martes, 25 de octubre de 2022

“Orígenes evolutivos de la moralidad”, 2000. Leonard Katz (Editor)

En los sistemas morales, las normas deben ser interiorizadas, mientras que en los sistemas legales, los individuos simplemente necesitan reconocer las reglas y los costes en que pueden incurrir al violarlas (p. 71)

  Hoy por hoy, entonces, no existen sistemas puramente morales, pues el juicio moral, por mucho que creamos que está interiorizado, no suele tener consecuencias si no es con el refrendo de la coerción legal.

  El psicólogo Leonard Katz coordinó un debate entre un valioso elenco de científicos sociales –Frans de Waal, Christopher Boehm, Jerome Kagan y Randolph Nesse, entre otros- tratando de determinar el origen de la moralidad, a fin de averiguar hasta qué punto somos morales; es decir, hasta qué punto podemos interiorizar la moralidad.

La moralidad es muchas cosas (…) pero en su base es control social (p. 150)

Los impulsos que se sustentan biológicamente y las capacidades cognitivas forman la base para la emergencia de la moralidad (…) Estas capacidades naturales no pueden realizarse excepto mediante el aprendizaje social y la habituación moral, lo que las distingue de los instintos sociales (p. 68)

  Los instintos sociales –el parentesco, la amistad, el deseo sexual, las relaciones de dominio, el trabajo compartido…- no necesitamos aprenderlos, pero la moralidad es extraordinariamente variada, se vincula con los cambios culturales y puede surgir incluso del aprendizaje consciente –sumarse a un movimiento moral, de tipo político o religioso, por ejemplo-. 

   ¿Puede la moralidad aprendida igualar al instinto en su efectividad para controlar la conducta humana? Parece que sí, y que de ello podríamos haber obtenido ya grandes beneficios en el avance social con respecto a lo que era el estilo de vida del “hombre en estado de naturaleza” (prehistórico).  Hacernos más morales implica avanzar en la “interiorización” de las pautas de control social que resulten más productivas (mayor confianza entre individuos desconocidos y como consecuencia de ello mayor cooperación efectiva).

  Algunos filósofos pensaban que el buen salvaje era perfectamente prosocial, igualitario, democrático y razonable, y sabría instintivamente lo que estaba bien y lo que estaba mal, afrontando los dilemas mediante el uso de la razón, por lo cual no haría falta un esfuerzo social en la mejora moral –avanzar en estrategias que permitan la “interiorización” de pautas de conducta cada vez más prosociales-. Lamentablemente, esto nunca ha sido así.

El optimismo marxista puede relacionarse con la influencia filosófica de JJ Rousseau tanto como un error en comprender cómo de vigilantes eran los iroqueses a la hora de mantener el igualitarismo (p. 160)

  Estos iroqueses a los que se refieren los autores eran los que estudió el antropólogo Lewis Henry Morgan y que aparentemente eran buenos salvajes igualitarios, racionales y justos. Pero, en realidad, solo lo eran en la medida en que ejercían constantemente coacción contra quienes pretenden ejercer el dominio y relegar el igualitarismo. Estamos, pues, en el ámbito de la moralidad que solo puede subsistir con el respaldo de la coacción legal.

[Podemos considerar la] moralidad como un proceso por el cual la sociedad en su conjunto endorsa reglas de una conducta apropiada y castiga a cualquiera de sus miembros que viola tales normas  (p. 108)

  Estamos, pues, en la “moralidad legal” o coercitiva, que requiere del castigo a los infractores. Eso no quiere decir que no exista siempre cierto grado de “interiorización”… pero resulta que este casi nunca es suficiente para garantizar el orden social.

  Puesto que la base de la mayoría de los conflictos humanos -y de los conflictos del resto de mamíferos superiores- surge de la agresión mutua a fin de alcanzar el dominio, se ha hecho necesario que la coacción legal humana se ejerciera en todo momento para dar lugar al igualitarismo. No es un “instinto igualitario” el que da lugar a las leyes democráticas.

El primer comportamiento que fue decisivamente puesto fuera de la ley y controlado por un grupo humano puede muy bien haber sido la expresión de dominio (p. 97)

  El ser humano en estado de naturaleza no descubre la justicia, igualitaria y democrática, mediante el uso de la libre razón sino que hereda el sentido moral de sus antepasados simios como una conjunción –a veces de apariencia confusa- entre sentimientos morales benevolentes y acciones coercitivas por el interés común.

Monos y simios parecen capaces de guardar memoria de los servicios recibidos, pagando selectivamente a aquellos individuos que llevaron a cabo sus favores. También parecen mantener recuerdo de los actos negativos, lo que lleva a retribución y venganza (p. 9)

  Sin embargo, el hecho humano que nos diferencia de nuestros antepasados primates –algunos de los cuales serían y son animales muy inteligentes con respecto a los demás mamíferos- es que poseemos medios intelectuales propios capaces de desarrollar cada vez más la moralidad interiorizada.

Lo que queda como único y distintivo de los humanos es que los impulsos egoístas son disminuidos por procesos simbólicos interiorizados y reforzados mediante las aserciones públicas de las reglas morales (…) Esto es importante (…) porque la interiorización hace disminuir, con el tiempo, la necesidad de una coacción directa para forzar al grupo contra los individuos  (p. 131)

  Esta evolución moral -incompleta todo lo que se quiera- requirió de miles de generaciones de selección genética y cultural, y nos situaría en nuestra posición actual que nos capacita para otro tipo de evolución que es única entre todos los seres vivos: la evolución moral de tipo cultural. Evidentemente, para alcanzar la más alta moralidad ya no podemos esperar más cambios de tipo genético, sino de tipo exclusivamente cultural.

  Primero, pues, la cierta capacidad moral que hemos heredado de nuestros antepasados inmediatos:

Muchos primates no humanos (…) tienen métodos similares a los humanos para resolver, controlar y prevenir conflictos de intereses dentro de sus grupos. Tales métodos, que incluyen reciprocidad y compartir comida, reconciliación, consuelo, intervención en conflictos y mediación son los mismos bloques de construcción de los sistemas morales en los se basa la moralidad humana y que facilitan la cohesión entre los individuos, reflejando un esfuerzo concertado de los miembros de la comunidad para compartir soluciones al conflicto social. Además, estos métodos de distribución de recursos y resolución de conflictos con frecuencia requieren o hacen uso de capacidades para la empatía, simpatía y a veces incluso para la preocupación comunitaria  (p. 1)

  Y, más adelante, a estas características primitivas que compartimos con nuestros antepasados pre-humanos se añaden, en el Homo sapiens, las importantes capacidades propias que nos permiten el desarrollo moral de tipo cultural: el que se transmite de generación en generación a través de las instituciones culturales mediante el aprendizaje -o adoctrinamiento-.

Los comportamientos (…) que se describen como orígenes de la moralidad humana [en el comportamiento de los primates] carecen de los rasgos más esenciales de competencia ética humana; esto es, aplicación de los conceptos de “bueno” y “malo” a los sucesos, capacidades para la culpa y la empatía por el estado de otro, y la habilidad para suprimir las acciones que comprometerían la propia virtud.  (p. 46)

Los sistemas morales no pueden desarrollarse fuera del contexto de la evolución cultural (…) Los monos y los simios no pueden comunicarse sobre marcos colectivos de referencia. Siendo incapaces de compartir representaciones, viven en un mundo fundamentalmente amoral  (p. 62)

  La moralidad, teniendo entonces su origen en comportamientos instintivos relacionados con la vida emocional y la vida económica –intereses comunes en un grupo- se desarrollará culturalmente a través de concepciones abstractas, simbólicas: ése es el único camino para alcanzar niveles de “interiorización” de pautas de control del comportamiento social más prometedoras. Y esto solo será posible una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo civilizatorio.

Los cazadores-recolectores que son nómadas son relativamente aptos para resolver conflictos menores, pero al mismo tiempo son bastante ineficaces al tratar con conflictos extremos que pueden implicar homicidio. Esta impotencia se origina por la falta de un fuerte rol de control  (p. 89)

Durkheim se equivocaba al creer que las sociedades más primitivas y sencillas se basan fuertemente en la ley penal –prohibiciones que se sustentan en el castigo público- (…) El castigo [severo] por el grupo en su conjunto es raro si no del todo ausente [en tales sociedades, según la observación antropológica]  (p. 109)

Los cazadores-recolectores manejan los conflictos más graves reduciendo o finalizando el contacto –una forma de control social conocido como “evitación”- (p. 110)

  No debemos pensar que la evitación de los primitivos es consecuencia de una mayor benevolencia –prosocialidad-: en realidad se trata de que no existe una concepción abstracta de justicia imparcial capaz de resistir los vínculos de lealtad dentro del grupo. Las observaciones de los grandes simios a veces van en un sentido parecido: un chimpancé puede ser asesinado por sus compañeros solo porque intenta abandonar el grupo, pero no lo es si agrede abusivamente a otro miembro del mismo grupo. Lo primero pone en peligro la integridad del grupo, lo segundo no.

Si bien los cazadores-recolectores a veces usan la violencia como una forma de control social (especialmente en casos de adulterio y en respuesta a la violencia de otros) esta es típicamente ejercida por la parte agraviada tan solo, más que por la banda en su conjunto  (p. 110)

  La moralidad civilizada –legalmente expresada- incluye la concepción de la justicia imparcial que muy poco a poco ha ido abriéndose paso y que tendría aplicación en todo ámbito de relaciones humanas en el que se detecte la antisocialidad –el egoísmo, la voluntad de dañar-. Esta concepción, a su vez, abre nuevas posibilidades de comportamiento prosocial a partir de la interiorización de comportamientos altruistas, cooperativos y benévolos.

Un rasgo prosocial es uno que favorece la emergencia y sostenimiento de cooperación dentro de un grupo en el cual la cooperación aumenta la adaptación promedio de sus miembros (p. 215)

  El altruismo es el rasgo prosocial y cooperativo más evidente: si todos actuamos por el bien ajeno, el resultado será el más satisfactorio posible para cada uno de nosotros. Pero, lógicamente, los altruistas se verían perjudicados si dentro de su grupo social abundan los no altruistas.

La evolución del altruismo depende de que los altruistas interactúen preferentemente unos con otros (p. 194)

  De ahí la importancia de desarrollar estrategias que permiten identificar la predisposición de determinados sujetos al altruismo, es decir, marcadores de confianza que permiten la plena cooperación a nivel de grupo.

La idea nuclear del compromiso es que se puede hacer una previsión con respecto a una acción futura e influenciar el comportamiento de otros (…) ¿Cómo puede una persona convencer a otros de que él hará en el futuro algo que sería irracional [es decir, contrario a su interés egoísta]? Existen varios mecanismos de compromiso que han sido bien descritos, como los contratos o privarse a uno mismo de opciones de negociación  (p. 327)

  Las “estrategias de compromiso” –commitment strategies- más efectivas son aquellas que demuestran que se actúa en base a criterios morales altruistas interiorizados.

La gente es similar a otros organismos, pero las estrategias de compromiso pueden convertirnos en distintos, si no únicos. En tanto que la cognición llega al punto de que puede comunicar sus intenciones, los beneficios de los compromisos subjetivos quedan a nuestra disposición  (p. 329)

Para convencer a otros de que uno se mantendrá en un compromiso o para determinar que otro nos seguirá [hay diversas estrategias]. Las mejores expectativas vienen de [la experiencia del] comportamiento pasado y de costosas expresiones públicas de intención que no pueden ser violadas sin dar lugar a importantes costes reputacionales  (p. 329)

  Algo que probablemente queda pendiente -si queremos continuar con la evolución moral y con ello beneficiarnos de la máxima cooperación- es el extender al máximo la confianza mostrando comportamientos creíbles relativos al altruismo, la empatía y la benevolencia. Es decir, comportamientos que hagan evidente que hemos interiorizado una moralidad profundamente prosocial.

Estamos biológicamente predispuestos a maximizar la tendencia de los demás a practicar la regla de oro en sus interacciones con nosotros, lo cual hacemos predicando ese principio, creando la impresión de que lo practicamos y creyendo que lo practicamos, al menos más de lo que lo hacemos realmente. Mientras más fuerte sea nuestra creencia en nuestro valor moral, mejor será nuestra capacidad para convencer a otros de nuestra moralidad y, en consecuencia, seremos mejor tratados por los otros. Tal autoengaño es adaptativo  (p. 319)

  No hay diferencia práctica entre comportamiento genuino y actuación. El autoengaño surge del esfuerzo en realizar una representación creíble de comportamientos prosociales. Esta misma representación, si es convincente, hace posible la confianza y la cooperación entre extraños dentro de una cultura dada. Si el despliegue público de tales pautas de comportamiento se ejecuta con eficacia –si insistimos hasta tal punto en demostrar que somos inocuos, altruistas y afectivos- entonces no hay diferencia entre comportamiento genuino y autoengaño.

  En un futuro posible, el mejor medio de asegurar la interiorización moral de los patrones de conducta más prosociales será la sistematización de la conducta prosocial a partir de criterios coherentes –simbólicamente expresados- y en un entorno público que implique una inequívoca estrategia de compromiso. El primer paso en este sentido será dar lugar a un estilo de vida moralmente mejorado, incluso en un ámbito social limitado –como era el caso de los antiguos monasterios, donde se reunían individuos motivados para intentar llevar a cabo un estilo de vida en comunidad basado en la virtud extrema-. Esto sería conforme con el ya mencionado criterio de cómo pueden expresarse de forma efectiva los elementos altruistas incluso cuando son minoritarios: para que se produzcan cambios morales efectivos alguien tiene que dar el primer paso.

La evolución del altruismo depende de que los altruistas interactúen preferentemente unos con otros  (p. 194)

Lectura de “Evolutionary Origins of Morality” en Imprint Academic 2000; traducción de idea21

sábado, 15 de octubre de 2022

“La violencia y lo sagrado”, 1972. René Girard

 Las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia (p. 277)

   El historiador y filósofo René Girard presentó una teoría sobre el origen de la religión que, en sus minuciosos detalles, podrá ser discutible –sobre todo a la luz de los hallazgos más recientes de la antropología- pero que, en cualquier caso, incide en una cuestión capital: el problema humano de la violencia. Obviamente, nuestro principal problema; porque, sin él, la inteligencia humana más la capacidad humana para la cooperación y la expresión afectiva nos proporcionarían un estilo de vida muy próximo a las mejores utopías.

  Todos los animales practican la violencia. Es una consecuencia inevitable del principio darwiniano de supervivencia del más apto, de competencia por los recursos vitales. Pero

en la vida animal la violencia está dotada de frenos individuales. (p. 227)

   De modo que en el ser humano, sin tales frenos instintivos, la violencia toma forma en la ira, la venganza, en las infinitas represalias entre grupos de asociados –familia, tribu, nación- y queda así fuera de control, pudiendo llevar a la especie incluso hasta a su autodestrucción. Hubo de desarrollarse una institución cultural capaz de competir con el instinto; y no podía ser otra que la religión, capaz de hacernos interiorizar sentimientos reverentes y apasionados, como el sacrilegio, la adoración o el rechazo al pecado y el amor a la virtud. Solo la fuerza de lo sagrado puede contrarrestar la fuerza del instinto.

No existe sociedad sin religión porque sin religión ninguna sociedad sería posible. (p. 227)

Lo religioso tiende siempre a apaciguar la violencia, a impedir su desencadenamiento. Los comportamientos religiosos y morales apuntan a la no-violencia de manera inmediata en la vida cotidiana, y de manera mediata, frecuentemente, en la vida ritual, por el intermediario paradójico de la violencia. El sacrificio abarca el conjunto de la vida moral y religiosa, pero al término de un rodeo bastante extraordinario  (p. 28)

  Aparentemente, las primeras sociedades humanas trataron de controlar la violencia encauzándola hacia ámbitos ceremoniales, a modo de catarsis. Y la base catártica era siempre el sacrificio.

La sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima «sacrificable», una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, [a] los que ella pretende proteger a cualquier precio. (p. 12)

  Girard concluye que habría dos mecanismos esenciales para realizar esto. Primero, el mecanismo del sacrificio originario, y, después, el mecanismo de la “víctima propiciatoria” o chivo expiatorio, que, al cabo, daría lugar a la concepción actual del sistema judicial.

La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano. (p. 10)

El sacrificio polariza las tendencias agresivas sobre unas víctimas reales o ideales, animadas o inanimadas, pero siempre susceptibles de no ser vengadas, uniformemente neutras y estériles en el plano de la venganza. Ofrece al apetito de violencia, al que la voluntad ascética no basta para consumirse, una solución parcial y temporal, ciertamente, pero indefinidamente renovable, y sobre cuya eficacia son demasiado numerosos los testimonios positivos como para que pueda ser ignorada. El sacrificio impide que se desarrollen los gérmenes de violencia. Ayuda a los hombres a mantener alejada la venganza. (p. 15)

  La venganza es tan peligrosa porque desencadena una sucesión casi infinita de acciones violentas en represalia. Solo la aparición del sistema judicial prevendrá que la venganza se eternice (y la venganza como monopolio del Estado se convertirá en justicia). Hasta entonces, según este autor, la religión impondrá el control de la venganza –la violencia sin freno- mediante la práctica sacrificial.

Los primitivos se esfuerzan en romper la simetría de las represalias al nivel de la forma. Contrariamente a nosotros, perciben perfectamente la repetición de lo idéntico e intentan ponerle un final a través de lo diferente. (…)  Los modernos, en cambio, no temen la reciprocidad violenta. Esta es la que estructura cualquier castigo legal. El carácter aplastante de la intervención judicial le impide ser un primer paso en el círculo vicioso de las represalias. Nosotros ni siquiera vemos lo que asusta a los primitivos en la pura reciprocidad vengativa. (p. 34)

En lugar de ocuparse de impedir la venganza, de moderarla, de eludirla, o de desviarla hacia un objetivo secundario, como hacen todos los procedimientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y limitarla (p. 29)

Los historiadores están de acuerdo en situar la tragedia griega en un período de transición entre un orden religioso arcaico y el orden más «moderno», estatal y judicial, que le sucederá  (p. 49)

  Si bien la función principal de la religión sería controlar la violencia, eso no quiere decir que los beneficiados de este control sean conscientes de ello. Las religiones no funcionan así: el ritual, la liturgia y la doctrina siempre enmascaran los fines más prosaicos.

La operación sacrificial supone una cierta ignorancia. Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente primordial. Se supone que es el dios quien reclama las victimas  (p. 13)

  En la medida en que las sociedades con religión tenían más éxito que las menos religiosas, los creyentes no necesitaban conocer la función real de los rituales de sacrificio, ya que lo importante era que el sistema más o menos funcionase. Fuese el sacrificio de una víctima inocente –como Ifigenia- o fuese el sacrificio de un chivo expiatorio –los judíos-, la violencia controlada habría sido fundamental para desencadenar la catarsis sanadora.

  La desaparición del sacrificio supuso una ganancia, sin duda, pero implicó cambios que probablemente no hemos asimilado del todo.

La crisis sacrificial, esto es, la pérdida del sacrificio, es pérdida de la diferencia entre violencia impura y violencia purificadora. Cuando esta diferencia se ha perdido, ya no hay purificación posible y la violencia impura, contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la comunidad.  (p. 56)

Gracias al ritual, las generaciones sucesivas se imbuyen de respeto por las terribles obras de lo sagrado, participan en la vida religiosa con el fervor necesario, se dedican con todas sus fuerzas a la consolidación del orden cultural.  (p. 297)

   El hecho de que la sociedad más avanzada haya creado un sistema de justicia que busca la imparcialidad, ¿no hace pensar que las civilizaciones antiguas se equivocaron con su sistema de lo sagrado?

Hasta los ritos más violentos tienden realmente a expulsar la violencia. Nos engañamos radicalmente cuando vemos en ellos lo que hay de más morboso y patológico en el hombre. (…) No cabe duda de que el rito es violento, pero siempre es una violencia menor que sirve de barrera a una violencia peor (p. 111)

  Fuese o no el encauzamiento de la violencia la principal misión de las antiguas religiones, de lo que no cabe duda es de que podemos crear alternativas futuras capaces de erradicar estos antiguos sistemas. Y mientras mejor conozcamos el origen de nuestros errores pasados, mejor podremos superarlos.

  Girard nos advierte de que no podemos ver a nuestros antepasados como seres diferentes a nosotros. No eran tan supersticiosos ni tan ignorantes. Muchas veces, la lectura de la antropología, que necesariamente ha de sistematizar sus conclusiones, nos da una imagen reduccionista de la forma en que los antiguos se enfrentaban a los mismos dilemas que nosotros aún no hemos resuelto.

A los primitivos de Lévy-Bruhl, perdidos en los vapores de alguna estupefacción mística, suceden los jugadores de ajedrez del estructuralismo  (p. 250)

Para escapar definitivamente a las ilusiones del humanismo, es necesaria una única condición pero también la única que el hombre moderno se niega a cumplir: debe reconocer la dependencia radical de la humanidad respecto a lo religioso.  (p. 224)

   Puede ser muy útil para nosotros –necesitados de grandes cambios culturales para superar la pérdida de la religión- el señalamiento de la gran innovación que supuso en su momento la aparición de los dramas griegos:

El drama representado en el teatro debe constituir una especie de rito, la oscura repetición del fenómeno religioso. (p. 303)

  La tragedia griega permitió que la sociedad interiorizara los dilemas morales, que asumiera las flaquezas de la naturaleza humana y que generara nuevos conceptos y sentimientos conducentes a reducir la violencia. La tragedia y el drama nos han servido para estimular la empatía y el comportamiento compasivo. En esto, se trata de representaciones sociales con un gran poder moral. Pero el moralismo moderno asociado a la interiorización de las pautas de conducta más benévolas y altruistas no se ha sistematizado aún de forma equivalente a como funcionaba la antigua religión.

   Quizá podamos en el futuro sustituir el ritual de la literatura dramática –y la liturgia judicial- por algo que suponga la superación de la necesidad religiosa. Podríamos, por ejemplo, vivir públicamente las emociones dramáticas ya no como ceremonias educativas, sino como cotidianidad del comportamiento moral, rechazando automáticamente la agresión y adhiriéndonos por vínculo emocional directo a los sentimientos afectivos más reconfortantes de la misma forma que lo hacen los personajes literarios en la experiencia dramática del lector…

  Si las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia, hemos de intentar que, por el contrario, las sociedades futuras –“¿poshistóricas?”- vivan también en el equivalente a “lo sagrado”, pero que este sea un medio “sagrado” pacífico y cooperativo. Que las fuerzas emocionales, cognitivas y volitivas que integran la categoría de “lo sagrado” ahora dominen los mismos instintos violentos que los primitivos tan solo podían intentar encauzar mediante el sacrificio u otros recursos rituales o míticos dentro del conjunto de la institución religiosa.

  La concienzuda obra de autores como René Girard nos aporta elementos para especular.

Lectura de “La violencia y lo sagrado” en Editorial Anagrama 2005; traducción de Joaquín Jordá

miércoles, 5 de octubre de 2022

“El punto clave”, 2000. Malcolm Gladwell

    El gran divulgador Malcolm Gladwell escribe su libro “El punto clave” –The Tipping Point- para ilustrarnos acerca de cómo pueden expandirse nuevos hábitos sociales. Obviamente, no es nada fácil concluir algo exacto sobre una cuestión tan escurridiza. Lo que nos ofrece es una valiosa aportación.

La mejor forma de entender los cambios misteriosos que jalonan nuestra vida cotidiana (ya sea la aparición de una tendencia en la moda, el retroceso de las oleadas de crímenes, la transformación de un libro desconocido en un éxito de ventas, el aumento del consumo de tabaco entre los adolescentes, o el fenómeno del boca a boca) es tratarlos como puras epidemias (Introducción II)

   Gladwell no nos habla de acontecimientos históricos que conmovieron el mundo como la Revolución francesa o la Reforma luterana, y que implicaron sorprendentes reacciones rupturistas de las masas, sino de casos mucho más próximos y cotidianos, como la moda de usar una marca de zapatos en particular o el éxito de los programas de televisión educativos para la primera infancia. Pero tanto los fenómenos de relevancia histórica como los que nos parecen más triviales podrían producirse de forma similar.

Tres características (una: la capacidad de contagio; dos: que pequeñas causas tienen grandes efectos; y tres: que el cambio no se produce de manera gradual, sino drásticamente, a partir de cierto momento) son los mismos tres principios que definen cómo se extiende el sarampión en el aula de un colegio o cómo ataca la gripe cada invierno. De las tres, la última (la idea de que las epidemias pueden iniciarse o acabarse de manera drástica) es la más importante, pues da sentido a las otras dos y nos permite comprender cómo tienen lugar hoy los cambios sociales. Ese momento concreto de una epidemia a partir del cual todo puede cambiar de repente se denomina tipping point, que en español se puede traducir por punto clave o punto de inflexión (Introducción II)

  Los cambios repentinos, las epidemias que de repente estallan y nos toman a todos por sorpresa pueden parecernos injustificados. Pueden incluso producirnos la impresión de que la vida humana es banal, al depender los grandes cambios de factores poco significativos o que lo decisivo no es la opinión y actuación de la mayoría, sino de solo una pequeña minoría de individuos especialmente activos.

En todo proceso o sistema unas personas cuentan más que otras. Dicho así, no parece una idea muy novedosa. Los economistas suelen referirse al principio del 80/20, que quiere decir que el 80 por 100 del «trabajo» siempre lo realiza un 20 por 100 de los implicados. En la mayoría de poblaciones hay un 20 por 100 de criminales que comete el 80 por 100 de todos los delitos. El 20 por 100 de los motoristas provoca el 80 por 100 de todos los accidentes. El 20 por 100 de bebedores de cerveza consumen ellos solos el 80 por 100 de toda la cerveza.   (1.I)

Este estudio sugiere que, al final, las convicciones de nuestro corazón y los contenidos verdaderos de nuestros pensamientos son menos importantes a la hora de guiar nuestras acciones, frente al peso que tiene el contexto inmediato. Las palabras «¡Venga, que llegas tarde!» tuvieron [en un experimento de psicología social] el efecto de convertir a alguien que, en otras circunstancias, era una persona compasiva en una persona indiferente al sufrimiento  (4.V)

Esta posibilidad de un cambio repentino es lo fundamental de la idea del punto clave, y quizá sea lo más difícil de aceptar. En los años sesenta y setenta se usó este concepto para describir el éxodo masivo de la población blanca de las ciudades más antiguas del noreste de Estados Unidos a zonas residenciales y urbanizaciones. Los sociólogos observaron que en todas las zonas se producía un vuelco de cifras cuando el número de afroamericanos que llegaba a un barrio alcanzaba cierto punto (digamos, un 20 por 100), pues la mayoría de los blancos que quedaban se marchaban casi inmediatamente. El punto clave es ese momento en que se alcanza el umbral, el punto de ebullición. (Introducción III)

  Nos encontramos bastante cerca de la visión conductista, en la cual el aprender unos cuantos trucos puede ayudarnos a cambiar el entorno humano a nuestro favor. Así se comportarían, por ejemplo, los tres tipos de individuos que, según Gladwell, cuentan con capacidad para influir a grandes grupos e incluso desarrollar grandes tendencias por sí mismos: los denominados “conectores”, “mavens” y “vendedores natos”.

El fenómeno del boca a boca comienza cuando, en algún punto a lo largo de la cadena, alguien le cuenta la noticia a una persona [que es un conector] (2. IV)

¿Qué características tienen los conectores? Lo primero y más evidente es que conocen a un montón de gente. Son esa clase de personas que conocen a todo el mundo. (…)  A lo largo de toda la vida, salpicados aquí y allá, conocemos a un puñado de personas que tienen un don verdaderamente extraordinario para hacer amigos. Éstos son los conectores. (…) [que cuentan con un] don instintivo y natural para las relaciones sociales. (2.II)

La clave para comprender a los mavens es que no son meros recolectores de información. (…) Lo que los distingue es que, al darse cuenta del truco, lo que quieren es contárselo a todo el mundo. (2.VI)

En toda epidemia social, los mavens vienen a ser como los bancos de datos, es decir, son los que facilitan la información. Y los conectores son algo así como el pegamento social, los que extienden la noticia. Además de estos dos, hay otro grupo selecto (los vendedores natos) que posee la habilidad de persuadirnos cuando no estamos demasiado convencidos de lo que acabamos de oír. (2.IX)

[El vendedor nato] no estaba haciendo un esfuerzo deliberado por llevarse bien conmigo. Hay libros sobre tácticas de venta que recomiendan copiar la manera de moverse o de hablar de los clientes para establecer así una proximidad, pero se ha demostrado que no funciona porque hace que la gente se sienta incómoda, o sea, justo lo contrario de lo que se pretendía. Queda falso, y se nota. Por lo tanto, se trata más bien de una habilidad psicológica básica, una especie de reflejos de los que casi no somos conscientes. Como ocurre con todos los rasgos humanos especializados, hay personas que dominan estos reflejos mucho mejor que otras. Por eso, gozar de una personalidad potente o persuasiva significa, en parte, que uno es capaz de hacer que los demás bailen a su ritmo y de establecer los términos de la interacción. ( 2.XI)

  Dadas las circunstancias del entorno adecuado, la explosión epidémica social se produce cuando un nuevo elemento, una información, una idea quedan al alcance de algunos individuos de este tipo  (lógicamente, para que eso suceda, primero tiene que surgir el nuevo elemento en cuestión… y que éste reúna características suficientes para que la propagación sea viable).

   Pero en algunas ocasiones tales individuos comunicadores resultan menos relevantes y el “punto clave” se alcanza cuando se dan determinadas circunstancias excepcionales en la manifestación del elemento a propagar. Gladwell, por ejemplo, se adhiere a la teoría de la “ventanas rotas” en la lucha contra la criminalidad en las grandes ciudades. Claro está que, en estos casos, también son unos individuos avisados –aunque estos no contarían con las grandes dotes naturales que se han mencionado- los que pueden cambiar deliberadamente el “contexto inmediato”.

Los delitos menores, los que atentan contra la calidad de vida de los ciudadanos, constituían el elemento clave para iniciar una oleada de violencia y criminalidad. La teoría de las ventanas rotas y la del poder del contexto vienen a ser una misma cosa. Ambas se basan en la premisa de que se puede invertir un proceso epidémico con sólo modificar pequeños detalles del entorno inmediato. Si se piensa en ello, resulta una idea de lo más revolucionaria. (4.III)

   No todo el mundo está de acuerdo con que el perseguir pequeñas infracciones tenga un poder epidemiológico semejante al que se presenta aquí, pero no hay duda de que el poder del contexto  compone una realidad digna de ser tenida en cuenta.

  El autor lo equipara a algunos otros ejemplos de psicología social que demuestran cómo detalles nimios influyen nada menos que en los dilemas morales. Basta apresurar a alguien para que esta persona se comporte de forma menos altruista de cómo lo haría bajo otras circunstancias, incluso si al sujeto se le había tratado de predisponer al altruismo con algún discurso edificante previo. Esto va en un sentido parecido al terrible experimento Milgram sobre la obediencia…

Cambios relativamente insignificantes en el entorno que nos rodea pueden tener efectos drásticos en cómo nos comportamos y en quiénes somos. Basta con borrar los grafitis para evitar, de un plumazo, que cometan crímenes esas personas que en otras circunstancias los cometerían. Basta con decirle a un seminarista que se dé prisa para que no haga ni caso a un hombre tirado en plena calle y con evidentes signos de encontrarse mal. (5.III)

    Con mucha más simplicidad se organiza una campaña sanitaria preventiva con diferentes resultados según los condicionamientos del entorno. Resulta que las cuestiones importantes –aleccionar sobre la gravedad de no vacunarse- a veces influyen menos que incluir un pequeño mapa resaltado en el folleto explicativo.

No funcionaba (…) tratar de asustar a los estudiantes para convencerles de que se vacunaran contra el tétanos, mientras que lo que realmente sirvió fue facilitarles un mapa, que ni siquiera necesitaban, para indicarles dónde estaba la clínica que todos conocían de antes. (3.IV)

  A esto le llama Gladwell una “estrategia con gancho”. Aparentemente, el mapa funciona como un empujoncito psicológico al señalar un movimiento en la dirección adecuada. Es el mismo mecanismo de muchas estrategias publicitarias.

  Así que básicamente Gladwell señala dos grupos de factores para la propagación de epidemias sociales: los individuos con especiales capacidades -¿grandes habilidades sociales?- y las estrategias de difusión. Todo lo demás, por supuesto, sería que las nuevas tendencias se adaptasen a las necesidades del entorno. Esto lo aplica a casos como el descenso de la criminalidad en Nueva York durante la década de los años 1990.

¿Cómo es posible que el cambio en unos cuantos factores económicos y sociales produjera un descenso en la tasa de criminalidad de dos tercios en cinco años? (Introducción I)

  De lo que se trata es de remarcar que las “grandes causas” tienen solo un efecto relativo. De la misma forma que el adoctrinamiento ético de un individuo en teoría de alta moralidad  puede quedar en nada simplemente si se le apremia en un momento dado (o si se le coacciona verbalmente a obedecer una orden inmoral), las tendencias sociales tan graves como la criminalidad pueden depender de algo tan aparentemente nimio como “las ventanas rotas”.

  Y aparte de la criminalidad encontraríamos otros escenarios siniestros que pueden estimularse con aparente facilidad, intencionadamente o no.

La cobertura que se dio de una serie de suicidios por autoinmolación a finales de los setenta provocaron 82 suicidios cometidos por ese mismo procedimiento durante el año siguiente. Es decir, el «permiso» que otorga un suicidio inicial no es una invitación general a los vulnerables, sino una información con todo lujo de instrucciones para las personas que se encuentran en determinadas situaciones y que escogen morir de determinada manera. (7.II)

   El suicidio de la famosa actriz Marylin Monroe, que tuvo una enorme repercusión mediática, generó un alza de los suicidios en todo el mundo, y ello constituye un buen ejemplo de epidemia social.

  Tales propagaciones epidémicas van mucho más allá del anecdotario: las ideologías, las revoluciones, las creencias religiosas ¿por qué se producen en determinadas épocas y territorios y en otros no?

   No estaría de más abordar cómo podríamos propagar creencias prosociales, humanistas y benévolas. Se supone que al final el bien logra abrirse paso… pero cuanto antes lo haga mejor sería para todos.

  La organización de las creencias a partir de grupos de creyentes o discípulos es también un elemento a considerar.

Los grupos pequeños y cohesionados tienen el poder de magnificar el potencial epidémico de un mensaje o de una idea. (5.I)

    Y tanto mejor si en esos pequeños  pequeños y cohesionados tienen cabida algunos “conectores” y “mavens”.   

Lo que hacen los mavens, los conectores y los vendedores natos con una idea para hacerla más contagiosa es alterarla de tal modo que se eliminan todos los detalles superfluos y los demás se exageran, para que el mensaje en sí adquiera un significado que cale más hondo. (6.I)

  Reconocer este tipo de causas, que no parecen causas necesarias ni racionales, quizá nos sirva también para asumir las complejidades y limitaciones de la racionalidad social que no siempre coincide con la lógica.

Existen límites abruptos a la cantidad de categorías cognitivas en que podemos pensar, así como al número de personas a las que podemos amar de verdad y a la cantidad de personas que de verdad conocemos. Nos sentimos incapaces de resolver problemas formulados de una manera abstracta, mientras que nos es mucho más fácil solucionarlos cuando se presentan como un dilema social. (8)

  Y no tenemos porqué simplemente quejarnos de “lo tonta e influenciable que es la gente”, sino que podemos aceptar tales peculiaridades y utilizarlas racionalmente en beneficio de todos.

Lectura de “El punto clave” en  Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. 2017; traducción de  Inés Belaustegui