martes, 25 de mayo de 2021

“Cómportate”, 2017. Robert Sapolsky

  Robert Sapolsky es propiamente “un sabio”: científico eminente, biólogo, médico, neurocientífico, primatólogo y muy documentado en ciencias sociales. Su libro “Compórtate” es su intento de contribuir a que conozcamos más acerca de cómo mejorar las relaciones humanas.

Este libro [trata] sobre la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos (Capítulo 1)

  El problema capital, como siempre, es el de la agresión.

Un punto esencial (…) : no odiamos la violencia. Odiamos y tememos la clase errónea de violencia, la violencia en el contexto equivocado. Porque su presencia en el contexto correcto es diferente. Pagamos una buena suma de dinero para contemplarla en un estadio, enseñamos a nuestros niños a defenderse utilizándola (…) Lo que convierte a la agresión en un tema tan desafiante es precisamente esta ambigüedad (Introducción)

  Ciertamente, la civilización tiene mucho que progresar todavía a fin de eliminar la agresión –en todos los contextos-. La agresión es indeseable y a la vez es innata. Como biólogo y neurocientífico, Sapolsky nos da una visión muy documentada acerca de lo que pueda haber de determinista en nuestra biología, particularmente en nuestros cerebros. ¿Podemos hacernos cargo de nuestro destino o estamos condicionados por nuestros genes?

Un neurocientífico hegemónico podría llegar a la conclusión de que su campo lo explica absolutamente todo.(Capítulo 2)

  Pero no es realmente así…

Los cerebros dan forma a las culturas, que es lo que da forma a los cerebros, que da forma a… Esa es la razón por la que recibe el nombre de coevolución. (Capítulo 9)

El retrazado axonal en los individuos ciegos o sordos es algo extraordinario, excitante y conmovedor. Es genial que su hipocampo se expanda si usted conduce un taxi en Londres. Lo mismo se puede decir sobre el tamaño y especialización de la corteza auditiva si toca el triángulo en una orquesta. Pero, en el otro extremo, resulta desastroso que un trauma agrande la amígdala y atrofie el hipocampo, e incapacite a aquellos que tienen un trastorno de estrés postraumático. (Capítulo 5)

La neuroplasticidad hace que la maleabilidad funcional del cerebro sea tangible, «demuestra científicamente» que el cerebro cambia. Que la gente cambia.(Capítulo 5)

  En conjunto, la conclusión es que sí podemos más o menos disponer de nuestro propio destino y librarnos de los inconvenientes de la agresión. Especialmente si estamos al tanto de cuáles son y cómo funcionan nuestros impulsos innatos.

El incremento de la inteligencia y el respeto por el razonamiento logran mejorar la teoría de la mente y la toma de perspectiva y un incremento de la habilidad para apreciar las ventajas a largo plazo de la paz. (Capítulo 17)

  Primero tenemos que aceptar nuestra tendencia natural a la agresión y después señalar los impulsos humanos que pueden controlarla. Y uno de ellos, indudablemente, es el incremento de la inteligencia y el respeto por el razonamiento Y hay otros. 

Exponer a los niños a las imágenes violentas que aparecen en la televisión o en alguna película hace que aumenten las probabilidades de que se comporten de forma agresiva poco después (Capítulo 7)

  Y sin embargo, los niños tienden mucho más a la violencia si coexisten con ella no tanto en los productos audiovisuales, sino en su vida cotidiana (en la cual la violencia se expresa de forma menos espectacular, pero mucho más constante que en la ficción). Eso no quita que sea cierta la acusación contra tales novísimos productos culturales, lo cual durante mucho tiempo se ha puesto en duda precisamente por la abundancia de tales espectáculos en las sociedades menos violentas. Para cosas por el estilo necesitamos a la ciencia: para verificar las supuestas relaciones de causalidad. 

  Pongamos por caso las acusaciones dirigidas contra la testosterona…

En nuestro mundo acribillado de violencia machista, el problema no es que la testosterona incremente los niveles de agresividad. El problema es la frecuencia con la que recompensamos la agresividad.  (Capítulo 4)

  Porque resulta que la experimentación acerca de la conducta humana demuestra que la testosterona no estimula la agresividad, sino el éxito social…

La testosterona hace que la gente sea arrogante, egocéntrica y narcisista. La testosterona aumenta la impulsividad y la asunción de riesgos (Capítulo 4)

  Una persona egocéntrica puede colmar sus ambiciones si se convierte, por ejemplo, en un líder por la paz…

La testosterona fomenta la prosocialidad en el ambiente adecuado. (Capítulo 4)

  Otro ejemplo de aparente determinismo biológico en la conducta humana es el efecto de otra hormona neurotransmisora: la oxitocina.

La oxitocina, la hormona del amor, nos hace ser más prosociales con los nuestros y peores con todos los demás. (Capítulo 4)

  Hay que señalar que la oxitocina tiene su origen en necesidades biológicas de parto y lactancia, pero que, al no estar la biología humana programada propiamente para la vida social, la evolución –por “exaptación”- ha hecho uso de este recurso para fomentar la prosocialidad… aunque sea dentro del grupo al que pertenecemos - los nuestros.

La evolución es un manitas, no un inventor. (Capítulo 10)

  Si no estamos necesariamente determinados por la genética de nuestro cerebro ni por la de las sustancias neurotransmisoras, cabe decir que corremos el riesgo de estarlo por la manipulación del comportamiento humano dentro del contexto social.

Podemos ser manipulados para pensar que algunos individuos son más cercanos a nosotros, y otros menos de lo que realmente son —el pseudoparentesco y la pseudoespeciación—. Hay numerosas formas de hacer que alguien piense que un miembro de los Otros es tan diferente que apenas cuenta como humano.  (Capítulo 15)

  Ahora bien, los instintos prosociales también pueden promoverse. Para empezar, no todo el comportamiento innato es antisocial.

El estado predeterminado es confiar (Capítulo 2)

  De modo que toda desconfianza es aprendida. Si nos hacemos conscientes de muchos factores inconscientes que determinan nuestra conducta estaremos en posición de mejorar nuestra vida en común.

La difusión cultural en general (la cual incluye el comercio) también puede facilitar la paz. Esta puede tener un tinte moderno: en 189 países, el acceso digital predice que se producirá un aumento en las libertades civiles y en la libertad de prensa. Además, cuantas más libertades civiles haya en un país vecino, más fuerte es este efecto, ya que las ideas fluyen con las mercancías (Capítulo 17)

  La influencia del entorno, bajo condiciones de laboratorio, puede hacerse evidente bajo circunstancias inesperadas.

¿Disminuye el estrés la empatía? Aparentemente sí, tanto en ratones como en hombres. (Capítulo 4)

Si una persona se sienta en una habitación en la que hay basura maloliente, se vuelve más conservadora en temas sociales (p. ej., respecto al matrimonio gay) sin que cambie su opinión sobre, por ejemplo, política exterior o economía. (Capítulo 3)

Los sujetos que rellenaban un cuestionario expresaban unos principios igualitarios más fuertes si había una bandera estadounidense en la habitación. (Capítulo 3)

Forzar a las personas deprimidas a que sonrían les hace sentir mejor;  enseñar a la gente a adoptar una postura más «dominante» les hace sentirse más de ese modo (bajos niveles de hormonas del estrés); y los relajantes musculares reducen la ansiedad («Las cosas siguen estando mal, pero si mis músculos están tan relajados que no me sostengo ni en esta silla, las cosas deben de estar mejorando»). (Capítulo 3)

  A lo largo de la historia se han empleado diversas estructuras sociales para intentar influir sistemáticamente en las emociones. Si bien es cierto que nunca se ha hecho de forma directa, como sucede, a nivel individual, en la psicoterapia (la “educación”, en todo caso, ha estado siempre demasiado circunscrita a los convencionalismos), sin duda la religión ha sido la estrategia más aproximada a este respecto.

La religión es posiblemente nuestra invención cultural que más nos define, un catalizador increíblemente potente tanto de nuestros mejores como de nuestros peores comportamientos (Capítulo 17)

  Lo que Sapolsky nos señala es que, a pesar de que cada vez conocemos más acerca de cómo la conducta humana es desencadenada por mecanismos neurológicos –que a la vez son determinados genéticamente-, nosotros podemos operar sobre el entorno que condiciona nuestra conducta sobre todo si organizadamente somos capaces de expandir determinadas pautas culturales. Podemos estimular nuestros instintos más prosociales y reprimir los antisociales, fomentar la empatía e inhibir la agresión mediante la promoción de determinadas ideas y sensibilidades, pautas que se transmiten culturalmente en el tiempo y en el espacio, y de las que podemos poner unos cuantos ejemplos:

Lo que debe ser abolido son las opiniones que afirman que el castigo puede ser merecido y que puede ser un acto loable.  (Capítulo 16)

Adoptar la perspectiva de una persona amada que sufre activa la CCA [Corteza Cingulada Anterior]; hacer lo mismo por un extraño activa la unión temporoparietal, la región central de la teoría de la mente. (Capítulo 14)

En estudios extensos interculturales, Milgram y otros mostraron que existía una mayor sumisión en los sujetos de culturas colectivistas que en los de las individualistas  (Capítulo 12)

     Siempre quedarán dudas de cuál es la estrategia mejor, pero de lo que no debemos dudar es de que las tradiciones sociales solo indirectamente se refieren a este tipo de elecciones. Por ejemplo, las sociedades “colectivistas” o “individualistas” se han creado como resultado de trayectorias históricas que hoy sabemos que han acabado por favorecer pautas de comportamiento social a gran escala de forma estadísticamente demostrable: los “individualistas” de Occidente han creado el progreso económico capitalista, la ciencia y la justicia con pretensiones de objetividad y, finalmente, la democracia y las libertades; mientras que los “colectivistas” de Extremo Oriente han dado lugar a civilizaciones de un acusado civismo y productividad económica. Estas tradiciones heredadas han logrado modificar nuestro comportamiento actuando sobre la disposición emocional en nuestros cerebros.

  Si sabemos esto, ¿no podríamos actuar, más allá de la tradición, para diseñar directamente pautas de comportamiento más prosociales?

  Para hacerlo, tendríamos primero que definir y establecer –sin prejuicios-  a qué modelo de prosocialidad aspiramos y ponderar después hasta qué medida diferentes comportamientos generan determinados actos. Pensemos que, por ejemplo, los comportamientos altruistas y compasivos suelen tener como origen estados emocionales de empatía y racionalidad… pero es mucho lo que nos falta por averiguar a este respecto.

No está ni mucho menos garantizado que un estado empático conduzca a un acto compasivo.  (Capítulo 14)

     ¿Tales estados empáticos no serán, en cualquier caso, estadísticamente más conducentes al altruismo que los no empáticos? Y cuando en algunos casos no lo sean ¿de que dependerá? Un factor puede ser, por ejemplo, la “carga cognitiva”, que equivale aproximadamente a una sobrecarga de nuestra capacidad de atención.

Las ideas de trabajo y carga cognitiva también ayudan a explicar por qué las personas son más caritativas cuando ven a una persona necesitada que a un grupo. (Capítulo 14)

  La influencia del estrés en la agresividad ha hecho que muchos señalen la prosperidad económica como otro factor a considerar: un estado de escasez, al generar estrés y posiblemente agresividad, nos alejaría del comportamiento prosocial. Cualquier situación traumática afecta a nuestras mentes incluso a nivel neurológico –plasticidad cerebral.

  Tales cambios afectan incluso a las elecciones éticas -dilemas-.

¿Es correcto matar a una persona para así poder salvar a cinco? Cuando la gente pondera esa cuestión, una mayor activación de la CPFdl [Corteza Prefrontal dextrolateral] predice una mayor probabilidad de responder afirmativamente (…) [Sin embargo,] los humanos con la CPFdl dañada son incapaces de planear o de aplazar la recompensa, siguen llevando a cabo estrategias que les ofrecen una recompensa inmediata y muestran un pobre control ejecutivo sobre su comportamiento (Capítulo 2)

  No hay determinismo neurológico o biológico en el sentido de que nazcamos con genes que señalan un único camino en el comportamiento social. Antes al contrario, tenemos la opción de diseñar nuestra conducta social modificando nuestro entorno para que éste a su vez modifique nuestra respuesta conductual –coevolución-. Y nuestro entorno no es solo el estilo de vida económico o político, es sobre todo, el tipo cultural de interpretación de los hechos sociales –ideas, costumbres, estilo de vida-: respuestas agresivas, compasivas, individualistas, colectivistas, racionalistas o tradicionalistas…

  Falta todavía diseñar un planteamiento humanista –promoción de valores culturales- basado en la ciencia e incluso más aún en la perspectiva científica: objetiva (libre de sesgo y prejuicio) e imaginativamente crítica.

Lectura de “Compórtate” en edición digital Titivillus, 2019; traducción de Pedro Pacheco González

sábado, 15 de mayo de 2021

“La bondad de los extraños”, 2020. Michael McCullough

     Sabemos que existen conductas humanas benévolas y sabemos que a lo largo del “avance” de la civilización se habría ido produciendo un cambio necesario de la moralidad consistente en el predominio gradual de las conductas altruistas y empáticas. Tales conductas, recordémoslo, entran en contradicción con nuestra naturaleza subjetiva: “nosotros” existimos como mera suma de “yoes”, cada uno de ellos encerrado en su propia, pequeña y valiosísima vida. ¿Por qué ayudar a los extraños cuando nuestro único interés habría de ser nosotros mismos? El psicólogo Michael MacCullough, partiendo de una larga trayectoria de estudios referidos a esta cuestión, trata de llegar a algunas conclusiones.

Entre los darwinianos modernos, las explicaciones para la generosidad hacia los extraños llegan en dos formas posibles (…) [En la] teoría de la “adaptación para los extraños”, ayudamos a los extraños en el mundo moderno porque la evolución nos diseñó específicamente para ello, por muy tortuoso que este proceso de diseño pueda haber sido (…) [O bien] la generosidad hacia los extraños es meramente un subproducto del instinto de cuidar de amigos y parientes (Capítulo 1)

  E incluso cabría preguntarse porqué nos interesaría desperdiciar nuestra atención, nuestra seguridad y nuestros recursos por amigos y parientes, ya que, al fin y al cabo, "ellos" tampoco son “nosotros”. Sin embargo, en este caso contamos con el hecho cierto de que todos los animales tienen un instinto de conservar la especie lo que equivale a propagar nuestros genes a través de nuestros parientes, lo que exige ayudar a su supervivencia y prosperidad. Pero eso, en todo caso, limita la conducta benevolente a un número limitado de individuos próximos.

La empatía es “localista, de mente estrecha e innumerada” –esto es, no se incrementa cuando el número de personas implicadas se incrementa (…) La gente tiende a evitar activamente experimentar empatía por los extraños (Capítulo 2)

  ¿Cómo puede entonces llegar a existir un instinto “general” de ayuda a nuestros semejantes? 

Trivers propuso que un gen para la generosidad podría implementar la siguiente estrategia: ayuda a tu vecino cuando sea barato hacerlo; pide ayuda a tu vecino cuando lo necesites; continúa proporcionando beneficios a los vecinos que devuelven los favores y reprime tus impulsos generosos hacia los vecinos que no lo hacen. (Capítulo 6)

    Esto tiene sentido, sobre todo porque ya Darwin señaló la posibilidad de la “selección de grupo”: un grupo de humanos que practicara la amabilidad podría ser más eficiente internamente y por tanto más eficiente también en su competencia por los recursos contra otro grupo donde los individuos fuesen más egoístas y conflictivos entre ellos. La adaptación moderna de esta idea del mismo Darwin se llama “selección multinivel”.

El egoísmo triunfa sobre el altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas triunfan sobre los grupos egoístas. (Capítulo 5)

  Con todo, seguimos necesitando una “materia prima” para poner en marcha pautas de comportamiento social altruista y cooperativo –prosociales. Ser altruista dentro del grupo puede fortalecer el grupo, pero ¿de dónde sale ese altruismo que practica ese grupo en particular? Sin duda, las pautas altruistas pueden favorecerse por la tradición, por la cultura… pero sigue dependiendo de los instintos altruistas de cada individuo.

Nuestro interés intuitivo por el bienestar de los extraños –particularmente cuando se sopesa contra la fuerza de nuestro interés intuitivo en nuestro propio bienestar, así como en el bienestar de nuestros amigos y amados- es débil, reacio y bastante descuidado. La evidencia de que la evolución ha afinado nuestras mentes para la preocupación activa por el bienestar de los extraños es por ello escasa. (Capítulo 1)

   Débil, reacio y bastante descuidado. Pero es lo que tenemos y bien podría ser suficiente. Si de la evolución genética poco podemos esperar, la evolución cultural quizá pueda sacar partido de este débil instinto, lo cual dependería de una confluencia de circunstancias.

  Para empezar…

Las sociedades humanas se han hecho más sensibles hacia los problemas de los extraños cuando el coste de la ayuda disminuye (Capítulo 14)

   Las situaciones de precariedad no solo implican carencia de recursos materiales, sino que además suelen generar mucho estrés. Coloquialmente, consideramos que la precariedad genera “embrutecimiento”. Cuando tenemos poco o tememos vernos pronto de nuevo con poco o con nada no parece la mejor situación para ser generosos.

  Sin embargo, la generosidad puede ser conveniente incluso en situaciones de precariedad. ¿La reciprocidad de la benevolencia no podría ser una especie de “seguro” también para nosotros mismos? Si nos ganamos una reputación de benevolentes (o, cuando menos, justos y agradecidos), tal vez otros consideren conveniente ayudarnos en un momento dado para que estemos más adelante en disposición de ayudarlos a ellos…

Amamos a los demás porque amamos nuestras reputaciones y amamos nuestras reputaciones porque motivan a los otros a amarnos (Capítulo 6)

  Así se van sumando elementos que pueden ser utilizados para construir una moralidad altruista mediante la elaboración cultural: incremento de la riqueza, creación de redes reputacionales con vistas a la reciprocidad, reelaboración cultural de los instintos de ayuda a los parientes y próximos… Todo esto, en principio, es válido incluso para el pobre Homo Sapiens en estado de naturaleza, el cazador-recolector, pero parece lógico que solo llega a tener efecto cuando aparece la civilización, las sociedades sedentarias productoras de excedentes alimentarios donde la superpoblación implica anonimato: no podemos hacer un seguimiento del comportamiento de cada habitante de una ciudad a fin de asignarle una reputación, y ello urge a que se elaboren sistemas morales socialmente asumidos y culturalmente transmitidos.

  Por otra parte, las sociedades civilizadas, a pesar de su mayor capacidad para producir bienes gracias a la cooperación de grandes grupos humanos, eran enormemente desiguales ya que los pocos poderosos tenían mucho y los muchos desposeídos tenían poco. Lentamente, las tensiones sociales que se derivaban de esta situación inevitable –el instinto egoísta de todo individuo y de todo grupo familiar en sociedad- dieron lugar a algunas soluciones innovadoras.

Ante tanta desigualdad y opresión [característica de las primeras civilizaciones], los reyes del mundo arcaico encontraron una nueva idea: al proteger a la gente más vulnerable de la sociedad, se les recompensaría con la lealtad de sus súbditos y con una fortalecida reputación de bondad y sabiduría (Capítulo 7)

  Aparece la sabiduría

Los reyes reformistas [de Mesopotamia] redujeron el número de años que uno podía ser esclavizado por deudas, redujeron las tasas de interés y modificaron los términos de pago de préstamos personales onerosos, y permitieron que la gente recomprase tierra y propiedad que habían vendido previamente a fin de pagar deudas o comprar comida. (Capítulo 7)

  El mundo podría haber sido un lugar bastante feliz desde el momento en que un solo campesino del Neolítico podía producir alimentos para cuatro o cinco personas –y almacenar excedentes para los malos tiempos-, y sin embargo, sabemos que, en lugar de eso, muchos campesinos pobres de las primeras civilizaciones vivían en una precariedad peor que la de los cazadores-recolectores: los humanos no estaban acostumbrados a vivir en grandes grupos de desconocidos después de haber sido diseñados genéticamente para vivir en grupos familiares poco mayores que los de los chimpancés. No fue fácil encontrar nuevas soluciones para nuevos problemas, como era el caso de las grandes civilizaciones.

  Fue poco a poco como el proceso de adaptación a la vida civilizada -¿proceso de civilización?, ¿evolución moral?- generó todo tipo de cambios culturales que fomentaban la benevolencia. Después del rey generoso, llegan los dioses que cuidan del bienestar común y fomentan el comportamiento moral. La Era Axial

Fue la abundancia material (medida, por ejemplo, por el número de calorías de promedio que cada adulto podía extraer del entorno tras un duro día de trabajo) y no el éxito político (medido por el tamaño del Estado) lo que diferenció mejor a las tres sociedades [India, China y Grecia] que se hicieron axiales [era Axial: religiones compasivas] de las cinco que no lo hicieron [Egipto, Mesopotamia, Mesoamérica, Andes y Anatolia]. Simplemente, las sociedades axiales eran más ricas (Capítulo 8)

   Los “axiales”, tanto si partieron realmente de una situación ventajosa o no, ampliaron su ventaja en las generaciones sucesivas. La práctica de la caridad se extendió y fortaleció la vida social. Vivir en civilización aseguraba cierta paz con respecto a la conflictiva vida nómada, y la “violencia estructural” que implicaba la desigualdad económica institucionalizada podía atenuarse porque también la asistencia a los desfavorecidos quedaba institucionalizada al más alto nivel: el de lo sagrado. 

La caridad era [en la Antigüedad] (…) un acto sacramental. Esto es, un acto que establecía un punto de contacto entre el creyente y Dios. Pensar en la pobreza como un problema social que podría ser resuelto no era algo imaginable en la mente del hombre premoderno (Capítulo 8)

  La pobreza no podía resolverse, de la misma forma que la guerra no podía resolverse, ni podían desaparecer las diferencias nacionales y de clase, ni los hombres y mujeres podían ser considerados iguales. Pero, al menos, existía la creencia en dioses –reyes celestiales- que cuidaban benévolamente de los más precarios por medio de los hombres piadosos –de buena reputación- que seguían sus dictados. Y las civilizaciones se hicieron aún más productivas.

  El autor llega así a la época del Humanismo –siglo XVI, aproximadamente- que es cuando encuentra un gran cambio en la actitud civilizada respecto a la pobreza.  

Según un nuevo punto de vista, la pobreza no había de verse como un hecho universal de la vida (como lo veían nuestros antepasados del Neolítico), o una triste inevitabilidad para las viudas y huérfanos (como lo veían los fatalistas de la Edad de Bronce), o una oportunidad para que los ricos escaparan de una terrible vida de ultratumba (como lo veían los cristianos de la Europa Medieval), o como una condición primariamente espiritual (como lo veían curas y monjes). En lugar de eso, había de ser vista como una enfermedad social que dañaba no solo a los pobres, sino también al Estado secular y a sus ciudadanos. (Capítulo 9)

  En suma: ahora la pobreza podía resolverse y, prácticamente, se juzga este cambio de actitud como el que ha llegado hasta hoy (la naturaleza humana tal como es hoy está dotada para resolver la pobreza simplemente con voluntad de actuar). Planteado tal cambio en el siglo XVI –se señala la obra de Luis Vives como un hito de los más relevantes- llegaría a su culminación con el laicismo del siglo XVIII y las doctrinas de cambio social –democracia, socialismo- que aparecerían después.

Siguiendo al gran incendio de Londres que en 1666 destruyó la mayor parte de la ciudad de Londres, predicadores de toda clase exhortaron a los londinenses a arrepentirse por las iniquidades que habían provocado que Dios incendiara la ciudad. Después [del terremoto] de Lisboa [en 1755], sin embargo, la gente comenzó a ver cada vez más los desastres naturales como el resultado de una larga cadena de interacción entre materia y energía –esto es, sucesos puramente físicos que no estaban interesados en la moralidad humana y que eran indiferentes al bienestar humano (Capítulo 11)

  El autor señala otro hito a partir del terremoto de Lisboa en tanto que no solo no dio lugar a especulaciones metafísicas de índole fatalista -¿por qué quiso Dios tal cosa?-, sino que además también puso en marcha una campaña internacional de ayuda a las víctimas en cierto modo semejante a las de la época contemporánea.

Los argumentos de Rousseau para evitar la desigualdad, los esfuerzos de Smith para humanizar a los pobres y la afirmación de Kant de que todos poseen un valor igual e infinito fueron fácilmente modelados dentro de un cuidado andamiaje intelectual. A partir de este andamiaje, los teóricos políticos comenzaron a hacer afirmaciones incluso más audaces sobre los Derechos de los ciudadanos y los Deberes redistributivos del Estado. En su libro “Derechos del Hombre” de 1792, Thomas Paine propuso que los Estados estaban obligados a proporcionar a cada ciudadano una pensión de vejez tras una vida de trabajo, no como algo a partir del favor y la gracia, sino del Derecho (Capítulo 10)

Aparecieron sociedades internacionales para promover la reforma de las prisiones, la erradicación de la viruela, el bienestar de los obreros, la paz mundial, la abolición de la guerra y la prevención de naufragios, junto con otras promoviendo la abstinencia y el sufragio femenino (Capítulo 11)

  Hoy en día destaca el interés en identificar, usando el método científico, las acciones que más efectivas sean para paliar el sufrimiento ajeno.

Igual que los reformadores de la primera Ilustración de la pobreza, los humanitarios [posteriores] también aprendieron a usar datos estadísticos y análisis empíricos para identificar problemas y evaluar la efectividad de las soluciones (Capítulo 11)

   Michael McCullough le da el nombre de “Era del Impacto” a la época en la que vivimos:  se trata de potenciar tanto los efectos empáticos de la precariedad en la opinión pública –uso de publicidad- como de obtener los mejores resultados de la acción benéfica. 

La Era del Impacto es una respuesta a toda forma de sufrimiento. En un mundo que implica intercambios y recursos limitados (…) ¿cómo deberías elegir donde dejar huella? La Era del Impacto te anima a responder centrándose por igual en dos conjuntos de cuestiones. El primero nos refiere a los altruistas que están comprometidos con la Ciencia  y la Investigación, con los datos y hechos; creen que si quieres ayudar a la gente –a tantos como sea posible- los hechos son lo primero; no puedes ayudar a la gente necesitada si no sabes cuáles son las necesidades reales (…) En toda época en la historia de la generosidad humana, las cuestiones sobre el Impacto han sido lo último en la mente de la gente, pero [en el presente] el deseo de alcanzar el conocimiento de los hechos es una obsesión. En el segundo [conjunto de cuestiones], los altruistas de la Era del Impacto se ven obsesionados [también] con las consecuencias; para ellos, la efectividad en aliviar el sufrimiento es el único criterio que deberíamos imaginar sobre qué causa merece nuestro apoyo (Capítulo 13)

  Después de este viaje a lo largo de la historia centrado en la actitud individual y social ante la precariedad de los semejantes, la conclusión final no puede ser más consecuente con el ideal de la eficiencia: el autor considera que la mejor forma de combatir la pobreza es expandiendo el modelo económico mercantil y de consumo.

Hacer desaparecer las barreras artificiales al comercio e invertir en infraestructuras de transporte crearía trillones de dólares en riqueza, la mitad de los cuales irían a los países más pobres. [Las instituciones internacionales] identificaron la liberalización del comercio como el medio aislado más efectivo con relación al costo para reducir la pobreza global (Capítulo 14)

  La conclusión puede no parecer demasiado concluyente, sobre todo después de haber descrito las etapas de evolución moral que serían el andamiaje intelectual de los cambios sociales recientes. Uno podría pensar que tal evolución habría de continuar incluso tras la denominada “Era del Impacto” y dar lugar a soluciones menos ambiguas (¿la codicia capitalista es el mejor camino hacia la caridad?). Los cambios morales parecen tener que ver con la psicología moral del individuo, la implicación subjetiva con los demás -¿empatía?, ¿altruismo?-. Tiene sentido, desde luego, que esta implicación subjetiva señale a la eficiencia de la ayuda, pero ¿y si hubiera cambios subjetivos que llevaran incluso a una eficiencia mayor que la de la economía capitalista?

  Si en el principio la desigualdad se veía como fatalidad, y más adelante el esfuerzo –o el mero deseo- en paliar la desigualdad inevitable se vio como virtud religiosa –Era Axial- y finalmente el humanismo pretendió erradicar la desigualdad, ¿por qué no quedaría por dar un paso más? ¿Por qué no, por ejemplo, considerar el origen psicológico de la desigualdad en lugar de centrar nuestra acción en el entorno material? Mejoremos al individuo y la mejora material se dará por añadidura. No se trataría tanto de ganar virtud ante los dioses, sino de ganar eficiencia prosocial.

  De todas las opciones posibles, la que toma el autor –fomentar el comercio mundial- es la menos arriesgada (otras opciones son, por ejemplo, el cambio político, la educación y el avance tecnológico). Se parte del hecho de que existe una cierta relación entre el aumento de la riqueza y la disminución de la precariedad en todos los niveles sociales, pero el que aún hoy –pese a la enorme productividad de la tecnología- persista la desigualdad –y que ésta incluso aumente- nos hace sospechar que tal vez el incremento de la riqueza no sea hoy el factor esencial, sino que más bien se dan cambios éticos como consecuencia de los cuales se producen simultáneamente tanto un aumento de la riqueza como un aumento de la prosocialidad (altruismo). El éxito de las naciones de cristianismo reformado (norte de Europa, Estados Unidos) tuvo lugar a partir de sistemas económicos más bien pobres. 

  Para Benjamin Franklin, que vivió la expansión económica de las colonias norteamericanas del siglo XVIII, estaba claro que el puritanismo autorreflexivo basado en la ética cristiana fue lo que dio lugar a unas relaciones de mutua confianza que supusieron la base humana del éxito en los negocios, las finanzas y la industria. Las personas bondadosas asisten a los pobres de buen grado… y son a la vez los socios más fiables para cualquier otro tipo de empresa honrada.

Lectura de “The Kindness of Strangers” en Hachette Book Group, Inc.; traducción de idea21    

miércoles, 5 de mayo de 2021

“Pensamiento moral postconvencional”, 1999. Rest, Narvaez, Bebeau y Thoma

  El descubrimiento de Lawrence Kohlberg –tomando como modelo a Piaget- de que se puede describir la evolución moral del individuo en sociedad como una serie de etapas de moralidad “preconvencional”,“convencional” y “postconvencional” (que corresponden básicamente a egoísmo, seguir las normas del momento y desarrollar una ética racional y objetiva) supuso una revolución en la psicología de la moralidad. Los profesores James Rest, Darcia Narvaez, Muriel Bebeau y Stephen J. Thoma, discípulos de Kohlberg, han tratado de perfeccionar el modelo de su maestro.

En este libro reconocemos los particulares problemas filosóficos y psicológicos de la teoría y metodología de Kohlberg, pero proponemos una reformulación, una visión “neo-kohlbergiana”. Empleando las ideas nucleares de la teoría y el método de Kohlberg, la investigación con el Test de Cuestiones Definitorias –DIT- ha producido un gran número de hallazgos (p. vii)

  Kohlberg obtuvo sus apreciaciones de las actitudes morales a partir de entrevistas con numerosos voluntarios que mostraban su actitud moral, particularmente con respecto a dilemas –como el famoso de “Heinz”-, pero los autores de este libro desarrollaron el test DIT que implica un tratamiento más metódico de la actitud individual ante los dilemas morales.

El Test de Cuestiones de Definitorias –DIT- es una tarea de lápiz y papel que presenta a los participantes seis dilemas morales; cada dilema es seguido por doce cuestiones relacionadas con la resolución del dilema. (…) Todas las cuestiones del DIT se basan en lo que los sujetos habían realmente dicho en entrevistas al estilo Kohlberg (p. 48)

  Los dilemas morales son de varios tipos pero todos muy accesibles. Está el de “Heinz” (un hombre roba un medicamento para salvar la vida de su esposa) y otros como el de delatar a la policía a un vecino del que descubrimos que es un fugitivo de la justicia pero que lleva muchos años viviendo como un magnífico ciudadano y amigo. En este segundo caso, por ejemplo, se presentan las siguientes opciones: 

¿Al dejar escapar a alguien de su castigo por un delito, no estamos alentando a que se cometan más delitos?

¿De qué forma se serviría mejor al bien público [delatando al delincuente fugado de la justicia aparentemente rehabilitado o dejándolo en paz]? (p. 49)

  La respuesta a cada dilema puede darse desde diferentes puntos de vista. Desde el convencional, nuestra preocupación sería contravenir o no las normas establecidas –lo que podría conllevar el reproche o el halago por parte del entorno- pero el más importante siempre es el punto de vista postconvencional: ¿qué acción será más contraria al bien común? El ideal de la moralidad postconvencional siempre será el posicionamiento más controvertido: la justicia objetiva, racional e imparcial.

  Usando métodos mejorados, se han obtenido resultados un tanto diferentes.  Por ejemplo, en lugar de “etapas morales” resulta más acertado referirse a “esquemas morales”.

El término esquema se refiere a una estructura de conocimiento general que reside en la memoria a largo plazo que es invocada (o activada) por estímulos actuales de configuraciones que reflejan los estímulos previos. La cognición parte de la observación de que la gente percibe similitudes y recurrencias en sus experiencias y las codifica en su memoria. Las similitudes y recurrencias son la base para construir estructuras cognitivas que son después elaboradas en topologías, sistemas de creencias, teorías y visiones del mundo.  (p. 136)

Describimos el desarrollo en el juicio moral en términos de adquirir esquemas como soluciones para crear un sistema de cooperación a nivel social. El indicador del test DIT [nivel moral] es especialmente sensible al cambio de mantener las normas en el esquema postconvencional. Este cambio [a lo postconvencional] en el esquema moral está acompañado por un cambio en la actitud hacia la autoridad (cambiar del apoyo incuestionable a mantener que las autoridades han de ser puestas en cuestión). Además, hay también un cambio en actitudes acerca de la importancia de mantener las normas sociales establecidas (cambio de apoyar todas las prácticas establecidas a apoyar solo aquellas prácticas que sirven a los ideales morales compartidos por la comunidad). En consecuencia, el desarrollo en el juicio moral se ve acompañado por cambios en actitud política. (p. 111)

El test DIT puede ser visto como un mecanismo de activación de los esquemas morales de la memoria a largo plazo para procesar lo que se encuentra en la memoria de trabajo. Los dilemas y cuestiones sirven para activar esquemas morales si el sujeto los ha desarrollado. Esto es, hasta el punto en que el sujeto ha adquirido los esquemas postconvencionales mediante el desarrollo, el test DIT los activa. (p. 142)

  Éste es uno de los aspectos más innovadores: la mente de quien ejerce el juicio moral se forma cognitivamente -la gente percibe similitudes y recurrencias en sus experiencias y las codifica en su memoria-  dando lugar a esquemas que pueden aplicarse a situaciones nuevas. Tales esquemas son también los que darían lugar a su vez a actitudes “políticas”: apreciaciones morales a nivel social que promueven cambios culturales, de costumbres. Pensemos en la igualdad entre hombres y mujeres, la protección social de los desfavorecidos o los derechos de las minorías. Y todo esto entra dentro de lo “postconvencional”, pues todo cambio supone inconformismo con respecto a lo establecido –lo “convencional”-.   

   En este punto, conviene señalar que los autores hacen una importante distinción de ámbitos de la moralidad.

De la misma forma que en el campo de la economía se hace la distinción entre macroeconomía y microeconomía, también es útil distinguir entre fenómenos de macromoralidad y micromoralidad. La macromoralidad tiene que ver con las estructuras formales de la sociedad que están implicadas en hacer posible la cooperación a nivel social (en el cual no solo los parientes, amigos y conocidos están interrelacionados, sino también los extraños, competidores y diversos clanes, grupos étnicos y religiosos). Ejemplos de estas cuestiones de macromoralidad son los derechos y responsabilidades de la libre expresión, derechos de los acusados, prácticas laborales no discriminatorias, libertad de religión e igualdad económica y en oportunidades de educación. Por otra parte, la micromoralidad se refiere a desarrollar relaciones con otros particulares creando virtudes consistentes en relación con ellos a lo largo de la vida diaria. Ejemplos de micromoralidad son mostrar cortesía y ayuda a aquellos con los cuales uno interactúa personalmente y cuidar las relaciones íntimas (p. 2)

La macromoralidad se centra en las estructuras formales de la sociedad (leyes, roles, instituciones, prácticas generales), mientras que la micromoralidad se centra en los tratos personales diarios cara a cara (p. 15)

  La conclusión de estos autores va en un sentido más “político” que el de Kohlberg. Básicamente, Kohlberg, como Piaget, consideraba que la persona pasa por unas etapas de apreciación de sus relaciones morales paralela al desarrollo biológico: egoísmo en la infancia, sometimiento a los intereses del grupo –el “grupo de pares”- en la adolescencia y posibilidades de madurez personal y moral a partir de entonces –lo “postconvencional”-. Los autores de este libro parecen fijarse más en el entorno social en el sentido político. 

Las características definitorias del pensamiento postconvencional se refieren a que los derechos y deberes se basan en ideales a compartir por quienes organizan la cooperación en sociedad, y que están abiertos a debate y pruebas de su consistencia lógica, experiencia de la comunidad y coherencia con su práctica aceptada (p. 41)

  Los posicionamientos políticos se ven como posicionamientos morales. Hay opciones políticas más morales que otras.

A medida que la gente se desarrolla desde una orientación moral convencional a una postconvencional, cambia en su orientación política. (…) Cambia de una orientación al deber a una orientación a los derechos. La gente no nace simplemente en una cultura que los orienta al deber o a los derechos a lo largo de todas sus vidas. No afirmamos que solo el desarrollo personal afecta a la orientación moral o las actitudes políticas. No negamos otras fuentes de variación, como el impacto de las ideologías de grupo que son diferentes según las diferencias culturales, familiares o de subgrupo (...). De hecho, la literatura sobre la socialización política sugiere que el aprendizaje social juega un importante papel en la adquisición de actitudes políticas. Sin embargo, consideramos que al menos parte de la variación es de desarrollo personal. (p. 92)

  Es decir, hay un desarrollo personal moral, que se produce por determinados factores que inciden en el individuo y que es el que da lugar a los cambios culturales en el sentido moral y que no dependen necesariamente del aprendizaje social. Definir cuál es el factor primero y más influyente para la evolución moral es obviamente lo más importante si queremos promover que esta evolución continúe en el sentido más prosocial posible.

  El posicionamiento político moralmente más avanzado sería el del progresismo: humanitarismo democrático, igualitarismo económico y social, derechos humanos y asistencia mutua.

Comprender el desarrollo del juicio moral es crucial para comprender la gran divisoria ideológica entre ortodoxia y progresismo (p. 7)

  Aunque no se menciona en este libro, está claro que un idealismo político profundamente igualitario puede acabar llevando a disparatados radicalismos del tipo “el fin justifica los medios” (que es, esencialmente, una determinada pauta de soluciones a los dilemas morales). Por lo tanto, de lo que se trata es de descubrir los factores del entorno cuyo desarrollo lleva al avance moral en los individuos que, consecuentemente, se comportan después como progresistas políticos y no tanto de su adhesión a idearios partidistas.

El desarrollo es más un asunto de riqueza de experiencia y experiencias estimulantes que el mero paso de los años (p. 125)

El nivel de educación formal es el predictor más fuerte de los resultados del test DIT  (p. 70)

La experiencia universitaria parece ser muy efectiva en promover el desarrollo del juicio moral, parece que los estudiantes reexaminan sus pensamientos acerca de la base moral de la sociedad y valoran el razonamiento postconvencional cada vez más  (p. 73)

  Se utiliza el término “intervención” al referirnos a las iniciativas que podrían mejorar moralmente al individuo. Recordemos las iniciativas que se llevan a cabo con jóvenes delincuentes a fin de desarrollar su civismo (su mejora moral): en ese caso concreto las intervenciones van desde instarlos a leer novelas de temática social a confrontar a los jóvenes con las víctimas de sus delitos. Pero las “intervenciones” pueden afectarnos a todos e incluso podemos experimentar con ellas. Un sujeto cualquiera puede pasar por una “intervención” en condiciones de laboratorio de psicología y luego tal intervención puede verse reflejada en un test DIT.

El tipo de intervención que tiene de forma consistente el mayor efecto [de expandir la capacidad moral según el test DIT] es la intervención de “discusión de dilemas” (p. 74)

La clase de intervención que mostraba la ganancia más baja en puntuaciones del test DIT era el curso académico tradicional (historia, estudios sociales, literatura) (p. 74)

  Naturalmente, los cambios morales, que en la mayoría de las personas abarcan una vida entera, no se producen tan fácilmente.

Las intervenciones de menos de tres semanas no producen ganancias significativas en el test DIT  (p. 74)

  La transformación moral, como se puede esperar, es un proceso arduo, pero este libro post-kohlbergiano tiene el acierto de describir el avance moral más como un proceso participativo y dinámico que como un mero proceso biológico-evolutivo (infancia, juventud, madurez…) que era un poco como lo veían Piaget y Kohlberg.

Las experiencias cognitivo-intelectuales están muy vinculadas al juicio moral (p. 126)

  ¿Qué experiencias en concreto? Pueden ser de todo tipo, solo hay que encontrar el marco adecuado para desarrollarlas. Una sugerencia: las “intervenciones” podrían verse más como un sistema de organización social –intervenciones sistemáticas, socialmente organizadas- que como un acontecimiento azaroso y puntual en la experiencia de los individuos. En parte, ya es así en la educación académica –en sus diversos grados-, cuya importancia se subraya pero, por ejemplo, no tenemos un mecanismo de educación sistemática en el sentido de ejercitarnos con la “discusión de dilemas” a nivel social. Lo más parecido en el pasado fue la predicación religiosa de las doctrinas más moralistas (con sus proverbios, parábolas y mandamientos...).

Lectura de  “Postconventional Moral Thinking” en Lawrence Erlbaum Associates, Inc  1999; traducción de idea21