lunes, 25 de febrero de 2019

“Los condenados de la tierra”, 1961. Franz Fanon

  En 1961 se publicó un libro fuera de lo común, “Los condenados de la tierra”, que implicaba una novedosa visión de la humanidad. Aparentemente, se trata de un libro político,  representativo del pensamiento revolucionario tercermundista, pero su trascendencia es mucho mayor como fenómeno humano al universalizar la condición del individuo más allá de las élites ilustradas, es decir, aquellas que escriben libros y a quienes se suelen dirigir los libros. En ese sentido, “Los condenados de la tierra” va también más allá del “Manifiesto del Partido Comunista” de Marx en 1848: da voz al ser humano real, al que antes era esclavo, siervo, “salvaje”. El que era iletrado, ignorante; el que estaba embrutecido, silenciado, socialmente incapacitado. El que ni siquiera es “proletariado”, a lo más, “lumpenproletariado”.

   El “Tercer Mundo” (las grandes masas depauperadas de los países más poblados y más pobres… que toman conciencia de su existencia en un mundo global) es un fenómeno nuevo, sin precedentes, que explícitamente pretende romper con toda la tradición cultural “universal”. Que hasta entonces era universal.

Decidamos no imitar a Europa y orientemos nuestros músculos y nuestros cerebros en una dirección nueva. Tratemos de inventar al hombre total que Europa ha sido incapaz de hacer triunfar. (…) El Tercer Mundo está ahora frente a Europa como una masa colosal cuyo proyecto debe ser tratar de resolver los problemas a los cuales esa Europa no ha sabido aportar soluciones.

   La propuesta de Fanon, psiquiatra, hombre de raza negra en una época de tremendo racismo, surgido, por tanto, de la “humanidad profunda”, aparece como una alternativa revolucionaria al desarrollo de la civilización.

La descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización realmente es creación de hombres nuevos

  Si Europa era la vanguardia del avance social, ahora la voz de “Los condenados de la tierra” pretende reconciliar a la humanidad con su auténtica naturaleza universal. En realidad los “hombres nuevos” no son aún a quienes se dirige este libro: antes existe el hombre ancestral al que una conciencia de sí mismo como partícipe dentro de una realidad social universal convertirá –tal vez- en ese “hombre nuevo”.

   Jean Paul Sartre escribirá en el prólogo de tan sorprendente obra: "Nos servirá la lectura de Fanon; esa violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose.(…) Este libro no (…) se dirige a nosotros(…) [Pero] también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros."

   Por supuesto, los planteamientos revolucionarios de Fanon fracasaron totalmente, pero ¿es posible que la solidaridad ante el sufrimiento humano fracase sin fracasar por ello el proyecto humano en su totalidad? Porque es cierto que las doctrinas humanistas occidentales contemporáneas se han constituido sobre la hipocresía de la explotación de los pueblos “bárbaros”, de forma no muy diferente a como platónicos y estoicos justificaban la esclavitud.

   Fanon, aunque defiende una revolución de terminología marxista, sostiene que se ha inspirado directamente en la sabiduría popular de los pueblos tradicionales e incluso se apoya en la capa más denostada de la clase popular –el lumpenproletariado. Sus objetivos afirma que son humanistas, democráticos y en cierto modo libertarios.

Hay que luchar tenazmente a fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de un líder. (…) El conductor del pueblo ya no existe. Los pueblos no son rebaños y no tienen necesidad de ser conducidos.

La tradición quiere que los conflictos que estallan en una aldea sean debatidos en público. Autocrítica en común, sin duda, con una nota de humor, sin embargo, porque todo el mundo se siente sin presiones, porque en última instancia todos queremos las mismas cosas.
            
Esta nueva humanidad, para sí y para los otros, no puede dejar de definir un nuevo humanismo.

    En la época de Fanon, combatiente y dirigente de la guerra de Argelia –a pesar de no ser argelino-, la lucha por la descolonización ha hecho despertar la conciencia social de pueblos en muchos casos de tradiciones iletradas. Pero sus hombres y mujeres son tan humanos como los sofisticados europeos. Desecharlos por carecer de “falta de preparación”, por ser “inmaduros” o “primitivos” sería rechazar la misma condición humana.  Uno de los principales objetivos de la crítica de Fanon es  la “burguesía de los colonizados” que pretende igualarse a los europeos y educar a los pueblos descolonizados para que alcancen el nivel educativo y cívico de los habitantes de la metrópoli. Hacer esto, sostiene, sería dar la razón al dominio del “civilizado” sobre el “primitivo”, por eso solo se puede reafirmar la superioridad de la esencia humana que existe en las culturas tradicionales, el ser humano real, auténtico.

   En cierto modo, Fanon es un rousseauniano de la lucha de clases. La militancia política, el Partido, los comisarios políticos, serían una mera ayuda a recuperar la armonía originaria…

El campesino que se queda defiende con tenacidad sus tradiciones y, en la sociedad colonizada, representa el elemento disciplinado cuya estructura social sigue siendo comunitaria. Es verdad que esta vida inmóvil, crispada en marcos rígidos, puede dar origen episódicamente a movimientos basados en el fanatismo religioso, a guerras tribales. Pero en su espontaneidad, las masas rurales siguen siendo disciplinadas, altruistas. El individuo se borra ante la comunidad. (…) Oímos decir frecuentemente a los campesinos que la gente de la ciudad carece de moral.

Nos encontramos con una estrategia de lo inmediato, totalitaria y radical. El fin, el programa de cada grupo espontáneamente constituido es la liberación local. Si la nación está en todas partes, está aquí. (…). El pueblo, en esa marcha continua que ha emprendido, legisla, se descubre y quiere ser soberano. Cada punto despertado así del sueño colonial vive a una temperatura insoportable. Una efusión permanente reina en las aldeas, una generosidad espectacular, una bondad que desarma, una voluntad nunca desmentida de morir por la "causa". Todo esto evoca a la vez una secta, una iglesia, una mística. Ningún indígena puede permanecer indiferente a este nuevo ritmo que arrastra a la nación.

El pueblo comprende que la riqueza no es el fruto del trabajo, sino el resultado de un robo organizado y protegido.  (…) Los comisarios políticos han tenido que decidir que ya nadie trabajaría para nadie. La tierra es de quienes la trabajan (…) Se advirtió entonces que el rendimiento por hectárea se triplicaba

   Por supuesto, todo era un sueño. Un sueño que se convertiría para muchos en pesadilla. Entregar la tierra a “quienes la trabajan” jamás aumentó el rendimiento por hectárea, más bien lo contrario.

  Y, lo peor de todo, tampoco esto es cierto:

Cuando escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la mano sobre el corazón, que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos subdesarrollados, no temblamos de agradecimiento. Por el contrario, nos decimos, "es una justa reparación que van a hacernos".

Lo que el colonizado obtiene por la lucha política o armada no es el resultado de la buena voluntad o del buen corazón del colono, sino que traduce su imposibilidad para demorar las concesiones.

  Hasta que llega el liberalismo de finales del siglo XIX ningún pueblo colonizado triunfó jamás sobre los colonizadores, igual que ninguna rebelión de esclavos, la de Espartaco o la de cualquier otro, jamás triunfó en la Antigüedad. Jamás las clases desposeídas, ni los pueblos ni las razas desposeídas, han conquistado la libertad por sí mismos. Han sido siempre las clases dirigentes, los amos, las que han hecho concesiones como consecuencia o subproducto de su cambio de concepción civilizatoria. Aunque Franz Fanon se indigna –con razón- de los abusos y crueldades de los colonizadores durante la guerra de Argelia, si los franceses hubieran utilizado entonces los métodos equivalentes de la antigua Roma, ningún colonizado rebelde hubiera podido alzarse con el triunfo. Y tampoco ninguno de ellos habría sobrevivido para contarlo en un libro…

   A este respecto, Sartre también se equivoca cuando, en el prólogo, sigue la conocida tesis de que el capitalismo abolió la esclavitud por ser económicamente ineficiente: "cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba por costar más de lo que rinde. Por esa razón los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena". Como defensor durante muchos años del régimen soviético de Stalin, mejor que nadie Sartre tendría que haber sabido que la utilización de “hombres de corral”, esclavos, ha demostrado adaptarse a los tiempos modernos y ser económicamente rentable.

    El indígena colonizado, como el esclavo romano, desapareció como consecuencia de la civilización (los efectos de la civilización en la metrópoli del mismo colonizador), no por un cálculo económico… y mucho menos por la victoria militar de los colonizados. El humanitarismo es un subproducto del desarrollo social y económico de las clases superiores. En esto, el desarrollo económico de Inglaterra es el ejemplo clásico: el movimiento de la abolición de la esclavitud por los ilustrados británicos (más cristianos en origen que los deístas ilustrados franceses) no obedeció a intereses financieros, sino que más bien forzó a los capitalistas a buscar alternativas provechosas viables.

    Nada es blanco ni negro en el proceso evolutivo. Los cambios son pequeños a simple vista. Para Fanon y Sartre, los colonizadores de la década de 1950 podían ser equiparables a las clases opresoras de la Antigüedad, pero la realidad cultural en evolución de las metrópolis colonizadoras era  diferente de la misma manera que la clase superior burguesa era diferente a los patricios romanos: el cambio de moralidad afectaba a todos... no solo a Jean Paul Sartre. Esto entonces no se comprendió. Había demasiada ira –siempre la ha habido y siempre será “demasiada”- entre los oprimidos y despreciados, los “condenados de la tierra”.

El colonizado que decide realizar ese programa, convertirse en su motor, está dispuesto en todo momento a la violencia. Desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta.

La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora

    Medio siglo más tarde, la ira contra el superior, contra el que goza de bienes que todos desean y se muestra indiferente ante la frustración del otro, sigue latente en el mundo pese a los impresionantes cambios económicos (los cuales hace ya decenios que podían haber erradicado la pobreza y precariedad extremas). El fundamentalismo islámico del siglo XXI, no nos quepa duda, tiene mucho que ver con la ira de Franz Fanon

  En su recordado prólogo, Sartre señala también la vertiente moral de la rebelión del Tercer Mundo: "Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre. (…) Tengan el valor de leerlo: porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como ha dicho Marx, es un sentimiento revolucionario". Los colonialistas podrían haber objetado que allí ya se asesinaba antes de que llegaran los europeos. Sin embargo Fanon hace numerosas referencias a la armonía campesina de las aldeas tradicionales para pretender demostrar la naturaleza pacífica de la sociedad tradicional. Incluso refiere que la violencia en estas “primeras naciones” está relacionada  con el colonialismo

Se verá al colonizado sacar su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual. Las luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en la memoria.

   De ese modo, la lucha contra la colonización sería una oportunidad para liberar el alma del embrutecimiento. Sería una ira sanadora, una justicia que tiene que poner al ser humano de nuevo en paz consigo mismo. La violencia transitoria de la lucha por la libertad nacional, entonces, resulta incluso deseable.

El lumpen-proletariat, cohorte de hambrientos destribalizados, desclanizados, constituye una de las fuerzas más espontánea y radicalmente revolucionarias de un pueblo colonizado. (…)La delincuencia juvenil en los países colonizados es el producto directo de la existencia del lumpen-proletariat (…) Los rufianes, los granujas, los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como robustos trabajadores

En Kenya entre los Mau-Mau (…) exigían que cada miembro del grupo golpeara a la víctima. Cada uno era así personalmente responsable de la muerte de esa víctima.

     Finalmente, al elemento social el tercermundismo añade un fuerte componente nacional. ¿Es el nacionalismo una expresión de avance social, o lo opuesto?

La reivindicación nacional, se dice aquí y allá, es una fase que la humanidad ha superado. Ha llegado la hora de los grandes conjuntos y los anticuados del nacionalismo deben corregir, en consecuencia, sus errores. Creemos, por el contrario, que (…) la conciencia nacional es la forma más elaborada de la cultura.

  El nacionalismo merece un estudio más profundo, tanto como la política lo merece. Ni el uno ni la otra son imprescindibles en la vida social humana por mucho que nos lo parezcan.  A la larga, el nacionalismo es incompatible con humanismo alguno, pues se basa en hacer al individuo dependiente de abstracciones sobrehumanas cuyo origen no es otro que los primitivos impulsos “endogrupales” (el viejo “nosotros” contra “ellos”). En esencia, no hay diferencia entre nacionalismo y racismo, en tanto que presuponen diferencias arbitrarias e irracionales por nacimiento entre semejantes.

  Sin embargo, el instinto endogrupal es extraordinariamente útil para la movilización política. Es una herramienta poderosa a la que ningún político renunciará jamás, de modo que está claro que para que el nacionalismo desaparezca, la política ha de hacerlo también. El movimiento del Tercer Mundo, aunque nutrido de la injusticia social, apeló al nacionalismo como una de sus mejores armas y hoy, en muchas naciones, utiliza también la religión –la islámica, pero no es la única- para desencadenar sus movimientos de cambio político.

  En la ira de Franz Fanon hay mucho más que resentimiento y explicable indignación, se trata de un histórico hito en la comprensión de nuestra naturaleza social. No es la respuesta adecuada, pero aún urge a que se halle la respuesta adecuada.

viernes, 15 de febrero de 2019

“Juzgados”, 2018. Ziyad Marar

Si bien a veces puede ser doloroso, el juicio de los demás es también una fuente de significado y un camino necesario para sentirse justificado

    Puesto que no queremos sentirnos heridos, tendemos a disimular lo mucho que nos afecta el juicio ajeno. El libro del filósofo y psicólogo Ziyad Marar aborda, sin embargo, la necesidad vital que implica el vivir sumergidos en un entorno de individuos que no son indiferentes los unos a los otros y que utilizan su capacidad de juicio para hacer viables sus relaciones mutuas.

Por “juicio” estoy pensando en los juicios sociales y morales que hacemos unos de otros en diferentes formas, principalmente evaluaciones de carácter o acción, incluyendo la apariencia y el estatus de otra persona, especialmente en cuanto a su competencia o motivación

  El juicio es socialmente útil porque sirve para darnos pautas de actuación con respecto a quienes nos rodean a medida que alcanzamos un mayor conocimiento acerca de su conducta, pero el juicio es también vida social misma y por lo tanto vida humana misma: vivimos para sentir la aprobación de quienes nos rodean. Algo tan valorado como el afecto, al fin y al cabo, presupone un juicio previo.

Mucho de este libro es una exploración de los límites del conocimiento que podemos tener los unos de los otros, y del correspondiente sentimiento de que la mayor parte de nosotros, durante mucho tiempo, podemos sentirnos como que no nos conocen, solos y diferentes.

Todos tenemos (en varios grados) (…) un “sociómetro”, que en todo momento evalúa si estamos siendo socialmente aceptados

  Admitir esta realidad representa una necesaria lucidez y una positiva humildad, pero ¿están justificadas las quejas sobre el comportamiento crítico? Si parece que el chismorreo es una característica propia del ser humano de todas las épocas, ¿nos convendría erradicarlo en el futuro?

El chismorreo es abrumadoramente crítico. En algunos estudios se ha hallado un porcentaje de diez informes de transgresiones por cada uno de alabanza

     Habría que hacer algo entonces con los chismorreos porque, en teoría, nada impide que estos sean más benévolos. Quizá sea una necesidad humana el que todos juzguemos a los demás pero hay condiciones menos lamentables que la de que se dé una decena de informes de transgresiones por cada uno de alabanza. Marar da un ejemplo en un sentido diferente:

 “Nueve de cada diez personas en el Reino Unido pagan sus impuestos a tiempo” (…) [Este slogan]  incrementó la proporción de gente que pagaba sus impuestos antes del plazo final

  Esta estrategia sí es constructiva, ya que el juicio trata de fomentar una buena acción por el bien común… aunque también se puede ver el aspecto negativo de que la minoría cuya conducta no es deseable se sienta acosada. Con todo, no se da un señalamiento directo, lo cual siempre será menos agresivo que un chismorreo crítico y maldiciente.

  Por otra parte, la reflexión acerca del juicio al que todos nos sometemos mutuamente nos lleva a lo que sin duda es un problema humano mucho mayor que el del interés mutuo por la vida ajena: la autoestima y el amor propio (¿son lo mismo?)

Algunos programas de reforma que tratan de construir la autoestima podrían ser contraproducentes porque promueven el tipo de visión narcisista que puede disparar una reacción violenta cuando se ve ésta desafiada o insultada. El código de honor y el compromiso ideológico son responsables de muchos más actos violentos que cualquier otra cosa

   Según parece, el amor propio –el honor- es peor que la crueldad y la codicia. Probablemente porque la crueldad y la codicia despiertan un mayor rechazo, lo que permite que sean reprimidos por el juicio ajeno en su inicio. No debe de dejarse de tener en cuenta que el mal que se hace pasar por bien con frecuencia es el que más dañino resulta: si, pese a los progresos de la civilización, la humanidad sigue teniendo graves problemas sociales quizá es porque nos equivocamos en algo que hasta ahora ha sido muy evidente, y ello podría ser, entre otras cosas, la presión social por la autoestima, el honor y todas las formas accesorias de reafirmación personal que nos enfrentan a nuestros semejantes con el fin de alcanzar posiciones de supremacía.

   En cuanto a las ideologías, que son codificaciones simbólicas de actitudes individuales con respecto a la vida social en su conjunto, éstas han resultado básicas para el desarrollo de nuevas fórmulas civilizatorias, pero tienen una peligrosa característica que es consecuencia tanto del apasionamiento que exigen a los individuos como de su contenido global.

La pureza ideológica o idealismo puede ser peligroso en su asunción de que el fin justifica los medios

  En suma, quizá lo más problemático del juicio sea dejarnos llevar por los impulsos de afirmación individual asociados a este. Si la ideología, o cualquier otro condicionante social, nos vale de referente identitario, entonces tenemos confirmada otra consecuencia extremadamente negativa del comportamiento propio del juicio crítico: en tanto que participo en una comunidad ideológica me hallo justificado como integrante de ella y por tanto haré lo que sea por mantener esta comunidad cohesionada. Pese a que toda ideología comprende un contenido discursivo, racional, el juicio derivado de ésta ya no tiene un desarrollo lógico, de hallar evidencias a toda prueba, sino de apoyar como sea el mantenimiento de la comunidad en la que uno se reafirma.

  La solución ha de hallarse en la naturaleza autónoma de nuestra capacidad de juzgar. Es un problema similar al de la naturaleza autónoma de la razón. El prestigio del razonamiento, la importancia que le damos a nivel social, se halla en que obedece a principios objetivos de lógica. Sin embargo, es fácil comprobar que la razón muchas veces no es lógica, que se basa en heurísticas simples y a veces incoherentes. Lo mismo suele suceder con el juicio. En realidad, el juicio convencional no se atiene a la lógica, sino que se halla lastrado de condicionantes sociales que hoy vemos contraproducentes, algunos de los cuales ya hemos visto, como el amor propio o los vínculos identitarios con determinados referentes (ideologías, o cuerpos sociales tipo nación o clase…).

Ya que siempre juzgamos, sepamos que lo estamos haciendo, sepamos que es parcial en el mejor de los casos y revisemos el juicio en un proceso constante de modo que aprendamos más sobre la persona o la situación en cuestión. Es decir, reconozcamos nuestra visión de alguien, pero no lo demos por sentado. Encontremos una manera de estar abiertos a la nueva evidencia.

    Finalmente, Marar añade también una interesante aportación del psicólogo Dan McAdams sobre el “modelo de personalidad a tres niveles”, una apreciación del comportamiento ajeno que podría ayudarnos mucho a mejorar nuestra forma de juzgar al semejante.

Llegar a conocer a alguien es verlo a tres niveles, propiamente el actor social, el agente motivado y finalmente el autor autobiográfico 

El primer nivel, el del actor, describe el temperamento y consiste en los rasgos disposicionales (…) Los cinco grandes rasgos de personalidad [OCEAN- Apertura, consciencia, extroversión, agradabilidad, neuroticismo]

Agentes de nuestro comportamiento son adaptaciones características o preocupaciones personales que son más condicionales y contextualizadas que los rasgos. Estos incluyen metas y valores que pueden ser vistos como tendencias morales. Las adaptaciones características pueden cambiar a lo largo de vidas más fácilmente que los rasgos disposicionales y tienden a ser más específicas que los contextos individuales (…) Este nivel de conocimiento proporciona más visión interior de una persona que los meros rasgos disposicionales

Historias vitales integrativas (…) son las narrativas que la gente construye para darse sentido a sí mismos, especialmente de una forma que  ponga sus valores y creencias dentro de un marco coherente (…) Si bien un discurso no narrativo puede ser informativo, solo las historias pueden ser viscerales. Solo las historias capturan la mente, forjando vínculos entre lo ordinario y lo extraordinario

  Mientras más sepamos acerca de cómo se construye la personalidad humana a la hora de interactuar en sociedad, más capacitados estaremos para juzgar de forma equilibrada y racional. El mismo Evangelio contiene una aparente contradicción cuando Jesús dice, por un lado, “no juzguéis si no queréis ser juzgados” y, por el otro, “no juzguéis según lo que parece, sino que juzgad rectamente”. Con independencia de los problemas interpretativos del lenguaje usado en aquella época y contexto, es cierto que rechazamos el juicio en sentido de “condena” –sobre todo el juicio crítico, sesgadamente negativo y por tanto agresivo- mientras que necesitamos del juicio ecuánime y lógico, lo más próximo a la objetividad que sea posible. Pero ambos tipos de juicio entre individuos tienen al mismo semejante como objeto.

martes, 5 de febrero de 2019

“La creación de la desigualdad”, 2012. Flannery y Marcus

  El gran pionero a la hora de escribir acerca de la desigualdad entre los hombres (la desigualdad de la mujer no entró en cuestión tan pronto) fue sin duda Jean Jacques Rousseau

Rousseau consideraba la sustitución del autorrespeto por el amor propio como un momento importante en la creación de la desigualdad. Parece sin embargo obvio que tanto autorrespeto como amor propio estaban allí desde el comienzo. 

    Es decir, Rousseau encontró que se producía un cambio en las concepciones morales interiorizadas. Y señalaba cuándo y por qué pudo producirse.

Rousseau creía que todas las características desagradables de la condición humana derivaban no de la naturaleza, sino de la sociedad misma una vez desarrollada. El autorrespeto, vital para la autopreservación, era la norma al principio. Desgraciadamente, a medida que la sociedad crecía, esta actitud daba paso al amor propio, el deseo de ser superior a otros y de ser admirado por ellos. El amor a la propiedad reemplazó a la generosidad.

   El crecimiento cuantitativo de la sociedad habría llevado a un cambio moral a peor, hoy diríamos antisocial. Cuando menos, los hombres sencillos de la prehistoria, los “nobles salvajes” de los Ilustrados, no parecían obsesionados con la superioridad.

Para el caso de la mayor parte del mundo, Rousseau tenía razón: no vemos signos de emergencia de desigualdad hasta que la gente comenzó a obtener cosechas y criar animales

   El origen del cambio estaría en la riqueza y en la propiedad privada. Esta es la misma tesis que seguirían apoyando los marxistas un siglo y pico después de Rousseau. Rousseau tenía razón en que no existía la desigualdad antes de tales cambios económicos, aunque después veremos que eso no quiere decir que la psicología de los individuos fuera diferente en lo que se refiere a sus impulsos…

  La cuestión no es de poca importancia. Y hoy se aborda de forma mucho más documentada que en los tiempos de Rousseau y Engels. Rousseau no vio necesario documentarse y Engels contaba en su época con una limitada cantidad de documentación. Ahora tenemos más voluntad, más criterio y más medios.

[En este libro] documentamos la creación de la desigualdad por nuestros antepasados recurriendo tanto a la arqueología como a la antropología social. Varias regularidades ampliamente extendidas se hacen aparentes. Primero: de los cientos de posibles variedades de las sociedades humanas, cinco o seis funcionaron tan bien que emergieron una y otra vez en diferentes partes del mundo. Segundo: de los cientos de premisas lógicas que podrían usarse para justificar la desigualdad, un puñado funcionó tan bien que docenas de sociedades no relacionadas llegaron a ellas.

  Los arqueólogos Kent Flannery y Joyce Marcus consideran, pues, que se dieron diversas circunstancias que a su vez dieron lugar a la aparición de la desigualdad, pero que existen impulsos innatos en este sentido equiparables a los que se dan en los grandes simios, con sus machos alfa y beta… En realidad, no fue tanto la moralidad la que cambió, como pensaba Rousseau, sino los controles sociales sobre nuestros instintos. Los antropólogos han observado que en muchos pueblos primitivos (por ejemplo, los kung) no es que no existan deseos de superioridad: es que estos son constantemente reprimidos por la costumbre

A ningún cazador le es permitido alardear, y negarse a compartir no sería tolerado (...) A los Kung les es prohibido corresponder con un regalo más valioso que el que han recibido

   La sabiduría ancestral de la prehistoria trataba de mantener esta tendencia destructiva –la desigualdad- bajo control, desarrollando costumbres al respecto que también se reflejaban en todo tipo de recursos míticos o cosmológicos. La consecuencia era que no existía una sociedad jerarquizada, y mucho menos una jerarquía hereditaria (aristocracia). Existía, sí, una sociedad en la que se asignaban méritos en base a los logros (el mejor cazador, el mejor guerrero, el mejor sanador…), pero tales méritos no llevaban nunca a instituir una jerarquía inamovible, y los equivalentes a los alfas –o betas- no solían recibir grandes privilegios (quizá sí efímeros privilegios sexuales).

   Sin embargo, fuesen o no grandes los privilegios que recibían los jefes –o grandes hombres- de los pueblos cazadores-recolectores, existiese o no la igualdad efectiva, lo cierto es que alcanzar la primacía entre los iguales siempre motivaba a los individuos, y una forma habitual de obtener prestigio era mediante la guerra. La prehistoria fue una época guerrera. El estado de guerra entre grupos vecinos que compiten por los recursos o por las mujeres resultaba habitual (esto, evidentemente, no era lo que suponía Rousseau), y si el estilo de vida de estos pueblos se basaba en el mérito, en la obtención de logros que prestigiasen a los notables, la guerra suponía la actividad donde era más probable que tal cosa sucediese. Este reconocimiento del prestigio tan duramente ganado bien pudo ser el embrión de la desigualdad de las épocas posteriores, con sociedades más complejas.

Muchos poblados de la forma de vida basada en el mérito estaban dispuestos a masacrar a sus enemigos, quemar sus poblados, envenenar sus pozos y convertirlos en esclavos

  Sí, incluso entre los cazadores-recolectores se daban casos de desigualdades tan tremendas como la existencia de esclavos. E incluso pueden surgir entre ellos, si no jerarquías hereditarias, si linajes hereditarios (naturalmente, en el caso de sociedades de cazadores-recolectores más numerosas, ricas y complejas que las habituales bandas de poco más de cien individuos).

Uno de los hechos interesantes acerca del rango hereditario es que podía ser creado incluso por los cazadores y recolectores (…) Ni la esclavitud ni la aristocracia, en otras palabras, habían de esperar a la agricultura para aparecer

   Un ejemplo de desigualdad en una comunidad a pequeña escala:

Once hombres iniciados vivían en el [recinto de los hombres notables en una aldea primitiva de Nueva Guinea]. Quince parcialmente iniciados habían asistido a los rituales pero no se les permitía vivir allí. A los ciento veintiocho hombres no iniciados nunca se les permitiría pasar la puerta. Así que el 80 % de los hombres estaban tan excluidos del recinto sagrado como las mujeres

   La desigualdad, en cierto modo, siempre ha existido, no importa lo pequeño que sea el grupo social. La tendencia a la supremacía es constante y en cuanto se dan las circunstancias concretas que la hacen posible, dominadores y dominados se constituyen como clases antagónicas. Lo que sucede es que las jerarquías solo se consolidan a partir de grandes cambios sociales y el tamaño de la población es uno de los cambios más importantes. Pensemos en la aparición del concepto de “clan”: el clan es un paso en el sentido de una sociedad más compleja y numerosa, más allá de la familia extendida de la banda –u horda- de cazadores-recolectores; un clan es una comunidad formada por individuos con el mismo antepasado. Exige, entre otras cosas, una relación sistemática de las antiguas relaciones de parentesco -que en buena parte puede ser mítica, pero que aun así cumple su función.

Los clanes [grupos dispersos unidos por un supuesto antepasado común] tienen una mentalidad de “nosotros contra ellos” que cambia la lógica de la sociedad humana. Las sociedades con clanes es mucho más probable que se impliquen en violencia de grupo que las sociedades sin clanes (…) Las sociedades con clanes también tienden a tener mayores niveles de desigualdad social

    A la larga las grandes sociedades jerarquizadas acaban por imponerse, entre otras cosas por su mayor efectividad militar y económica, pero ¿cómo se organiza psicológicamente una sociedad jerarquizada a gran escala?, ¿cómo se institucionaliza el control –a favor de la desigualdad- frente al control –a favor de la igualdad?, ¿cómo se acepta la desigualdad por parte de los desfavorecidos?

La creación de unidades sociales más grandes habría llevado a una escalada del comportamiento simbólico

La motivación final de la religión está probablemente oculta de nuestra mente consciente, permitiendo que sea el proceso por el cual los individuos son persuadidos a subordinar su interés propio inmediato a los intereses del grupo

   En conjunto, la conclusión es que la propensión a la desigualdad era corregida firmemente en las sociedades a pequeña escala (o prehistóricas, o cazadoras-recolectoras) debido a su temible capacidad de generar conflicto, pero que al hacerse los grupos más grandes (clanes, y después grandes poblados y ciudades) los beneficiarios de la desigualdad encontraron numerosas facilidades para consolidar su posición.

Hacia el 2500 ac virtualmente todas las formas de desigualdad conocidas por los humanos habían sido creadas en alguna parte en el mundo, y las sociedades realmente igualitarias iban siendo relegadas a lugares que ningún otro quería.

   Si la desigualdad acabó ganando la partida solo pudo ser porque incluso entre los desfavorecidos, en alguna medida, era preferida al mundo igualitario de la prehistoria. El relato rousseauniano-marxista nos dice que fueron engañados por las estrategias religiosas y los intereses económicos de algunas minorías. Esto no parece probable: ¿es fácil desplazar un sentimiento tan arraigado como el deseo de vivir en igualdad?  Mucho más probable es que la cuestión capital fuese el control de la violencia: menos violencia dentro del grupo y más guerras victoriosas contra otros grupos aumentan las posibilidades de supervivencia para todos, no solo para los de la clase superior. En el mundo hobbesiano, opuesto al rousseauniano, antes de la civilización –de la jerarquía- los pequeños grupos humanos estaban en constante guerra de todos contra todos, y la jerarquía, aunque implica una cierta “violencia sistémica” (desigualdad), garantiza un mayor orden y una menor violencia letal.

Entre forrajeros (…) el homicidio era un asunto individual. El asesino podía ser matado por sus propios parientes o un miembro de la familia de la víctima. En otros casos, el perpetrador se escondería, mientras sus parientes aplacaban a los parientes de la víctima con comida y objetos valiosos. Un cambio importante en la lógica social, sin embargo, tuvo lugar con la formación de clanes (…) [Un asesinato] se consideraba un crimen contra todo el clan de la víctima

Para los sumerios, la mayor parte de los crímenes se trataban como crímenes contra el estado. Se hizo entonces responsabilidad del estado implementar una serie de castigos los cuales fueron codificados a fin de dar una apariencia de justicia (…) Mientras los individuos en la sociedad sumeria eran disuadidos de la violencia y la venganza, el estado tenía derecho a reclutar soldados y llevar a cabo la guerra

   Clanes y naciones garantizan una cierta justicia interna y mayores posibilidades de victoria en las luchas externas (y, con Roma y el Imperio Chino, surge el ideal de paz imperial permanente). Para que la justicia se ejerza de forma efectiva hace falta una jerarquía de justicieros, es decir, una organización eficiente de la justicia: el caballero que protege a sus súbditos, y los súbditos que, a cambio, le permiten al caballero que los explote... hasta cierto punto

   Por otra parte, el mundo de la desigualdad y la paz y orden relativos, donde la guerra es más o menos indeseable, ofrece otros caminos para conseguir prestigio o poder.

Muchos antropólogos creen ahora que cuando las autoridades coloniales negaron el camino guerrero al liderazgo a los hombres de Nueva Guinea, estos redoblaron su competición por los bienes comerciales

   Al no ser la guerra –ahora indeseable- el medio para conseguir la distinción social, lo es la riqueza, y ello estimula el comercio y con el comercio, la tecnología. De esa forma, no todo habría sido malo con la desigualdad, aunque las tensiones fuesen terribles. Un mundo jerarquizado parece una exigencia del comercio, de la pacificación, del avance económico y, probablemente, también de la búsqueda espiritual. Pero las tendencias igualitarias permanecen, y además se unen a las tendencias prosociales en general, que no coinciden exactamente con las igualitarias y que son consecuencia de un desarrollo ético y de una organización social a gran escala que trata de minimizar la violencia.

   Finalmente

Si la desigualdad es el resultado de crecientes cambios en la lógica social (…)¿no podríamos ser capaces de hacer regresar la sociedad a la igualdad en una forma igualmente gradual (…)? 

    La igualdad nunca podrá volver. La igualdad de la prehistoria se basaba en la represión colectiva constante de los deseos individuales de supremacía, en impedir la reaparición del macho alfa de nuestros antecesores no humanos (gorilas y chimpancés, por ejemplo; Homo erectus, probablemente). No parece viable reconstruir un sistema de control social semejante.

   Y nunca existió una ética prosocial interiorizada, tal como soñaba Rousseau: el primitivo no busca la igualdad porque desee que predomine el bien de la misma forma que ningún lobo o chimpancé comparte la pieza cazada con sus congéneres cazadores: estos más bien se la disputan entre ellos hasta que cada uno deja de protestar al obtener su pedazo de carne. El hombre prehistórico mejoraba un poco esta situación, pues el Gran Hombre –autoridad moral, pero no macho alfa- cuenta con cierta capacidad para arbitrar el reparto o dirigir tareas comunes, y las costumbres mantienen a todos y a cada uno alerta acerca del peligro que también todos y cada uno representan en tanto que innatamente egoístas y ambiciosos. Un cierto consenso, siempre conflictivo, permite después que en las más concurridas sociedades humanas neolíticas aparezcan las jerarquías, incluso las jerarquías hereditarias. Estas grandes sociedades son militarmente poderosas, económicamente prometedoras, espiritualmente ricas. Ahora son estas sociedades las que superan a las pequeñas bandas de cazadores-recolectores igualitarios. Y aquí el igualitarismo ha sido desplazado por una jerarquía más eficiente.

    La complejidad de las primeras civilizaciones acabará llevando a la “Era Axial” y al desarrollo de mecanismos de psicología social que, ahora sí, pueden permitir una notable interiorización del autocontrol de la violencia, equivalente a una revolución ética: una elaboración cultural por imitación, extrapolación y extensión de los instintos prosociales innatos. Ésa es la tarea que queda por acabar.

    El resultado final de este proceso de mejora ética no será, sin embargo, parecido a la tensa igualdad de la prehistoria, de regateos constantes y riñas continuas (eso sí lo serían, en cambio, ciertas titubeantes iniciativas socialistas actuales del tipo “democracia directa participativa”). La solución definitiva al problema humano de la desigualdad, del control de la agresión y de la falta de una cooperación eficiente, sí la encontraremos en una organización psicológica masiva de las capacidades humanas de prosocialidad, un perfeccionamiento informado por la ciencia de los mecanismos religiosos que se pusieron en marcha ya en la Era Axial. El resultado se hallará de nuevo en el campo de la ética interiorizada, pero ahora sin depender de estructuras políticas (jerarquías) ni de tradiciones irracionales (creencias en lo sobrenatural, nacionalismo...).