lunes, 25 de abril de 2022

“Realidad y juego”, 1971. D. W. Winnicott

   Psicoanalista y pediatra, Donald Woods Winnicott, no siendo el primero en estudiar a fondo el comportamiento de la primera infancia, creó un importante concepto psicológico: el objeto transicional.

Puede que el niño haya encontrado algún objeto blando, o de otra clase, y lo use, y entonces se convierte en lo que yo llamo objeto transicional. Este objeto sigue siendo importante. Los padres llegan a conocer su valor y lo llevan consigo cuando viajan. La madre permite que se ensucie y aun que tenga mal olor, pues sabe que si lo lava provoca una ruptura en la continuidad de la experiencia del bebé, que puede destruir la significación y el valor del objeto para éste.  (p. 21)

La pauta de los fenómenos transicionales empieza a aparecer desde los cuatro a seis meses hasta los ocho a doce (p. 22)

El uso de un objeto simboliza la unión de dos cosas ahora separadas, bebé y madre, en el punto del tiempo y el espacio de la iniciación de su estado de separación (p. 140)

Los objetos y fenómenos transicionales pertenecen al reino de la ilusión que constituye la base de iniciación de la experiencia. (p. 33)

  Por un lado, nos estamos refiriendo al apego por ciertos objetos que tanto evoca la inocencia infantil –como el caso del encantador Linus-, pero por otra parte estamos entrando en el tenebroso mundo del origen de la esencia humana –la subjetividad- que es un poco la prehistoria de nuestros recuerdos. Somos; después vivimos; después interactuamos como seres sociales. Se crean así los cimientos de nuestra existencia. También son los cimientos de la cultura.

Estudio, pues, la sustancia de la ilusión, lo que se permite al niño y lo que en la vida adulta es inherente del arte y la religión, pero que se convierte en el sello de la locura cuando un adulto exige demasiado de la credulidad de los demás cuando los obliga a aceptar una ilusión que no les es propia. Podemos compartir un respeto por una experiencia ilusoria, y si queremos nos es posible reunirlas y formar un grupo sobre la base de la semejanza de nuestras experiencias ilusorias. Esta es una raíz natural del agrupamiento entre los seres humanos.(p. 20)

  El juego supone una actividad capital en el comportamiento infantil. Aparentemente, es una preparación para las tareas adultas de supervivencia pero, siendo esto exactamente o no, tiene consecuencias duraderas para toda la vida.

El jugar conduce en forma natural a la experiencia cultural, y en verdad constituye su base (p. 154)

Los mismos fenómenos que representan la vida y la muerte para nuestros pacientes esquizoides o fronterizos aparecen en nuestras experiencias culturales. Estas son las que aseguran la continuidad en la raza humana, que va más allá de la existencia personal. Doy por sentado que constituyen una continuidad directa del juego (p. 143)

  Winnicott incluye en su libro determinados ejemplos de tratamiento de psicoanálisis en los cuales busca mostrar su visión de la singularidad humana en tanto que seres subjetivos que han de afrontar la contradicción de la objetividad.

Al bebé se le pueden permitir los fenómenos transicionales gracias al intuitivo reconocimiento, por parte de los padres, de la tensión inherente a la percepción objetiva, y no lo desafiamos respecto de la subjetividad u objetividad, en ese punto en que existe el objeto transicional. Si un adulto nos exige nuestra aceptación de la objetividad de sus fenómenos subjetivos, discernimos o diagnosticamos locura. (p. 32)

  Esta inseguridad acerca de lo que es real en nuestras vidas y que nos amenaza con la locura implica evocaciones poéticas, lo que hace pertinente la cita de Tagore:

En la playa de interminables mundos, los niños juegan. (p. 138)

   En cierto modo, la vida infantil es un paraíso en tanto que su juego tiene lugar dentro de la seguridad de un mundo creado ilusoriamente en la propia imaginación… no en una realidad que escapa al control. Lo objetivo es algo indeterminado, amenazante, de modo que el conocimiento humano aspira a incorporar la comprensión de lo externo al transformarlo en símbolo, de la misma forma que la acción infantil tiene lugar en el ámbito del juego.

Cuando presenciamos el empleo, por un niño, de un objeto transicional, la primera posesión no-yo, vemos al mismo tiempo la primera utilización de un símbolo por aquel y su primera experiencia de juego. (p.139)

El desarrollo gradual de la relación de objeto es un logro en el plano del desarrollo emocional del individuo. En un extremo tiene un respaldo instintivo, y en ese caso el concepto de relación de objeto abarca todo el horizonte ampliado que ofrece el uso del desplazamiento y el simbolismo. En el otro extremo está la situación cuya existencia puede darse por supuesta al comienzo de la vida del individuo, en la cual el objeto aún no se ha separado del sujeto. (p. 182)

   Un juego en mundos interminables supone también una estremecedora soledad en la cual la razón poco puede ayudarnos. Juego, cultura, símbolo… neurosis. La vida humana supone poca cosa sin los prejuicios que enmarcan nuestro ilusorio sentido de la existencia.

El niño que juega habita en una región que no es posible abandonar con facilidad y en la que no se admiten intrusiones. (…) Esa zona de juego no es una realidad psíquica interna. Se encuentra fuera del individuo, pero no es el mundo exterior.  (…) En ella el niño reúne objetos o fenómenos de la realidad exterior y los usa al servicio de una muestra derivada de la realidad interna o personal. Sin necesidad de alucinaciones, emite una muestra de capacidad potencial para soñar y vive con ella en un marco elegido de fragmentos de la realidad exterior.(…) Hay un desarrollo que va de los fenómenos transicionales al juego, de este al juego compartido, y de él a las experiencias culturales.(…) El juego implica confianza, y pertenece al espacio potencial existente entre (lo que era al principio) el bebé y la figura materna, con el primero en un estado de dependencia casi absoluta y dando por sentada la función de adaptación de la figura materna. (p. 80)

  Para el niño, la confianza es la madre –si tiene suerte…-, pero para el adulto, la fuente de confianza es incierta y solo puede ser construida por la cultura.

Al principio el niño únicamente está solo en presencia de alguien. No desarrollaba la idea del terreno común en la relación entre él y los demás (p. 139)

Es útil pensar en una tercera zona de vida humana, que no está dentro del individuo, ni afuera, en el mundo de la realidad compartida. Puede verse ese vivir intermedio como si ocupara un espacio potencial y negase la idea de espacio y separación entre el bebé y la madre, y todos los acontecimientos derivados de este fenómeno. Ese espacio potencial varía en gran medida de individuo en individuo, y su fundamento es la confianza del  bebé en la madre, experimentada durante un período lo bastante prolongado, en la etapa crítica de la separación del no-yo y el yo, cuando el establecimiento de la persona autónoma se encuentra en la fase inicial. (p. 159)

   Tal “espacio potencial”, tan variado –tan incierto- es aquello que tendríamos que conquistar para una existencia plenamente humana, es decir, plenamente social, sin amenazas de agresión o desconocimiento.

La tarea de aceptación de la realidad nunca queda terminada, (…) Ser humano alguno se encuentra libre de la tensión de vincular la realidad interna con la exterior (…) El alivio de esta tensión lo proporciona una zona intermedia de experiencia  que no es objeto de ataques (las artes, la religión, etcétera). Dicha zona es una continuación directa de la zona de juego del niño pequeño que "se pierde" en sus juegos. (p. 32)

    Toda experiencia subjetiva es arriesgada una vez se toma conciencia del mundo exterior, lleno de riesgos e incomprensión. Para el ser humano, la conquista de un espacio habitable es el desafío diario. Algunas personas no pueden soportarlo y caen en la falsa seguridad que ofrece la locura. 

Lectura de “Realidad y juego” en Gedisa Editorial 2009; traducción de Floreal Mazia 

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