martes, 25 de enero de 2022

“Universales humanos”, 1991. Donald E. Brown

  Los “universales humanos” serían algo así como los instintos sociales propiamente humanos, los rasgos de comportamiento innato que caracterizan a unos animales intelectualmente superiores, como son los Homo sapiens.

[Un universal] es un rasgo o complejo [de rasgos] presente en todos los individuos (o en todos los individuos de un sexo o ámbito de edad en particular) de todas las sociedades, de todas las culturas (Capítulo 2)

  El antropólogo Donald E Brown parte de la crítica al relativismo cultural, una teoría igualitaria y sobre todo antirracista de los antropólogos de hace cien años que pretendía establecer que somos una “tabula rasa” y que el comportamiento humano puede ser totalmente modificado por la cultura en la que el individuo se ve inserto. Es decir, que uno puede nacer judío, chino o esquimal pero que la forma en que desarrolle su estilo de vida dependerá del entorno social en el que crezca; un niño judío criado como esquimal será esquimal y no judío. Y este entorno social puede ser de todo tipo, sin límites para la imaginación en cuanto al comportamiento resultante.

La obra de Ruth Benedict “Patterns of culture” (1934) es un best-seller antropológico de todos los tiempos, y su mensaje esencial versa sobre la asombrosa variabilidad de las costumbres humanas (Introducción)

  Como suele ser habitual, la realidad está en un término medio. Desde luego no hay justificación para el racismo, pero aunque existe un gran relativismo cultural, también existen límites innatos al tipo de variabilidad de estilo de vida dentro de una cultura determinada: uno puede ser judío o esquimal, pero tanto judíos como esquimales, en tanto que seres humanos, tendrán ciertos rasgos importantes de comportamiento en común. Algunos universales humanos –rasgos de comportamiento social que siempre aparecen, en toda forma de vida humana- son de lo más significativos, hasta el punto de que el autor utiliza el concepto de “pueblo universal” referido a lo que sería el arquetipo del ser humano en estado de naturaleza previo a las transformaciones culturales del Neolítico en adelante. Ese ser humano en estado de naturaleza seguirá existiendo de forma intuitiva también en el hombre civilizado porque tales rasgos estarían determinados por la constitución genética del Homo sapiens.

  Por ejemplo, tenemos la distinción de las gamas de los colores. En todas las culturas de todos los pueblos se diferencian los mismos colores.

La clasificación del color no segmenta arbitrariamente un continuum (Capítulo 1)

  Determinadas reglas gramaticales y de vocabulario (recordemos la “gramática universal”)

Ningún idioma tiene las palabras “malo” y “no malo” sin que exista la palabra “bueno” (Capítulo 3)

El pueblo universal emplea nociones lógicas elementales como “no” “y” “lo mismo”, “equivalente” y “opuesto”. Distinguen lo general de lo particular y las partes de sus todos. (Capítulo 6)

  La institución matrimonial

El matrimonio, en el sentido de una persona que tiene públicamente reconocido el derecho a acceso sexual a una mujer elegible para tener hijos está institucionalizado entre el pueblo universal. (Capítulo 6)

  Y las personalidades abstractas que solo pueden surgir de la previa concepción del “individuo” como entidad independiente del grupo social.

El pueblo universal tiene un concepto de la persona en su sentido psicológico. Se distingue el “yo” de los demás, y se puede ver el “yo” tanto como sujeto como objeto. No se ve a la persona como a un receptor del todo pasivo de la acción externa, tampoco se ve al “yo” como del todo autónomo. Hasta cierto grado, se considera a la persona como responsable de sus acciones. Se distinguen las acciones que están bajo control de aquellas que no. [El pueblo universal] comprende el concepto de intención. Sabe que la gente tiene una vida interior privada, tiene recuerdos, hace planes, escoge entre alternativas y toma decisiones (a veces no sin sentimientos ambivalentes). Se sabe que la gente puede sentir dolor y otras emociones. Se distinguen los estados mentales normales de los anormales (Capítulo 6)

El pueblo universal reconoce la personalidad social: identidades sociales que implican identidades colectivas diferenciables de los individuos que las forman. La distinción entre personas e individuos implica [también] la entificación de las primeras: se habla de entidades que pueden actuar y sobre los que se puede actuar, tales como cuando decimos, por ejemplo, que la Legislatura (una entidad social) castiga a la Universidad (otra entidad social) (Capítulo 6)

  Una circunstancia fortuita ha permitido confirmar que muchos rasgos de comportamiento social son universales: el descubrimiento por el Viejo Mundo de la América precolombina

La impresionante similitud de desarrollos en el Antiguo y el Nuevo mundo [es] evidencia de las fuerzas uniformes en acción en lugares aislados y de una variedad de fuentes que impulsaban materiales que daban lugar a la asunción de los universales o que demostraban su realidad. Se encontraban explicaciones para los universales en la biología y psicología humanas, y en uniformidades de interacciones sociales y situaciones medioambientales  (Capítulo 3)

  Y por tanto

Si unos Adán y Eva experimentales pudieran de alguna forma ser criados aparte de la cultura humana sus descendientes al cabo de pocas generaciones tendrían sociedades y culturas que replicarían el patrón universal –porque el patrón es nuestra naturaleza (Capítulo 3)

  Los intentos de los eruditos por establecer cuáles son los universales humanos en particular han dado lugar a muy largas y variadas listas de rasgos de conducta humanos. En cualquier caso, este modelo universal nos hace ver la igualdad entre todos los seres humanos y ello hace en cierto modo prescindible el bienintencionado prejuicio del relativismo cultural, que en su momento tuvo incluso efectos sociales beneficiosos porque combatía el racismo, el sexismo y otros sesgos opresivos que señalaban a determinadas culturas como superiores o inferiores por la supuesta constitución psíquica innata de sus integrantes.   

  En lo que a la armonía social se refiere, tenemos clara, cuando menos, la existencia de la universalidad de las emociones humanas, y esto, desde el punto de vista del progreso moral, supone el punto de partida imprescindible.

Hay expresiones faciales de emociones universales (Capítulo 1)

  Las emociones (ira, pena, alegría…) expresan nuestra actitud en las relaciones sociales. Son la base, por tanto, también de la moralidad, ya que podemos construir expectativas de cómo reaccionarán nuestros “semejantes” bajo determinadas circunstancias: sabemos que pueden llegar a sentirse airados, avergonzados o confortados si actuamos de determinada manera.

  Por otra parte, en otro tiempo la supuesta variabilidad cultural propia de una humanidad que parte de la condición de “tabula rasa” había alentado posibilidades futuras a partir de un pasado poblado de todo tipo de realidades sociales que en cierto momento podían volver a florecer. Por ejemplo, el “buen salvaje” ancestral que vivía en paz con la naturaleza y con sus semejantes. O las sociedades matriarcales.

  Pero la conclusión del registro arqueológico y etnográfico nos ha mostrado una vez más los límites.

Cuando las antropólogas feministas dicen ahora que no hay evidencia sustancial de que [sociedades dominadas por mujeres] hayan existido nunca (…) esa conclusión tiene un cierto peso (Capítulo 2)

  Y lo mismo se puede decir del “buen salvaje”, ya que no existen registros de sociedades primitivas completamente pacíficas y prósperas: siempre vivieron en la precariedad.   

    También sabemos que Freud se equivocaba en su idea de que el incesto es un impulso natural reprimido por un tabú de origen cultural.

El incesto es tabú por la misma razón que el bestialismo y el parricidio lo son: no porque exista una tendencia general a cometerlos sino porque los individuos reaccionan contra lo que va contra los sentimientos generales  (Capítulo 5)

  Westermarck parece que tenía razón. Al fin y al cabo, los animales en su medio natural no practican el incesto (a veces sí sucede así con los animales domésticos).

  Por lo tanto, sabemos ciertas cosas que antes no sabíamos acerca de nuestra naturaleza. Sabemos que los cambios culturales pueden producirse, pero sabemos hasta qué punto están predeterminados por nuestra constitución hereditaria.

  La misma concepción de un “pueblo universal” nos alienta a convivir con esperanzas realistas de una armonía futura y ya hoy nos ofrece una guía de actuación a ese respecto. No es posible hallar respuesta a los graves problemas existenciales sin una concepción de cuál es nuestra naturaleza humana compartida.

Las cuestiones que surgen de los “universales”, sobre todo la cuestión de la naturaleza humana, encontrará sus respuestas y sus implicaciones en el pensamiento y el estudio que abarcan los ámbitos de la biología, las ciencias sociales y las humanidades. Buscar respuestas a estas cuestiones nos llevará a un relato más verdadero de lo que es la humanidad y de quienes somos nosotros (Capítulo 7)

Lectura de “Human Universals” en McGraw Hill 1991; traducción de idea21

sábado, 15 de enero de 2022

“Irracionalidad”, 2019. Justin E. H. Smith

  La racionalidad supone la gran esperanza de la humanidad: un criterio común que nos permitiría unirnos en la acción para beneficio de todos.

Esta es la historia de la racionalidad, y en consecuencia también de la irracionalidad: exaltación de la razón y un deseo de erradicar su opuesto; la inevitable resistencia de la irracionalidad en la vida humana y quizá especialmente –o, al menos, especialmente problemática- en los movimientos que se crearon para eliminar la irracionalidad (Preámbulo)

  En su libro, el filósofo Justin E H Smith nos muestra, por una parte, que persiste la irracionalidad, pero, además, que lo que muchas veces vemos como racionalidad resulta un disfraz de la misma irracionalidad, porque muchos planteamientos irracionales utilizan argumentaciones que pretenden ser lógicas.

La lógica ha sido concebida durante gran parte de su historia como, por decirlo así, la ciencia de la razón (Capítulo 1)

Se acepta (…) que si quieres que tus afirmaciones sean tomadas como ciertas, debes probar que son ciertas por una combinación de datos empíricos e inferencias válidas. Los creacionistas [por ejemplo,] han aceptado las reglas del juego tal como son definidas por los evolucionistas. Han acordado jugar su juego en el terreno de la ciencia (Capítulo 5)

  Estamos lejos, por tanto, de las primeras esperanzas del racionalismo.

  Leibniz (…) creía, evidentemente con sinceridad, que si simplemente lográramos diseñar un lenguaje artificial adecuado, con todos nuestros términos rigurosamente definidos, no habría más conflictos, desde las pequeñas riñas familiares a las guerras entre imperios. Simplemente podríamos, en cualquier momento en que aparecieran los primeros signos del conflicto, declarar: “¡calculémoslo!” (…) [Pero] más bien queremos sacar adelante nuestro caso con la ayuda de nuestras pasiones, nuestra imaginación y cualquier otra pantalla de humo que tengamos a nuestra disposición contra nuestros enemigos, para desconcertarlos y confundirlos (Capítulo 1)

  El ideal de la razón puede o no ser adecuado, pero algo cierto es que hoy por hoy el mundo no se rige por la razón, que la irracionalidad es propia del comportamiento humano y podemos encontrar ejemplos de ello en todas partes. La irracionalidad es, en muchos aspectos, mucho más humana, más propia de nuestras inclinaciones.

Sueños, ficciones y creación artística en general son variedades del mismo género que implican sumisión a la clase de fantasías a las cuales la mente se inclina de forma natural y que la razón exige que mantengamos a raya. Nos llevan a otros mundos, a otras posibilidades, mientras que la razón nos dice que solo hay un mundo. Vivir según la razón es vivir en ese mundo que es común y compartido, mientras que entregarnos a la sinrazón, tanto despiertos como dormidos, es derivar a un mundo privado y no compartido (Capítulo 4)

  Smith hace referencia a irracionalismos de nuestro tiempo. Por supuesto, la elección de Trump como Presidente de Estados Unidos en 2016… y se anticipa a lo que luego sería, durante la pandemia covid, el negacionismo de las vacunas.

La irracionalidad estructural que ha permitido a Trump acabar donde nunca debía haber acabado es del tipo que en parte canaliza la irracionalidad de los miembros individuales de la sociedad, reunidos por ideología irracional, por fantasías que tienen sentido solo en tanto que no están sometidas a un escrutinio racional (Capítulo 8)

Es más plausible afirmar que las vacunas causan autismo que afirmar que la tierra es plana, pero ambas posiciones parecen estar motivadas no tanto por el contenido de sus afirmaciones relevantes y la evidencia en la que se basan estas teorías como porque desconfían de la autoridad de la élite (…) La gente en general no aprecia tener fluidos biológicos extraños inyectados en su sistema sanguíneo y con buena razón: normalmente aceptar tales mezclas es arriesgar la enfermedad y la muerte. y nuestra revulsión y evitación han evolucionado sin duda como mecanismos de supervivencia, racionales a su manera, como  adaptaciones. El miedo a las vacunas a este respecto es comparable al miedo a los murciélagos insectívoros o a los extraños que por la noche se acercan a nosotros en la noche (Capítulo 5)

  La conclusión más útil de esta reflexión sobre la irracionalidad tiene que ver con la moralidad.

La irracionalidad es tanto un asunto moral como cognitivo (Capítulo 8)

  El criterio de uso de la lógica en la racionalidad humana busca un punto de encuentro entre todas las sensibilidades y es por lo tanto de contenido moral. La empatía y el altruismo son posicionamientos lógicos y racionales puesto que satisfacen necesidades afectivas humanas y en tanto que es evidente que cada individuo es equiparable al semejante y no es posible vivir una vida realmente humana si no es en armonía con nuestros iguales... por no hablar de los enormes beneficios materiales que se obtendrían dentro de una sociedad altruista.

Hay una larga tradición en la filosofía, asociada sobre todo con Sócrates, de que todo error intelectual es un error moral, y viceversa: actuar inmoralmente es actuar desde un juicio intelectualmente insustancial y, correspondientemente, equivocarse es haber fallado, de una forma moralmente culpable, en buscar el conocimiento que nos habría permitido evitar el error (Capítulo 9)

   Contamos con el esclarecimiento guiado por la razón que nos lleva a conocer mejor nuestro entorno en la medida en que poseemos los medios materiales para ello. En la civilización contemporánea, en teoría, hemos dado nuestra confianza a la comunidad científica.

La electricidad puede (…) pasar de un momento de la historia a otro, por la línea de demarcación entre lo sobrenatural y lo natural (Capítulo 4)

  Pero la irracionalidad siempre tendrá su espacio en las relaciones sociales. Ceder a la irracionalidad es “mucho más humano” que confiar en la estadística y el consenso de los técnicos guiados por la lógica de la evidencia.

¿Por qué los aerófobos normalmente aceptan el hecho de que están siendo irracionales, mientras los racistas construyen un caparazón tan espeso con sus pseudohechos protectores? Parece que la diferencia está en que sufrimos nuestra turbulencia aérea solos, muy solos, mientras que los racistas convierten su sufrimiento ante el pensamiento de la existencia igual de otros que no son como ellos, en alegría y solidaridad dentro de una comunidad de personas. (Capítulo 2)

  Es decir, los prejuicios irracionales se desarrollan en un entorno social: las creencias en lo sobrenatural o las creencias raciales o del radicalismo político se viven en comunidad. El que sube a un avión confortado por la lectura de las estadísticas acerca de los escasos accidentes aéreos y el que sube inquieto porque se deja llevar por sus miedos irracionales están equiparados en tanto que afrontan estas circunstancias en soledad, pero quienes se agrupan en Iglesias que sostienen la existencia de milagros y el poder de la oración cuentan con una enorme fuerza que les permite expandir sus creencias mucho más allá de donde pueden hacerlo la “superstición” o la “aprensión” que se viven en solitario.

  Las creencias políticas disponen de ese poder tanto como las religiones. El autor se refiere, por supuesto, al populismo de Trump en Estados Unidos.

[Se trata de] un movimiento que alegremente rechaza hechos y argumentos a favor de sentimientos, de la identificación apasionada de grupo y de la prospectiva titilante de una lucha: en una palabra, de la irracionalidad (Capítulo 6)

  Pero en Europa está también el caso del disparatado movimiento independentista catalán que, contra toda evidencia, equipara su movimiento a la lucha por los derechos humanos, que asegura que verá reconocido -¡algún día!- su “derecho a la autodeterminación” por la comunidad internacional y que afirma que su intento de secesión unilateral en el año 2017 fue un ejemplo de democracia. 

  Y todo esto sucede en una época en la cual se ha alcanzado un altísimo nivel educativo y contamos con redes de comunicación e información de una amplitud hasta hace poco desconocida. Pero ¿es quizá tal abundancia de redes sociales necesariamente una ventaja para la racionalidad?

En el discurso online (…) el discurso moderado se castiga no siendo apoyado; los algoritmos invisibles de Facebook y Google te dirigen al contenido con el que estás de acuerdo, y las voces inconformistas se callan por miedo a ser atacadas o recibir enemistad (Capítulo 7)

    El autor, por lo demás, no se olvida del irracionalismo de otros tiempos. Nos recuerda cuando el apasionamiento no buscaba encubrirse en coartadas. Cuando Tertuliano afirma lo de "Credo quia absurdum", y siglos después, en un sentido semejante, el romanticismo existencial de Kierkegaard.

Para estos pensadores [irracionalistas religiosos] uno no defiende la fe religiosa contra la razón científica argumentando que no es absurdo o que sus hechos están mejor fundados que los hechos defendidos por la ciencia, sino más bien abrazando su absurdidad como prueba de su mucho mayor importancia que lo que pueda ser comprendido por la razón humana (Capítulo 5)

  Hasta cierto punto, este tipo de irracionalidad es lógica: si creemos en lo sobrenatural, no debemos esperar que tal tipo de fenómenos -de existir...- se desarrollen de la misma forma que los de tipo natural… Pero, por encima de todo, no es tanto la coherencia de creer en lo sobrenatural lo que nos aleja de la lógica, sino la necesidad de mantener el ardor apasionado de las creencias que nos vinculan poderosamente. Porque, una vez comprometidos en una creencia ¿cómo hacer depender nuestro compromiso de los fríos datos objetivos de la evidencia lógica observable?, ¿y si una sola evidencia lo echa todo abajo?

Es el misterio, la imposibilidad de que lo que se afirma sea cierto lo que mantiene a los creyentes volviendo una y otra vez, creyendo. (Capítulo 5)

     A este respecto, no viene mal recordar fenómenos como la “reducción de la disonancia cognitiva”… y que aún hay algunos filósofos actuales no muy lejos de estos planteamientos. 

    Finalmente, hay que aclarar qué hay de cierto en lo que parece existir de “inhumano” en el racionalismo. Por ejemplo, parece evidente que cierto racionalismo, el propio del “Homo economicus”, está relacionado con el comportamiento animal. Y, lejos de Dios ¿no resultamos ser nosotros simples animales también, de impulsos primarios y groseros (así lo vio la pobre humanidad de Occidente a mediados del siglo XIX, con las revelaciones de Darwin)?

La racionalidad implica determinaciones hechas por actores individuales con el fin de mejorar su propia situación individual: la idea de que es racional, por ejemplo, buscar a largo plazo el propio bienestar económico y la propia salud. Este ha sido el modelo por defecto de racionalidad en la mayor parte de la investigación económica y el puntal de la teoría llamada de la elección racional (Capítulo 9)

    Pero esto es un juicio precipitado. En realidad, no hay “Homo economicus”. La idea del individuo como mero actor egoísta y rapaz en la búsqueda de bienes y prestaciones en constante conflicto con la totalidad de sus semejantes que se los disputan no corresponde a lo que sabemos del comportamiento social del “Homo sapiens”, cuya existencia plena está más bien en las relaciones afectivas y empáticas que establece con sus allegados (que pueden ser muchos). No hay racionalidad en el estilo de vida del psicópata, que es más bien víctima de un trastorno.

   La conclusión es que no hemos de rendirnos a nuestros impulsos irracionales por su efecto inmediato o so pretexto de que la irracionalidad es más plenamente humana.

La racionalidad [de Ulises en el episodio de las sirenas] implica el desarrollo de medios efectivos para controlar la irracionalidad (Capítulo 9)

  El viejo Homero nos dio una lección, y la disciplina –si no “ciencia exacta”- de la psicología nos da un método y una visión lúcida de nuestra naturaleza. Conocer racionalmente nuestra racionalidad y nuestra irracionalidad es algo que queda al alcance de los seres sociales civilizados.

 Lectura de “Irrationality” en Princeton University Press 2019; traducción de idea21

miércoles, 5 de enero de 2022

“Altruismo patológico”, 2012. Oakley, Knafo, Madhavan y D. S. Wilson (Editores)

  El altruismo es la mejor oportunidad que tiene el ser humano para aprovechar sus capacidades cooperativas. El que actúa por el bien ajeno se encuentra en la mejor posición para evaluar las necesidades comunes (puesto que entre altruistas el propio bien se valora tanto como el de otros… dado que los otros también actúan de forma altruista). Sin embargo, puede considerarse que el desarrollo del altruismo se produce estimulando la empatía y que con ello entramos en el mundo de las emociones, las pasiones y, lo peor de todo, los impulsos inconscientes. Inevitablemente, podría darse el caso de que el altruismo llegue a ser patológico.

Una definición funcional del altruista patológico [es la de] (…) una persona que sinceramente se compromete en lo que pretende que sean actos altruistas, pero que daña a las mismas personas que trata de ayudar, frecuentemente de manera no anticipada; o que daña a otros, o que irracionalmente se convierte en víctima de sus propias acciones altruistas (Capítulo 1)

  El libro "Altruismo patológico", editado por la científica polímata Barbara Oakley, el psicólogo Ariel Knafo, el ingeniero biomédico Guruprasad Madhavan y D. S. Wilson es una suma de breves ensayos a cargo de diversos autores y de muy variado contenido -a veces contradictorios-, en torno a los casos que pueden darse de altruismo patológico y la forma en que tales actitudes pueden ser prevenidas o contrarrestadas. 

El altruismo patológico puede ser dividido en tres tipos, basándose en la motivación y sus consecuencias. El primero es la preocupación por los demás que puede ser benéfica para los receptores pero que incurre en un desproporcionado coste para el presunto altruista que puede tener entonces dificultades para llevar una vida normal. El segundo tipo es el altruismo descarriado, en el cual acciones que están motivadas por el deseo de beneficiar a otros son inefectivas o contraproducentes para ese beneficiario. El tercer tipo de altruismo patológico, dramáticamente ilustrado por los terroristas suicidas, se caracteriza por una intención destructiva si bien con la meta final de mejorar al mundo o al menos la comunidad del perpetrador (Capítulo 11)

  Dentro del caso del daño para el propio actuante altruista conocemos visiones culturales que, por ejemplo, consideran el suicidio como acto altruista.

Para los japoneses, algunas formas de suicidio son patológicas, mientras que otras no (Capítulo 21)

  Más habitual –rayando el masoquismo- está el caso de la codependencia.

Codependencia [es] la necesidad de complacer a otros a expensas de la persona codependiente  (Capítulo 4)

   En este tipo de actitudes autodestructivas –por ejemplo, parejas sexuales que se dejan explotar y maltratar por el cónyuge-, más que referencias al altruismo parece oportuno señalar el caso de las “adicciones internas”, un campo poco estudiado.

Los investigadores se han retraído de estudiar la estimulación interna a favor de las estimulaciones externas, como la ludopatía y las drogas (Capítulo 5)

  La dependencia puede ser un tipo de adicción en el sentido de que una necesidad de relaciones sociales –que a veces tomará la apariencia de acción altruista- aparece como incontrolable, sean cuales sean las consecuencias para la persona dependiente.

  Un ejemplo notable de estas actitudes en buena medida “adictivas”, más allá de la codependencia, es un comportamiento antisocial de apariencia altruista muy relacionado también con la dependencia de las relaciones personales: el “animal hoarding” (también conocido como "síndrome de Noé") de quienes cuidan de gran número de animales domésticos con graves consecuencias.

Al ver a sus animales como extensiones de ellos mismos, los guardadores de animales no reconocen ni comprenden si o cómo esos animales pueden tener necesidades diferentes de las suyas (Capítulo 8)

   Veamos otro punto de vista en el cual el altruismo no se asocia necesariamente con la prosocialidad.

Altruismo patológico  puede ser una contradicción en términos. No lo es precisamente porque el altruismo humano, que es el tema de este libro, necesariamente muestra solo consideración de los demás, no necesariamente acción benéfica para ellos. Las acciones de una persona pueden dañar a otros a los que se tiene en gran consideración, sea por un mal juicio o porque se pretende beneficiar a una tercera parte, no los objetos inmediatos de la acción. Piensen en los terroristas suicidas (Introducción)

  La “consideración” es una manifestación clara de la dependencia social de todos los individuos, mientras que la acción benéfica parte de un comportamiento racional empático y prosocial. Podemos imaginar todo tipo de situaciones en las cuales las necesidades sociales de acompañamiento, de apego o de posesión den lugar a comportamientos nada empáticos (por ejemplo, forzar a un allegado a acompañarnos contra su voluntad, haciendo uso del “chantaje emocional”). ¿Qué es propiamente altruismo, entonces?

    Y, finalmente, tenemos el concepto de “sobresocialización”:

Los sorprendentes niveles de obediencia en los genocidios más graves no reflejan deficiencias en autocontrol sino que sugieren una sobresocialización de la función ejecutiva interna por jerarquías sociales externas (Capítulo 16)

  En todo caso se da una cierta apariencia de altruismo, pero no está tan claro que la motivación del que actúa tenga que ver con el deseo de beneficiar a otros. Sin embargo, en la llamada “culpa patológica” entramos en otro tipo de cuestionamiento del altruismo.

Creencias patológicas relacionadas con la causalidad producen la experiencia implícita de culpa. Cuando la gente falsamente cree que su propio bienestar está directamente relacionado con la desgracia de otros (Capítulo 2)

La culpa del superviviente se refiere a la emoción que experimenta la gente cuando sobrepasan a otros y creen que por ello están hiriendo a los que son menos exitosos, simplemente por la comparación (…) [Sin embargo,] los resultados [de un experimento de psicología social al respecto] demostraron el papel positivo de la culpa del superviviente a nivel de grupo. (Capítulo 2)

  La contradicción aparente entre el daño que sufre el que experimenta sentimiento de culpa y el beneficio a nivel de grupo es una realidad con la que volveremos a encontrarnos en otros casos: el altruismo parece ser siempre beneficioso, pero las condiciones sociales que conocemos hasta hoy rara vez se adaptan a su desarrollo sistemático, de modo que en muchas ocasiones el que actúa de forma altruista se ve obstaculizado para ponderar cuáles deben ser sus criterios a la hora de considerar el bienestar ajeno y las consecuencias finales de sus actos.

    Un  recurso para defendernos de estas situaciones es la “dispasión”, que también ayuda para evitar la “fatiga empática”.

De forma contraintuitiva, parece que desarrollar la dispasión –la capacidad para desplazarnos emocionalmente de una situación que despierta nuestras respuestas primarias de control emotivo- es vital para ser capaces de ayudar a los otros (Capítulo 17)

  En conclusión, lo problemático no sería que se dieran comportamientos adictivos, de sobresocialización o de exceso del sentido de culpa, sino que el altruismo genuino llegue a ser antisocial –que no promueva la cooperación efectiva y benevolente.

  Por una parte, no hemos de olvidar que la evolución cultural crea adaptaciones dependientes del contexto cultural mismo. 

Rasgos que cuentan como adaptativos en el sentido evolutivo pueden ser dañinos para otros e incluso a uno mismo a largo plazo (Capítulo 31)

  El altruismo siempre será adaptativo en un contexto racional, pero no en uno basado en las tradiciones de violencia y egoísmo. Es el altruismo no correspondido el que puede ser dañino cuando menos para los altruistas. Sin embargo, nos encontramos con opiniones directamente negativas contra el altruismo en sí.

La búsqueda de santos debería ser dejada a la religión, no a la ciencia. Si se dieran estos verdaderos altruistas, ¿qué diría eso de nosotros? Todos los demás se sentirían probablemente peor. Más vergüenza, más culpa. Si aceptamos que ese verdadero altruismo no existe, nadie se preocuparía de hacer comparaciones envidiosas con los santos. (Capítulo 30)

  Este comentario resulta chocante porque, de ser así, significaría que ningún progreso moral es posible debido a las molestias psicológicas que creara en quienes sufran de mala conciencia. Sin embargo, el progreso moral, incluyendo el verdadero altruismo o incluso la santidad, puede proporcionar todo tipo de ventajas al conjunto de la sociedad que compensarían semejantes inconvenientes transitorios para unos pocos.

  El altruismo puede ser tan gratificante como demostradamente lo es la compasión, que tanto tiene que ver con él. En realidad, la prosocialidad –mayor cooperación social- no es el objetivo del altruismo sino un “efecto colateral” de éste. Es la sociedad en su conjunto la que tiene que favorecer las actitudes altruistas, pero las motivaciones altruistas siempre son personales o, cuando menos, desvinculadas del conjunto de la sociedad convencional.

Debido a que los altruistas tienen más empatía y se preocupan más por los otros, pueden estar inclinados a ser más confiados y no poner atención a los riesgos, lo cual a su vez los hace blancos más atractivos para los criminales. (Capítulo 14)

  Y en consecuencia, en un contexto social determinado –un entorno de agresión y rapacidad-, el altruismo podría ser también considerado patológico. Ello no obsta para que “altruistas patológicos” –que parezcan tales por su excepcionalidad- puedan sentar las bases de los cambios morales futuros. Pensemos en la natural tendencia a “desertar” en un circuito de cooperación –tipo “juego de bienes públicos”- y cómo se pueden desarrollar tendencias menos egoístas y más productivas para la comunidad en su conjunto.

Un solo altruista patológico puede obliterar la ventaja evolutiva de los desertores, dejando que otros ignoren la tentación de engañar y se conviertan, ellos mismos, en cooperadores. Por tanto, generan un efecto mesiánico que se expande a toda la comunidad  (Capítulo 23)

  Por encima de todo, el altruismo puede ser beneficioso para el mismo altruista con independencia de las consecuencias materiales para otros.

La teoría relacional considera que el yo es intrínsecamente relacional y que en consecuencia la empatía y el altruismo son fundamentalmente e intrínsecamente gratificantes (Capítulo 11)

    De todos los beneficios que puede recibir una sociedad de la actitud altruista, el quizá más importante sería la extensión de la confianza. Una sociedad donde la confianza está extendida favorece enormemente la cooperación. Sin embargo, como siempre, los primeros altruistas son los que más se arriesgan.

   No hemos de extrañarnos de que la cultura en un momento determinado señale pautas de comportamiento como patológicas. La pederastia o el sadismo, por ejemplo, no eran patológicos en otras épocas de la misma forma en que tal vez en un futuro la idea de “altruismo patológico” sea muy modificada con respecto a lo que se expone en esta recopilación de ensayos.

Lectura de “Pathological Altruism” en Oxford University Press, 2012; traducción de idea21