jueves, 15 de octubre de 2020

“Una especie cooperativa”, 2011. Bowles y Gintis

El Homo Sapiens es excepcional en cuanto que la cooperación humana se extiende más allá del parentesco próximo para incluir hasta a completos extraños (p. 2)

   La cuestión número uno de la búsqueda de la sabiduría es facilitar la cooperación eficiente entre los seres humanos, tanto a nivel de individuos como a nivel de grupos (y por supuesto, el paso previo a la máxima cooperación es reducir al mínimo los niveles de agresión y aumentar al máximo los niveles de confianza dentro del grupo humano –potencialmente infinito-).

   Para los profesores Samuel Bowles y Herbert Gintis (economistas y científicos evolutivos), la inteligencia humana facilita la cooperación, pero los instintos que hemos heredado de nuestros antepasados la dificultan. Tengamos en cuenta que todos los seres vivos se caracterizan por buscar, por encima de todo, la propagación de la propia estirpe –el gen egoísta.

¿Pueden los genes egoístas producir personas altruistas? Pensamos que sí  (p. 46)

  Porque el altruismo es la mejor forma de cooperación. Normalmente entendemos la cooperación como reciprocidad –yo te doy una banana si tú me das una manzana-, pero la reciprocidad simple es poco práctica, dado que no siempre tenemos a mano la compensación adecuada para la otra parte y dado que siempre podemos discutir acerca de la equivalencia de cada artículo de compensación (¿vale más la manzana o la banana?). 

  Todo lo salva la actitud altruista: te ayudo porque me apetece y el otro también te ayuda porque le apetece. Una sociedad altruista funcionará con una eficiencia cooperativa inmejorable, y esta esperanza del desarrollo del altruismo no es disparatada, ya que existen numerosas manifestaciones aisladas de tal tipo de comportamiento en el ser humano e incluso en los animales (especialmente en los mamíferos). Lo que falta es generalizarlas y extenderlas al máximo.

La gente coopera entre sí no solo por razones de interés propio sino también porque están preocupados genuinamente por el bienestar de otros, porque intentan mantener normas sociales y porque valoran comportarse de forma ética.  (p. 1)

  Que los autores consideren que las personas pueden comportarse “preocupados genuinamente por el bienestar de otros” no quiere decir que sea habitual que se comporten así con regularidad. Pero el que solo lo hicieran de vez en cuando ya sería prometedor, dado lo que sabemos de la plasticidad del comportamiento humano cuando se ve sometido a fuertes influencias del entorno social.

Los no altruistas se convierten en altruistas al ser socializados mediante rituales de grupo para comportarse de forma altruista, y los altruistas pueden revertir de nuevo a no altruistas, atraídos por la posibilidad de no pagar el coste de la cooperación  (p. 58)

 ¿Bajo qué condiciones el comportamiento altruista se hace plenamente operativo?  Este libro dedica un gran espacio a los cálculos matemáticos de modelos de comportamiento social (teoría de juegos). Con independencia del “altruismo genuino”  que pueda darse en un individuo –cuyo origen importa mucho, por supuesto-, para los psicólogos evolutivos es una cuestión primordial averiguar hasta qué punto el comportamiento prosocial –más o menos altruista, más o menos cooperativo- puede rendir suficiente beneficio a corto, medio o largo plazo, considerándose el riesgo de que la obtención de beneficios mediante la cooperación puede llevar a muchos a hacer trampa y fingir cooperar si esto es más productivo para ellos. El altruismo tiene su precio y no siempre valdrá la pena pagarlo.

   El “juego” que da lugar a los cálculos más extensos y precisos es el de los bienes comunes. Y todo gira en torno a cómo reaccionar cuando alguien se beneficia del esfuerzo común pero no contribuye al bien común.

[En la década de 2000] los experimentos confirmaron que el interés propio es de hecho un motivo poderoso, pero también que otros motivos son no menos estimables. Incluso cuando importantes cantidades de dinero estaban en juego, muchos, quizá la mayor parte de los sujetos, resultaban ser de mentalidad justiciera, generosos con los demás tanto como airados con respecto a los que violaban los preceptos prosociales. A la luz de estos resultados, la evidencia es que la tragedia de los bienes comunes se evita a veces, y que la acción colectiva es el motor de la historia humana  (p. 6)

  A pesar de la laboriosidad de los experimentadores, la conclusión final es que los individuos tienen una determinada capacidad para interiorizar –asimilar "a nivel instintivo”- sentimientos morales lo cual supone un factor no económico que perturba los cálculos de coste-beneficio. Porque si un individuo toma una elección en un dilema económico que no está basada en una motivación económica, sino de tipo emocional, toda la estructura de cooperación ha de ser reconsiderada (“hacer caridad no me conviene económicamente, pero me hace sentir mejor”).

  Las reacciones emocionales relacionadas con el comportamiento cooperativo –reacciones éticas, también- se basan, por ejemplo, en la voluntad de castigar a los infractores, la vergüenza del infractor, la afección por los demás –simpatía- o las recompensas afectivas –no económicas, por tanto- que se reciban de los demás.

La gente (…) disfruta castigando a aquellos que explotan la cooperación de otros (…). Los tramposos frecuentemente se sienten culpables y si son sancionados por otros pueden sentirse avergonzados. Llamamos a estos sentimientos “preferencias sociales”. Las preferencias sociales incluyen una preocupación, positiva o negativa, por el bienestar de otros, tanto como un deseo de mantener las normas éticas  (p. 3)

  Ahora bien, los sentimientos morales no son solo altruistas y benévolos

Los motivos individuales y las instituciones que cuentan para la cooperación entre humanos no solo incluyen los más elevados, como la preocupación por los otros, el sentido de la justicia y el liderazgo democrático, sino también los más malignos, como la venganza, el racismo, la arrogancia religiosa y la hostilidad hacia los forasteros  (p. 5)

  El origen de los sentimientos morales podría ser siniestro; pensemos en el castigo, la desconfianza, la coacción dentro del grupo que fuerza la lealtad. Es muy posible, por ejemplo, que el sentimiento de solidaridad dentro del grupo comenzase a destacar como rasgo tras el exterminio gradual de aquellos individuos que demostraban un comportamiento egoísta (recordemos que la mansedumbre de los animales domésticos también se ha alcanzado mediante la eliminación de las estirpes más agresivas).

  El resultado sería que los grupos que han sido previamente depurados por "disciplina interna de los elementos egoístas” serían los más cohesionados y cooperativos, lo que les aportaría ventajas en su competencia contra otros grupos. Una desconfianza exterminadora podría estar en el origen remoto de la bondad humana.

Una revolución política experimentada por los humanos del Paleolítico creó las condiciones sociales bajo las cuales la selección de grupo pudo sostener de forma robusta los genes altruistas  (p. 113)

Llegamos a tener “sentimientos morales” porque nuestros antepasados vivieron en entornos, tanto naturales como socialmente construidos, en los cuales los grupos de individuos que estaban predispuestos a cooperar y mantener normas éticas tendían a sobrevivir y expandirse con respecto a otros grupos, permitiendo con esto que proliferasen tales motivaciones prosociales (p. 1)

Los grupos en los cuales las preferencias altruistas y otras de tipo social son comunes tienden a cooperar, y los grupos cooperativos tienden a prevalecer en la frecuente competición intergrupal y sobreviven a las frecuentes crisis medioambientales  (p. 50)

  Así, evolutivamente, surgió el sentimiento moral. Moral es comportarse generosamente con el necesitado, y moral es también la venganza. 

  Ahora bien, si en el pasado tuvo lugar un proceso de autodomesticación humana en un sentido parecido al que se llevó a cabo con vacas y perros –animales domésticos hoy muy “prosociales”, intencionadamente adaptados por selección al bienestar humano-, hoy en día ese proceso ya está finalizado y son los cambios culturales los que manipulan la moralidad. En esta manipulación de la moralidad estaría el origen de la civilización (un ejemplo de manipulación: si moral es la caridad y moral es la venganza, gradualmente pasaremos a hacer más caridad y a excluir la venganza).

La facilitación de la transmisión cultural del comportamiento [es] una posible causa [del éxito humano planetario]. Esta podría ser la mutación más significativa en la serie evolutiva humana porque produjo un organismo que puede alterar radicalmente su comportamiento sin ningún cambio en su anatomía y que puede acumular y transmitir alteraciones a una velocidad inigualable por la innovación anatómica   (p. 196)

   El truco está en conseguir que las conductas altruistas acaben siendo beneficiosas para todas las partes. La evolución cultural -¿evolución moral?- mediante prueba y error genera mecanismos que permiten que determinadas acciones altruistas no resulten insoportablemente costosas. Las pautas culturales –transmitidas, por ejemplo, por la religión o la educación o por modelos morales en la literatura y otras artes- pueden estimular el comportamiento altruista.

   El individuo vive estos estímulos de muy diversas formas, y una vez surge una nueva tendencia prosocial –por ejemplo: la abolición de la tortura o la alabanza al trabajo manual- esta puede comenzar a expandirse. Obviamente, recibimos nuestra formación moral de nuestro entorno familiar o de la imitación de los individuos de mayor prestigio, pero el origen tiene que ser siempre anterior. En un principio, alguien crea el nuevo modelo moral porque es conveniente.

El aprendizaje social [puede estar] basado en recompensas, según lo cual periódicamente, a lo largo de la vida, la gente compara sus comportamientos con los de otros individuos y tiende a adoptar los de otros a los que parece irles bien (p. 169)

   Pero esto, que a la larga parece evidente desde el punto racional, solo puede sostenerse a corto plazo mediante las reacciones emocionales. Nadie va a sacrificarse por el bien común si a corto plazo este comportamiento altruista le resulta insoportable.

Uno puede vencer su ira hoy no porque dejarse llevar por ella pueda tener efectos dañinos el mes próximo, sino porque uno se sentiría culpable ahora si violara las normas de respeto por los otros y la adjudicación desapasionada de diferencias. Uno puede castigar a otros por comportarse de forma antisocial no porque haya beneficios futuros a ganar, sino porque uno está airado en ese momento (p. 192)

   Es decir, el origen del comportamiento cooperativo se encuentra en las reacciones emocionales a partir de los valores interiorizados. El mecanismo cultural básico para expandir la prosocialidad es la interiorización de pautas morales prosociales. 

Cuando la capacidad para interiorizar una norma ha evolucionado y las sociedades han desarrollado prácticas de socialización para hacerla realidad, la gente será susceptible también a interiorizar normas que reducen la adaptación  (p. 173)

    Esta puntualización es importantísima: lo que aumenta la adaptación es lo que beneficia al individuo, pero las normas, pautas y “prácticas de socialización” (altruistas o no) pueden en ocasiones no beneficiar al individuo: no se beneficia el altruista que se sacrifica, o el “loco de ira” que consuma una venganza sangrienta a sabiendas de que será también objeto de otra inmediata venganza.

  En lo que se refiere al altruismo, son las tendencias altruistas que llevan al sacrificio –altruismo que no espera recompensa- precisamente las más prosociales, las más beneficiosas para la cooperación. El auténtico altruismo puede ser muy provechoso a nivel de comunidad, pero puede ser muy negativo para quienes más lo practican. Sacar adelante este tipo de fenómenos sociales requiere una gran elaboración cultural. Entre otras cosas, ha de evitarse que el altruismo se haga inviable: aunque la voluntad del que sigue su impulso “interiorizado” pueda llevarle a la autodestrucción, la sociedad ha de evitar tal extremo en la medida de lo posible.

  La interiorización de pautas de comportamiento no tiene por qué coincidir con el interés particular; a veces ni siquiera con el interés común.

No te cases fuera de tu religión es un ejemplo de coste personal de una regla general de comportamiento que es costosa porque reduce la cantidad de cónyuges potenciales (…) Las normas generales de interiorización del comportamiento pueden persistir en una dinámica evolutiva porque alivian al individuo de calcular los costes y beneficios en cada situación y reducen la probabilidad de cometer graves errores  (p. 184)

  El mencionado alivio del individuo es un caso de “ganancias secundarias”: un fenómeno en el cual un ligero beneficio puede ser emocionalmente aumentado como respuesta inconsciente a la no aceptación.  La evolución social ha dado lugar a todo tipo de efectos; algunos han sido adaptativos y otros no; algunos nos acercan al altruismo y otros no. Pero el individuo siempre tenderá a conformarse con sus propios deseos internos y con la opinión general. Los cambios nunca se producen fácilmente y a veces, cuando se producen, más adelante se juzgará que ojalá no se hubieran producido. Podemos “interiorizar” el respeto a los derechos humanos y la protección de la infancia… tanto como podemos interiorizar el racismo y hasta la pederastia (en muchas culturas).

  La paradoja es que lo más racional para la sociedad humana sería fomentar actitudes altruistas que serían individualmente irracionales. Lo racional es, sin duda, el “Homo economicus”, el comportamiento egoísta típico del “dilema del prisionero”, interesado solo en la propia supervivencia, el bienestar y en atesorar bienes. Pero eso no es lo que más fomenta la prosocialidad y la cooperación.

   Al ser humano actual le queda buscar métodos para interiorizar y hacer interiorizar pautas de conducta aún más prosociales… incluso no siendo convencionales. Mientras más “santos” seamos, mejor para todos. De forma parecida a como los poderosos no ganaron nada liberando a los esclavos, lo más inteligente es conseguir que en la sociedad haya cada vez más gente dispuesta a no ganar nada, sacrificándose por los demás.

    De todos los cambios posibles, los no convencionales siempre serán los que más resistencia despierten, pero lo más innovador siempre ha de ser, forzosamente, no convencional. Y es no convencional tomar la iniciativa racional de fomentar la irracionalidad siempre que ésta tenga buenas consecuencias prosociales. También los señores feudales gastaron mucho dinero en la fundación de monasterios que aparentemente no servían para nada.

Lectura de “A Cooperative Species” en Princeton University Press, 2011; traducción de idea21

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