jueves, 25 de febrero de 2016

“Autoconstitución”, 2009. Kristine Korsgaard

  Un problema de principio en la búsqueda del comportamiento moral correcto es que no tenemos criterios firmes para juzgarnos a nosotros mismos aparte de los que nos son dados por las instituciones sociales del momento, y la experiencia histórica nos informa de lo peligroso que es ponerse en manos de los mandatos externos. Por tanto, el humanismo exige una concepción de la naturaleza humana universal, y es a partir de ella de donde hemos de desarrollar por nosotros mismos una virtud coherente y duradera. El deseo de ser autónomos, de atenernos a lo que es propio de nuestra naturaleza individual, implicaría volvernos más hacia lo que realmente somos y no tanto a lo que las variantes culturales de cada época nos fuerzan a ser. De esta forma nos aproximaríamos racionalmente a lo que es bueno de forma objetiva.

 ¿Cómo podemos lograr ser nosotros mismos, de acuerdo con nuestra naturaleza real?

A fin de ser una persona –esto es, de tener razones- debes constituirte como una persona en particular (…) Te constituyes como el autor de tu acción en el mismo acto de elegirla (…) La tarea de autoconstitución implica hallar algunos roles y cumplirlos con integridad y dedicación. También implica integrar estos papeles en una sola identidad, en una vida coherente

Si, cuando actuamos, estamos intentando constituirnos a nosotros mismos como los autores de nuestros propios movimientos, y, al mismo tiempo, estamos convirtiéndonos a nosotros mismos en el particular tipo de gente que somos, entonces podemos decir que la función de la acción es la autoconstitución

  “Autoconstitución”, la propuesta de la filósofa Kristine Korsgaard, supondría el construirse a sí mismo como persona. A primera vista, éste es el afán de todo individuo dotado de amor propio, pero

el tipo de unidad que es necesaria para la acción no puede ser conseguida sin un compromiso por la moralidad. La tarea de la autoconstitución, la cual es simplemente la tarea de vivir una vida humana, nos situa en una relación con nosotros mismos –ello quiere decir que interactuamos con nosotros mismos (…) La única forma en la cual podemos constituirnos es gobernándonos a nosotros mismos de acuerdo con principios universales que se puedan desear como leyes para todos los seres racionales

  La autoconstitución, como pauta unificadora de nuestros actos dispersos, sería la guía que puede acercarnos a la virtud, es decir a principios universales que se puedan desear como leyes para todos los seres racionales ¿Qué poder tenemos para enfrentarnos a las fuerzas psicológicas del entorno?, ¿cómo podemos ejercer la voluntad de autoconstituirnos como seres morales de un valor objetivo?

Nuestra consciencia del funcionamiento de los fundamentos de nuestras creencias y acciones nos da control sobre la influencia de tales fundamentos en sí mismos. El primer resultado del desarrollo de esta forma de autoconsciencia es la liberación del control del instinto
 
   Si hemos de liberarnos de la presión de nuestro entorno y si hemos de liberarnos de la presión de nuestro instinto, lo que nos queda es un referente de racionalidad… evidentemente informada por la experiencia de nuestra cultura, pero aun así capaz de dar lugar a una visión moral propia, individual y coherente con una naturaleza universal.

El rasgo distintivo de los seres humanos, la razón, es (…) la capacidad para un auto-gobierno normativo

La razón es un poder que tenemos en virtud de un cierto tipo de autoconsciencia –consciencia de los fundamentos de nuestras propias creencias y acciones. Esta forma de autoconsciencia nos da una capacidad para controlar y dirigir nuestras creencias y acciones de la que los otros animales carecen, y que nos hacen activos de una forma en la que ellos son incapaces

La razón no es lo mismo que la inteligencia (…) [La razón] existe solo cuando nos hacemos autoconscientes, cuando miramos hacia dentro, cuando nos enfrentamos con problemas normativos y debemos decidir lo que vale la pena hacer a fin de lograr algo. Es la razón, no la inteligencia, la que nos pone en el ámbito de lo normativo

  ¿Podría la fragilidad de nuestras circunstancias personales estar a la altura de nuestra voluntad de autoconstituirnos moralmente mediante el mero uso de la razón?

  Veamos un ejemplo clásico que la autora nos da referido a la disposición moral. Imaginemos un joven aristócrata ruso del siglo XIX que, seguidor aparente de la doctrina tolstoiana, se compromete a sí mismo a entregar sus propiedades a los campesinos en cuanto tenga el poder para ello… pero temiendo que al transcurrir el tiempo su carácter cambie, hace jurar a su esposa que ella lo forzará entonces, en todo caso, a mantener su compromiso de juventud…

Sus esfuerzos como un hombre joven están dedicados a asegurar que gane su “yo más joven” y que su “yo más viejo” pierda. Su alma en consecuencia se caracteriza por la guerra civil, y es por eso que fracasa como un agente, y su ”joven yo” no puede ser eficaz sin la ayuda de la esposa. Pero, por la misma razón, él, su “yo completo”  en el momento actual, es incapaz de interactuar con su esposa

  Es decir, que la moralidad no solo se invalida por el cambio de personalidad, sino que la misma personalidad se invalida por su incoherencia. No puede seguir siendo persona si deja de actuar. Si su “yo primero” actúa al tomar una decisión moral, su “yo segundo”, al haber dejado de actuar (y depender de la acción de otros, que le “fuerzan” a seguir un camino en particular), ya no constituye la misma persona. Para existir como persona hemos de actuar en todo momento, pues es la acción la que nos constituye. Pero no cualquier tipo de acción, sino la acción racional, racionalmente moral.

[Según Kant] una mala persona no es después de todo una que es impulsada por el exterior, o que se le fuerza a actuar por sus deseos e inclinaciones. En lugar de eso, una mala persona es una que es gobernada por lo que Kant llama el principio del amor propio. La persona que actúa por el principo del amor propio elige actuar tal como le impulsa la inclinación: toma sus inclinaciones, sin reflexión posterior, como si fuesen razones para la acción. ¿Por qué es el principio del amor propio la ley errónea?: la ley errónea debe ser aquella que falla en constituir la agencia de la persona, y que por tanto falla en hacerla autónoma y eficaz.

  La aparición de este tipo de principios filosóficos obedece a una necesidad psicológica: la de buscar una pauta estructural objetiva del comportamiento moral. Lo que sea moral o no lo conocemos por el entorno, de manera que nuestra actitud es siempre manipulable, y lo que necesitamos es encontrar una referencia en nuestro propio comportamiento, con independencia del contenido en particular, que nos mantenga en la actitud que más nos garantice no equivocarnos, es decir, llevar a cabo una elección racional –mediante la acción- de entre todo lo que el entorno nos ofrece.

A fin de ser un agente, necesitas estar unificado –necesitas poner todo tu yo, por así decirlo, detrás de tus movimientos (…) Eso es lo que es la deliberación: un intento de reunir un conjunto de movimientos que contarán como tuyos. Y a fin de reunirlos, has de tener una constitución, y tus movimientos han de surgir de tu control constitucional sobre ti mismo

Cuando preguntamos por la razón [de algo] no estamos solo preguntando qué propósito era servido por el acto –estamos preguntando por un propósito que da sentido a toda la acción

 Actuar como agente, autoconstituirnos como agentes, significa acceder a una coherencia psicológica que trasciende el burdo amor propio al tiempo que niega las actitudes encontradas que se darían dentro una psique no coherente, no autoconstituida. ¿Cómo podemos saber si estamos obrando de forma moral? Según esta visión, lo sabemos si obramos coherentemente con nosotros mismos siguiendo nuestra razón, construyéndonos como individuos diferenciados con el material que nos proporciona el conocimiento racional.

El agente malvado actúa en base al principio del amor propio, que es el principio de seguir sus deseos hasta donde le lleven

  El amor propio, en cambio, que solemos malinterpretar como desarrollo de la individualidad, se basa en la afirmación de una subjetividad sin contenido, formada por meros impulsos instintivos, no racionales.

La ley moral está construida exactamente sobre la actividad por la que, por virtud de ser humanos, estamos necesariamente comprometidos: la actividad de hacer algo de nosotros mismos. La ley moral es la ley de autoconstitución, y como tal, es un principio constitutivo del ser humano mismo

  Afirmarse como voluntad frente a los demás –amor propio- no es lo mismo que afirmarse como individuo mediante un contenido coherente de actitudes, pautas y visión del mundo, porque en el segundo caso, el del agente autoconstituido, estamos aportando una posibilidad de entendimiento racional con nuestros semejantes (la moralidad), que es todo lo contrario de la autoafirmación egoísta vacía de contenido que caracteriza al amor propio.

Si te constituyes bien a ti mismo, si eres bueno en ser una persona, entonces serás una buena persona. La ley moral es la ley de la autoconstitución

La meta de actuar racionalmente se da por sentada: pero hay fuerzas dentro de nosotros, deseos indomables, que a veces interfieren con nuestra capacidad para alcanzar esta meta. Es solo entonces cuando debemos ejercer el autocontrol

  Naturalmente, no todos extraerían las mismas conclusiones acerca del contenido de ese “ser una persona”, un ser autoconstituido de acuerdo con principios universales que se puedan desear como leyes para todos los seres racionales. Pero, en todo caso, el llamado a la autorresponsabilidad, a la racionalidad y a la consciencia de que necesitamos un orden moral a la vez universal y a la vez personal siempre es oportuno y puede ayudarnos a elegir mejor…

lunes, 15 de febrero de 2016

“Teoría de la justicia”, 1971. John Rawls

  El libro “Teoría de la justicia” de John Rawls es una particular visión de la  justicia social informada por los viejos maestros ilustrados del siglo XVIII, David Hume e Inmanuel Kant. Ambos filósofos se consideran en general opuestos: Hume cree que el ser humano no puede aspirar más que a contender con las propias pasiones que marcan sus necesidades, mientras que Kant cree que la razón puede guiar al hombre hacia la virtud (poder de las pasiones frente al poder de la razón). Rawls añade a esta problemática la cuestión social, más propia del siglo XX: la distribución de la riqueza y del poder político en una sociedad democrática justa e igualitaria.

Nuestro tema es la justicia social. Para nosotros, el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social. Por grandes instituciones entiendo la constitución política y las principales disposiciones económicas y sociales

  Pero el planteamiento de Rawls (que en general podemos etiquetar como “justicia como imparcialidad”) parte también de un enfrentamiento más próximo que el de Hume frente a Kant, que es el que se origina al señalar las imperfecciones de la ética utilitarista que estaba en boga en la época en que se escribe “Teoría de la justicia”.

Durante mucho tiempo la teoría sistemática predominante en la filosofía moral moderna ha sido alguna forma de utilitarismo

La justicia como imparcialidad (…) establece por separado una concepción ideal de la persona y de la estructura básica, de manera que no sólo son combatidos algunos deseos e inclinaciones, sino que el efecto de las circunstancias iniciales desaparecerá en su momento. Con el utilitarismo no podemos estar seguros de lo que ocurrirá. Ya que no hay un ideal integrado en su primer principio, el punto del que partimos siempre puede influir sobre el camino que hemos de seguir.

  Al abordar la cuestión del utilitarismo, conviene que evitemos una concepción burda de esta teoría ética, que no es una mera visión egoísta de la vida humana ya que presupone, muy al contrario, que hacemos el bien al semejante ("el mayor bien para el mayor número") porque esto nos produce placer (por lo tanto, lo que determina nuestra inclinación al compromiso ético es el placer psicológico que obtengamos de hacer el bien a los demás), sin embargo, esto marca una indeterminación que Rawls pretende superar.

Un utilitario jamás considera que esté actuando simplemente en virtud de una ley impersonal, sino siempre al servicio del bienestar de algún ser o de algunos seres por los que tiene un cierto grado de simpatía. (…) El utilitarista hace hincapié en la capacidad de simpatía

   En oposición al utilitarista, está el que sostiene los principios de la justicia…

Un individuo que se dé cuenta de que disfruta viendo a otras personas en una posición de menor libertad entiende que no tiene derechos de ninguna especie a este goce. (…) Los principios del derecho, y por tanto de la justicia, ponen un límite al número de satisfacciones que tienen valor; imponen restricciones al número de conceptos razonables del bien propio. Al hacer planes y al decidir sobre sus aspiraciones, los hombres han de tomar en cuenta estas restricciones.

  Hasta cierto punto, Rawls se basa en la existencia de un “instinto de la justicia” que sería independiente de nuestra propia percepción emotiva inmediata. Si sabemos que nuestro placer –en el caso mencionado, el placer de ver a otras personas en una posición de menor libertad- es ilegítimo, encontramos que existe, opuesto a tal placer instintivo otro instinto quizá no tan placentero pero sí muy capaz de constreñirnos. La justicia, como instinto, se convierte en un bien en sí mismo opuesto al otro instinto de nuestro propio placer (de hacer cosas que son injustas), y de ahí que todo el entramado social se base en la justicia, más que en unos deseos individuales que pueden no ser compartidos por muchos

La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento una vez que consideramos al sentido de la justicia como una facultad mental que implica el ejercicio del pensamiento, los juicios pertinentes son aquellos emitidos en condiciones favorables a la deliberación y al juicio en general

  Esto es un poco más “Kant” que “Hume”…

En ausencia de impulsos de benevolencia, fuertes y duraderos, un hombre racional no aceptaría una estructura básica simplemente porque maximiza la suma algebraica de ventajas, sin tomar en cuenta sus efectos permanentes sobre sus propios derechos e intereses básicos. 

  Si existieran esos “impulsos de benevolencia” no necesitaríamos siquiera de la justicia: siempre obtendríamos placer de hacer el bien a los demás; pero parece que lo que sucede en realidad es que el utilitario es bondadoso y altruista solo en la medida en que su buena naturaleza se lo demanda (pues es esto lo que le permite, en ocasiones, sacrificar su propio bien por un bien mayor... para un número mayor de extraños), y esto resulta insuficiente en el mundo en el que vivimos.  Lo que fallaría en el utilitario, desde el punto de vista de Kant y de Rawls, es una comprensión más compleja de la existencia humana, más a largo plazo, que tenga en cuenta no solo los impulsos de benevolencia en cuya constancia y oportunidad no podríamos confiar, sino esos “efectos permanentes sobre sus propios derechos e intereses básicos”. Rawls entiende esto como una dimensión política, social, de la existencia.

   Por ejemplo: debemos desear hacer el bien a personas que detestamos cuando el derecho está de su parte. Tal vez no se trate del deseo genuino e inmediato del que satisface la búsqueda del propio placer, pero ha de ser lo suficientemente poderoso para que nos permita mantener el compromiso en sociedad de atenernos a las reglas del bien común. Esto es también una teoría contractualista, porque asumimos, interiorizamos, el pacto con los demás –la justicia- por encima de nuestras inclinaciones íntimas.

La justicia como imparcialidad es un ejemplo de lo que he llamado una teoría contractualista. (…) [Pero] hay que recordar que el contenido del acuerdo apropiado no es ingresar en una sociedad dada o adoptar una forma dada de gobierno, sino aceptar ciertos principios morales.

  Ahora bien, esta visión de la justicia como imparcialidad, si la vemos únicamente desde el punto de vista contractualista y basada en que respetemos la ley más allá de nuestros propios sentimientos, tendría la pega de ser “excesivamente formalista”

No hay contradicción en suponer que una sociedad esclavista o de castas, o una que apruebe las formas de discriminación más arbitrarias, sea administrada de modo imparcial y consecuente, aun cuando esto pueda ser improbable. No obstante, la justicia formal o justicia como regularidad, excluye tipos significativos de injusticias, ya que si se supone que las instituciones son razonablemente justas, entonces tiene gran importancia el que las autoridades deban ser imparciales y no se vean influidas por consideraciones improcedentes, sean personales, monetarias o de otro tipo, al tratar casos particulares.

  Y pone un ejemplo, el de un propietario de esclavos que argumenta que, puesto que la sociedad hace inevitable la esclavitud, él aceptaría que le hubiera tocado en suerte ser esclavo

En la justicia como imparcialidad, el modo en que se refutaría el argumento del propietario de esclavos sería demostrar que los principios que él invoca habrían sido rechazados en la posición original.

  Lógicamente, el propietario es un hipócrita, porque la “posición general” implica que

los propios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psicológicas especiales. Los principios de la justicia se escogen tras un velo de ignorancia. Esto asegura que los resultados del azar natural o de las contingencias de las circunstancias sociales no darán a nadie ventajas ni desventajas al escoger los principios. (…) Si un hombre sabe que él es rico, puede encontrar racional proponer que diversos impuestos a medidas de beneficencia sean declarados injustos; si supiera que era pobre, es muy probable que propusiera el principio contrario. Para presentar las restricciones deseadas hemos de imaginar una situación en la que todos estén desprovistos de esta clase de información. 

  Aquí aparece –junto con el de “posición original”- uno de los conceptos básicos de esta teoría de la justicia, que es el del “velo de la ignorancia”: que aceptamos las leyes sin saber si nos van a perjudicar o no. O como si no lo supiéramos…

El objetivo es utilizar la noción de la justicia puramente procesal como base de la teoría. De alguna manera tenemos que anular los efectos de las contingencias específicas que ponen a los hombres en situaciones desiguales y en tentación de explotar las circunstancias naturales y sociales en su propio provecho. 

  De esa forma, la estructura formal –justicia puramente procesal- nos garantizaría una justicia que ya no es la mera imparcialidad a partir de unas normas arbitrarias, sino una justicia que satisfaría las demandas sociales de la sociedad contemporánea

Donde encontramos la justicia formal, el imperio del derecho y el respeto a las expectativas legítimas es probable que encontremos también la justicia sustantiva. El deseo de observar imparcial y consistentemente las reglas, de tratar de modo semejante casos semejantes y de aceptar las consecuencias de la aplicación de las normas públicas, está íntimamente vinculado al deseo, o al menos a la disposición, de reconocer los derechos y libertades de los demás y de compartir equitativamente los beneficios y cargas de la cooperación social.

  Sin embargo, el mismo Rawls reconoce ciertas limitaciones en este planteamiento:

Sigue abierta la cuestión de si el sistema social global, la economía competitiva rodeada del conjunto de instituciones básicas, puede estructurarse de modo que satisfaga los principios de la justicia

Sería mejor si pudiéramos definir condiciones necesarias y suficientes para una concepción de la justicia que fuese unívocamente la mejor, para después presentar una concepción que satisficiera estas condiciones. 

  ¿Qué es ”lo mejor”? Rawls no puede saberlo, ni tan siquiera buscarlo, y eso a pesar del “velo de ignorancia” que habría de librarle de los prejuicios de su tiempo. Con todo, algunos principios básicos si parece que quedan sobreentendidos.

Nadie puede obtener todo lo que quiere: la mera existencia de otras personas lo impide

No todos pueden tener el máximo estatus, y mejorar la posición de una persona es rebajar la de alguna otra. Es imposible la cooperación social para aumentar las condiciones del respeto propio. Los medios del estatus, por así decirlo, son fijos, y la ganancia de cada quien es la pérdida de otro [juego de “suma cero”]. Evidentemente, esta situación es una gran desgracia. Las personas se enfrentan entre sí, en la persecución de su autoestima

  Se nos puede ocurrir que el bien quizá no sea tanto una cuestión de distribución de estatus en el que mejorar la posición de una persona es rebajar la de alguna otra, y que quizá “lo mejor” sería un cambio de comportamiento humano que anulase la agresividad, el amor propio y el egoísmo.

Cuanto más considere una persona que su proyecto de vida merece la pena de realizarse, más probable es que celebre nuestros logros. El que tiene confianza en sí mismo no escatima a la hora de apreciar a los demás

   Esto parece una concepción del comportamiento humano basada en una ideología particular. No se encuentra regla psicológica alguna que indique que el éxito personal conlleve sentimientos de simpatía. Uno piensa más bien lo contrario, ya que el éxito personal se logra a partir de lo que se ha considerado inicialmente una competitividad constante para alcanzar un mayor estatus a costa de los demás… El hombre de mérito puede muy lógicamente pensar que, en cuanto que ha triunfado en base al mérito, los que han fracasado se lo merecían. Y considerar como fracasados a los demás no es lo mismo que "apreciar a los demás".

   La esperanza estaría en tener en cuenta que, al comparar los sistemas éticos universales, al volverse al Derecho Romano, al Código de Hammurabi y otros hitos de la concepción de la justicia universal, los filósofos del Derecho quizá infravaloran los cambios psicológicos que implican los cambios éticos. El “velo de la ignorancia” puede aislarnos de nuestra situación particular, pero no de la carga cultural que hemos asimilado al formarnos como personas sociales. De la misma forma que nos choca que en el código de Hammurabi el que un hombre mate a la hija de otro hombre deba castigarse con que el padre de la víctima asesine a la hija inocente del culpable ("Ley del Talión"), también es posible que una humanidad futura no considere como algo inevitable el que mejorar la posición de una persona implica rebajar la de alguna otra. Los cambios culturales tienen un contenido sustantivo en el plano ético (cambia nuestra valoración del “bien”) y el formalismo jurídico no alcanza esta cuestión.

  Una posible solución sería considerar al individuo como un ser social que aspira a alcanzar las más altas cotas de su propia capacidad asociativa. De hecho, los científicos sociales consideran probable que la inteligencia humana no se desarrollara evolutivamente como consecuencia de la lucha contra el entorno económico (obtener más alimentos, mejor cobijo, luchar contra la enfermedad) sino que se desarrollase en el mantenimiento y mejora de la compleja trabazón social dentro de los grupos humanos, ya que esta complejidad misma es la generadora de los mayores bienes para el individuo: la vida afectiva, la interactuación entre subjetividades, las emociones trascendentes. Por tanto, el “bien” no será otro que el mayor desarrollo posible de la capacidad empática y de la benevolencia -que es también la más adecuada para la cooperación eficiente- , y no tanto la distribución de bienes y estatus entre los individuos. 

  En ese sentido, la misma idea de justicia distributiva podría ser un error. Si damos por sentada la desconfianza inamovible de los individuos, lo irreversible de su enfrentamiento en la búsqueda del estatus y su lucha por adquirir bienes económicos, entonces la confianza no será nunca posible.

Aunque el egoísmo sea lógicamente consistente y en este sentido no es irracional, sí es incompatible con lo que intuitivamente consideramos como el punto de vista moral. La significación filosófica del egoísmo no es otra concepción de lo justo, sino la de un reto a cualquiera de estas concepciones. En la justicia como imparcialidad esto se refleja en el hecho de que podemos interpretar el egoísmo general como el punto de desacuerdo

  Un desacuerdo que parece insalvable, y es a partir de esta concepción que se establece un concepto de benevolencia más bien conformista:

La combinación del desinterés mutuo y el velo de la ignorancia alcanza en gran medida el mismo propósito que la benevolencia, ya que esta combinación de condiciones obliga a que cada persona en la posición original tome en cuenta el bien de los demás.(…) ¿Cuál es el valor relativo de los deseos benevolentes? (…)  Sería necesario aclarar los supuestos acerca de los motivos.

   De poco serviría la posición original del velo de la ignorancia si nuestra naturaleza está poseída por el egoísmo, la desconfianza y el deseo de alcanzar un mayor estatus. De eso no nos libra “el velo de la ignorancia”. Atenernos a un “contrato social” de juego limpio nunca será suficiente. Al dar por sentado ese egoísmo humano, el fruto de la imparcialidad nunca llegará a convertirse en una benevolencia genuina, sino que equivaldrá a algo muy parecido a un constante regateo y mercadeo de intereses en conflicto.

  Enfrentar este problema solo puede lograrse saliendo del rígido marco de la “posición original”.  La historia de la cultura humana nos demuestra que sus valores sustantivos no son inamovibles (una cosa son los instintos, y otra los valores culturales que los condicionan). Sería, por tanto, posible salir de una concepción determinada de las aspiraciones humanas en sociedad. No andaban muy equivocados los críticos a Rawls que señalaban que éste construía su idea de la justicia desde la práctica existente, ignorando posibles modelos futuros e innovadores. El utilitarismo, por su parte, tampoco da una respuesta convincente, ya que lo que es útil en un momento dado depende de los usos sociales que se estilen por entonces.

  Los hechos demuestran que los individuos ya no tienen los mismos deseos, las mismas metas. La necesidad de estatus, en realidad, es solo un método para obtener bienes afectivos y poner en marcha una particular forma de establecer relaciones de limitada confianza. Una cultura más sutil puede proporcionarnos una benevolencia más profunda, más completa y más gratificante.

  Si tenemos claro que nuestra aspiración verdadera es alcanzar una máxima confianza, una abundancia de estímulos afectivos y conservar nuestra capacidad racional, puede resultar en que ya no nos afecten las tristes limitaciones del Derecho, que siempre da por descontados la desconfianza y el egoísmo.

viernes, 5 de febrero de 2016

“Grandes Dioses”, 2013. Ara Norenzayan

  El  psicólogo social Ara Norenzayan ha escrito un buen libro acerca de las funciones prosociales de la religión. Aunque hay quienes creen que las religiones son solo un subproducto de la mente humana -un tipo de superstición, como tantas otras- que obstaculiza las relaciones sociales de forma similar a como opera el Sesgo endogrupal (el diferenciar  sistemáticamente entre “los nuestros”, amigos, y “los otros”, enemigos), Norenzayan se inclina, muy documentadamente, por la opinión de que las religiones han sido un importante factor de mejora en las relaciones sociales. Y concretamente centra su estudio en determinado tipo de religiones, las que dan relevancia capital a la existencia de “Grandes Dioses”, a modo de autoridades celestiales.

Creer en vigilantes sobrenaturales alienta el buen comportamiento incluso si nadie más está vigilando, haciendo posible la cooperación entre extraños

  No todas las religiones que conocemos son de ese tipo

Un hecho sorprendente acerca de los espíritus y deidades de las sociedades cazadoras-recolectoras es que la mayor parte de ellos no tienen una gran preocupación por la moral

  Y, desde luego, en estas religiones no aparecen Grandes Dioses, sino una difusa gama de entidades sobrenaturales, espíritus de antepasados y brujerías varias, nunca omnipotentes ni omniscientes y a veces ni siquiera inmortales. Cabría entonces preguntarse para qué les sirve tener religiones. Tal vez las tengan simplemente porque no pueden evitarlo -“subproducto”- o tal vez las tengan porque su función social no tendría que ver tanto con la moralidad -el buen comportamiento- sino con insuflar en los individuos un sentimiento de pertenencia y compromiso grupal –cohesión-.

  ¿Eso quiere decir que estos pueblos primitivos (“el hombre en estado de naturaleza”) no se preocupan por la moral? Sí que se preocupan por ella, solo que la controlan por otros medios.

Las raíces tempranas de la religión no tienen una visión moral. Ganamos apreciación de por qué esto es así cuando nos damos cuenta de que en estos grupos [primitivos] íntimos y transparentes es constante el encuentro entre individuos emparentados y que así las reputaciones pueden ser supervisadas fácilmente, al ser difícil de ocultar las transgresiones sociales. Quizá es por eso que los espíritus y los dioses en estos grupos típicamente no se implican en la vida moral de la gente

  La conclusión del autor es, pues, sencilla y aguda: el control moral en los grupos pequeños donde todo el mundo se conoce tiene que ser diferente al de los grupos grandes donde surge el anonimato…

Las religiones prosociales, con sus Grandes Dioses que miran, intervienen y exigen muestras de lealtad difíciles de falsear facilitaron el incremento de la cooperación en grandes grupos de extraños anónimos

  La moral supone nuestra gran herramienta psicológica a la hora de facilitar una cooperación compleja inalcanzable para los seres no humanos. Se basa en el principio de “reciprocidad indirecta”, tanto en sociedades pequeñas y primitivas como en las más evolucionadas: yo me porto bien contigo para que todo el mundo sepa que soy justo y benéfico, con lo que tendré más posibilidades de que la gente confíe en mí y me ofrezcan, a su vez, buenas oportunidades de cooperación mutua.  El objetivo del comportamiento moral es, pues, ganarse una reputación.

El imperativo social para cooperar requiere que la gente estime atenta y regularmente las reputaciones de los otros

  Y esto es simple cuando siempre nos estamos viendo unos a otros y nos conocemos todos: los cazadores-recolectores viven en común todo el tiempo, no conocen la privacidad, raramente se relacionan con extraños… pero cuando cambia la forma de vida, aparece la agricultura e incluso las ciudades, entonces es cuando parece oportuno que se abra paso la idea de que existen

Grandes Dioses vigilantes con inclinaciones intervencionistas. Los creyentes que temían estos dioses cooperaban, confiaban y se sacrificaban por el grupo mucho más que los creyentes en dioses moralmente indiferentes o en dioses que carecían de omnisciencia.

  La teoría tiene sentido, pero también caben reparos y, en cualquier caso, da lugar a observaciones de largo alcance en torno a la psicología social. La principal, tal como la expresa Norenzayan, tiene que ver con la utilización del desarrollo de las creencias religiosas para el progreso social… y sus inesperadas consecuencias contrarias a la religión misma…

Las sociedades con mayorías ateas –algunas de las más cooperativas, pacíficas y prósperas en el mundo- subieron por la escala de la religión y entonces la tiraron fuera

  Es decir, parece indudable que el racionalismo lleva a que una sociedad renuncie a la creencia en los seres sobrenaturales, y sin embargo, hay una conexión aparente entre la evolución religiosa de las comunidades humanas (naciones, clases sociales) y su tendencia final al racionalismo en el que el ateísmo aparece como una consecuencia necesaria.

  En este esquema, se pasaría primero de sociedades con creencias en lo sobrenatural, pero sin dioses que se interesen por la ética, a religiones con muchos dioses interesados en alguna medida por la moralidad pero sin un ideario doctrinal de tipo ético (como los de la antigua Grecia), de donde a su vez se pasaría a religiones con un mensaje ético específico (normalmente de un solo Dios) hasta que se alcanzaría finalmente a formar una ideología social que puede prescindir de la creencia teísta gracias a la acumulación precedente de instrumentaciones psicológicas del pensamiento ético… De la misma forma que la alquimia y la astrología dieron lugar a la química y astronomía racionales, que acabaron desechando las “seudociencias” que les dieron origen, la religión cada vez más evolucionada habría acabado dando lugar al pensamiento racionalista y ateo.

  También es muy valioso tener en cuenta que la efectividad del condicionamiento por la supuesta presencia de seres sobrenaturales vigilantes -tanto como el condicionamiento moralista por las autoridades seculares- se ha tratado de comprobar mediante experimentos psicológicos, a modo de prueba empírica, tal como se documenta en este libro. Los experimentos más usados derivan de los conocidos tests del "Ultimátum" y del "Dictador", en los cuales se trata de detectar los impulsos cooperativos y altruistas en los sujetos.

El grupo que fue condicionado por la autoridad moral secular también mostró mayor generosidad que el grupo control –de hecho, tanta como se halló en el grupo de creyentes en Dios. (…) Esto es un importante hallazgo que muestra que los Grandes Dioses no son la única fuente de comportamiento prosocial –los mecanismos seculares, si están disponibles y se confía en ellos, pueden también hacer a la gente prosocial 

Cuando las instituciones seculares tuvieron éxito en incrementar la confianza y la cooperación en una sociedad, invadieron la función social de la religión y precipitaron su declive

  Una conciencia cívica estimulada por las autoridades seculares (Ley, Policía, Urbanidad) conseguiría, pues, efectos parecidos a los que consigue la conciencia religiosa en las sociedades teístas. Aunque Norenzayan no lo menciona, naciones oficialmente ateas como la Unión Soviética y la China comunista también lograban desarrollar el sentido moral a partir de su propia ideología. En muchas ocasiones, el requerimiento de “compórtate como un buen comunista” parecía tener tanto efecto como el de “compórtate como un buen cristiano” en otras sociedades.

  En otro experimento parecido a los del “Dictador” o el “Ultimátum” (el del “computador trucado”) se invocó simplemente la presencia de un fantasma en la habitación donde se ejecutaba.

A los participantes que fueron elegidos al azar se les dijo que el fantasma de un estudiante muerto había sido visto en la habitación del experimento; estos engañaron menos en el “experimento del computador trucado” [en el que ha de vencerse la tentación de engañar] (…) Un estudio diferente recogió este efecto –pero esta vez a los participantes se les evocó a Dios subliminalmente

  Ha de tenerse en cuenta que en la mayoría de estos experimentos no se realizan apercibimientos explícitos. Por ejemplo, tan solo se mencionan –se “dejan caer”- algunas palabras clave cuyo contenido simbólico parece relacionado con la capacidad para la inhibición del comportamiento en términos morales (palabras relacionadas con la divinidad o relacionadas con las instituciones cívicas seculares, como “policía”, “jurado”, “ley”). En otros experimentos  basta con poner un dibujo o fotografía que represente unos ojos que nos miran.

   Lo importante es constatar que a lo largo del proceso civilizatorio se han probado todo tipo de trucos que son más o menos los mismos que ahora los psicólogos catalogan pacientemente. Uno de ellos es el "efecto ideomotor"…

Considerar un pensamiento nos hace más probable que hagamos algo consistente con él y, de hecho, hay cientos de estudios en psicología que demuestran tales efectos ideomotores. En un estudio clásico [en Estados Unidos], por ejemplo, jóvenes participantes fueron inconscientemente cebados con estereotipos de ancianidad (palabras tales como “Bingo”, “Florida”, “ jubilación”). Entonces los investigadores disimuladamente observaron a los participantes al abandonar el laboratorio. Los participantes que pensaron en el estereotipo de ancianidad caminaban más despacio

  En otros experimentos se utilizaron recordatorios religiosos para afrontar situaciones estresantes.

Las evocaciones religiosas endurecían a la gente, haciéndola más capaz de soportar experiencias desagradables

  Lo que confirma lo que han observado testigos de catástrofes y otras situaciones trágicas…

  Queda claro entonces que las religiones son, en buena parte, conjuntos de estrategias para el desarrollo del control inhibitorio del comportamiento en un sentido prosocial.  La educación también promueve el comportamiento prosocial, pero la diferencia entre educación y religión está en que en la educación el sujeto participa conscientemente en la asimilación de reglas de comportamiento explícitas (por ejemplo, cuando se le enumeran las leyes que no debe vulnerar so pena de castigo), mientras que en la religión el individuo va asimilando inconscientemente inhibiciones de su conducta  a través de un heterogéneo conjunto de recursos, como doctrinas, mitos, rituales, obras de arte… Si bien una persona puede ser influida en su comportamiento por la religión que ha recibido desde su infancia, con independencia de su voluntad, también se dan los casos de cuando una persona se afilia a una congregación religiosa consciente de que esto va a influir en su comportamiento. De hecho, esta actitud, parecida a la de las personas que acuden a psicoterapia, ha sido vital en el desarrollo de las religiones. También las autoridades políticas han promovido la religión con fines prosociales (a Napoleón se atribuye haber dicho que "un cura le ahorraba diez gendarmes"). En cualquiera de estas circunstancias el mecanismo psicológico para la inhibición del comportamiento antisocial es diferente del de la educación (aunque pueden y, de hecho, históricamente sucede a menudo, que se mezclen, por ejemplo en la "educación religiosa").

Para la mayor parte de la humanidad, como en la mayor parte de la historia humana en la mayoría de las culturas, la religión es, y ha sido, el factor moral principal –el principal motivador de prosocialidad entre extraños

  Quizá Norenzayan exagera un poco la relevancia de los “Grandes Dioses” dentro del repertorio de los recursos religiosos para desarrollar inhibiciones del comportamiento en un sentido prosocial (no menciona la importancia de las redes sociales de afectividad y ayuda dentro de las comunidades religiosas, por ejemplo), pero en general la argumentación tiene bastante sentido.

La creencia en cierta clase de vigilantes sobrenaturales –Grandes Dioses- es un ingrediente esencial que, junto con los rituales y otros conjuntos interrelacionados de dispositivos de cohesión social, lograba unir a completos extraños dentro de comunidades morales cada vez más grandes a medida que la evolución cultural ganaba impulso en los pasados doce milenios

  Como hemos visto, las sociedades ateas son hoy las más prosociales… pero también hemos visto que la civilización no ha llegado fácilmente al ateísmo, de la misma forma que no ha llegado fácilmente a la ciencia, a la democracia o a la tecnología de vanguardia. Las raíces culturales de las sociedades ateas también son religiosas…

Parece que la gente educada en una cultura protestante es mucho más probable que moralice los pensamientos, y en consecuencia más probable que asuma que Dios juzga no solo los actos, sino también los pensamientos

  Como algún sacerdote católico ha observado, ser protestante (la fe religiosa predominante en las naciones que después han tendido al racionalismo y al mayor desarrollo social) es un primer paso para convertirse en ateo. Norenzayan cita el chiste de que la Iglesia Unitaria Universalista (una versión casi vanguardista del protestantismo anglosajón) “cree, a lo máximo, en solo un Dios”.

Quizá pensamientos altruistas inconscientes incrementan el comportamiento prosocial a causa de que los pensamientos de Dios están asociados con nociones de benevolencia, caridad y honestidad

    Esto es una digresión más en torno a la cuestión del “efecto ideomotor” en el discurso religioso, y aquí se nos puede ocurrir algo: que la religión protestante, como todas las religiones cristianas, hace uso de apelaciones muy vivas a emociones empáticas y altruistas como la caridad, la benevolencia, la misericordia, el sacrificio, la humildad, la resignación y la compasión, y que estas directrices psicológicas poseen un gran poder inhibitorio a la hora de afrontar sentimientos –tentaciones- como el amor propio, el interés propio, la lujuria y la agresividad… pero, sin embargo, la sociedad secular resultante de ello, aunque comparativamente más benévola que aquellas que no han pasado por esta etapa cultural previa, no incluye este tipo de directrices psicológicas “extremas” en su discurso cívico: el discurso cívico secular actual es más “pagano” que “cristiano”, ya que no promueve la santidad, la afección, la humildad ni la caridad, habiendo optado por valores menos emocionalmente comprometidos como el juego limpio, la justicia y la dignidad. ¿No podría esta diferencia explicar que aún no se hayan alcanzado mayores resultados en el desarrollo del comportamiento prosocial?

Cualquier cosa que reemplaza el vacío cultural dejado por la religión debe ser capaz de asumir las funciones sociales y hablar a las profundas necesidades psicológicas que cumplen las religiones prosociales

  El hecho es que al cristianismo religioso no lo ha reemplazado un cristianismo secular, mientras que la religión cristiana sí reemplazó a la religión clásica grecorromana (cuya cota moral más alta fue probablemente el estoicismo)… Una cultura de la santidad religiosa y teísta (es decir, inspirada por la supuesta presencia de entidades sobrenaturales) “bombardeó” psicológicamente los cerebros de los europeos durante dos mil años con demandas morales de un nivel tan alto (y que se mantenían vivas en mayor o menor medida sobre todo en el estamento eclesiástico) que aparentemente forzaron a una compleja transformación cultural al enfrentarse, con nuevos recursos mentales, a las instintivas emociones violentas y egoístas de siempre. El resultado ha sido, hasta el momento, la aparición de un ideal cívico humanista que ha alcanzado grandes logros… pero que parece haber renunciado –de momento- al ideal de las demandas morales más extremas, más prosociales –la santidad.

  ¿No sería el paso que falta el desarrollo de una ideología secular de la santidad, a fin de alcanzar una transformación social aún más avanzada?

  (Entendemos “santidad” como el comportamiento moral extremo que nos proporciona garantías plenas de confianza mutua: un santo es una persona cuya agresividad está completamente inhibida, que se ha despojado del amor propio, que a nivel universal empatiza, se comporta altruistamente y vive afectivamente en una dimensión equivalente a la de los lazos familiares más estrechos. Esto no es psicológicamente un imposible, pero sí muy infrecuente.)

    En cualquier caso, siempre es oportuno subrayar lo equivocado del juicio de que la religión ha significado un atraso en el proceso civilizatorio: todo lo contrario, la religión ha sido el instrumento de cambio cultural más importante de todos…

A lo largo del tiempo histórico, los patrones demográficos y culturales han favorecido los grupos religiosos prosociales

  Y, en contra de una creencia popular, tampoco la religión está muy relacionada con las guerras

En la “Enciclopedia de las guerras”, Phillips y Axelrod (…) encontraron que menos del 10% [de ellas] implicaban la religión en absoluto

  La guerra es muy anterior a la religión, y son el nacionalismo y sus equivalentes –el sesgo endogrupal- los que han causado la mayoría de los conflictos políticos armados.

No hay escasez de evidencia en el registro histórico y etnográfico en mostrar que el conflicto violento y noviolento ha sido endémico a la existencia humana

 En general, la religión ha resultado dañina solo cuando se ha puesto al servicio del sesgo endogrupal (hay excepciones, por supuesto, como las guerras de religión de Europa central en los siglos XVI y XVII… tras las cuales apareció por primera vez el humanismo secular, la Ilustración).

  Finalmente, no debemos confundir “religión” con las creencias en sí, porque lo más importante de la religión es su apelación inconsciente al control inhibitorio del egoísmo humano, y no tanto los contenidos ideológicos o teológicos sin contenido moral que suelen envolverla. Norenzayan cita la frase de Khalil Gibran: “¡Ay del pueblo que está lleno de creencias y vacío de religión!”. También podemos citar a Unamuno que en su novela “San Manuel Bueno, mártir” pone en boca de uno de sus personajes este vehemente consejo a un joven sacerdote: “¡Poca teología, eh, poca teología!: ¡religión, religión!

Aunque todavía no sabemos exactamente cómo lo hacen, los estudios muestran que la implicación en el ritual religioso, así como los recordatorios religiosos del ritual, incrementan la verosimilitud de ver como sagrados valores que de otra forma serían seculares

  Y la diferencia entre lo sagrado y lo secular es clara a nivel psicológico: lo sagrado es lo que nos mueve a experimentar asco o veneración de forma automática, es decir, a experimentar aquello que es propenso a actuar como inhibitorio, de forma parecida a un instinto. Para un devoto, ver a alguien pisotear un libro religioso genera ira… tanto como para un ateo prosocial puede serlo observar un abuso sexual. Los trucos religiosos (rituales, recordatorios… efectos ideomotores…) surten efecto… en mayor o menor medida. Lo mismo puede decirse de las prácticas de psicoterapia… aunque la psicología aún no se ha formulado como religión (y esto, probablemente, es algo que queda por hacer).

   De hecho, Norenzayan no menciona que, hoy por hoy, los métodos religiosos tradicionales de instauración automática de inhibiciones al comportamiento antisocial siguen siendo mucho más efectivos que el civismo secular (cuyo principal instrumento de transformación es la educación). Se requieren siglos de evolución cultural (básicamente religiosa, en un principio) para que una sociedad laica alcance los comparativamente buenos resultados en comportamiento prosocial que tienen hoy Suecia y Dinamarca, pero a un charlatán teísta (islamista o evangélico) le pueden bastar unos cuantos días para lograr que un delincuente antisocial se convierta en un ciudadano ejemplar, algo que sigue fuera del alcance de los psicólogos. ¿Por qué?

  Quizá, en buena parte, esto sea así porque, de momento, personas tan preparadas e inteligentes como Ara Norenzayan no dedican mucho tiempo a estudiar ese asunto… Aunque con libros como éste se demuestra que se están acercando cada vez más…