miércoles, 25 de julio de 2018

“La conciencia en el cerebro”, 2014. Stanislas Dehaene

  Stanislas Dehaene, un neurocientífico de vanguardia, nos pone al tanto de lo que se sabe sobre la conciencia humana, que es, habitualmente, lo que entendemos que somos “nosotros mismos”

La ciencia contemporánea de la conciencia distingue como mínimo tres conceptos: la vigilancia —el estado de vigilia, que varía cuando nos quedamos dormidos o nos despertamos—; la atención —la focalización de nuestros recursos mentales sobre cierta información específica—, y el acceso consciente —el hecho de que, con el tiempo, cierta información a la que se le presta atención ingrese en nuestra percepción consciente y se vuelva comunicable a los demás—.(…) En la nueva ciencia de la conciencia, el acceso consciente es un fenómeno bien definido, distinto de la vigilancia y la atención. Más aún, puede estudiarse con facilidad en el laboratorio.

  “Acceso consciente” es más o menos donde tiene lugar el “yo”, la capacidad de autosentirnos y considerar sensiblemente nuestra propia vida como una trayectoria biográfica unitaria… y de extrema relevancia para nosotros mismos.

En la lengua cotidiana, solemos aunar nuestra conciencia con nuestro sentido del yo: cómo nuestro cerebro crea un punto de vista, un «yo» que mira todo a su alrededor desde una perspectiva específica. La conciencia también puede ser recursiva: nuestro «yo» puede contemplarse a sí mismo, comentar sobre su propio desempeño, e incluso saber cuándo no sabe algo. La buena noticia es que incluso estos significados de nivel más alto de la conciencia ya no son inaccesibles para la experimentación.

La conciencia es información compartida por todo el cerebro. El cerebro humano desarrolló redes de larga distancia eficientes, en especial en la corteza prefrontal, para seleccionar información relevante y diseminarla por el cerebro. La conciencia es un dispositivo evolucionado que nos permite prestar atención a una porción de información y mantenerla activa dentro de este sistema de transmisión


  En los últimos decenios, algunos científicos y filósofos han opinado que la tan valorada conciencia es algo bastante innecesario, incluso lastimoso, y que probablemente no ha cumplido ninguna función biológica útil en la vida humana y sería por tanto un subproducto de otras funciones más valiosas. El autor no está de acuerdo con este punto de vista y considera que, independientemente de lo que valoremos nuestra propia conciencia –carecer de ella definitivamente lo solemos llamar “morir”-, la conciencia es biológicamente útil.

La conciencia es una función elaborada, una propiedad biológica que surgió de la evolución porque era útil. Por ende, la conciencia debe ocupar un nicho cognitivo específico y lidiar con un problema que no podían afrontar los sistemas especializados paralelos de la mente inconsciente.

La función de la conciencia puede ser la de simplificar la percepción extrayendo un resumen del entorno actual antes de comunicarlo abiertamente, de una manera coherente, a las demás áreas involucradas en la memoria, la decisión y la acción. Para ser exitoso, el informe consciente del cerebro debe ser estable e integrador.


  Por supuesto, para que un ser vivo prospere biológicamente, no es preciso que tenga una gran capacidad de conciencia. De hecho, Homo Sapiens, el autoconsciente, todavía lleva demasiado poco tiempo en la Tierra para que lo consideremos un éxito biológico; tal vez sea un gran fracaso en comparación con los ratones o los tiburones, que llevan en la Tierra decenas de millones de años, pero lo que está claro es que el camino evolutivo que, para bien o para mal, sigue Homo Sapiens se caracteriza por la complejidad de su peculiar cerebro tanto como el de los pájaros se caracteriza por su capacidad para el vuelo. Y comparado nuestro órgano intelectivo con el de nuestros parientes biológicos más cercanos, los otros primates, es fácil darse cuenta de que la diferencia no reside solo en el tamaño, sino también en su morfología.

La corteza prefrontal, un enclave relevante del espacio de trabajo consciente, ocupa una porción importante del cerebro de cualquier primate, pero en las especies humanas, está enormemente expandida (…) Nuestra corteza prefrontal probablemente sea en verdad más ágil para recolectar e integrar información de procesadores situados en otros lugares del cerebro, lo que puede explicar nuestra asombrosa habilidad para la introspección y el pensamiento sobre nosotros mismos, separado del mundo exterior. (…)  Nuestro mundo interno es tanto más rico, quizá por una facultad única para pensar pensamientos anidados.

  En realidad, el éxito ecológico de nuestra especie tendría que sernos indiferente: a nosotros nos gusta gozar de nuestra autoconsciencia, sea cual sea su origen evolutivo y las peculiaridades de nuestra anatomía, pero hay otras cuestiones de importancia, como el debate acerca de la inteligencia artificial, y si ésta puede llegar también a desarrollar una conciencia…

El concepto hipotético de qualia, pura experiencia mental desligada de cualquier rol de procesamiento de la información [los estados subjetivos o sensaciones crudas de «cómo es» experimentar un sentimiento, un dolor o un hermoso atardecer ], se verá como una idea peculiar de la era precientífica, muy similar al vitalismo, el descaminado pensamiento del siglo XIX de que, sin importar cuántos detalles reunamos acerca de los mecanismos químicos de los organismos vivos, nunca daremos cuenta de las cualidades únicas de la vida. La biología molecular moderna hizo añicos esta creencia al mostrar cómo la maquinaria molecular situada dentro de nuestras células forma un autómata que se autorreproduce. De igual modo, la ciencia de la conciencia seguirá desbastando el problema difícil hasta que desaparezca. (…) La ciencia de la conciencia ya explica los bloques significativos de nuestra experiencia subjetiva, y no veo límites obvios a este enfoque.

  Así que, si no hay ningún misterio en nuestra misteriosa capacidad para percibir y percibirnos, la inteligencia artificial tiene vía libre. Esto es prometedor porque podríamos beneficiarnos de ello, mientras que si hemos de atenernos a que nunca daremos cuenta de las cualidades únicas de la vida  no podremos solucionar, ni ahora ni más tarde, el grave problema de que no siempre podamos disfrutar de nuestra querida conciencia…

  Observemos cuánto ya podemos observar…  

Se tuvo noticia de neuronas humanas que responden de manera selectiva a una miríada de fotos, incluidos miembros de la familia del paciente, lugares famosos como la Ópera de Sidney o la Casa Blanca, e incluso personalidades de la televisión como Jennifer Aniston y Homero Simpson. Es notable que la palabra escrita suela ser suficiente para activarlas: la misma neurona se descarga en presencia de las palabras «Ópera de Sidney» y al ver ese famoso edificio. (…)  Se piensa que las neuronas del lóbulo temporal anterior forman un código interno distribuido para personas, lugares y otros conceptos memorables. (…) Al observar qué neuronas se activan y cuáles permanecen en silencio, podemos entrenar a una computadora para que adivine, con una precisión muy alta, qué imagen está viendo la persona

Todavía no podemos controlar los miles de millones de neuronas que serían necesarios para trazar con precisión en la corteza el equivalente neural de una calle transitada de Chicago o un atardecer de Bahamas. ¿Pero estas fantasías estarán para siempre fuera de nuestro alcance? No apostaría en ese sentido.

  La idea del cyborg o incluso la fantasía de la singularidad, en la cual la mente/memoria humana puede existir fuera de soportes biológicos, de momento es tan viable, naturalmente, como la de la inteligencia artificial…

  Las historias de ciencia-ficción nos plantean muchas de estas posibilidades que, de momento, la ciencia real no nos niega: recobrar la memoria, almacenarla, expandirla o incluso readaptarla, todo ello contando con los mismos mecanismos complejos que abarcan emociones, ideas y propósitos.

La estimulación cerebral parece capaz de provocar casi cualquier experiencia, desde el orgasmo hasta el déjà vu. (…) Las regiones corticales temporal, parietal y prefrontal de nivel más alto están asociadas de manera más íntima a la experiencia consciente comunicable, dado que su estimulación puede inducir alucinaciones por completo subjetivas carentes de asidero en la realidad objetiva.

   Cabe preguntarse para qué querría una humanidad tecnológicamente evolucionada hasta la total comprensión del funcionamiento de la conciencia contar con un asidero en la realidad objetiva. Salvo supersticiones apegadas a las viejas tradiciones (en las que el ser humano ha de rendir cuentas a su Creador… o a la Naturaleza)  no hay muchos motivos por los que la cruda realidad objetiva nos haya de resultar atractiva. Una estimulación cerebral hábil de nuestra conciencia podría eludir muchas penalidades y hacernos vivir en una especie de paraíso.

  Muchos opinan que plantearnos esto podría dejarse para cuando se halle la tecnología eficiente –el doctor Dehaene nos informa de que aún no está disponible-, pero el problema es que la misma sociedad se define en sus tendencias culturales por nuestra visión de la realidad y su futuro. ¿Contemplar una utopía neurológica nos ayudaría a afrontar mejor nuestros pequeños problemas de convivencia (agresión, enemistad, delitos, falta de cooperación…) que hoy por hoy son los que más obstaculizan el desarrollo tecnológico? ¿O los empeoraría?           

domingo, 15 de julio de 2018

“Pasiones dentro de la razón”, 1988. Robert H. Frank

  El economista Robert H Frank aborda cuestiones de ética y conducta (psicología, por tanto) referidas a la base misma de nuestras pautas de vida social. ¿Al actuar nos guiamos por nuestras emociones o por nuestro calculado interés individual? Entre las emociones humanas se cuentan algunas benévolas, como el altruismo y la generosidad… pero el interés individual es, obviamente, siempre egoísta… Normalmente, en Economía siempre se ha utilizado el modelo del interés individual, como en el famoso “dilema del prisionero”.

La razón más importante para el éxito del modelo del propio interés es que su lógica es aplastante. Revela una elegante coherencia tras incontables patrones de experiencia aparentemente no relacionados

   Frank distingue, entonces, dos modelos principales de comportamiento, el del interés propio y el “de actitud” –commitment model- que se basa no tanto en el cálculo racional del propio interés, sino en la obediencia a los impulsos emocionales (recordemos la fábula de la rana y el escorpión).

Usaré el término “modelo de actitud” como abreviatura para la noción de los comportamientos aparentemente irracionales que a veces son explicados por las predisposiciones emocionales que ayudan a resolver los problemas de actitud. La visión contraria, la de que la gente siempre actúa de forma eficiente en la persecución de su propio autointerés, la llamaré el “modelo del interés propio”.

  Y el autor lo tiene muy claro: el “modelo de actitud” no solo es el que se constata que impulsa decisivamente el comportamiento humano en la vida real –no en dilemas abstractos como “el del prisionero”-, sino también es el más lógico dentro de una concepción evolutiva del comportamiento humano.

Las tendencias humanas nobles podrían no solo haber sobrevivido las presiones brutales del mundo materialista, sino que éste realmente podría haber sido creado por ellas (…) [De hecho,] en muchas situaciones, la persecución consciente del interés propio es incompatible con su logro

El modelo de actitud (…) mantiene que las decisiones sobre cooperación están basadas no en la razón sino en la emoción

  Esto se explica fácilmente: si todos siguiéramos exclusivamente el interés propio nos encontraríamos en una constante guerra de todos contra todos y sería imposible que cooperásemos ya que nadie confiaría en nadie…

Si a los oportunistas les fuera mejor que a los otros, la lógica inexorable del modelo evolutivo es que deberíamos acabar con esa gente

  Ahora bien, también es cierto que si fuéramos altruistas, empáticos y cooperativos, bastaría un oportunista astuto para arruinarnos a todos.

Incluso en el caso de que un grupo puramente altruista triunfe sobre todos los otros grupos, la lógica de la selección a nivel individual parece condenar el comportamiento altruista genuino (…) La mayor parte de los biólogos hoy rechazan que el comportamiento altruista genuino pueda haber surgido mediante la selección de grupo.

  “Selección de grupo” se refiere al hecho de que, en teoría, un grupo de individuos altruistas estaría formado por cooperadores muy eficientes, mucho más eficientes en la cooperación que un grupo formado por egoístas, y por lo tanto la “selección natural” haría que los grupos de altruistas dominasen a los grupos de egoístas. Pero el problema estriba en que el grupo altruista puede verse minado por dentro solo con que un individuo se aproveche de la ingenuidad altruista de los demás, de modo que es imposible que surja siquiera un grupo de genuinos altruistas, pues estos individuos altruistas siempre se habrían visto arruinados por el abuso de cualquier mutante egoísta, lo que llevaría al fracaso social de los altruistas genuinos y, con este, al fracaso reproductivo, lo que hubiera impedido que se propagaran los genes altruistas…

  Lógicamente, lo que sucede en la realidad es que impulsos altruistas y egoístas se hallan entremezclados en cada individuo de forma diversa y que los grupos pueden estar integrados por individuos también de muy diversa índole en lo que a impulsos prosociales y antisociales se refiere. De momento, los estudios psicológicos demuestran que los individuos, en general, sí albergamos algunos comportamientos altruistas que, en primera instancia, no sirven para nada a nuestro interés propio…

Dejamos propinas en restaurantes en ciudades distantes que jamás volveremos a visitar. Hacemos contribuciones anónimas a caridad privada. Con frecuencia nos refrenamos de engañar cuando estamos seguros que el engaño jamás será detectado. A veces rechazamos transacciones provechosas porque creemos que son injustas. Nos peleamos simplemente para que nos devuelvan diez euros por un producto en mal estado. (…) Comportamientos de esa clase desafían a aquellos que creen que la gente en general sigue su propio interés

  La explicación evolutiva de este tipo de comportamientos parece encontrarse en la necesidad instintiva de “hacernos una reputación”…

El altruismo (…) puede emerger (…) meramente sobre la base de establecer una reputación al comportarnos de una forma prudente. Dada la naturaleza del mecanismo psicológico de recompensa, no es poca hazaña haber establecido tal reputación. La gente que lo ha conseguido da alguna indicación de que deben estar motivados, al menos en parte, por consideraciones diferentes al mero interés propio material.(…) La gente que no engaña cuando casi no hay posibilidad de que te descubran se beneficiarían si engañaran y lo saben. No se refrenan porque teman las consecuencias de ser descubiertos, sino porque se sentirían mal si engañaran

  Una reputación es un marcador de confianza. De modo que sí parece, al fin y al cabo, que se da cierta “selección de grupo” a favor del comportamiento moral, incluso altruista: un grupo donde los individuos cuiden de hacerse una buena reputación es un grupo donde la cooperación es más viable que uno donde nadie se comporta de forma tal que –consciente o inconscientemente- se construya una reputación de fiabilidad. Esto no contradice lo que se ha dicho antes sobre que el altruismo no puede ser favorecido por la selección de grupo: lo viable no sería un grupo de “altruistas puros”, sino una determinada combinación de individuos dentro de cada uno de los cuales también se combinan de determinada forma los impulsos altruistas y no altruistas.

  En el caso de los más altruistas se puede decir que han nacido con cierto grado de instintos morales como consecuencia de que, a lo largo de cientos de generaciones, las personas que nacieron con ellos acabaron por tener más éxito social que los demás gracias a la buena reputación que obtuvieron. En términos generales, los individuos con buena reputación merecen la confianza de los demás y así logran participar en empresas cooperativas provechosas.

El comportamiento moral con frecuencia confiere beneficios materiales a los mismos individuos que lo practican

Ciertas emociones nos capacitan para hacer compromisos que de lo contrario no serían creíbles. La ironía es que esta capacidad, que supone no buscar el interés propio, confiere ventajas genuinas (…) Ser incapaz de hacer compromisos creíbles con frecuencia es más costoso [que abstenernos de hacerlos]

El deseo de evitar varios estados afectivos desagradables (…) es la principal fuerza motivacional detrás del comportamiento moral

El modelo de actitud es menos un rechazo del modelo del interés propio que una enmienda amistosa a éste. Sin abandonar el marco básicamente materialista, sugiere cómo los impulsos más nobles de la naturaleza humana podrían haber emergido y prosperado. No parece ingenuo esperar que tal comprensión puede tener efectos beneficiosos en nuestro comportamiento

  Y aquí aparecen los hallazgos más interesantes: en una sociedad en la que se hacen presentes, entremezclados, instintos benévolos con otros fuertemente egoístas, los seres humanos han desarrollado también la capacidad para detectar estas tendencias en los semejantes y con ello para calificar la reputación que los otros ganan o pierden. Eso equivale a que aprendemos en quién confiar. Gracias a la evolución biológica, hemos incorporado, por una parte, la capacidad para producir señales conductuales que ayudan a que los demás confíen en nosotros (la vergüenza ante un acto indebido, la franqueza en los gestos, la amabilidad…) y, por otra parte, una capacidad más o menos aguda para percibir acertadamente estas señales a fin de diferenciar las que son genuinas de las que son un engaño… porque es también inevitable que hayamos desarrollado alguna capacidad para engañar…

En el caso de síntomas físicos como el sonrojo, es difícil ver cómo este mecanismo podría ser del todo no biológico

Ninguna población podría consistir enteramente en cooperadores. En tal población no valdría la pena escudriñar a la gente en busca de signos físicos de sinceridad, y en consecuencia los que [excepcionalmente] engañasen comenzarían a prosperar

  Supongamos que queremos desarrollar estrategias sociales –culturales- para fomentar la benevolencia y detectar el dañino egoísmo (en realidad, nada puede ser de mayor interés, pues una sociedad extremadamente cooperativa sería extraordinariamente próspera a nivel económico), pero entonces nos encontramos con un problema: la predisposición –“modelo de actitud” emocional- a la benevolencia (que nos da una reputación de ser dignos de confianza) no es psicológicamente compatible con la predisposición a la desconfianza (que nos permite detectar la malevolencia ajena y el engaño).

El modelo de actitud puede no decirnos que esperemos lo mejor de los demás, pero sí anima a mantener una visión más optimista.

  El bondadoso puede ser sabio pero no puede ser desconfiado ni astuto, pues tales cualidades son más propias del oportunista, de modo que parece correspondiente con una predisposición a la moralidad el cultivar cierta ingenuidad personal (“esperar lo mejor de los demás”). Ahora bien, hemos visto que la benevolencia puede ser saboteada dentro del grupo por un solo individuo egoísta, lo que hace necesario algún tipo de “contramedida” al respecto.

  Puesto que cultivar la desconfianza no puede ser esa medida, por contraproducente, la solución es que, lo que el instinto no puede aportarnos, lo aporte la cultura en alguna de las muchas formas posibles. Una de ellas sería cultivar, no tanto la desconfianza como la sistematización de la lectura empática de las emociones ajenas con otros fines, lo que podría abarcar –y desbordar- ciertas disciplinas que se suelen englobar bajo el epígrafe “Humanidades”.

  Veamos el caso del que nos informan los psicólogos sociales:

Los estudiantes de Economía eran significativamente más propensos a desertar [en dilemas tipo prisionero o bienes comunes] que cualquier otro grupo que se ha estudiado (…) Los estudiantes de Comercio es más probable que hagan ofertas interesadas en juegos tipo ultimátum que los estudiantes de Psicología (…) En Economía, como en cualquier otra disciplina, se adquieren todas las trampas propias de una cultura independiente (…) El modelo de interés propio, al animarnos a esperar lo peor de los demás, parece sacar lo peor de nosotros

  Es decir, una elaboración cultural –estudiar Economía- predispone y/o selecciona comportamientos mucho más antisociales que otra –por ejemplo, estudiar “Humanidades”, como Psicología o Literatura-. En alguna medida, estudiar Economía predispone al egoísmo e, inevitablemente, al engaño -astucia-. Lo que esto nos aporta es que podemos deliberadamente predisponernos a la benevolencia o a la malevolencia, puesto que nuestro incentivo para actuar de forma cooperativa no es el resultado beneficioso de nuestra acción, sino satisfacer nuestra necesidad emotiva y ésta a su vez puede ser cultivada en un particular sentido dentro de cada cultura específica.

  Si trabajamos nuestra capacidad emotiva en el sentido opuesto en el que lo hacen –conscientemente o no- los estudiantes de Economía, entonces daríamos pasos en el sentido de una cultura que desarrolle la emotividad relacionada con el comportamiento benévolo, proporcionándose incentivos para la satisfacción de tales conductas emotivas (el deseo de evitar varios estados afectivos desagradables). Y esto es, en cierto modo, lo que principalmente hicieron las religiones más prosociales, con sus relatos acerca de la santidad, la virtud y la benevolencia. Este desarrollo de las “religiones compasivas” precedió a la “explosión empática” que en el siglo XIX de Occidente permitió desarrollar las “Humanidades” a nivel de masas (pensemos en la literatura popular de contenido moralista),

Se encuentra poco altruismo en las culturas que no lo alientan activamente

  En las personas de cualquier cultura se hallan las mismas emociones altruistas… solo que restringidas a determinados ámbitos (principalmente, a los cuidados familiares). Es la cultura la que potencia unas emociones y reprime otras en todos los demás ámbitos.

Las acciones o circunstancias específicas que disparan estas emociones dependerán en gran medida del contexto cultural. Pero las emociones motivadoras son siempre y en todas partes las mismas

  Otra estrategia para favorecer el desarrollo de los comportamientos altruistas y cooperativos sería fomentar el reconocimiento de la gestualidad facial y del lenguaje no verbal, incorporando estas habilidades al entorno de las “Humanidades”, tal como sucede con la lectura de novelas o el chismorreo benévolo, o como pudo haberse hecho en las naciones de la Reforma protestante cuando se fomentó una religión más psicológica (“Solo la Fe salva”).

La clave para detectar lo genuino de una expresión facial es centrarse en los músculos que están menos sujetos al control consciente

  Aprender, por ejemplo, los nombres de las expresiones, incluso de los músculos implicados (orbicular, cigomático, superciliar…), enriquecería nuestro lenguaje afectivo tal como resulta de la lectura de obras de narrativa que describen emociones y sentimientos... o como sucede con la terminología psicológica que ha sido incorporada al lenguaje común (“frustración”, “libido”, “catarsis”, “trauma”…).

  Finalmente, otra estrategia podría haber sido ya adelantada por el fenómeno monástico propio de las “religiones compasivas” (del budismo en adelante) y consistiría en promover, bajo circunstancias de control especial, comportamientos marcadamente benévolos a modo de patrón de conducta ejemplar.

Por experiencia, sabemos que algunas personas son benevolentes y otras mucho menos. Nuestras experiencias con los primeros están vinculadas con sentimientos positivos y las que se dan con los segundos con los negativos. La exposición a cada tipo de personas naturalmente evocará emociones asociadas. Estas emociones, por su parte, pueden afectar el comportamiento.

  Una cultura que promueva algunos comportamientos de benevolencia muy depurados, aunque sea en ámbitos limitados, tipo "subcultura" (igual que se promueven obras públicas o actividades artísticas), podría, por tanto, beneficiarse en su conjunto. Esto lo hacían los reyes medievales cuando favorecían la fundación de monasterios -dentro de los cuales se practicaban modelos de conducta próximos a la santidad-.

  La conclusión es que puede resultar enormemente valioso que la promoción de la benevolencia entre a formar parte de los objetivos prácticos de la sociedad, de la ideología.

Nuestras creencias sobre la naturaleza humana moldean nuestra misma naturaleza humana.

  En los últimos siglos se han dado pasos en este sentido… pero siempre de forma indirecta, nunca de una forma racional y global. Se ha promovido la tradición cristiana, cuya ética es benevolente, si bien el enunciado ideológico cristiano tiene más bien que ver con doctrinas esotéricas irracionales. Se ha promovido el socialismo, cuyas metas políticas son muy benevolentes, pero cuyo enunciado ideológico hace referencia a impulsos agresivos, como la lucha de clases o el control político coactivo. Se ha promovido el humanismo liberal, cuyos mandatos sociales son menos esotéricos que los del cristianismo y menos violentos que los del socialismo, pero el enunciado ideológico liberal es individualista y escéptico, alejado de la psicología afectiva propia de la benevolencia.

  Jamás se ha construido una ideología de la benevolencia basada en principios racionales. Aún no.

jueves, 5 de julio de 2018

“Individualidad humana”, 2017. Remo H. Largo

  En este libro, el doctor Largo difunde su concepción del “principio de ajuste”, una estrategia humanista que nos ayudaría a alcanzar la armonía y afrontar los conflictos en la vida social de hoy partiendo de que asumamos una idea no tan universalmente aceptada: la individualidad.

Lo que hace especiales a los seres humanos y me incita a la observación es que solo nosotros —gracias a nuestras facultades mentales, tan extraordinariamente desarrolladas— somos conscientes de nuestra propia individualidad y de nuestras diferencias.

Gracias a la investigación en diversos campos, como la genética y la sociología, estos, cual piezas de un rompecabezas, empezaron a unirse hasta ofrecerme una visión integral. La llamé «el Principio de ajuste» (Fit-Prinzip), que afirma lo siguiente: todo ser humano, con sus necesidades y capacidades intelectuales, aspira a vivir en armonía con el mundo que lo rodea. El Principio de ajuste se fundamenta en una visión integral que asume las diferencias entre los individuos, la singularidad de cada uno y la interacción entre individuo y ambiente como base de la existencia humana.

  En conjunto, resulta bastante parecido a la concepción de la psicología humanista, la de Maslow, el más moderno Seligman y muchos otros autores de libros de autoayuda. El doctor Largo no niega tal parentesco.

Abraham Harold Maslow ha puesto en su obra gran énfasis en la singularidad del individuo como conditio sine qua non, como condición necesaria de la naturaleza humana. Fue cofundador de la psicología transpersonal, con la que, en los años setenta, siendo yo un joven médico, estuve en contacto en la Universidad de California en Los Ángeles. Me impresionó entonces y en particular su pirámide, en la que ordena de modo jerárquico las necesidades humanas.

El Principio de ajuste es una versión ampliada de esta concepción. Trata de abarcar no solo el temperamento y la motivación, sino todos los aspectos primordiales del ser humano, como sus necesidades básicas y los factores ambientales que son esenciales para él.

Desde la perspectiva del Principio de ajuste son seis las exigencias básicas que determinan nuestras vidas. Aparte de satisfacer nuestras necesidades físicas, tenemos un gran un gran deseo de seguridad, así como de reconocimiento social y de una posición social sólida en la familia, entre los amigos, en el mundo laboral y en la sociedad. Si el deseo de seguridad y de reconocimiento se colma, nos sentimos cómodos y aceptados. Pero si nos marginan, nos sentiremos rechazados e inseguros a nivel emocional. Otras dos necesidades básicas son la de desarrollar nuestras capacidades y la de lograr objetivos que se correspondan con ellas. Los niños muestran un deseo particularmente intenso hacia ello y hacia ir adquiriendo nuevas habilidades. Por último, nos impulsa de modo especial la seguridad existencial. Un sueldo regular, la protección personal y tener una propiedad son muy importantes.

  Por lo tanto, lo que más debe llamarnos la atención es lo que este libro pueda tener de original con respecto a las concepciones ya conocidas (en el fondo, bastante convencionales). Destacan dos puntos en particular: la aceptación de nuestras limitaciones y el promover nuevas fórmulas de vida en comunidad.

No es posible ampliar por ningún medio el potencial de una persona. Estas ideas deben tenerlas bien presentes los padres y profesores en su trato con los niños, y no solo estos, sino también las autoridades y los políticos responsables del diseño del sistema educativo. (…)   Lo que es cierto para la estatura, lo es mucho más para las capacidades cognitivas: difieren de forma notable entre los individuos.

  El doctor Largo se ha especializado sobre todo en desarrollo infantil, y su aserto no es de importancia menor: vivimos en una sociedad en la que se presiona a los individuos –y, en particular, a los niños- para que alcancen metas meritorias. Se supone que el que no triunfa es porque no se esfuerza. Y ese planteamiento es peor que un error: es una agresión.

  Más equívoco es el llamado acerca de una vida comunitaria alternativa a la familia nuclear. Se parte de una interpretación ya bastante habitual, y propia de la psicología evolutiva, de que, en origen, los seres humanos somos “tribales”, más habituados a vivir en una comunidad amplia (o “familia extendida”) que en pequeños “hogares” burgueses de papá, mamá y niños. Tanto más que hoy en día ya son habituales las personas que viven en “familias unipersonales”.

En los niños no solo existe el apego a sus padres biológicos, sino también a toda persona adulta que se preocupe lo suficiente por ellos. Este intenso apego es, de todas las relaciones interhumanas, la que entraña el mayor grado de confianza (…) Este apego es, desde hace doscientos mil años, el fundamento de la cohesión familiar.(…) Las comunidades no se libran de los conflictos, al igual que las familias. Sin embargo, sus integrantes viven en la certeza tranquilizadora de que la convivencia con personas conocidas durará largo tiempo. 

En unas pocas generaciones, las comunidades abarcables que ocupaban pequeños espacios dieron paso a la sociedad de masas anónimas. No obstante, lo cierto es que, por nuestra herencia evolutiva, no estamos hechos para semejante entorno. Nuestro bienestar depende de una red de relaciones con personas cercanas.

  Ahora bien, las comunidades, familias extendidas o la “vida pueblerina” han dejado hoy un cierto regusto odioso y pocos las echan de menos. La búsqueda del libre desarrollo de la individualidad en el anonimato de las grandes ciudades no ha sido una imposición.

¿Cómo ha de ser una sociedad en la que las personas puedan vivir su individualidad y, sin embargo, la cohesión social esté garantizada?

No podemos invertir la rueda del tiempo, ni tampoco queremos retroceder a las comunidades de otros tiempos. Entonces prevalecían estructuras familiares a menudo muy autoritarias, y en la comunidad rural había un excesivo control social que limitaba el autodesarrollo de sus miembros. (…)Nos hemos acostumbrado a vivir con grandes libertades individuales y escasa responsabilidad interpersonal, y no estamos nada dispuestos a renunciar a ese modo de vida.

 El doctor Largo se limita a señalar sugerencias, aunque resulta llamativo que no mencione a los kibutz, ni tan siquiera como ejemplo de lo que NO debe hacerse…

Es, por tanto, necesario encontrar nuevas formas de vida en las que personas de todas las edades se sientan acogidas, tengan reconocimiento social y mantengan una posición social segura. Solo a través de las relaciones estables y de confianza están los seres humanos dispuestos a aceptar a otros con sus cualidades y sus debilidades, a ayudarse mutuamente en momentos difíciles y a compartir responsabilidades.

Desde la perspectiva del Principio de ajuste, la misión principal de la sociedad es proporcionar espacios habitables en los que las personas pueden llevar una vida plena. Por eso el Estado favorece las nuevas formas de vida familiar y comunitaria mediante la reducción de impuestos a las familias e hipotecas ventajosas para las cooperativas. El Estado crea las condiciones para la planificación de espacios y establece una legislación que facilite la construcción de viviendas comunitarias. (…) La comunidad no es una carga, sino un alivio para el Estado. (…) ¿Requiere una comunidad como la aquí esbozada demasiado control interpersonal y demasiadas obligaciones? Uno es libre de seguir viviendo como hasta ahora, pero todas las personas que deseen cambiar de vida han de tener la oportunidad. (…) Su vida recuperará buena parte del sentido perdido en la sociedad y la economía. Ya no girará solo en torno al propio bienestar, sino que participará del de otros. Estos se alegrarán de que la vida les vaya bien y los consolarán y los apoyarán cuando pasen por un mal momento. 

  Es muy probable que la cuestión de las formas de vida familiar y comunitaria específicas sea menos importante que el contenido psicológico de los valores sociales, y que estos no variarán hasta que se alcancen nuevas cotas de moralidad aplicables al total de las vivencias individuales humanas. Entonces la nueva pauta formará sus propias estructuras familiares (entendiendo como familia algo así como “comunidad de vida en extrema confianza”). Pero el pragmatismo más bien conformista que se defiende en este libro no es muy coherente con un cambio cultural decisivo.

Cada credo, ideología o teoría ha creado su particular imagen ideal del hombre, y sus concepciones llevan emparejadas a menudo grandes exigencias, como la de mejorar al ser humano o transformar el mundo en un paraíso. En el Principio de ajuste no hay cabida para esta clase de ideales. Es un principio que, por el contrario, trata de aproximarse al individuo —sin superestructuras metafísicas o teóricas— en su singularidad y en su esfuerzo por llevar una vida satisfactoria. Este principio descansa en la siguiente premisa básica, que se deriva de nuestra evolución biológica y que determina la vida cotidiana de todos nosotros: Cada ser humano aspira a vivir con sus necesidades y capacidades individuales en armonía con el mundo que lo rodea. Cuanto más lo consiga, tanto mayores serán su bienestar, su autoestima y su autonomía.

  No hay cambio cultural posible sin su dosis de ideales y sus correspondientes formas simbólicas significativas. El individualismo un tanto solipsista que defiende el doctor Largo (autorrealización de potencialidades) parece en contradicción con la búsqueda de plenitud a través de la experiencia de vida en comunidad (¿no parece que “los demás” son un medio para que cada uno se autorrealice y alcance sus potencialidades- "capacidades individuales"?). En realidad, las relaciones estables y de confianza son la más difícil conquista psicológica de todas y no pueden organizarse fácilmente a partir de los mismos principios culturales de nuestro insatisfactorio presente. Exigen, más bien, una revolución emocional que sería bastante equivalente a mejorar al ser humano o transformar el mundo en un paraíso. Lo que a observadores bien documentados como el doctor Largo les falta es darse cuenta de que tales cambios han de hacerse no mediante iniciativas políticas (moderadas como las subvenciones o la rebaja de impuestos, o radicales como las colectivizaciones marxistas) sino mediante iniciativas de cambio psicológico culturalmente transmitidas que cuestionen las actuales pautas íntimas de conducta social (es decir, cómo vivimos emocionalmente nuestras relaciones mutuas, a corta y media distancia). Algo que hasta hoy solo han realizado las religiones.

   De todas formas, las mejoras en la educación y la formulación sistemática de los problemas a superar (de lo cual este libro es un ejemplo) siempre pueden ser de ayuda…