue a nuestra sociedad occidental de todas las demás que han existido en la historia.
 
El estoico podía llevar (…) una vida virtuosa y, además, una vida aparentemente libre de los caprichos de la suerte y de las manías de los dioses; si éramos capaces de conservar el buen ánimo en cualquier circunstancia, la circunstancia no tenía por qué afectarnos. Los estoicos creían asimismo que el camino de la máxima virtud era la sabiduría. (…) Surgió la creencia de que todos los hombres eran hermanos y de que todos tenían la posibilidad de llevar una vida buena y virtuosa. 


   Pero la mera demanda y la mera enseñanza no son suficiente. Necesitamos una exigencia moral vehemente, una exigencia que impacte y conmueva con el fin de promover la mejora de la conducta en el mayor número de personas posible, y que tenga en cuenta la naturaleza real de nuestro comportamiento en sociedad (más adelante veremos que la idealización de socráticos y estoicos tiene sus inconsistencias).

En medio de la incertidumbre, la Iglesia cristiana ofrecía  la posibilidad de pertenecer a un grupo definido con un claro mensaje de redención y salvación.
 

  Tenemos, pues, racionalismo griego, idealismo platónico, virtud estoica y la redención y salvación cristianas. En esencia, ésta será la fórmula civilizatoria hasta que llegue la Ilustración. Y a la vez fueron tales elementos los que acabaron desembocando en el liberalismo racional e ilustrado de la época contemporánea. 

  A veces se enseña que tal ideal ilustrado fue obra de una élite intelectual de racionalistas aproximadamente modernos (los primeros científicos), pero esta élite de ilustrados solo pudo llegar a existir tras la Reforma protestante. Y el protestantismo, al hacer evidente la forma más pura posible de cristianismo dentro de una sociedad siempre convulsionada políticamente, demostró también los límites del pensamiento religioso.
 
Una de las consecuencias de la Reforma fue la de cortar los lazos entre el cristianismo y el mundo natural, fuente de la magia tradicional. Cuando el protestantismo puso a la humanidad en contacto directo con Dios, sin necesidad de ningún ritual o conocimientos secretos, la magia y lo místico quedaron arrinconados.

Un siglo después de Lutero y Calvino, la base para la comprensión del papel de la humanidad se había desplazado de la teología cristiana al racionalismo (…) Las guerras religiosas del siglo XVII habían resultado inútiles y parecía que la religión había perdido su poder  para explicar el mundo y para guiar la construcción de la sociedad: la razón tenía que tomar el testigo.


     Durante algún tiempo se creyó que el liberalismo racional fue heredero directo del ideal grecolatino (moralismo racional socrático y virtud estoica), y así fue visto por muchos (por ejemplo, por los revolucionarios franceses de 1789), de manera que el cristianismo habría sido poco más que una grosera interrupción de un proceso de iluminación gradual del género humano. Sin embargo, todas las etapas son necesarias, porque a la “ilustración grecolatina” le faltaba algo que solo el cristianismo pudo aportar. Y no solo en el ámbito de la moralidad explícita. Pensemos en cómo surge la ciencia moderna y en qué no coincide con el estudio de la naturaleza en la Antigüedad.

Galileo (…) comprendió (…) que el estudio del mundo natural se veía entorpecido  por la búsqueda aristotélica de las causas y que, en lugar de las causas, la investigación debería buscar patrones y leyes de la naturaleza

La búsqueda de leyes universales en la naturaleza acabó por conducir a una investigación similar en todos los ámbitos de la actividad humana


  El materialismo de Aristóteles no es todavía la ciencia, de la misma forma que el estoicismo no es todavía el cristianismo. Hay dos elementos que faltan y que son los que añade el cristianismo: la humildad (aceptación de nuestra irracionalidad emocional) y el rechazo a la tradición. La primera es consecuencia del universalismo que los estoicos (y todo el pensamiento clásico) aceptan en la teoría pero no en la práctica. El segundo (el rechazo a la tradición: el futuro mejor que no es retorno a un pasado ancestral) será una larga lucha del cristianismo el lograr que el mundo lo acepte.

Thomas Paine preguntó por qué debía obedecer a las condiciones y a las tradiciones de sus antepasados; la pregunta, realmente, era revolucionaria

  Roger Osborne no lo menciona, pero durante la expansión del cristianismo en el periodo romano hubo cristianos no vinculados a la tradición judía que se plantearon que su doctrina partiera exclusivamente del Evangelio. Tal pretensión fue rechazada por los conservadores que temían que una doctrina sin el respaldo de una antigua tradición pudiera ser inaceptable. Los estoicos, desde luego, jamás se plantearon rechazar la tradición, muy al contrario, el respeto a la tradición suponía para ellos una virtud en sí misma (en esto, se parecían mucho a sus contemporáneos, los confucionistas chinos). 

  El paulatino desapego de la tradición (que ni en el mismo Evangelio es explícito, pero sí implícito: el amor cristiano de Jesús rechaza al Dios vengativo y cruel del Antiguo Testamento) viene dado por la tendencia civilizatoria básica:

El derecho consuetudinario cede el puesto a la ley escrita, la experiencia a la abstracción. 

    Hasta el cristianismo, toda la cultura universal se basa en transmitir la tradición. Es con el cristianismo cuando surge una idea de futuro rupturista, solo vagamente vinculada al pasado. El mensaje cristiano acepta la experiencia al humanizar la divinidad. A la larga, la humanidad será divinizada (y por ello el sufrimiento humano será condenado y el consuelo de la afección mutua se verá exaltado) y la tradición quedará solo como parte de la experiencia, no se antepondrá a ella.

 La esencia del desarrollo civilizatorio es, sin duda, la moralidad, pero ya hemos visto que la misma ciencia se ve afectada por la evolución de la moralidad. Igual sucede con la economía y la política. Desde el punto de vista político y económico, la civilización se hace notar en Occidente por el surgimiento de las ciudades libres en la Baja Edad Media: cuando los reyes y nobles consienten la asociación de mercaderes, gremios y “burgueses”, dando lugar a nuevas entidades políticas mucho más universalistas.

El carácter de las pequeñas poblaciones urbanas se modificó, y si habían estado dominadas por los clérigos, los nobles y los campesinos, ahora había que contar también con los artesanos y los comerciantes.  (…) Se arrinconaban calladamente las antiguas disposiciones  de Carlomagno contra la usura, se introdujeron los préstamos para la producción (…)  A principios del siglo XI era ya impresionante la variedad de los artículos en venta
 

Las rígidas restricciones de épocas anteriores cedieron el paso a una mayor independencia; los atractivos de la ciudad y la ley que permitía al siervo recuperar la libertad al cabo de un año y un día obligaron a los terratenientes a buscar formas de convencer a los trabajadores para que se quedaran.
 

La concesión de cartas reales fue el reconocimiento del carácter especial de las ciudades y de su creciente éxito económico.

Hacia 1200, los artesanos y los comerciantes de las ciudades italianas, en común con los de otros puntos de Europa,  habían formado asociaciones juradas de personas que trabajaban en el mismo oficio (…) [los] gremios


  Pero todo esto es consecuencia de la transformación psicológica –moral- anteriormente mencionada. Nobles y reyes no tenían por qué haber consentido la aparición de estas nuevas clases sociales que habitaban las ciudades libres con las que a partir de entonces se veían obligados a negociar y transigir. Roma no lo consintió. China no lo consintió. Y no es de recibo el simplista decir que “los reyes se beneficiaron económicamente de ello”. Por supuesto que se beneficiaron en tanto que tal fue el fruto de la negociación, pero perdieron poder, un poder que antes era absoluto. Y en cuanto que perdieron poder, no se beneficiaron. ¿Por qué cedieron?, ¿por qué, a diferencia de los emperadores chinos o romanos, no pudieron evitarlo?

  Los reyes cedieron poder porque se vieron influidos por la aparición de nuevas redes de confianza que se basaban en cambios psicológicos de origen cristiano: la humildad y la lealtad a una ley suprema divina, por encima de la tradición. Por encima del mismo rey.

En los siglos IV y V (…) el ideal humano pasó a ser el santo cristiano (…) La idealización clásica de la figura humana se abandonó. Los retratos de santos y personajes virtuosos buscaron la inspiración y se volvieron más impresionistas y esquemáticos; la carne humana aparecía corrompida y se hacía hincapié en la vida interior mediante símbolos y el formalismo

El complejo sistema de beneficios, pactos, enfeudaciones, cartas de privilegios y contratos, vinculaban no solo al siervo con su amo, sino también al esclavo más humilde con el noble más encumbrado e incluso con el rey. Los pactos recorrían todas las capas de la sociedad, aglutinando a toda la población en una red de relaciones jurídicas, políticas, sociales, militares y económicas. 


   La idea cristiana de nuestra naturaleza pecadora nos parece hoy siniestra, pero fue un gran avance civilizatorio que socavó la soberbia de los poderosos. Desde el arrogante Emperador que no admitía justicia alguna por encima de él (los dioses paganos eran indiferentes a las cuestiones éticas) hasta el arrogante Aristóteles que definía las causas del universo sin preocuparse por catalogar pacientemente las reglas de la física mediante la experimentación.

  Sin tal humildad, jamás se hubiera creado el entramado de leyes, obligaciones y pactos que del feudalismo acabó pasando al gobierno independiente de las ciudades comerciales. Tales límites a las prerrogativas de los poderosos hubieran sido impensables sin la convicción general de que todos –también los reyes- somos pecadores…

  Y ninguna tradición podía frenar estos cambios, pues era la razón libre la que ponía al hombre medieval en comunicación con los dictados de Dios.

El cambio esencial que subyace a los acontecimientos de finales del siglo XVIII, el verdadero progenitor del mundo moderno, ya se había iniciado cien años antes. Una vez que los europeos empezaron a verse a ellos mismos como seres racionales autónomos dueños de su destino, el paso siguiente consistía en crear una sociedad en la que pudieran existir y ser felices.
 
Kant separó los conceptos  de verdad y de bondad. Descubrimos lo verdadero mediante la adquisición del conocimiento, mientras que utilizamos el sentimiento o la intuición con el fin de entender lo que es bueno. 


  Con el siglo XIX llegamos a nuestro mundo de hoy. El inmovilismo de las tradiciones ha sido superado, y el análisis racional de nuestro entorno y nuestra propia naturaleza han sido aceptados tras la conmoción emotiva del cristianismo. Pero qué duda cabe que aún andamos lejos del ideal…
 
La racionalidad se aplicó a la creación de una sociedad que buscaba dos ideales opuestos, el orden universal y la libertad personal

La antigua convicción de que existía una solución racional al problema de construir una sociedad, y de conciliar la libertad y el orden, persistió en Europa durante la mayor parte de los dos siglos siguientes [a la Revolución Francesa]


  En este libro no se nos da una orientación para lo que nos queda por delante. Si acaso, se nos recuerda que el pragmatismo ha sido siempre el impulsor de las posteriores formulaciones teóricas sobre el sentido de la civilización. Pero eso no es suficiente, pues la casuística pragmática nos rodea por todas partes y muchas de las ganancias prácticas de ésta (por ejemplo, la idea de una justicia imparcial) se pierden si no se enmarcan en un sistema ideológico coherente (¿a quién otorgamos el poder de aplicar la justicia imparcial?).
 
  Tenemos algunas pistas sobre cómo interpretar los sucesos sociales en un sentido civilizatorio. Por ejemplo, cuando en este libro se nos hace una interpretación pragmática del por qué del Holocausto nazi…
 
Muchos alemanes tendieron la mano de la bondad y salvaron a muchos judíos de los campos de exterminio, pero la inmensa mayoría (…) no lo hizo. Y es en esta abdicación de la bondad y de la compasión humanas, en nombre de alguna gran causa, donde radica el peligro real al que la humanidad occidental, en su incansable búsqueda de significado, se enfrenta permanentemente

  El error, entonces, podría estar en que, dentro de las formulaciones ideales del racionalismo -la creación de una sociedad que buscaba dos ideales opuestos, el orden universal y la libertad personal-  nunca se ha incluido la realidad emotiva de la existencia humana, quizá porque la emotividad no es racional (sin embargo, el Evangelio se construye a partir de la emotividad: de ahí su éxito como mensaje humanista, aunque la religión cristiana –con su discurso sobrenatural- no esté construida como formulación racional). 

    En el siglo XX aparece una nueva disciplina racional, la psicología, en la cual la conflictividad emocional del individuo es objeto de una reflexión profunda, expresada en términos científicos.  Freud, al igual que tantos filósofos cristianos, parte asimismo de la maldad intrínseca del ser humano; el cristianismo y la psicología aceptan la oscuridad de nuestra propia naturaleza:

¿De donde venía esta maldad innata de las criaturas humanas?  La respuesta de Agustín se sintetizó en una creencia que había acabado por ser moneda corriente en los diferentes sistemas religiosos de fines del imperio: el pecado original 

   Este planteamiento (el juicio racional sobre nuestra propia irracionalidad) es diferente al de Platón y los estoicos, que consideraban que el hombre malvado solo es ignorante (la ignorancia es la falta de algo, la malignidad implica la presencia de algo). Es cierto que el conocimiento hace menos malvado al ser humano… pero no es por el conocimiento didáctico de las cosas, sino como consecuencia indirecta del conocimiento, pues el conocimiento implica ver la realidad desde diferentes perspectivas (un cambio psicológico), lo que obliga a experimentar, entre otras cosas, empatía, y también porque el conocimiento solo es posible para aquellos que viven en situaciones económicas más privilegiadas, lejos del embrutecimiento que obstaculiza cualquier descubrimiento moral.

  Quizá el futuro de la civilización esté en el desarrollo de estrategias de mejora social que permitan transformar directamente la vida emocional de los individuos, y no tanto regir las estructuras políticas y económicas que no son más que consecuencias de ésta. No contamos hoy con ideologías de cambio social basadas en la transformación psicológica de los individuos en el sentido de la mejora moral (algo que sí es propio de las llamadas “religiones compasivas”), sino que seguimos aferrados a ideologías políticas en las cuales el cambio social viene dado por cambios legales, económicos y educativos. 

   Es probable que la humanidad futura lo que necesite sea una especie de organización de psicoterapia moralizante masiva de características no convencionales y de inspiración cristiana (a partir de principios de humildad, benevolencia, afectividad y control de la agresividad). Desde un punto de vista estructural, este cambio de paradigma equivaldría quizá a la “religión pura” de la que hablaba el anarquista ateo y cristiano del siglo XIX Ernest Renan

jueves, 15 de junio de 2017

“Fluir”, 1990. Mihaly Csikszentmihalyi

  El psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi es conocido sobre todo por haber creado el concepto de “flujo”. Este flujo sería un estado mental muy concreto, un

estado en el cual las personas se hallan tan involucradas en la actividad que nada más parece importarles; la experiencia, por sí misma, es tan placentera que las personas la realizarán  incluso aunque tenga un gran coste

  Csikszentmihalyi también lo llama “experiencia óptima”

El estado óptimo de experiencia interna es cuando hay orden en la conciencia. Esto sucede cuando la energía psíquica (o atención) se utiliza para obtener metas realistas y cuando las habilidades encajan con las oportunidades para actuar. La búsqueda de un objetivo trae orden a la conciencia.

  Concepto que se asemeja a otros muy conocidos como la “experiencia cumbre”: estados de satisfacción aproximados a la aspiración convencional de “felicidad”.

En [este libro] se resumen  varias décadas de investigación sobre los aspectos positivos de la experiencia humana (la alegría, la creatividad y el proceso de total involucración con la vida que  yo denomino flujo)

  Sin embargo, el estado de flujo, tal como se describe, no parece siempre “positivo” como vivencia.

Tales experiencias [óptimas o “momentos cumbre”] no tienen que ser necesariamente agradables en el momento en que ocurren. 

  Las actividades agradables que producen flujo tienen un potencial  aspecto negativo:  a la vez que son capaces de mejorar la calidad de la existencia por el orden que crean en la mente, pueden llegar a producir adicción si la personalidad se convierte en prisionera de un cierto tipo de orden

  Y se menciona, entre otras actividades de este tipo, el juego. El juego parece cumplir las características propias del flujo, aunque con ciertas salvedades.

Lo que hace disfrutar a las personas no es el sentimiento de tener el control, sino el sentimiento de ejercer ese control en situaciones difíciles. (…) [Pero] existe un tipo de actividad que parece constituir la excepción: los juegos de azar

Uno debe ser consciente del potencial poder adictivo del flujo.

“Flujo” es la manera en que la gente describe su estado mental cuando la conciencia está ordenada armoniosamente; gente que desea dedicarse a lo que hace por lo que le satisface en sí. 


  Y una puntualización importante

En el flujo no hay necesidad de reflexionar

  Así que no hay que ser un gran psicólogo evolutivo para concluir que la experiencia de flujo sería muy anterior al fenómeno propiamente humano de la autoconsciencia. Probablemente todos los animales conocen el estado de flujo: los pájaros cuando vuelan, los depredadores cuando buscan su presa, las hembras de mamíferos cuando cuidan de sus crías.

  Y si se trata de una experiencia zoológica universal, ¿tiene sentido que sea el centro de nuestras vidas humanas?

Cómo nos sentimos, la alegría de vivir, dependen en último término y directamente de cómo la mente filtra e interpreta las experiencias cotidianas.  

  Es decir, se trata de cómo evaluamos la experiencia desde nuestra subjetividad autoconsciente. No sería el flujo lo que nos hace humanos, aunque nos proporcione satisfacción, sino que se trataría más bien de la interpretación de esta vivencia que hiciéramos después.

Es cierto que la vida no tiene ningún significado, si por eso entendemos  una meta suprema inherente a la estructura de la naturaleza y la experiencia humana, una meta que sea válida para todos los individuos. Pero esto no significa que a la vida no podamos darle un significado. (…) Desde el punto de vista de un individuo, no importa cuál sea la meta definitiva  si resulta que nos obliga a invertir la energía psíquica suficiente para ordenar toda una vida. El desafío podría ser el deseo de tener la mejor colección de botellas de cerveza en el barrio.
 
   Pero ¿es esto –coleccionar botellas de cerveza- algo “bueno”? ¿De todas las experiencias agradables que podemos vivir, no hay forma alguna de seleccionar aquellas que, aparte de atraer nuestra atención y proporcionarnos una sensible gratificación emocional, mejoren la vida en comunidad? (Lo “bueno” ha de ser siempre aquello que nos permita contribuir al desarrollo de una sociedad cooperativa, pues lo específico de la naturaleza humana es nuestra excepcional capacidad para la cooperación social)

Una sociedad es “mejor” que otra si un mayor número de sus gentes tienen acceso a experiencias que están conforme con sus metas. (…) Estas experiencias deberían conducir al crecimiento de la personalidad a nivel individual, permitiendo a tanta gente como fuese posible desarrollar habilidades cada vez más complejas. 

Una comunidad (…) es buena si ofrece a la gente una oportunidad para disfrutar con tantos aspectos de su vida como sean posibles y a la vez les permite desarrollar su potencialidad en el seguimiento de desafíos cada vez mayores.


    ¿Es esta una buena medida moral? Recordemos que la moralidad es, básicamente, la atribución de reproches a los comportamientos que no son en beneficio de la comunidad. “Desarrollar la potencialidad” del ser humano parece un criterio bastante condicionado por nuestra cultura actual, y el mismo Csikszentmihalyi reconoce el peligro

Una cultura que mejora la experiencia de flujo no es necesariamente “buena” en ningún sentido moral.(…) [El nazismo] ofreció unas metas simples, una retroalimentación clara y permitió una involucración renovada con la vida que muchos encontraron que era un desagravio a sus frustraciones e inquietudes anteriores

  Podría también haber añadido que el nazismo se apoyaba no solo en el apasionamiento de los agitadores callejeros, sino también en la tecnocracia, y que el primer objeto humano que alcanzó la estratosfera fue un cohete nazi, y que los soldados nazis eran extraordinariamente eficientes y creativos en combate, por lo que parece que, en un sentido que muchos aceptarían, el nazismo sí sirvió a muchos nazis para desarrollar su potencialidad en el seguimiento de desafíos cada vez mayores.

  Por lo demás, las ventajas para nuestra salud psicológica de acceder a estados de flujo parecen evidentes. Pero es muy posible que formas de vida social y moral “más primitivas” fueran también más saludables en este sentido, tal como siempre se ha sugerido por autores sobradamente conocidos (Rousseau o Nietzsche).

El flujo es importante tanto porque consigue que el instante presente sea más agradable como porque construye la confianza en uno mismo que nos permite desarrollar habilidades y realizar importantes contribuciones al género humano.

Tras una experiencia de flujo, la organización de la personalidad es más compleja de lo que había sido antes (…) La complejidad es el resultado de dos procesos psicológicos: la diferenciación y la integración. La diferenciación implica un movimiento hacia la originalidad, hacia separarse de los demás. La integración se refiere a lo opuesto (…) Una personalidad compleja es la que logra combinar esas tendencias opuestas. La personalidad se vuelve más diferenciada como resultado del flujo, porque al superar un desafío la persona se siente, inevitablemente, más capaz, más experta.  


  Haríamos mal al equiparar el estado de flujo con los logros humanistas más elevados. Lo importante es saber que el estado de flujo podemos obtenerlo de todo tipo de actividades y que podemos dirigirlo culturalmente hacia campos de gran valor humanista y moral. Sin duda aprender música puede ser en un principio tedioso para un niño, pero una vez domine la técnica esto le proporcionará experiencias extraordinariamente valiosas para sí mismo y la comunidad. En cambio, no sucederá igual con los deportes de competición o los juegos de azar, como ya hemos visto. Y probablemente coleccionar botellas de cerveza tampoco será un gran logro… aunque los haya peores.
 
    En cualquier caso, que prestemos atención al concepto de “estado de flujo” es valioso. La catalogación de experiencias humanas diferenciadas es esencial a la hora de esforzarnos en controlar nuestra vida social (y necesitamos controlarla, porque de la pura espontaneidad no podemos esperar nada bueno). En cualquier cultura un individuo puede ser feliz, pero no cualquier cultura proporciona los mismos índices de cooperación social, y éste debería ser el objetivo humanista y no tanto el desarrollo del potencial para tareas técnicas complejas.

Parece que podemos manejar como máximo siete señales informativas (tales como sonidos distintos, estímulos visuales o cambios reconocibles de emoción o de pensamiento) en cualquier instante determinado
 
Durante el curso de la evolución el sistema nervioso se ha convertido en un experto en comprimir señales informativas y por ello la capacidad de procesarlas aumenta constantemente (…) También aprendemos cómo comprimir y almacenar información gracias a métodos simbólicos: el lenguaje, las matemáticas, los conceptos abstractos y las narraciones.
 
Los nombres que utilizamos para describir rasgos de la personalidad –como extravertido, triunfador o paranoico- se refieren a los esquemas que han utilizado las personas para estructurar la atención. (…) La atención determina lo que aparecerá o no en la conciencia


  Controlar la atención, desarrollar nuestras capacidades cognitivas y determinar fines y medios adecuados implica también controlar las actividades de flujo, cuando menos controlar nuestra predisposición para preferir unas actividades a otras (dirigir nuestro esfuerzo a amoldarnos a actividades de valor social y no, por ejemplo, a los videojuegos).

  Poseemos capacidades cognitivas limitadas, y de hecho podemos cuantificarlas, como hemos visto con el proceso de señales informativas (siete), el orden de intencionalidad en el pensamiento (cinco), el coeficiente intelectual, el número de “tecnounidades” en las obras de tecnología humana (dos, tres o miles…), y el llamado “número de Dunbar” acerca del número de individuos con los que de promedio podemos interactuar de forma eficiente (ciento cincuenta). Esta limitación de nuestra capacidad implica que hemos de dar una necesaria importancia a la economía de nuestra atención y a nuestra capacidad para expansionarnos. Incluso elegir un hobby merece una ponderación cuidadosa…

El flujo conduce a los individuos  a la creatividad y a logros poco corrientes. La necesidad de desarrollar habilidades cada vez más refinadas para sostener el disfrute es lo que subyace detrás de la evolución de la cultura. 

lunes, 5 de junio de 2017

“Suerte moral”, 1981. Bernard Williams

  La cuestión de la “suerte moral” es de extraordinaria importancia no solo en la ética, sino en la concepción misma de la vida humana en sociedad. “Suerte moral” implica que los individuos son condenados, absueltos o incluso premiados por sus semejantes en base a hechos que suceden fuera de su control. Dos individuos ebrios se ponen al volante de sus automóviles una noche de fin de semana. Ambos tienen accidentes. Uno sufre pequeñas heridas y daños en su automóvil, ¡excesos de un día de fiesta! El otro atropella y mata a un peatón: condena de cárcel, oprobio y recuerdos traumáticos para toda su vida. Los mismos hechos (imprudencia punible) con consecuencias de reproche moral por completo diferentes por causa de la pura suerte.

  Añadamos que la opinión pública no solo es indulgente con los excesos de los jóvenes, sino que incluso los adultos de mayor prestigio social –por ejemplo, políticos o intelectuales- suelen alardear jocosamente en público por haberlos cometido: “¡yo de joven era muy loco!“ ¿Qué sentido tiene entonces la condena de las consecuencias de tales actos?

   El filósofo Bernard Williams abordó este tipo de incoherencias entre otras cuestiones en el conjunto de ensayos englobados bajo el título “Suerte moral”. Una tendencia civilizadora a este respecto ha luchado por abrirse paso a lo largo de los tiempos:

La (…) poderosamente influyente idea de que hay una forma básica de valor que es inmune a la suerte e (…) incondicionada

  Y encontramos aquí el debate incesante entre el “utilitarismo” y la “deontología”. El utilitarismo es la doctrina ética que dice que debemos buscar “el mayor bien para el mayor número” (lo que prima entonces son las consecuencias); la deontología, cuyo más célebre representante es Kant, afirma que el bien debe hacerse por sí mismo y no por sus consecuencias prácticas (lo que prima es la intención).

  Resulta fácil atacar al utilitarismo: una esclava sexual puede dar placer a veinte hombres; sin duda, ella se ve perjudicada… pero son veinte los beneficiados: el mayor bien para el mayor número.

  Resulta también fácil atacar a la deontología: yo soy un hombre honesto y puritano y oculto a un hombre que huye de un asesino; el asesino llega a mi casa y pregunta si está allí oculta la persona que persigue… y como yo soy honesto y puritano no puedo mentir… por lo que la persona perseguida es asesinada.

  (Por supuesto, tales ataques suelen ser señalados como falaces por los defensores de la actitud contraria: si el utilitarista desea siempre el mayor bien para el mayor número, eso implica que su voluntad desea siempre el bien para todos, sin excepción; y si el deontologista siempre tiene buena intención no puede actuar de una forma que es evidente causa del mal)

  La suerte moral es un dilema por el estilo: dos personas bienintencionadas han cometido una imprudencia, pero uno es objeto de reproche y el otro no debido a la pura suerte. De entrada, para el utilitarista el que ha hecho el mayor mal merece el mayor reproche; para el deontologista ambos merecen el mismo.

  ¿Podemos salir de estos dilemas?

Si el kantismo abstrae el pensamiento moral de la identidad de las personas, el utilitarismo marcadamente abstrae de su diferenciación
   
    Aparentemente, gana Kant. En la deontología kantiana lo que se valora es la intención, la personalidad moral del individuo. El bien moral es el mismo para todos -el kantismo abstrae el pensamiento moral de la identidad de las personas-  lo que varía es la personalidad que afronta las pautas objetivas de moralidad. El utilitarismo no juzga tanto a las personas en base a una idea objetiva del bien, sino que se somete por el contrario al sentir general de la sociedad que valora algo como bueno o malo según la circunstancia.

   Kant es el filósofo del cristianismo reformado, para el cual solo importa el alma  -la conciencia individual- que es emplazada ante la perfección moral que Dios representa y cuya responsabilidad es aceptarla o no. Los hechos, las circunstancias, la suerte, son accidentes. Si somos buenos o malos depende de nuestra personalidad –por eso tantos protestantes enfatizaban la predestinación: nacemos con una naturaleza propia, bondadosa o maléfica, según el caso- luego lo que importa es profundizar en esta realidad psicológica para averiguar hasta qué punto somos pecadores. Y si alguna redención es posible, en todo caso, no llegará de los hechos –las “obras”… que muy bien pueden depender de la suerte- sino de los cambios psicológicos profundos que puedan darse sobre esa misma personalidad.

La perspectiva correcta de la propia vida es [que, para determinar su sentido]  (…) solo necesitamos la idea de los proyectos fundamentales de una persona que le proporcionan la fuerza motivadora que impulsa al futuro y da una razón para vivir

  Y mientras que el proyecto utilitarista es el de la mayoría social (por ejemplo, una sociedad que practica el racismo sustentado en razonamientos que acepta la mayoría de la sociedad… incluidos buena parte de las minorías discriminadas) el proyecto deontológico es objetivo: solo hay una forma de bien que podemos deducir de los principios morales absolutos (por el estilo de “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal").

   Nuestro sistema de justicia penal trata de conciliar estas concepciones. Por una parte, se valoran muchos factores de la personalidad que es objeto de la censura moral (antecedentes, entorno familiar, estilo de vida…), pero, por otro, las consecuencias de los actos son fundamentales: no puede castigarse igual un puñetazo que solo provoca un hematoma que otro exactamente igual pero que causa la muerte de un semejante (porque la víctima se resbala con el golpe y su cabeza da contra una roca puntiaguda etc).

   Hay buenas razones para que la justicia penal se organice de esa forma: ¿cómo podemos estar seguros, al fin y al cabo, de que el puñetazo que solo causa un hematoma era malintencionado en la misma medida que el que causa la muerte? Si lo que queremos es disuadir a los violentos, y particularmente en el caso de la violencia con resultado de muerte, tenemos que amenazar con mayor pena al que causa el mayor daño, y para enfrentar a la cuestión de la “suerte moral” tratamos de paliar los excesos haciendo uso de criterios de proporcionalidad y equidad (atenuantes, indultos…).

   Pero eso no soluciona la cuestión moral, solo evidencia lo incoherente que es.

  Bernard Williams aborda la “suerte moral” desde puntos de vista menos dramáticos ya que lo que interesa sobre todo es señalar cómo el fenómeno de la “suerte moral” se haya presente en todos los aspectos de nuestras vidas, y no solo en los casos extremos. Uno de los ejemplos que elige es el del pintor Gauguin, que abandona  a su familia (lo que merece el reproche moral) para evadirse a los mares del sur y triunfar como artista.

La suerte intrínseca en el caso de Gauguin se concentra en la cuestión de si él es un pintor dotado genuino que puede tener éxito al llevar a cabo una obra valiosa. No todas las condiciones para el proyecto dependen de él ya que las acciones de otros proporcionan muchas condiciones necesarias para su realización y ahí entra en juego la suerte

Mientras que la justificación de Gauguin es de alguna forma una cuestión de suerte, no se trata [siempre] de cualquier clase de suerte por igual. Importa cómo de intrínseca es la causa del fracaso de su proyecto [en caso de darse éste].(…) [Un accidente, un problema de salud es] demasiado externo para no justificarlo [como persona que actúa](…) Sin embargo, a otro nivel, está la suerte de ser capaz de ser cómo él mismo esperaba que podría llegar a ser. Podría uno preguntarse si se trata de suerte en absoluto 

  Sin embargo, aparece otra cuestión, y es que los individuos reaccionan de forma emotiva incluso en casos en los cuales no tenemos duda alguna de que la “suerte extrínseca” es evidente. Williams nos da el ejemplo del camionero que atropella y mata a un niño sin que el conductor tenga la menor culpa. El que el camionero se sienta responsable  a pesar de todo demostraría que no podemos ser inmunes a los efectos de la suerte en la moralidad.

    Gauguin se justifica a posteriori por su éxito como artista, y el camionero sufre moralmente por algo de lo que sabe que no es culpable. ¿Es entonces inútil la justicia, no nos aporta nada exacto a la hora de elegir la mejor forma de vivir? ¿Se equivoca Kant?

  Da la impresión de que ésa es la opinión de Williams, pues nunca podríamos escapar de las contradicciones de la “suerte moral”.

La idea de justicia definitiva que la visión de Kant nos exige tan vehementemente requiere que la moralidad, en tanto que inmune a la suerte, sea suprema, y que si bien no requiere formalmente que no existan otros sentimientos o apegos, (…) de hecho  puede gradualmente evolucionar hasta requerir la sumisión [a ella] de todo sentimiento.

  Y Williams menciona al autor Heine que comparó el sistema kantiano al gobierno de Robespierre (“El incorruptible”). El principio democrático de Robespierre era el mismo que después utilizarían las dictaduras marxistas: el fin justifica los medios. No se trata, ciertamente, de un principio utilitarista, sino deontológico. Las masacres de La Vendée apenas aportaron bien alguno a nadie cuando se ejecutaban… pero se hacían en base a una idea determinada de virtud (política)

  Por otra parte, existe una supuesta explicación psicológica, según la cual tenemos dos sistemas evaluativos inconscientes: uno que valora la intención y otro que valora el resultado.  Esta duplicidad sería la causante de que no podamos eludir el fenómeno de la “suerte moral”.

  Pero también podemos concluir provisionalmente que, al fin y al cabo, el error no está en Kant, sino que el problema se encontraría en nuestra forma de vida social.

  Según esta visión, Kant está acertado en que el juicio sobre la buena intención sí es la base sobre la que deben seguir construyéndose –como hasta ahora- las iniciativas de nuevas estrategias de prosocialidad, pero una sociedad basada en la valoración moral de la buena intención no puede ser una sociedad como la nuestra, con sus leyes y castigos, con su idea de justicia y de poder político, con su materialismo y su idea de libertad, igualdad y dignidad que se afirman como defensa contra los demás. No nos olvidemos de que la deontología de Kant se asienta sobre principios morales eternos, inamovibles, y no dependientes del “sentido común” del entorno social dado. Y esos principios morales eternos no eran los que estaban vigentes en la sociedad de los tiempos de Kant. Tampoco hoy.

   En realidad, una idea de moralidad “inmune a la suerte”, que solo valore la buena o mala intención, solo tiene sentido dentro de una sociedad “de santos”, donde, por ejemplo, nadie va a jactarse de haber cometido imprudencias en su juventud que podían haber costado la vida a inocentes y donde ningún acto de violencia, desconsideración o egoísmo va a ser exaltado después como ejemplo de cualidades grandiosas. Recordemos errores de culturas pasadas como la idealización del guerrero, los rituales sangrientos o el desprecio a la mujer como criatura voluble, pérfida y lasciva. Tales manifestaciones culturales evidencian actitudes antisociales cuyo origen probablemente se encuentra en el pasado primitivo del ser humano, cuando los cazadores-recolectores vivían en una guerra continua por causa de la escasez de recursos.

   En cambio, en una sociedad perfecta, con una cultura de costumbres bondadosas, altruistas y prosociales, nadie siquiera podría sospechar que una persona psicológicamente bien constituida (por ejemplo, no un enfermo mental o un psicópata) puede haber intencionadamente causado terribles daños a otros y castigarlo sería tan absurdo como castigar a alguien por causa de un tornado o una inundación (y recordemos que las culturas primitivas podían ordenar sacrificios por estas causas naturales, fruto del azar… porque en su cultura no se conocía siquiera la existencia del azar). No tendría sentido tampoco castigar al conductor ebrio, tanto si mata por accidente como si comete una imprudencia que merece el reproche moral: las medidas preventivas o disuasorias llegarían por otro camino, igual que sucede con la prevención de las travesuras de los niños. Para empezar, en una sociedad así, no existiría la ebriedad, no sería tolerada ni comprendida y por tanto no sería buscada por los individuos mentalmente sanos, de la misma forma que nuestra sociedad actual ha erradicado los duelos por honor.

   Para que la vida ética sea perfecta y que por tanto se eluda la cuestión de la “suerte moral” ha de desaparecer la dimensión jurídica (y, por tanto, política) de la ética. El mundo legislativo (y los políticos que crean y hacen cumplir la legislación) se basan en la desconfianza constante entre individuos competitivos y agresivos. No se aplica la legislación ni la política, en cambio, dentro de los entornos familiares, que son propiamente entornos de extrema confianza. Sí se aplica la moralidad dentro de esos entornos privados, pero la moralidad es entonces una cuestión de evaluación psicológica  mutua y de contraste de proyectos de vida: no una asignación de condenas, desprecios y castigos.

  Salvo los raros casos de psicopatía, contamos con la evidencia de que el comportamiento moral es fruto del entorno social y contamos con la evidencia de que la psicología de la prosocialidad es accesible a estrategias de control social culturalmente transmitidas (educación, orientación psicológica, estilo de vida colectivo, creaciones artísticas…). Un entorno social informado por una ética altruista no concebiría la idea de “suerte moral”, y tal concepción habría de quedar como una reliquia de forma semejante a como han quedado hoy concepciones pasadas por el estilo de las diferencias raciales, la brujería o los rituales de sacrificios humanos..