viernes, 5 de enero de 2024

“La guerra por la bondad”, 2019. Jamil Zaki

   Los avances de la psicología social se consolidan y no perdemos la esperanza de que nos demuestren que el ser humano está programado para el comportamiento prosocial, que no somos homo homini lupus, “el hombre lobo para el hombre”. Los lobos son lobos, y los chimpancés son chimpancés. Los humanos somos bastante diferentes a ellos en capacidad para controlar la agresión y fomentar la benevolencia que se origina a partir de la empatía (y que puede tener como consecuencia la más alta cooperación imaginable). El profesor de psicología Jamil Zaki aborda todas estas cuestiones por orden y con una coherencia palpable, sobre todo a partir de las experiencias de los estudios de psicología social.

Nuestros niveles de testosterona cayeron, nuestras caras se suavizaron y nos hicimos menos agresivos. Desarrollamos el blanco de los ojos más que otros primates de forma que pudiéramos fácilmente rastrear la mirada del otro, y también desarrollamos intrincados músculos faciales que nos permitieron mejores expresiones emocionales. Nuestros cerebros se desarrollaron para darnos una comprensión más precisa de los pensamientos y sentimientos de los demás (Introducción)

Los chimpancés (…) trabajan juntos y se consuelan unos a otros durante momentos dolorosos, pero su buena voluntad está limitada. Raramente dan a otros comida, y si bien pueden ser amables con su tropa, son agresivos fuera de ella (Introducción)

  Este es el comienzo, una predisposición genética a la mutua ayuda que excedería la de otros mamíferos sociales, pero tenemos buenas razones para estar descontentos con el grado de control de la agresión alcanzado. Es lógico, puesto que sí que somos en alguna medida agresivos. Lo que sucede es que tenemos recursos que, partiendo de nuestra naturaleza relativamente menos agresiva, y desarrollados culturalmente por el factor civilizatorio, pueden llevarnos a desarrollar nuestro lado más prosocial en mucha mayor medida que otros mamíferos.

La empatía es al menos en algún grado genética, tal como se ha demostrado en los estudios de gemelos (Capítulo 1)

“Empatía” se refiere a diferentes maneras en las que respondemos los unos a los otros. Esto incluye identificar lo que los otros sienten (empatía cognitiva), compartir sus emociones (empatía emocional), y desear mejorar sus experiencias (preocupación empática) (Introducción)

  Si hay empatía, podemos tener benevolencia. No podemos actuar benévolamente sobre los demás sin interesarnos primero por su situación. Y una vez nos hemos interesado por su situación y sus experiencias también es muy probable que nos hayamos implicado emocionalmente. La empatía casi siempre lleva a la acción benevolente.

Si podemos romper el patrón [de que la capacidad para la empatía es fija e inamovible] y reconocer que la naturaleza humana –nuestra inteligencia, nuestra personalidad y nuestra empatía- es en algún extremo dependiente de nosotros mismos, podemos comenzar a vivir como “movilistas” [quienes creen que las personas pueden cambiar], abriéndonos a nuevas posibilidades empáticas (Capítulo 1)

Las partes del cerebro relacionadas con la empatía crecen en tamaño tras el entrenamiento para la bondad (Capítulo 2)

  Pero la tarea no es fácil. Si lo fuese, la civilización habría avanzado más. Los factores sociales no siempre coinciden con el fomento de la empatía, el altruismo y la benevolencia. Hay que identificar los obstáculos.

La preocupación de Darwin acerca de la bondad: la gente que se para a ayudar a otros no tendrá tiempo de innovar, e inevitablemente acabará antes su propia vida. [Sin embargo,] tal como vemos, esto es un mito –los individuos empáticos es más probable que triunfen de muchas formas. (Capítulo 6)

   Los altruistas, en apariencia, siempre dejarían menos descendencia que los egoístas ya que su sacrificio por el bien común pone en peligro sus intereses particulares y acortaría sus vidas en mayor medida que quienes son egoístas. Esta lógica es aceptable, pero ya el mismo Darwin entrevió la idea de la “selección de grupo”, según la cual los grupos donde –por las circunstancias que fuesen- los individuos prosociales predominaran serían más eficientes –también en la guerra entre grupos- y por lo tanto prosperarían más a costa de aquellos que viven en grupos donde las rencillas internas debilitan la acción común.

  Ahora bien, este factor a favor de la solidaridad interna en el grupo nos obstaculiza el progreso social a gran escala ya que implica un constante conflicto entre grupos. Y los grupos originarios, los del “hombre en estado naturaleza”, eran bastante pequeños (poco más que familias extendidas). El avance social siempre ha sido lento.

Los límites entre conocidos y extraños destruyen virtualmente cada tipo de empatía que los científicos pueden medir. Cuando la gente encuentra extraños que sufren, informan de menos empatía, se sienten menos ansiosos e imitan menos las expresiones que cuando la víctima es del propio grupo. (Capítulo 3)

   Porque los individuos hemos sido programados para el “grupalismo” y no para el amor mutuo universal. Incluso las pruebas con la oxitocina –la hormona del amor- demuestran un chocante sesgo en lo que se refiere a la empatía con extraños y empatía con miembros del propio grupo.

  Muchas experiencias de psicología social que el profesor Zaki ha seguido de cerca se basan en estimular el contacto entre personas extrañas de forma que creen lazos de empatía, “ampliando el círculo” de confianza, algo que, en potencia, puede llegar a abarcar a la humanidad entera (“El círculo expansivo” de Peter Singer) pero

Los psicólogos han examinado alrededor de setenta programas [de psicología social] basados en el contacto [para estimular empatía entre grupos que inicialmente desconfían]. Muchos tuvieron éxito en construir camaradería y atención entre grupos. Al menos algunos de estos beneficios duraron hasta un año después. Pero (…) el contacto no siempre funciona. Y cuando lo hace no queda claro por qué. Para usarlos efectivamente los psicólogos deben aislar sus elementos activos. (Capítulo 3)

  La conclusión provisional es que estos programas fracasan cuando se trata de unir a personas de grupos gravemente enfrentados. Las estrategias sencillas no hacen milagros.

  Sin embargo, hay avances claros en ciertos ámbitos

El contacto funciona mejor cuando invierte la estructura de poder existente más que ignorándola (Capítulo 3)

   Esto quiere decir que en los grupos muy desiguales o muy enfrentados (opresores y oprimidos; sangrientos conflictos étnicos) se pueden hacer avances solo si se atiende a disminuir las diferencias estructurales de poder. Reconciliar opresores y oprimidos es más fácil cuando se dan pasos para disminuir la opresión, lógicamente.

   Los problemas de la empatía también aparecen por el “endurecimiento” que es consecuencia de la exposición constante al sufrimiento.

Al comienzo de su formación, los estudiantes de enfermería y medicina marcan más alto en empatía que los que comienzan otras carreras (…) Los pacientes de los médicos empáticos tienden a estar más satisfechos con su desempeño (…) [Sin embargo,] a su tercer año [de adiestramiento, los sanitarios] empatizan menos que la población general (Capítulo 5)

  Otro caso es cuando se intenta desarrollar una autonomía moral que se enfrente a una estructura social. Aunque el ideal moral siempre será el del individuo que juzga autónomamente lo justo incluso oponiéndose a la gran mayoría, alcanzar este ideal casi heroico no está al alcance de todos.

En la campaña anti droga juvenil DARE, los policías vienen a las clases y muestran a los niños imágenes y muestras de drogas. El agente les avisa de que sus pares pensarán que el uso de drogas es guay y los presionarán para unirse a ellos. El punto de la estrategia: hacer lo correcto quiere decir no unirse a la masa. Esto es un buen mensaje, pero con frecuencia fracasa. Señala normas peligrosas y pide a los estudiantes que luchen contra ellas. Pero (…) las normas tienden a ganar. (…) Cierta evidencia sugiere que [esta estrategia] empeora las cosas. Una estrategia mejor es trabajar con las normas, no contra ellas (…) [Otras iniciativas antidroga] crearon campañas, eslóganes y posters alentando a la bondad, y esta aproximación funcionó. (…) En lugar de luchar contra la conformidad, la usaron para construir entornos más sanos (Capítulo 6)

  Partimos, pues, de la empatía, pero tenemos que asumir su relativa fragilidad dependiendo del contexto social.

La empatía se modela con la experiencia. Niños de un año cuyos padres expresan altos niveles de empatía muestran mayor preocupación por los extraños que niños de dos años, son más capaces de sintonizar en las emociones de otros como si tuvieran cuatro años y actúan más generosamente que los niños de seis años cuando se comparan con otros niños de su edad. (Capítulo 1)

  Y ciertos éxitos son claros. Incluso algo tan simple como hacer que las personas en entornos antisociales lean libros –fundamentalmente novelas- tiene efectos innegables.

El 45% de los presos en libertad condicional [que NO participaron en programas de lectura] volvieron a cometer delitos (…). Al mismo tiempo, menos del 20% de los [participantes en grupos de lectura] volvieron a delinquir (Capítulo 4)

  En las universidades se han probado sistemas aún más eficaces –y rápidos- en fomentar la empatía

Se pide a los estudiantes que escriban acerca de por qué piensan que la empatía es importante y útil. Después los estudiantes leen los mensajes de los otros aprendiendo que sus pares valoran la atención mutua tanto como ellos. También leen mensajes positivos de empatía escritos por estudiantes (…) Tras aprender sobre la empatía de sus pares, los estudiantes nos dicen que están también más motivados para empatizar (Capítulo 6)

  También con los niños más pequeños.

Nuevas evidencias sugieren que la gente puede aprender a identificar sus sentimientos. Un programa enseñaba a colegiales un conjunto de palabras que precisamente describían estados emocionales y después les ayudaban a reflexionar sobre sus sentimientos. Los estudiantes que pasaron por este programa fueron clasificados como más bondadosos y calmos por los maestros, y sus notas mejoraron. (Capítulo 5)

  Todos estos resultados y experiencias nos aportan valiosas claves acerca de cuál es la mejor forma de fomentar el avance social y moral. Ahora bien, se trata de observaciones que, aplicadas sus consecuencias positivas en la práctica, solo proporcionan un desorganizado escenario de mejora. ¿Falta quizá un elemento doctrinario o ideológico que las aglutine y convierta en un movimiento social?

  Si hemos señalado, por ejemplo, las estructuras de poder y el etnicismo como obstáculos a la empatía, ¿no debería el cambio moral implicar cambios civilizatorios de gran alcance que nos permitan vivir, por ejemplo, sin opresión ni desigualdad económicas y sin etnicismo-nacionalismo? (No confundamos esto con el socialismo, que si bien predicaba la igualdad social no mostraba interés alguno por la mejora moral).

  Algo parecido se puede añadir con respecto a los prejuicios, supersticiones e irracionalismos que obstaculizan el desarrollo moral en tantos otros ámbitos.

Lectura de “The War for Kindness” en Penguin Random House  2019; traducción de idea 21 

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