lunes, 31 de marzo de 2014

“Contra nuestra voluntad”, 1975. Susan Brownmiller.

  En 1975, el feminismo en las naciones más desarrolladas había alcanzado su madurez como movimiento social reivindicativo. La injusticia de la desigualdad sufrida por las mujeres en el pasado ahora se combatía con la ley, pero a nivel cultural perduraban las secuelas del machismo omnipresente durante todo el desarrollo histórico anterior, y a nivel científico perduraba la sospecha de que en la opresión sufrida por la mujer podrían estar involucrados factores innatos del comportamiento humano.

  De entre todos los abusos sufridos por las mujeres, sin duda uno de los más atroces es la violación.

Para una mujer, la definición de violación es bastante sencilla. Una invasión sexual del cuerpo mediante la fuerza, una intrusión dentro del espacio interior, privado y personal, sin consentimiento, constituye una violación de la integridad emocional, física y racional, y es un acto de violencia hostil y degradante.

  ¿Por qué violan los hombres a las mujeres? Para la escritora feminista Susan Brownmiller, no es por mero deseo sexual.

La violación es un proceso consciente de intimidación, mediante el cual todos los hombres mantienen a todas las mujeres en situación de miedo.

Un mundo sin violadores sería un mundo en el cual las mujeres se moverían libremente, sin temor a los hombres. El hecho de que algunos hombres violen, significa una amenaza suficiente como para mantener a las mujeres en un permanente estado de intimidación (…) Los violadores han realizado bien su tarea, tan bien que la verdadera significación de su acto ha pasado inadvertida durante mucho tiempo.

La atracción sexual, tal como la conocemos, tiene poco que ver con la violación. Una multitud recurre a la violación como expresión de poder y dominación. Las mujeres son usadas casi como objetos inanimados para aclarar posiciones entre hombres.

  Esta teoría no es hoy generalmente aceptada, y las implicaciones al respecto son de la mayor importancia. No hay duda alguna de que el miedo a la violación trastorna por completo la vida de la mujer, pero tampoco parece que las violaciones se produzcan solo porque los hombres quieren expresar públicamente su poder y su dominación (“aclarar posiciones entre hombres”). Muchas violaciones tienen lugar en secreto, con independencia de que el agresor íntimamente se sienta reconfortado por su capacidad de dominar a la víctima.

   Además, sobre la naturaleza de la violación, Susan Brownmiller se equivoca en cuestiones importantes:

Ningún zoólogo ha observado jamás que los animales violen en su ámbito natural.

El mono macho no puede de hecho aparearse con la hembra sin su consentimiento y cooperación. En la sociedad de los monos no existen cosas tales como la violación, la prostitución o siquiera el consentimiento pasivo.

   Investigando el comportamiento de nuestros primos los grandes simios (chimpancés y orangutanes), los primatólogos sí que han observado la práctica de la violación (y también del asesinato, y del canibalismo, e incluso de la prostitución: sexo por alimentos), algo que quizá no era conocido en 1975. Se sospecha incluso que la violación puede tener carácter adaptativo en estos animales, es decir, que la conducta de agresión sexual favorecería la expansión de la estirpe de aquellos individuos cuyas pautas de actuación mostraran más a menudo esa tendencia. Eso no niega, por supuesto, que haya mucho de cierto en lo que señala la autora del libro sobre que la intimidación generalizada a las mujeres se ha utilizado para facilitar su opresión social.

Las consideraciones legales modernas con respecto a la violación siguen enraizadas aún en antiguos conceptos masculinos de propiedad.

  Lo cual también es cierto: hasta hacía poco, puesto que la mujer pertenecía primero al padre y después al marido, la agresión del violador se consideraba como daño a la propiedad de estos. Por esa causa, se juzgaba propiamente como violación solo la de tipo vaginal, la agresión que podía llevar a una descendencia ilegítima (apropiación ilegítima del útero asignado a otra estirpe), y no se valoraba por encima de todo el sufrimiento de la víctima.

  Pero el problema cultural grave lo tenemos en que la conducta del violador tenga como fin la agresión misma. Se sospecha que buena parte de los hombres no solo desean a las mujeres para gozar del placer sexual, y no solo desean sentirse superiores sobre ellas y mantenerlas oprimidas, sino que también desean causarles sufrimiento. No hay ninguna duda de que la agresión sexual resulta atractiva para muchos hombres como espectáculo.

El poder de atracción que tiene Jack el Destripador sobre la imaginación masculina guarda tan poca proporción con el caso del desconocido que en el otoño de 1888, acechó, mutiló y asesinó a cinco prostitutas del East End de Londres, que debemos preguntarnos exactamente dónde reside su atracción.

En su encuesta sobre la razón por la cual la escena de violación se ha transformado en una fea tendencia en el cine, Aljean Harmetz encontró a un productor que le dijo llanamente: “le damos al público lo que quiere”. (…) Los productores cinematográficos, que son machos, le dan al público su propio concepto de lo que es el mundo, y en esta función perpetúan, modelan e influencian nuestras actitudes populares. (…) Podemos pasar alarmantemente de los hechos a la ficción y otra vez a los hechos, porque los hombres han creado la mitología y son ellos quienes continúan actuándola. 

  Hay en el deseo sexual masculino una vertiente sádica, tanto como se da en la psicología masculina una tendencia agresiva en general.

Sin duda no es accidente que el sadomasoquismo haya sido siempre definido en términos masculinos y femeninos. Ha sido codificado por aquellos que ven en el sadismo una concepción retorcida de su masculinidad y ha sido aceptado por aquellos que ven en el masoquismo el abuso y el dolor que son sinónimos de mujer. Solo por esa razón el sadomasoquismo será siempre una antítesis reaccionaria para la causa de la liberación de la mujer.

  ¿Una “concepción retorcida”?, ¿o quizá una característica biológica que solo con dificultad puede ser corregida y controlada en aquellos temperamentos en los que se muestra más pronunciada? El problema para muchos autores como Susan Brownmiller, y no solo a la hora de abordar la cuestión de la violación, es que parten de la idea de que todo el comportamiento humano depende de unas pautas sociales impuestas por el grupo opresor de turno, y que bastaría con cambiar estas pautas, estas leyes, para que apareciese una humanidad igualitaria y armoniosa. Esto es el viejo mito de “la tabla rasa”.

Al no tener elección real, las mujeres han sucumbido a la idea masculina de fantasía sexual femenina o se han descubierto incapaces de fantasear en absoluto. Las mujeres que han aceptado las fantasías masculinas, están con frecuencia muy incómodas con ellas, y por una buena razón. Sus contenidos (…) son indudablemente masoquistas.

  ¿Es la fantasía femenina masoquista una mera imposición de la fantasía sexual masculina de dominación a la que las mujeres “han sucumbido”? Es una lástima que en su libro Susan Brownmiller no comente lo que unos pocos años antes escribió la también feminista de extrema izquierda (y después Premio Nobel de Literatura) Doris Lessing en “El Cuaderno Dorado”: "sólo hay un orgasmo femenino de verdad, y es el que se produce cuando un hombre, movido por lo más profundo de su necesidad y deseo, toma a una mujer y exige que le corresponda. Lo demás es un sustituto y resulta falso: toda mujer, incluso la menos experimentada, lo siente así por instinto.” Susan Brownmiller sí tiene la oportunidad de rechazar la opinión similar de la psicoanalista Helene Deutsch.

  Investigaciones modernas parecen confirmar que algo de todo esto es cierto: las fantasías femeninas acerca de ser violadas o, al menos, “ser tomadas y que se les exija que correspondan a la necesidad y deseo masculino” parecen darse con cierta frecuencia (aunque siempre será muy difícil averiguar el porcentaje de casos, debido a los previsibles obstáculos políticos para una investigación seria de este asunto a gran escala) y, lo que es peor, muchas mujeres manifiestan vergüenza después de admitir este hecho.

   El feminismo no ha llegado aún a reconocer esta más que probable realidad (recordemos que Brownmiller ignora el papel de la violación -o "coerción sexual"- entre los animales) de la misma forma que los varones sí reconocen que existe una agresividad masculina que se busca controlar. Y si la mujer no reconoce el problema como el varón sí lo está reconociendo, entonces nunca podrá resolverlo. Decir que esto se debe a la imposición masculina no nos informa de nada útil, porque de todo lo que se refiere a la conducta femenina se puede decir lo mismo.

  Finalmente, en este asunto de la probable conducta sexual innata, no ha de olvidarse que la mujer, en cierto sentido, ha sido tan domesticada por el varón en la Antigüedad casi como el perro o el caballo lo han sido: el varón del neolítico, en una sociedad patriarcal jerarquizada y con complejas relaciones de poder, ha seleccionado como esposas o concubinas, mediante la violencia, a las mujeres de temperamento más conveniente a su deseo, de manera que el comportamiento sexual de la mujer moderna no tendría por qué corresponder al que pudiera haber sido el comportamiento genuino de la mujer en la sociedad prehistórica de cazadores-recolectores. Ése podría ser el origen de ciertas conductas instintivas femeninas de aceptación del sometimiento.

A través de la leyenda y la tradición, la historia ha mitificado no a la mujer fuerte que se defiende con éxito ante el asalto físico, sino a la mujer hermosa que muere de muerte violenta mientras procura hacerlo. (…) Elevar a una mujer a la calidad de heroína, porque ha sufrido una muerte violenta con implicaciones sexuales, es un concepto cristiano, desconocido para el judaísmo del Viejo Testamento.

  Para Susan Brownmiller, la mujer es un ser psicológicamente igual al hombre (pero veremos que se contradice en esto en alguna ocasión) que se ha visto oprimido por la superioridad física masculina y más tarde ideológicamente condicionada por tradiciones perversas que contribuirían a perpetuar la dominación (como se ha hecho con los esclavos), pero los hechos parecen demostrar que las mujeres, intelectualmente iguales al hombre, no son temperamentalmente iguales al hombre: son mucho menos agresivas, más cooperativas y más empáticas, y el concepto cristiano de la mujer mártir sería una adaptación a la generalizada concepción piadosa del cristianismo: la mujer, como víctima ejemplar de una agresión injusta, y no como una Eva que incita al pecado. ¿No es revelador que una religión basada en la piedad exalte a la mujer maternal y dé lugar también al fenómeno moderno del amor romántico?

  La misma Susan Brownmiller admite, por su parte, curiosidades significativas como el comportamiento de las mujeres en el ámbito carcelario (donde el hombre no está presente).

Según los que la han estudiado, la jerarquía  dentro de una prisión femenina se expresa mediante una superestructura emocional intrincada que remeda la de una vida familiar extensa, antes que mediante la dominación bruta mediante el poder físico. Las mujeres que se encuentran en prisión durante mucho tiempo tienden a formar familias que consisten en un esposo, una mujer y tías, tíos, hermanos, hermanas y niños. El proceso de aculturación de la mujer, tan diferente del del macho, apunta a una preferencia por la construcción del nido por encima de la simple tiranía del fuerte sobre el débil.

   También el libro que nos ocupa recoge algunas estadísticas sobre violencia de los que es posible deducir ciertas pautas de comportamiento diferenciado innato; si bien resulta un poco raro que se diga que las mujeres asesinan casi a tantos hombres como hombres asesinan a mujeres, la desigualdad de las cifras de asesinato entre personas del mismo sexo es enorme (poquísimas mujeres asesinan a otras mujeres), y no se incluye la cuestión de la desigualdad económica, que muestra que mientras que los hombres pobres cometen más actos violentos que los más acomodados, las mujeres, siendo todavía más pobres que los hombres, cometen muchos menos actos violentos, como si la presión psicológica de la precariedad les afectase menos a la hora de despertar impulsos agresivos.

  Si se admiten estas diferenciaciones en el comportamiento de cada sexo, también deberíamos estar abiertos a otras y no atribuirlo todo a los moldes culturales impuestos:

A las niñas se les enseña a desdeñar el combate físico y la competencia deportiva sana, porque esas actividades amenazan seriamente la convención de lo que es apropiado, señorial y femenino. (…) La competencia deportiva puede impartir lecciones importantes, entre ellas que ganar es el resultado de un entrenamiento duro y permanente, de una estrategia fría e inteligente que incluye el uso de trucos y trampas y de un estado mental positivo que pone todo el sistema de reflejos en movimiento. Este conocimiento y la posibilidad de ponerlo en práctica es precisamente lo que se ha condicionado a rechazar a las mujeres.

  La idea de que se promueva que las mujeres participen en deportes competitivos como una forma de ayuda para que logren desenvolverse con mayor éxito en un tipo de civilización creada por los hombres parece sospechosa, porque los deportes competitivos de equipo son un sustitutivo de la tendencia del varón a practicar la guerra, y con independencia de que este tipo de prácticas de grupo puedan resultar atractivas para algunas mujeres (y con independencia de que sean saludables y divertidas), no hace pensar que el rechazo de todo lo que tradicionalmente ha sido “femenino” suponga un acierto.

  El humanitarismo ha venido marcado por un lento reconocimiento por parte de la sociedad masculina (la única sociedad humana que ha existido hasta hace poco) de una serie de valores de conducta que son originariamente femeninos, como la piedad, la empatía, el altruismo y la sensualidad no violenta. “Lo que en verdad quieren las mujeres” es algo que todavía no podemos saber porque la liberación de las mujeres es extraordinariamente reciente si la comparamos con los diez mil años de civilización neolítica e histórica durante los cuales las mujeres han sido poco más que esclavas o animales domésticos. Dado que el principal obstáculo para la convivencia humana es la agresión, y dado que, por las causas biológicas que sea, las mujeres son mucho menos agresivas, explorar las posibilidades futuras del comportamiento femenino en una sociedad libre resulta mucho más interesante y prometedor que favorecer la igualdad de comportamiento del hombre y la mujer dentro de una civilización cuyas pautas culturales han sido previamente creadas por el varón.

  Está muy bien que las mujeres aprendan kárate para defenderse de los eventuales agresores (lo cual no es tradicional), pero estaría bien asimismo, por ejemplo, que dejara de educarse a las jóvenes en la idea de que su felicidad consiste en encontrar al hombre ideal con el que formarán pareja, cuando existen otras alternativas sanas en lo sexual y en lo familiar (lo cual tampoco sería tradicional).

  Finalmente, señalar dos polémicas opiniones de la autora acerca de la pornografía y la prostitución:

Estar contra la pornografía y la tolerancia de la prostitución es fundamental en la lucha contra la violación. 

  Veamos…

Mi horror ante la idea de la prostitución legalizada no proviene del hecho de que no funcione como freno de la violación, sino que institucionaliza el concepto de que es derecho monetario del hombre conseguir acceso al cuerpo de la mujer, y que el sexo es un servicio femenino que no debe negársele al macho civilizado. La perpetuación del concepto de que el “poderoso impulso masculino” debe ser satisfecho de inmediato por una cooperante clase de mujeres, apartadas y autorizadas a hacerlo, es parte de la psicología de masas de la violación.

   Una cosa es cierta: hoy por hoy la prostitución es una práctica de dudosa legalidad asociada casi por completo a entornos de marginalidad social y psíquica. El problema es que quizá no sea tan fácil sacar conclusiones de esta realidad, porque la causa del daño psíquico que sufren las prostitutas e incluso sus clientes, podría encontrarse no tanto en el hecho de que se dé un intercambio de prestaciones sexuales por dinero, sino en el efecto de la estigmatización social que se sufre, sobre todo por parte de la mujer que se prostituye… y entonces nos encontramos con que esta estigmatización corre a cargo no solo de la hipócrita sociedad tradicional que persigue y a la vez tolera la prostitución, sino también a cargo del mismo movimiento feminista.

  Y queda la otra cuestión: la de si el que la mujer sea instrumentalizada como objeto sexual del varón es debido o no a que este necesita ver satisfecho el “poderoso impulso masculino”. Susan Brownmiller considera que tal impulso puede ser controlado o satisfecho sin necesidad de este recurso, que no se trataría de una necesidad biológica, sino que se trata de un condicionamiento social más.

   San Pablo, que defendía la castidad, admitía el matrimonio porque “mejor es casarse que abrasarse”, con lo que se ponía del lado de quienes consideran que ese “poderoso impulso” sí que existe y que es ineludible. Pero, evidentemente, el feminismo no puede sostener que la sociedad ha de proporcionar esposas, romances o flirteos ocasionales (prestaciones gratuitas) a quienes lo necesiten. La única solución posible para la teoría, entonces, es negar tal necesidad. No existiría el “poderoso impulso” y la castidad es, por tanto, viable.

  Muchos varones pueden sentirse maltratados por este planteamiento porque las costumbres sociales contemporáneas en occidente muestran una situación de desigualdad de hecho entre hombres y mujeres: casi ninguna mujer está imposibilitada de conseguir prestaciones sexuales gratuitas, mientas que muchos hombres sí que lo están (“ellas siempre pueden, ellos siempre quieren”).

  Y…

El desagrado profundo que sentimos la mayoría de las mujeres cuando vemos pornografía, desagrado que, increíblemente, ya no está de moda admitir, proviene, creo, del conocimiento profundo de que nosotras y nuestros cuerpos están siendo desnudados, expuestos y distorsionados para halagar esa “estima masculina” que obtiene su chispa y sentimiento de poder considerando a las mujeres como juguetes anónimos y jadeantes, juguetes de adultos, objetos deshumanizados para ser usados, abusados, rotos y descartados. Por supuesto, ésta es también la filosofía de la violación. (…) La pornografía, como la violación, es una invención masculina destinada a deshumanizar a las mujeres. (…) La pornografía es la esencia de la propaganda antifemenina. 

   No cabe ninguna duda de que hay muchas funciones interpersonales que sitúan a un individuo como objeto anónimo del otro. En el trabajo, por ejemplo, somos todos herramientas de los otros, o mercancías en el comercio: todos somos “deshumanizados”. Lo que sí es cierto es que en la pornografía (dirigida casi exclusivamente a hombres, incluyendo a los homosexuales) se muestran roles femeninos de sumisión y brutalización que no contribuyen en nada a fomentar un cambio cultural de respeto a la mujer. Pero ¿es esto inherente a la pornografía en sí, o es más bien reflejo del machismo que subsiste?

  Lo peor del caso es que la distinción entre “pornografía” y “erotismo” parece limitarse a la exhibición de los órganos genitales. ¿Es la genitalidad el factor que agrava la “deshumanización”?, ¿o se trata de un prejuicio?, ¿no debería también extenderse la prohibición a todos los espectáculos que muestren a la mujer como juguetes anónimos u objetos deshumanizados, mostrando o no los genitales (la publicidad comercial, por ejemplo)?

  En realidad, no sería impensable que una cultura más humanista, incluso feminista, encontrase fórmulas no opresivas para la satisfacción sexual masculina (que incluyeran prostitución y pornografía) que en nada favorecieran los roles de dominación violenta del hombre sobre la mujer.

 Pero esto, al igual que un acercamiento serio del feminismo a los casos genuinos de deseo sexual de ciertas mujeres por las actitudes dominadoras del varón, son cosas que tendrán que esperar a una evolución cultural futura. Queda mucho futuro por delante y la libertad de la mujer es, por desgracia, un fenómeno aún demasiado reciente.  

lunes, 24 de marzo de 2014

“El arte de amar”, 1956. Erich Fromm

  El amor, sea éste lo que sea en concreto, no supone una anécdota en el ser humano. Se trata de un sentimiento que incentiva la convivencia como ningún otro.

La mayoría de la gente cree que el amor es una sensación placentera, cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno “tropieza” si tiene suerte. (…) Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado y no en amar, no en la propia capacidad de amar.

La conciencia de la separación humana –sin la reunión del amor- es la fuente de la vergüenza. Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y de la angustia. (…) La necesidad más profunda del hombre es la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de la soledad.

La solución plena al problema de la separación está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.

El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos.

   En teoría, podríamos vivir sin amor, bastaría el incentivo egoísta del placer obtenido por otros medios, como parece que sucede en el caso de la mayor parte de la vida de la mayoría de los animales (el comportamiento de los mamíferos en general sí sugiere ciertas conductas de amor). Recordemos también que ha habido maestros de la ética y la religión que han desaconsejado la dependencia psicológica (la “preocupación activa”) que implica el amor, favoreciendo un cierto distanciamiento –o desapego- del resto de sujetos gracias a una actitud psicológica de autosuficiencia que nos prevendría de la angustia.

El amor es la penetración activa en otra persona (…) El conocimiento del pensamiento, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar. 

  Aunque en el libro del psicólogo Erich Fromm no se menciona el hoy familiar término de “empatía”, está claro que es a eso a lo que se refiere el autor por “penetración activa en otra persona”. Y recordemos que existe una apreciable minoría de individuos, los llamados “psicópatas” (entre un 1 y un 4 % del género humano), que se las arreglan muy bien sin experimentar interés alguno por los sentimientos ajenos.

  Sin embargo, para la gran mayoría de seres humanos y para el conjunto de nuestra civilización contemporánea, el amor –especialmente el amor erótico- supone una experiencia buscada por encima de todas las demás. ¿Se la valora correctamente?, ¿se la busca y explota de forma inteligente?, ¿tiene más utilidades sociales aparte del incentivo para el individuo?

La idea de que no hay nada más fácil que amar (que la intensidad del apasionamiento es una prueba de la intensidad del amor) sigue siendo la idea prevaleciente sobre el amor.

El amor es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un “objeto” amoroso. Si una persona ama solo a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una relación simbiótica, o un egotismo ampliado. (…) Los que no comprenden que el amor es una actividad, un poder del alma, creen que lo único necesario es encontrar un objeto adecuado.

  Erich Fromm defiende la idea de que la forma correcta de vivenciar la experiencia del amor es el “amor maduro

El amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre, un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás.

El amor inmaduro dice: “te amo porque te necesito”; el amor maduro dice: “te necesito porque te amo”

El amor solo empieza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales.

  Algo que caracterizaría al “amor maduro” sería la actividad y productividad, lo cual implica que el amor no sería tan solo recibir incentivos placenteros de la actitud benéfica de otras personas, sino una actitud general hacia el entorno social que incluiría la actitud de "dar".

La esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. (…) Dar de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza. (…) Al dar no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella. (…) El maestro aprende de sus alumnos , el auditorio estimula al actor, siempre y cuando no se traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y productiva.

Para el carácter productivo, dar (…)  constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder.

  Aquí, sin embargo, se podría objetar que, al fin y al cabo, si de lo que se trata es de experimentar el poder y la fuerza, podríamos conseguirlo también coaccionando y explotando a los otros, de manera que no parece que "dar" constituya “la más alta expresión de potencia”. Lo que sí está claro es que, de todas las formas de experimentar el poder y la fuerza, “dar” supone la más prosocial de todas, la que más garantizaría una cooperación fructífera entre el que da y el que recibe. El problema está en que lleguen a existir las condiciones del entorno adecuadas para que el sujeto prefiera experimentar la fuerza y el poder mediante la generosidad y no mediante la depredación.

   Además, el mismo Fromm señala que el amor más deseado no es necesariamente el amor activo y productivo del que da, sino el amor pasivo del que recibe:

El amor incondicional (el maternal) corresponde a uno de los anhelos más profundos, no solo del niño, sino de todo ser humano. (…) Que nos amen por nuestros propios méritos siempre crea dudas (…) El amor merecido siempre deja un amargo sentimiento de no ser amado por uno mismo (…) En último análisis no se nos ama, sino que se nos usa.

  Por ello es preciso explicar por qué el llamado “amor maduro” es el mejor de todos.

Este libro considera que el amor es un arte, que requiere conocimiento y esfuerzo. (…)Para aprender un arte hace falta el dominio de la teoría, de la práctica y considerar que nada debe ser más importante que ese arte.

El amor es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un “objeto” amoroso. 

Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente humanas. 

La persona madura es la persona que desarrolla productivamente sus poderes (…) que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza interior que solo la genuina actividad productiva puede proporcionar.

  Esto tiene sentido, sobre todo cuando se determina que la "humildad” es condición necesaria para el raciocinio propiamente humano.

La práctica de un arte requiere disciplina (…) es preciso que la disciplina se sienta como expresión de la propia voluntad, como algo agradable.

Para aprender un arte (…) debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él. 

Cualquier actividad realizada con concentración tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y benéfico).

La condición fundamental para el logro del amor es la superación del propio narcisismo. (...) El polo opuesto del narcisismo es la objetividad; es la capacidad de ver a la gente y a las cosas tal como son. 

La facultad de pensar objetivamente es la razón

   El "amor maduro" exige el desarrollo de las capacidades más propiamente humanas y, por lo tanto, nos estimula emocionalmente al mismo tiempo que nos capacita socialmente. Recordemos, sin embargo, que ya hemos visto que el "amor incondicional” (el experimentado en la infancia como consecuencia del fenómeno instintivo de la maternidad) supone una poderosa tentación, y que este modelo de amor perfecto es totalmente irracional, lo conocen todos los mamíferos (durante una primera etapa de la vida) y su ausencia sería la que generase la frustración originaria de la “separatidad” mencionada. El "amor maduro" supone entonces un elaborado paliativo de este trauma originario, una construcción social y civilizatoria. Recordemos también que lo que Erich Fromm llama "amor maduro" aún no se había terminado de descubrir en la Grecia homérica.

  Este paliativo sería necesario también porque el amor incondicional primero, al verse frustrado en una etapa madura de la vida, genera un poderoso y ambiguo sentimiento: el narcisismo:

La madre es calor, es alimento, la madre es el estado eufórico de satisfacción y seguridad. Ese estado es narcisista, para usar un término de Freud. La realidad exterior, las personas y las cosas, tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o frustran el estado interno del cuerpo. 

La capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. 

  Pero hemos dicho que el narcisismo es ambiguo, porque Erich Fromm da también una gran importancia al “amor a sí mismo” como algo deseable y necesario.

Debemos destacar la falacia lógica que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también —y no un vicio— que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser.

Las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas.

En todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo

   Quizá la diferencia entre el narcisismo destructivo y el amor a sí mismo propio del “amor maduro” (que también puede ser llamado propiamente "narcisismo") debemos encontrarla en el aprecio por las capacidades humanas del individuo maduro que forman parte de nuestra personalidad tanto como de las de quien esperamos que nos gratifique. El amor incondicional de la infancia es sin duda el más gratificante, pero las capacidades humanas del niño no son las del adulto. Lo que nos satisfacía de niños no nos satisfará de adultos (y si obramos en base a lo contrario es que nos hemos vuelto neuróticos).

 En cierto sentido, seguiremos aspirando al amor incondicional

Según Kant, todos los hombres son iguales en el sentido de que son finalidades y no medios los unos para los otros.

  Pero las “prestaciones” a recibir debemos entenderlas como incentivos para un carácter activo y productivo, lo propio de la personalidad madura y no las “prestaciones” propias de la experiencia pasiva de la infancia. Amarnos a nosotros mismos incluiría amar nuestra capacidad para amar a otros, y con ello amar nuestra personalidad madura, más rica y compleja.

  Lo que falta en la visión del amor de este libro sería una mejor descripción de los incentivos propios del "amor maduro". La actividad del “amor maduro” no puede sustentarse en un mero voluntarismo, en atenerse a un modelo ético por sí mismo, siguiendo literalmente el mandato de Kant de que el servicio al prójimo es “una finalidad”. El amor incondicional materno es instintivo porque se sustenta en una pulsión inmediata de la madre ante determinados estímulos, y este fenómeno psicológico no tiene equivalentes fácilmente identificables en la vida social adulta. “El arte de amar” debería por tanto incidir en el desarrollo de recursos psicológicos que permitan reforzar la conducta de interés, actividad y servicio mediante contraprestaciones emocionales efectivas, ya que no es exacto que el amor materno sea del todo incondicional: la madre se ve incentivada por el afecto del niño (o por su mera presencia) que ella percibe a través de los sentidos (estímulo). De la misma forma, hay recursos en el comportamiento humano individual y, sobre todo, en las construcciones sociales de mayor proximidad (equivalentes a entornos familiares) de donde pueden obtenerse efectos de refuerzo parecidos. La agresión, el rechazo, el desprecio y la ingratitud no favorecen desde luego la actividad propia del amor.

   En el libro de Erich Fromm, tras examinarse lo que es amar y lo que implica, queda por examinar la forma de amor más apreciada en nuestra forma de vida actual, que es el amor erótico de pareja, y sus inevitables confusiones y contradicciones.

Si dos enamorados no sienten amor por nadie más es un egotismo à deux (…) Tienen la vivencia de superar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive.

El consejero matrimonial nos dice que el marido debe “comprender” a su esposa y ayudarla. (…) Ese tipo de relaciones no significa otra cosa que una relación bien aceitada entre dos personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que nunca logra una “relación central”, sino que se tratan con cortesía y se esfuerzan en que el otro se sienta mejor. (…) Se establece una alianza de dos contra el mundo, y se confunde ese egoísmo à deux con amor e intimidad.

   Algo que Erich Fromm no menciona es que el amor erótico de pareja es, básicamente, una convención social. Es perfectamente imaginable vivir experiencias de amor –también eróticas, o no- que tomen otras formas aparte del modelo esposa-esposo. Por supuesto, eso requeriría un cambio cultural previo.

  Un ejemplo de la fragilidad de los modelos culturales es esta argumentación clásica de Erich Fromm, propia de la época en que se escribió “El arte de amar”:

Cualquier estudio detallado demostraría que la atmósfera de tensión e infelicidad dentro de la “familia unida” es más nociva para los niños que una ruptura franca, que les enseña, por lo menos, que el hombre es capaz de poner fin a una situación intolerable por medio de una decisión valiente.

   Los estudios detallados de hoy parecen haber descartado este juicio optimista que se ha revelado falaz en términos generales: la “ruptura franca” es generalmente más traumática para los niños que una “familia unida”, mantenida incluso a costa de “tensión e infelicidad” que, a pesar de todo, cubra las apariencias. La justificación para el divorcio no debería implicar la negación de algunos "daños colaterales" inevitables.

  Igualmente, esta otra opinión parece proceder de una visión cultural también superada:

Un error muy frecuente es la ilusión de que el amor significa la ausencia de conflicto. (…) Los conflictos reales entre dos personas no son destructivos (…) producen una catarsis de la que ambas personas emergen con más conocimiento y mayor fuerza. 

  Los psicólogos actuales especializados en la agresividad humana no dan valor a la catarsis. Al contrario, la "catarsis", como experiencia psicológica privada, echa más gasolina al fuego del conflicto y no al revés. Por supuesto, podemos concebir intercambios de pareceres, juicios contrastados y razonamiento dialéctico esclarecedor, pero nada de eso implica necesariamente ni “conflicto” ni “catarsis

  Sí resulta muy acertada, y hoy en día no se tiene mucho en cuenta, la observación de que

la enseñanza más importante para el desarrollo humano es la que solo puede impartirse por la presencia de una persona madura y amante. (…) En otros tiempos y en India y China (…) la función del maestro consistía en transmitir ciertas actitudes humanas. 

Nuestra tradición cultural no se basa en la transmisión de cierto tipo de conocimiento, sino en la de ciertos rasgos humanos.

  Ésta es una gran enseñanza: que la mejor ayuda para alcanzar el perfeccionamiento ético la obtendremos de la emulación de determinados arquetipos de conducta social, algo que engloba y supera las ideologías. El comportamiento humano de imitación y emulación es básico en la psicología social, no se trata de una mera anécdota.

   Y también resultan de lo más aprovechables estos juicios de Erich Fromm acerca de las implicaciones sociales del amor:

Analizar la naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y no solo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre. 

Hablar del amor no es “predicar”, por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. 

  Bueno, a lo mejor “predicar” no es tan malo, sobre todo si no hay mucho más que se pueda hacer al respecto, al menos de momento. Erich Fromm nos ilustra con bastante acierto acerca de las implicaciones psicológicas del amor en las relaciones humanas. Quedan por descubrir cauces de acción social que sean coherentes con el desarrollo de este “arte de amar” que menciona Fromm.

lunes, 17 de marzo de 2014

“Investigaciones en antropología política”, 1977. Pierre Clastres.

  Se dice que el ser humano es un ser político. Por lo menos, podemos decir que hasta hoy todas las comunidades humanas se han regido mediante estructuras políticas, sea esto imprescindible o no. ¿Y qué es la política? Ésta es la pregunta que, muy habitualmente y muy despectivamente, se hacen tantos ciudadanos.

Desde su aurora griega, el pensamiento político de Occidente ha sabido descubrir en lo político la esencia de lo social humano (el hombre es un animal político), encontrando la esencia de lo político en la división social entre dominadores y dominados, entre aquellos que saben y, por lo tanto, mandan sobre aquellos que no saben y, por lo tanto, obedecen. Lo social es lo político, lo político es el ejercicio del poder (legítimo o no, poco importa aquí) por uno o algunos sobre el resto de la sociedad (para su bien o su mal, poco importa aquí).

  Sin embargo, Pierre Clastres tiene sus propias ideas acerca del poder y la dominación en las sociedades primitivas, las "sociedades sin Estado".

Las sociedades sin Estado son aquellas cuyo cuerpo no posee un órgano de poder político separado. 

  Veamos un poco cómo se organizan los pueblos que viven en “sociedades sin Estado”, los cazadores-recolectores, los "primitivos”.

El líder primitivo es principalmente el hombre que habla en nombre de la sociedad cuando circunstancias y acontecimientos la ponen en relación con otras sociedades. También se le acredita un mínimo de confianza garantizada por las cualidades que despliega precisamente al servicio de esa sociedad. Es lo que denominamos prestigio, que en general es erróneamente confundido con el poder.

  Si hay prestigio y no poder, no se entiende cómo puede haber dominación. Quizá incluso debemos entender que también hay política sin poder.

¿Qué es una sociedad primitiva? Es una sociedad indivisa, homogénea, que ignora la diferencia entre ricos y pobres y a fortiori está ausente de ella la oposición entre explotadores y explotados. Pero esto no es lo esencial. Ante todo está ausente la división política en dominadores y dominados, los «jefes» no existen para mandar, nadie está destinado a obedecer, el poder no está separado de la sociedad que, como totalidad única, es la exclusiva detentadora.

  Entonces, en la sociedad primitiva no hay dominación. Entonces, ¿hay o no hay política?

¿La separación entre jefatura y poder significa acaso que no se plantea en ellas la cuestión del poder, que son sociedades apolíticas?

Los trazos que de ordinario califican el modelo de la autoridad política, de la jefatura entre los indios [son]: talento oratorio o dotes de cantante, generosidad, poliginia, valentía, etc. Un jefe —dirigente o guía— no dispone sobre su gente de absolutamente ningún poder, salvo aquel —esencialmente diferente— que pueda inspirar su prestigio y el respeto que sepa ganar entre ellos. Que éste no abuse del poder (es decir del uso del poder) es una cuestión que afecta su prestigio como jefe. De lo contrario se lo abandona en beneficio de otro que sea más consciente de sus deberes.

El poder sólo existe en su ejercicio, (…) Un poder que no se ejerce no es nada. 

La sociedad no permite que el jefe transforme su prestigio en poder.

  Es decir, que no tiene ningún poder, pero sí el que inspira su prestigio, del que no debe abusar. Luego hay un poder abusivo y otro tolerable (porque existe, pero no se ejerce...). Curiosamente, el prestigio del jefe no se define por sus conocimientos, sino por una serie de cualidades psicológicas, como el talento oratorio, la valentía, la generosidad y hasta la “poliginia” (que disponga de muchas mujeres).

El discurso del jefe puede referirse legítimamente al respecto de las normas enseñadas por los Ancestros, a la necesidad de no cambiar en nada el orden de la Ley, a la Ley que funda para siempre la sociedad como cuerpo indiviso, a la Ley que exorciza al espectro de la división, a la Ley que tiene por misión garantizar la libertad de los hombres contra la dominación.

Portavoz de la Ley ancestral, el jefe no puede decir nada más sin correr los graves riesgos que supondría convertirse en legislador de su propia sociedad, sustituir la Ley de la comunidad por la ley de su deseo. ¿A qué podría conducir, en una sociedad indivisa, el cambio y la innovación? A la división social, a la dominación de unos pocos sobre el resto de la sociedad

¿Por qué las sociedades primitivas son sociedades sin Estado? Como sociedades completas, acabadas, adultas y no ya como embriones infra-políticos, las sociedades primitivas carecen de Estado porque se niegan a ello, porque rechazan la división del cuerpo social en dominadores y dominados.

   Quizá esta aparente contradicción entre el poder del jefe de la sociedad primitiva que no ejerce tal poder (y que por lo tanto no sería tal poder) y la dominación que supuestamente tampoco ejerce, podamos comprenderla mejor si tenemos en cuenta que en la sociedad primitiva (necesariamente formada por poca gente) no cabe la creación de clases (la división social)… pero eso no quiere decir que no se creen situaciones de coerción, manipulación e intimidación  por pequeños grupos dentro de la pequeña comunidad, lo mismo que sucede en muchas asociaciones humanas actuales que, teóricamente (de acuerdo con la Ley consuetudinaria), están formadas por iguales.

  Por ejemplo, sucede así dentro de las bandas de delincuentes: el jefe es el jefe mientras cuente con el apoyo del resto de la banda, y para prolongar su dominio forma dentro del “grupo de iguales” su pequeña fracción con sus lugartenientes y ayudantes. Nada de eso supone una “división social” más que en la medida en que la psicología de grupo lo permite.

  Lo que uno sospecha es que estas situaciones de jefatura “entre iguales” no solo pueden ser tan  opresivas como las “divisiones sociales” establecidas de las sociedades no primitivas, sino que son mucho más inestables, y, sobre todo, que son inadecuadas para sociedades más pobladas que las de los cazadores-recolectores (se ha sugerido el número de ciento cincuenta individuos como máximo para una banda de cazadores-recolectores socialmente viable).

  Veamos como Clastres admite que se acaban complicando las cosas:

Hay una circunstancia, no obstante, en que las sociedades indígenas toleran la unión provisoria de jefatura y autoridad: la guerra, tal vez el único momento en que un jefe acepta dar órdenes y sus hombres ejecutarlas.

  ¿Y es la guerra algo frecuente en la sociedad primitiva?

Tan sólo escapan a la guerra los Esquimales de Groenlandia debido, según ciertos autores del discurso economicista, a la extrema hostilidad del medio natural que les impide consagrar su energía a otra cosa que no sea la búsqueda del alimento: «La cooperación en la lucha por la existencia es, en este caso, absolutamente imperativa»

  Pues si las cosas están tan mal y la guerra es casi inevitable, entonces no será muy excepcional que las sociedades primitivas toleren la unión provisoria de jefatura y autoridad. Y si la guerra (violencia entre grupos) es conocida por casi todos los pueblos, ¿también es habitual la violencia dentro de cada grupo?

La tribu le dice a sus niños: sois todos iguales, ninguno vale más que otro, ninguno menos, la desigualdad está prohibida porque es falsa, porque es perniciosa. 

La sociedad primitiva carece de órgano de poder político independiente, e impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos.

  Es decir, que parece que se está admitiendo que dentro de la sociedad primitiva existen tendencias autodestructivas. Y que existen por la misma naturaleza del individuo, ya que los adultos educan a sus niños  en el autocontrol de tales instintos y ya que “se impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos”, lo cual parece que se produciría espontáneamente de no establecerse controles sociales para prevenirlo.

  Volvamos al jefe…

La contradicción entre la soledad del jefe y la necesidad de ser generoso se resuelve también por el sesgo de la poliginia: si en un gran número de sociedades prevalece ampliamente la regla monogámica, la pluralidad de esposas es, por el contrario, casi siempre un «privilegio» de hombres importantes, o sea, de los líderes. Pero mucho más que un privilegio, la poliginia de los jefes es una necesidad en tanto constituye para ellos el principal medio de actuar como líderes: la fuerza de trabajo de las esposas suplementarias es utilizada por el marido para producir el excedente de bienes de consumo que distribuirá en la comunidad. 

  Esto choca bastante con la idea de las sociedades más desarrolladas en las cuales el tener muchas mujeres no es tanto la causa de la riqueza, sino una consecuencia suntuaria de disponer previamente de ella: solo el rico puede permitirse mantener a muchas esposas. Sin embargo, para que la teoría de Pierre Clastres funcione tenemos que dar por sentado que el que el jefe tenga muchas mujeres no es un privilegio sexual, sino una forma de ofrecer la fuerza de trabajo de éstas para el beneficio de todo el grupo.

Lo que obtiene el big-man a cambio de su generosidad no es la realización de su deseo de poder sino la frágil satisfacción de su honor personal, no es la capacidad de mandar sino el inocente placer de una gloria que se afana en mantener. Trabaja, en sentido estricto, por la gloria.

   Vemos de nuevo que esto nos muestra una sociedad primitiva que, al menos, internamente, parece bastante armoniosa: no se toleran ni los privilegios ni la realización del deseo de poder (que se reconoce que sí existe, incluso en los niños).

  Además, la sociedad primitiva es más bien rica.

Hoy se piensa que la economía primitiva no solamente no es una economía de la miseria sino que, por el contrario, permite catalogar a la sociedad primitiva como la primera sociedad de abundancia. 

La sociedad primitiva asigna un límite estricto a su producción y cuida de no franquearlo so pena de ver cómo lo económico escapa a lo social y se vuelve contra la sociedad, abriendo en ella la brecha de la heterogeneidad de la división entre ricos y pobres, de la alienación de unos por otros. Es una sociedad sin economía, ciertamente, pero aún mejor, es una sociedad contra la economía.

La sociedad primitiva no es el juguete pasivo del juego ciego de las fuerzas productivas sino que, por el contrario, es la sociedad la que ejerce sin cesar un control riguroso y deliberado sobre su capacidad de producción. Lo social regula el juego económico; en última instancia, lo político determina lo económico.

  Cabe preguntarse por qué no se ejerce ese control riguroso no para limitar la producción sino para evitar que cause conflicto el aumento de producción (que podría perfectamente repercutir en el bien común, igual que sucede con la supuesta productividad de las esposas del jefe). También cabe preguntarse para qué sirve la guerra.

¿Cuál es entonces el motor de la historia? ¿Cómo deducir las clases sociales de la sociedad sin clases, la división de la sociedad indivisa, el trabajo alienado de la sociedad que no aliena más que el trabajo del jefe, el Estado de la sociedad sin Estado? Misterios. 

  Parece un misterio ciertamente, porque si en la sociedad primitiva se vivía en la abundancia y sin abusos ni violencia interna dentro del grupo, no había por qué cambiar nada.

   Veamos, por otra parte, la explicación de por qué existe la guerra (recordemos que partimos del supuesto de que los primitivos viven en la abundancia y de que dentro de sus poblados reina la armonía).

La posibilidad de la guerra está inscrita en el ser de la sociedad primitiva. La voluntad de cada comunidad de afirmar su diferencia es lo bastante tensa como para que el menor incidente transforme rápidamente la diferencia deseada en diferencia real. La violación de un territorio o la supuesta agresión de un chamán vecino son suficientes para desencadenar la guerra. En consecuencia, el equilibrio es frágil.

  Sin embargo, se nos ha hecho ver que internamente, cada comunidad sería armoniosa y el equilibrio no sería frágil, puesto que no existe el poder ni la dominación, ni nadie considera necesario que surja.

 Tratándose de las relaciones entre grupos, la situación, según Pierre Clastres, es completamente distinta a la supuesta armonía interna.

La hipótesis de la amistad generalizada es imposible. En primer lugar, a causa de la dispersión espacial. Entre cada banda o poblado se extienden sus respectivos territorios, lo que permite a cada grupo permanecer replegado sobre sí mismo. La amistad se lleva mal con el alejamiento.

La amistad de todos con todos entra en contradicción con el deseo profundo, esencial, de cada comunidad, de mantener y desplegar su ser de totalidad una, o sea, su diferencia irreductible en relación con todos los demás grupos. El intercambio de todos con todos supondría la destrucción de la sociedad primitiva: la identificación es un movimiento hacia la muerte.

La posibilidad de la violencia está inscrita de antemano en el ser social primitivo, la guerra es una estructura de la sociedad primitiva. La sociedad primitiva es el lugar del estado de guerra permanente. Para cada grupo local todos los Otros son Extranjeros: la figura del Extranjero confirma, para cualquier grupo dado, la convicción de su identidad como un Nosotros autónomo.

La sociedad primitiva, en su ser, quiere la dispersión, este deseo de fragmentación pertenece al ser social primitivo que se instituye como tal mediante la realización de esta voluntad sociológica. En otras palabras, la guerra primitiva es el medio de un fin político.

El problema constante de la sociedad primitiva no es con quién intercambiar sino cómo mantener la independencia. El punto de vista de los Salvajes acerca del intercambio es simple: es un mal necesario, puesto que hacen falta aliados, que éstos sean cuñados.

Uno de los objetivos de la guerra declarados con mayor insistencia por todas las sociedades primitivas es la captura de mujeres. Hay sociedad humana porque hay intercambio de mujeres, porque hay prohibición del incesto. 

  Ya no nos parecería un misterio “la división de la sociedad indivisa” (el “motor de la historia”) si sospechamos (como muchos registros etnográficos informan) que la violencia entre los grupos, la guerra, también tiene su equivalente dentro de los mismos grupos (¿no se admite que se educa a los niños para que repriman su propia agresividad?, ¿no se está reconociendo entonces que la agresividad es innata y por eso ha de ser reprimida culturalmente?). Entonces resultaría que la sociedad primitiva no es tan armoniosa, que la guerra es tanto una consecuencia del enfrentamiento contra los extranjeros para afirmar la propia identidad del grupo, como de la psicología agresiva del varón, así como de la violencia dentro de la sociedad, con división social o sin ella,  y que tal vez por eso se buscaron nuevas fórmulas políticas, las cuales, aunque conllevaran el mal de la desigualdad, ofrecerían al menos una sociedad más ordenada y menos violenta en general. Mejor crear comunidades más estructuradas, incluso hasta el nivel del Estado, que seguir con las guerras intertribales.

   Y más productiva quizá porque a lo mejor tampoco todas las sociedades primitivas vivían en la abundancia (se ha mencionado el caso de los esquimales, ¿por qué eligieron vivir en la precariedad?).

El estado de guerra permanente y la guerra efectiva aparecen periódicamente como el principal medio utilizado por la sociedad primitiva con vistas a impedir el cambio social. ¿Qué busca conservar la sociedad primitiva con su conservadurismo? Quiere conservar su propio ser, quiere perseverar en su ser. ¿Y cuál es este ser? Es un ser indiviso, el cuerpo social es homogéneo, la comunidad es un Nosotros. Para poder pensarse como un Nosotros, es necesario que la comunidad sea, a la vez, indivisa (una) e independiente (totalidad). ¿Cuál es la función de la guerra primitiva? Asegurar la permanencia de la dispersión, del parcelamiento, de la atomización de los grupos. La guerra primitiva es el trabajo de una lógica de lo centrífugo, de una lógica de la separación, que se expresa de tiempo en tiempo en conflicto armado.

Una paradoja sorprendente: por un lado la guerra permite que la comunidad primitiva persevere en su ser indiviso; por otra parte, se revela como el posible fundamento de la división en Señores y Súbditos. 

  En realidad, no tiene por qué ser una paradoja, igual que el surgimiento de la división social tampoco sería  un misterio: la “sociedad indivisa” no sería ningún paraíso, sino una tensa alianza entre individuos naturalmente agresivos que a la vez se agrupan contra otras tensas alianzas entre individuos agresivos.

La sociedad primitiva no permanece al margen del conflicto dinámico, de la innovación social o, para decirlo de otro modo, de la contradicción interna.

  Ahora veamos aspectos aún más interesantes de esta capacidad para la innovación social:

Una sociedad guerrera podría dejar de serlo si un cambio en la ética tribal o en el entorno socio-político moderara el gusto por la guerra o limitara su campo de aplicación.

  Esto es muy valioso, y se relaciona tanto con lo mencionado con respecto a los esquimales no violentos y con respecto a la educación de los niños: se admite el poder de la cultura para cambiar las pautas de violencia entre grupos... y entre individuos. ¿No era la guerra una estructura? La violencia individual también lo es y, sin embargo, puede ser controlada mediante la ideología ética (educación).

  ¿Cómo actúa la ideología ética dentro de una sociedad primitiva?: por lo menos, mediante la religión y sus elementos separables.

El «sentimiento» religioso tiene principalmente una expresión pública

Los mitos constituyen el discurso de la sociedad primitiva sobre sí misma, encubren una dimensión socio-política.

El rito es una experiencia privilegiada de la vida social primitiva. El rito es la mediación religiosa entre el mito y la sociedad

  La visión de Pierre Clastres muestra las contradicciones de la sociedad primitiva en su dimensión política (poder, violencia y guerra), y muestra también las contradicciones de los estudiosos que, durante un determinado periodo de nuestro pasado reciente, trataban de interpretar la cultura primitiva de acuerdo con sus necesidades políticas del momento (¿prejuicio?). Por una parte, se intentaba prestigiar la política como alejada de las estructuras de poder y dominación (la política de las sociedades primitivas serviría de ejemplo), pero al mismo tiempo no se podía dejar de reconocer el hecho cierto de que la guerra en las sociedades primitivas implicaría la existencia de estructuras de poder también dentro de ellas. Si el jefe exige autoridad para la guerra, es difícil de creer que no se convierta en dominador dentro del grupo siempre preparado para la guerra omnipresente. Y a medida que la situación bélica se complica, también se complicará la estructura de poder dentro de la sociedad. Pero estas complicaciones implicarán ciertas mejoras. Aparece la división social instituida, sí, pero las guerras se hacen menos frecuentes y letales… se trata, básicamente, del esquema que aparece en  el “Leviatán”, de Hobbes: el monopolio de la violencia organizada para moderar el caos de la violencia desorganizada.

  Finalmente, en el libro de Clastres aparece la descripción de un sorprendente fenómeno cultural de tipo ideológico que parece haber tenido lugar en ciertas sociedades primitivas.

Diversos investigadores recogieron en la segunda mitad del siglo XIX entre las poblaciones (hoy extinguidas) establecidas a lo largo del curso inferior y medio del Amazonas, un conjunto de textos muy diferentes del corpus «clásico» de mitos. La inquietud religiosa, mística, que allí se manifiesta sugiere en esas sociedades la existencia no ya de narradores de mitos sino de filósofos o pensadores destinados a un trabajo de reflexión personal, en contraste rotundo con la exuberancia ritual de las demás sociedades selváticas. Esta particularidad que, repitámoslo, es rara en América del Sur, se ha desplegado en extremo entre los tupí-guaraní.

Los karai de los tupi-guaraní se desplazaban sin cesar, yendo de poblado en poblado para arengar a los atentos indios. Estos hombres se situaban total y exclusivamente en el campo de la palabra, hablar era su única actividad: hombres de discurso que afirmaban estar enviados para proferirlo en todo sitio. Se trata de un profetismo salvaje del que la etnología no ha recogido equivalente en ningún otro lugar. Los karai eran acogidos en todas partes con fervor y nunca eran considerados enemigos.

  Lo más fascinante de todo esto es que, según Clastres:

Nació entre los indios mucho antes de la llegada de los blancos, aproximadamente hacia mediados del siglo XV. Se trata, por lo tanto, de un fenómeno autóctono que nada debe al contacto con Occidente y que por ello mismo no estaba orientado contra los Blancos. Se trata de un profetismo salvaje del que la etnología no ha recogido equivalente en ningún otro lugar.

   Esto demostraría que los cambios culturales pueden ser estimulados por la existencia de una capacidad innata del ser humano, incluido el hombre primitivo, para producir innovaciones ideológicas.

El discurso profético de los karai puede resumirse en un juicio y una promesa: por una parte afirmaban sin remilgos el carácter profundamente malo del mundo; por otra, expresaban la certeza de que era posible la conquista de un mundo bueno. «¡El mundo es malo!, ¡La tierra es fea!», decían, «¡abandonémosla!», concluían. He aquí una sociedad primitiva que, como tal, tiende a perseverar en su ser mediante el mantenimiento resuelto y conservador de las normas en vigor desde los albores del tiempo humano. De esta sociedad surgen, enigmáticos, hombres que proclaman el fin de esas normas, el fin del mundo que depende de tales normas y que está ordenado de acuerdo con ellas.

La sociedad tupí— guaraní, bajo la presión de diversas fuerzas, estaba en proceso de dejar de ser una sociedad primitiva, es decir, una sociedad negada al cambio, que rechazaba la diferencia. El discurso de los karai demostraba la muerte de la sociedad. ¿Qué enfermedad había corrompido hasta ese punto a las tribus tupí-guaraní? Por el efecto conjugado de factores demográficos (fuerte crecimiento de la población), sociológicos (tendencia a la concentración de la población en grandes poblados en lugar del proceso habitual de dispersión), políticos (emergencia de jefaturas poderosas), llegaba a esta sociedad la innovación más mortal: la división social, la desigualdad. 

Los karai frente a esta amenaza social exhortaban a los indios a abandonar ywy mba' emegua, la mala tierra para alcanzar ywy mara ey, la Tierra sin Mal. Esta última es, en realidad, la estancia de los dioses, el lugar en que las flechas van solas de caza y el maíz crece sin que uno se ocupe de él. Su llamada al abandono de las reglas no dejaba ninguna de lado y englobaba explícitamente el fundamento último de la sociedad humana, la regla del intercambio de mujeres, la ley que prohíbe el incesto: ¡de ahora en más, decían, dad vuestras mujeres a quien queráis! Bajo la conducción de los profetas, los indios abandonaban por millares los poblados y los huertos, ayunando y danzando sin tregua; convertidos en nómades, se ponían en marcha hacia el este en busca del país de los dioses. Una migración de más de diez mil indios partió así de la desembocadura del Amazonas a principios del siglo XV. La última migración en busca de la Tierra sin Mal tuvo lugar en 1947: condujo algunas decenas de indios Mbya a la región de Santos en Brasil.

  Por lo tanto, no debemos perder la esperanza de que el cambio ideológico, algo a lo que el ser humano sería tan propenso, incluso en sociedades poco avanzadas, pueda todavía proporcionarnos modos de superación de nuestra conflictividad social.

  El ser humano tal vez sea un “ser político” y, por tanto, condenado a sufrir las pulsiones innatas en pos de la dominación, el poder y la violencia, pero es también un “ser cultural”, capaz de creaciones ideológicas y éticas que podrían acabar por resolver sus contradicciones entre lo antisocial y lo prosocial, es decir: acabar con la política.

lunes, 10 de marzo de 2014

“¿Qué nos hace humanos?”, 2008. Michael S. Gazzaniga.

Somos los únicos animales que pueden distinguir la realidad de la ficción. 

Separar lo verificable de lo no verificable es un proceso consciente y costoso. (…) Puede ser contraintuitivo (…) se llama pensamiento analítico y es exclusivamente humano.

Somos los únicos animales que razonan sobre fuerzas inobservables.

Hemos desarrollado dos capacidades necesarias para el intercambio social recíproco prolongado: la capacidad para demorar la gratificación y el castigo a los tramposos en el intercambio recíproco. Estas dos capacidades serían exclusivamente humanas.


Los seres humanos son el único animal que se sonroja (…) Los seres humanos son el único animal que llora. (…) Sabes que puedes confiar en lo que te dice alguien que se sonroja fácilmente. 


La capacidad de imitar la acción motora es el fundamento de la comunicación, del lenguaje, del nivel de conciencia humano y de la cultura humana en general (…) Para variar o perfeccionar un movimiento motor hay que ensayar la acción, observar sus consecuencias, recordarlas, y entonces cambiar lo que sea necesario. (…) Los otros animales no lo hacen; no inician y ensayan acciones enteramente por su cuenta con el propósito de pulir su habilidad.


  En realidad, todas estas cualidades que el profesor Gazzaniga considera exclusivamente humanas tampoco son tantas como pudiera parecer, y no sería improbable que más adelante su presunta exclusividad también acabase por ser puesta en cuestión.

  Y, en todo caso, las cualidades que uno consideraría “a primera vista”, como más característicamente humanas, resulta que no parecen serlo, pues siempre tenemos pisándonos los talones en esta competición al fastidioso chimpancé. Esta criatura, que algunos consideran “el Albert Einstein del reino animal”, ha demostrado ya, a lo largo de unos cuantos exhaustivos experimentos, que es capaz de tener conciencia de sí mismo, que es capaz de comprender el lenguaje simbólico y que es capaz de elaborar la llamada “teoría de la mente” 

La teoría de la mente es entender que otros individuos tienen creencias, deseos, intenciones y necesidades. (…)  Parece que es independiente del coeficiente intelectual.

El bonobo Kanzi usaba el lexigrama correspondiente a “pan” para referirse a todos los panes, incluidos los tacos mexicanos: referencia específica que implica manejo de signos de manera simbólica.


   Incluso es capaz de experimentar reacciones emocionales ante los fenómenos naturales y, consecuentemente, aficionarse a producir rudimentos artísticos, como el gusto por pintar.
   
Jane Goodall describe una cascada del parque natural de Gombé en la que ha observado a chimpancés en varias ocasiones distintas. Tras llegar allí, ejecutan una danza salvaje, que incluye balancearse rítmicamente sobre un pie y luego sobre el otro, y luego se sientan y observan cómo cae el agua. Se desconoce lo que ocurre en el cerebro de los chimpancés en ese momento.

Los chimpancés aficionados al dibujo llegan a suplicar lápices y papel cuando ven a su cuidador en posesión de ellos y estallan en una rabieta si se les interrumpe mientras están pintando.


  Independientemente de la anécdota del amor propio de quienes defienden la exclusividad del ser humano en cuanto a producir lenguaje simbólico, obras de arte o experimentar reverencia ante los fenómenos naturales, esta especie de remota continuidad entre el comportamiento animal y el comportamiento más propiamente humano nos puede proporcionar muchas claves a la hora de elegir el camino correcto en el desarrollo humanista.

  Para empezar, hemos de tener en cuenta que, si bien unos cuantos grandes simios cuidadosa e insistentemente entrenados han llegado a demostrar que se reconocen en un espejo, han pasado los tests de la “teoría de la mente”, han pintado mamarrachadas  e incluso Kanzi ha llegado a la proeza de llamar “pan” a todo alimento parecido al pan (y Washoe, otro chimpancé, tampoco le fue mucho a la zaga en habilidades lingüísticas), nada de esto son capaces de hacerlo por sí solos, en su propio medio, sin intervención humana. Algunos de ellos no pueden hacerlo nunca y, desde luego, con ello no obtienen ninguna ventaja para la supervivencia en su medio natural.

  Podemos por tanto seguir admitiendo que el lenguaje simbólico es una característica psicológica propiamente humana, junto con el distinguir la realidad de la ficción, el buscarle explicaciones a todo, el demorar la gratificación, practicar el pensamiento analítico, razonar sobre fuerzas no observables, perfeccionar actos o movimientos… y el sonrojarnos y llorar.

 
Pero, por ejemplo, nuestra mejor cualidad para incrementar la cooperación, que es la moralidad, cuenta con un origen totalmente animal

Tenemos una programación ética innata, fruto de la selección natural. Nacemos con unas cuantas reglas morales abstractas y una disposición a aprender otras, del mismo modo que nacemos con una disposición a adquirir lenguaje. (…) Estas reglas morales abstractas las compartimos con  otras especies sociales, como ser territoriales, poseer estrategias de dominación para proteger el territorio, formar coaliciones para obtener bienes, y la reciprocidad.
 

  Lo que ocurre es que nosotros no utilizamos las pautas de comportamiento animal de la misma forma que los animales lo hacen, porque manejamos las “reglas morales abstractas” culturalmente, es decir, manipulando la preferencia de unas u otras ante situaciones que pueden ser evaluadas de forma diferente. Esta organización de preferencias parte de la evaluación racional que se hace de las emociones.

Las emociones son lo que media entre nuestras intuiciones y nuestra conducta. 

El estado emocional produce una intuición moral.

Las emociones son el catalizador de la moral. 


 
Es decir, la emoción es la forma en que percibimos nuestras intuiciones. Un fenómeno es reconocido de forma intuitiva por nuestros sentidos y entonces surge en nuestra consciencia como emoción, lo que nos empuja a actuar

Es muy fácil enseñar a tener miedo a las serpientes, pero es casi imposible enseñar a tener miedo a las flores.
 

  Hoy consideramos que el miedo a las serpientes es intuitivo (aunque hay quien también discute esto), y por eso nos transmite inmediatamente la emoción del miedo, lo que nos impulsa a actuar para evitar el peligro. Éste es un ejemplo simple, por supuesto, pero todas las contingencias habituales de la vida animal se corresponden con respuestas intuitivas asociadas a estados emocionales.
 
  Sin embargo, en el ser humano, intervienen factores que alteran el efecto emocional de las intuiciones. Michael Gazzaniga en su libro, nos ilustra sobre ello con el fenómeno de la reevaluación, que es no es otra cosa que un uso específico de lo que solemos llamar “razón”.

Una persona emite un juicio de forma razonada, y este juicio invalida su intuición. Esto solo ocurre cuando la intuición inicial es débil y la capacidad analítica es elevada.

Pasamos la mayor parte de nuestra vida en una batalla entre la mente racional y el sistema emocional inconsciente de nuestro cerebro.

  
Así, podemos ver a un individuo abriendo el vientre de una persona indefensa y metiendo sus manos entre sangre y vísceras. La intuición nos comunica emociones de espanto y rechazo. Pero una reevaluación razonada permite que nos demos cuenta de que se trata de un cirujano que está intentando salvar la vida de un paciente.

Esto se consigue haciendo uso de estrategias reevaluadoras 


La reevaluación puede cambiar la respuesta fisiológica; puede reducir el estrés

 
El ejemplo parece muy claro y evidente en el caso del cirujano en el quirófano… pero no era muy diferente cuando un ciudadano azteca contemplaba la ejecución solemne del sacrificio de los cautivos.  Aquí entramos ya en la cuestión cultural: estrategias reevaluadoras socialmente organizadas.

Las virtudes son lo que cada cultura ha definido como moralmente digno de alabanza.

 
El individuo también es capaz de desafiar las convenciones haciendo uso de sus propios recursos intelectuales de reevaluación.

Lo que nos permite reevaluar una situación es la imaginación 


  Por ejemplo: en el caso del cirujano, imaginar la totalidad del proceso de intervención médica y su función social; en el caso del sacrificio, imaginar la grandeza del Dios y la fuerza de las instituciones religiosas que salvaguardan nuestra sociedad… o, si somos capaces de llegar a ello, reevaluar la ceremonia religiosa como una grotesca superstición puesta al servicio de intereses sociales indeseables.

  Un tema de gran interés es que muchas de las estrategias de reevaluación toman formas emocionales fijas, utilizables para neutralizar muchos tipos de circunstancias emocionales opuestas.

El desprecio por otros debilita otras emociones, como la compasión.
 

  Igualmente, un individuo puede ser “endurecido” mediante procesos de aprendizaje emocional, como en un entrenamiento militar en concreto que lleve a un soldado a comportarse de forma despiadada.

  Pero también hay estrategias reevaluadoras fijas (o pautas de manipulación) que parecen mucho más “prosociales”, por ejemplo, el autocontrol:

Autocontrol es la capacidad de inhibir una respuesta impulsiva que va en contra de un compromiso adquirido.

 
Esto es algo que hacen las religiones, sobre todo las más benignas y prosociales (o compasivas): al enseñarse técnicas de autocontrol a partir de compromisos éticos, pueden inhibirse conductas impulsivas antisociales, aunque también, como ya hemos visto, pueden inhibirse conductas impulsivas prosociales, como la compasión o el altruismo, y se trataría igualmente de “autocontrol”. Sin embargo, el autocontrol lo relacionamos habitualmente con la capacidad de inhibir respuestas impulsivas antisociales.

  En cualquier caso, la capacidad para la inhibición de los impulsos es una de las más importantes de la mente humana.

Los seres humanos pueden inhibir las respuestas emocionalmente condicionadas. 


En nuestro cerebro todo está encajado e interconectado. Se han formado bucles de realimentación que permiten la reflexión y la inhibición, y que quizá son la base de nuestras conciencia y autoconciencia. 


En la teoría de la mente, la opción “él cree esto, y es verdadero” (porque todo el que cree obra así en base a que aquello en lo que cree es lo verdadero) es la que normalmente se escoge, y en general es la correcta: lo que las personas creen suele ser verdadero. (…) Para resolver con éxito el problema de la falsa creencia debe inhibirse la opción habitual, y ahí está la dificultad.
 

  Probablemente, la capacidad analítica para la reevaluación emocional y el autocontrol es nuestra mejor oportunidad para la mejora de nuestra vida social. Esta capacidad reevaluadora depende tanto del entorno cultural como de la propia inteligencia individual.
 
Los criminólogos han descubierto que la conducta criminal es inversamente proporcional a la inteligencia (…) El coeficiente intelectual es directamente proporcional a la honestidad. 


La inteligencia es una capacidad mental general que implica la habilidad de pensar en abstracto, de comprender ideas y lenguaje, aprender, planificar, razonar y resolver problemas (…) o (…) capacidad de relacionar de nuevas maneras fragmentos de información distintos y desconectados, y aplicar los resultados de un modo adaptativo.

 
El origen prehistórico de todo esto parece hallarse en una peculiar circunstancia del ser humano como especie animal: mucho más débil físicamente que otros antropoides en un entorno más peligroso que la selva frente a la amenaza de los depredadores (la sabana), el Homo Sapiens tuvo que agruparse en grupos mayores.
 
El aumento del tamaño del grupo social se debió al problema ecológico del riesgo de depredadores. 


El tamaño del grupo social de los chimpancés es de 55, el de los seres humanos, 150.


 
Un grupo social mayor exigía una mayor complejidad de relaciones sociales.

Las facultades intelectuales superiores de los primates han evolucionado como una adaptación a las complejidades de la vida social

La capacidad de predecir y manipular la conducta de los demás procuró una ventaja adaptativa y originó un incremento de la complejidad de la mente. 


 
De ese modo, la inteligencia humana se ha convertido en la cualidad más importante a desarrollar por el Homo Sapiens, aunque en un principio esta inteligencia no tenía tanto que ver con el desarrollo tecnológico y económico (como se piensa comúnmente) sino con la creciente complejidad de las relaciones sociales. Y esto ha tenido todo tipo de derivaciones que conforman nuestra forma de vida.

Cuando percibimos algo que procesamos fácilmente tenemos una sensación positiva

Distintas experiencias pueden aumentar la fluidez de procesamiento en nuevas áreas

 
Por ejemplo, el arte:

La conducta de crear arte aumenta la cohesión grupal y por tanto resulta ventajosa en lo que respecta a la supervivencia

El arte es como la cola del pavo real: un indicador de eficacia biológica.

Las clases de música en la infancia están asociadas a pequeños pero duraderos aumentos del cociente intelectual.  


  En tanto que el arte permite desarrollar el procesamiento de pautas de orden, estimula la inteligencia. Es incorrecto, por tanto, considerar que el arte no tiene aplicación práctica, de la misma forma que la cola del pavo real parece no tener utilidad pero sí que la tiene: un pavo real macho con una hermosa cola está anunciando a las hembras que es buen partido para aparearse porque está sano y es vigoroso, y de la misma forma, una civilización que da lugar a grandes creaciones artísticas está anunciando a propios y extraños la capacidad intelectiva avanzada de sus élites gobernantes.

 
En suma, el comportamiento intuitivo humano es cuidadosamente manipulado y reevaluado por la capacidad racional del individuo, normalmente de acuerdo con las estrategias culturales del entorno social al que pertenece, si bien esta razón que actúa sobre la intuición no puede sustituirla. La razón no tiene sentido si no opera sobre la intuición.

Un mundo enteramente racional sería insostenible, ¿por qué dejar propina en un restaurante al que no se va a volver jamás? (…) Un individuo racional jamás se asociaría a otro debido a la elevada posibilidad de que el otro individuo racional le engañase.

 
 Así, puesto que todos somos sujetos que buscan crecer y reproducirse, no tendría sentido, desde un punto de vista racional, obrar de otra forma que no fuese exclusivamente egoísta (como hacen los psicópatas), pero estamos "poblados" por intuiciones emocionalmente expresadas, lo que da un resultado diferente. Y es la selección cultural la que nos permite explotar la propensión humana a practicar el altruismo, que es tan instintiva como la propensión humana (compartida por los animales) de buscar el provecho propio.

La evolución de las sociedades humanas fue una especie de autodomesticación que seleccionó sistemas de control de la reactividad emocional. 

 
El origen de estas estrategias es muy difícil de averiguar. Probablemente aparezcan como consecuencia de la “exaptación” de conductas inocuas y aparentemente inútiles, como los juegos infantiles (la exaptación es el aprovechamiento evolutivo de rasgos propios de un ser con fines que no son los mismos que tenían en origen: en un principio, los antepasados de los pájaros usaban las plumas a modo de protección de la piel antes de que les dieran uso para volar).

Una de las cosas que guardan correlación con el tamaño cerebral es la cantidad de juego. (...) Bailar es divertido, de modo que bailamos. Esto ocurre cuando el precio externo de la conducta no es demasiado elevado y no estamos enfrascados en la competencia por la comida, el sexo o la necesidad de hallar refugio. Estas circunstancias se dan más a menudo en la infancia. (…) La selección natural nos seduce para que dediquemos nuestro tiempo libre a estas actividades beneficiosas haciendo que sean gratificantes. 


 
Con todo, aunque la capacidad del ser humano de autocontrolar sus impulsos instintivos de acuerdo con estrategias reevaluadoras es en general muy ventajosa, sucede que la misma complejidad de la mente humana conlleva ciertos inconvenientes.

Ser inteligente no es necesariamente ser más sabio
 

  El principal problema que todos podemos constatar es la agresividad mutua, que estorba a la cooperación y dificulta la obtención de gratificaciones para la gran mayoría.

La causa de la agresión es la dificultad de alcanzar la posición de macho alfa. (…) El éxito social  se traduce en un mayor éxito reproductor.
 

 Y, de momento, las estrategias reevaluadoras de autocontrol no han logrado acabar definitivamente con esta pulsión primitiva y antisocial que aún no puede ser compensada por el desarrollo de nuestras capacidades prosociales.

Nuestro cerebro es una máquina diseñada para cazadores-recolectores que vivían en grupos pequeños, repletos de módulos intuitivos que reaccionan de ciertos modos y que todavía no está adaptada a la vida en grandes sociedades.
 

  La agresividad no se limita a la intimidación violenta, sino que incluye la capacidad para el engaño… por mucho que racional y analíticamente sepamos que no engañar, al permitirnos una cooperación más efectiva, puede proporcionarnos más gratificaciones para todos (en conjunto... pero no necesariamente para cada uno).

El engaño requiere cierta capacidad intelectual, rara entre los animales.
 
Para poder engañar a otro individuo, un animal tiene que pensar  que otro animal cree algo. 


   Pero más capacidad intelectual requiere el evitar ser engañado

La capacidad mental de las personas para detectar a los mentirosos es bastante limitada.
 

  Esto condiciona nuestra conducta en un sentido bastante negativo

Somos mejores leyendo las emociones negativas que las positivas en otras personas (…) Tenemos mayor número de emociones negativas que positivas, y más palabras para las sensaciones dolorosas

  Y por si la agresividad individual no fuese suficiente problema, tenemos también el de la agresividad intergrupal

La competencia intergrupal tiene su origen en que los seres humanos se habían hecho tan dominantes en sentido ecológico, que ellos mismos se convirtieron de hecho en su principal fuerza natural hostil.

La lealtad y hostilidad grupal es el (…) llamado “sesgo endogrupo-exogrupo”.
 

  Hoy por hoy, la competencia intergrupal ya no tiene utilidad práctica si se compara con las posibilidades de la plena cooperación (lo mismo que sucede con la agresividad individual).

  Tampoco sirve hoy para mucho la pulsión innata que nos conduce a volvernos supersticiosos y a crear un mundo de entidades sobrenaturales, cuyo origen parece ser también una especie de subproducto de nuestra mayor capacidad intelectual.

Existe una tendencia humana a generar explicaciones de las cosas (…) Cuando no hay una explicación obvia, generamos una. (…) Se trata de un mecanismo muy poderoso: una vez que se ha observado te lleva a preguntarte cuán a menudo somos víctimas de correlaciones espurias entre lo emocional y lo cognitivo.

Las personas atribuyen deseos e intenciones incluso a formas geométricas. (…) El pensamiento teleológico explica un fenómeno invocando un diseño intencionado (…) A la gente le resulta muy fácil pensar teleológicamente. (…) Según el pensamiento teleológico tiene que haber un diseño intencional

  Por tanto, poseemos ya suficientes conocimientos con respecto a cómo deberíamos gobernarnos a nosotros mismos. Sin embargo, la cultura actual aún no ha llegado a las últimas consecuencias de algo que la ciencia parece encontrar obvio: una cultura humana totalmente prosocial y cooperativa debería erradicar toda forma de agresividad individual, toda forma de agresividad intergrupal y toda forma de superstición. El problema no es tanto cómo hacerlo (ahí tenemos la experiencia de las estrategias reevaluadoras y de autocontrol), sino que, simplemente, las élites que nos enseñan y gobiernan en sociedad no se lo han planteado siquiera como meta a largo plazo. En lugar de eso, solo se promueve disminuir la agresividad individual e intergrupal que convencionalmente se juzga excesiva, y se pasa por alto, por ejemplo, que todavía se enseñan supersticiones en las escuelas. Queda mucho por hacer.

lunes, 3 de marzo de 2014

“Perros de paja”, 2002. John Gray

  El filósofo John Gray ha compuesto un texto atractivo acerca de los que considera errores no ya de nuestra cultura actual, sino de toda la civilización surgida a partir del pensamiento cristiano y pre-cristiano.

Sócrates fundó el pensamiento europeo sobre la creencia de que la verdad nos hace libres. Nunca dudó de que el saber y la vida buena pudiesen ir juntos. Él contagió esa fe a Platón y, luego, consiguientemente, al cristianismo. El resultado es el humanismo moderno. Sócrates creía que la mejor vida era la vida examinada porque pensaba que la verdad y el bien eran una misma cosa (…) El legado de Sócrates consistió en vincular la búsqueda de la verdad a un ideal místico del bien. 

Una cosa es el conocimiento humano y otra el bienestar humano. No existe ningún tipo de armonía predeterminada entre ambos. La vida examinada puede no valer la pena. 

El error esencial del cristianismo: la creencia según la cual los seres humanos son radicalmente distintos al resto de animales.

  El título de la obra “Perros de paja” está tomado de un aforismo taoísta: “El cielo y la tierra son implacables. Los seres de la creación son para ellos meros perros de paja”, ya que el taoísmo resulta ser el pensamiento religioso al que John Gray se siente más próximo:

Para los taoístas, la vida buena no era más que la vida natural hábilmente vivida. Se trata de una vida que no tiene ningún propósito particular. No tiene nada que ver con la voluntad y no consiste en la realización de ningún ideal concreto. Todo lo que hacemos puede hacerse mejor o peor, pero si actuamos bien, no es debido a que traduzcamos nuestras intenciones en hechos. Se debe a que hacemos lo que sea necesario hacer con habilidad. La vida ética significa vivir de acuerdo con nuestras naturalezas y circunstancias. 

  Y esto es de lo que trata este libro ciertamente entretenido y sorprendente. John Gray no es solo un docto filósofo, sino que también es una persona consciente del tiempo en el que vive, al tanto de los últimos descubrimientos científicos relacionados con la naturaleza humana y de los últimos cambios sociales, en los que intervienen las nuevas tecnologías.

  Y parece ser un activo simpatizante de lo que se llama la “hipótesis de Gaia”, que consiste en

la teoría según la cual la Tierra es un sistema autorregulador cuyo comportamiento se asemeja en cierto modo al de un organismo (…) La teoría Gaia restablece el vínculo entre los seres humanos y el resto de la naturaleza que ya afirmaba la religión primordial de la humanidad: el animismo. 

   De acuerdo con esta teoría, los seres humanos seríamos una infección en tal organismo o sistema autorregulador. No siendo más que unos animales iguales que los otros, estamos generando terribles fuerzas destructivas.

A lo largo de toda la historia y la prehistoria, el progreso humano ha coincidido con la devastación ecológica.

   Esta visión de la humanidad, como meros animales sin ningún propósito en particular (aparte de alimentarnos, fornicar, evitar el dolor y buscar el placer), rechaza, en suma, el “humanismo”, el “progreso” y la “ciencia”.”

El tiempo confronta las ilusiones del humanismo con la propia realidad; una humanidad precaria, desquiciada, todavía por liberar.

El progreso y el asesinato masivo caminan de la mano. 

Como el cristianismo en épocas pasadas, el moderno culto a la ciencia sobrevive alimentado por la esperanza de milagros. Pero creer que la ciencia puede transformar el destino humano es creer en la magia.

  Claro que de inmediato surge la pregunta de que si la vida “correcta” es la vida animal, buscar el placer, evitar el dolor y desdeñar cualquier ideal… ¿entonces qué puede importarnos Gaia, la armonía de la naturaleza o su destrucción? No parece fácil encontrar una justificación para obrar en uno u otro sentido. La búsqueda del placer podemos hacerla de acuerdo con los cauces naturales si nuestro condicionamiento individual así nos lo ofrece, pero como ya hemos nacido en este colectivo degenerado de animales desquiciados, ¿por qué tenemos que esforzarnos en buscar el placer natural?, ¿por el ideal de Gaia?, pero ¿no hemos quedado en que no hay ideales?

El hombre es como los demás animales: quiere comida y éxito y mujeres, no verdad. Sólo cuando la mente, torturada por alguna tensión interior, ha perdido toda esperanza de felicidad, odia su jaula de vida y busca más allá.

  Así que da la impresión de que ser consecuentes con la teoría de Gaia implica que nos tenga sin cuidado tal teoría porque no deja de ser también una teoría que señala un ideal…

El taoísmo coincide con la visión científica del mundo justo en aquellos puntos en los que esta última más incomoda a los occidentales anclados en la tradición cristiana: la insignificancia del hombre en la enormidad del universo

  Enormidad e insignificancia. Luego necesitamos del ser humano para atribuir semejantes cualidades al universo… que hasta hace poco se lo ha pasado muy bien sin nosotros. Si vamos a ser como los animales, tendríamos que hacer como ellos, que no atribuyen significado a nada y que son indiferentes a categorías como la “enormidad”.

  Y, en efecto:

De creer a los humanistas, la Tierra, con su amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida, no tuvo valor alguno hasta que los seres humanos aparecieron en escena.

  ¿Quién, si no, asigna el valor? Esa “amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida” ¿qué tiene de especial para los que son incapaces de dividir los objetos en categorías, sistemas y proporciones abstractas?, ¿no son estas diferenciaciones las que marcan las preferencias y, en consecuencia, los ideales?

  Volviendo a su rechazo al daño al orden natural, y dada la “rapacidad” desarrollada en el medio ambiente por el Homo Sapiens, Gray rebautiza la especie como “Homo rapiens

El Homo rapiens es sólo una de entre una multitud de especies y no es obvio que valga especialmente la pena preservarla. Tarde o temprano, se extinguirá. Cuando se haya ido, la Tierra se recuperará.

  Y cuando el ser humano se haya ido, ¿a quién podrá importarle que la Tierra se recupere o no?, ¿quién quedará para emitir ése o cualquier otro juicio?

  Pero con esta refutación no hemos resuelto en absoluto las cuestiones que nos presenta John Gray en su libro, pues sus críticas radicales surgen de constatar las contradicciones de la concepción actual del humanismo, y aunque puedan estar erradas sus propias conclusiones, no parecen estarlo tanto muchas de sus agudas observaciones con independencia de sus particulares ideales contrarios a todos los ideales.

En el fondo, el conflicto entre la teoría Gaia y la ortodoxia actual no es una controversia científica. Es un choque de mitos: uno formado por el cristianismo y el otro, por un credo mucho más antiguo. 

  Vamos a ver cuál es el origen del mito cristiano:

Para los cristianos, la religión es una cuestión de creencia verdadera. (…)El cristianismo golpeó directamente la raíz de la tolerancia pagana de la ilusión.(…)  El efecto retardado de la fe cristiana fue una idolatría de la verdad

Para Platón, al igual que para los cristianos que lo siguieron, la realidad y el Bien era una única cosa. Pero el Bien es una disposición provisional de la esperanza y del deseo, no la verdad de las cosas. 

  Aparentemente, John Gray no ve diferencia esencial entre el pensamiento platónico y el cristiano, ambos son “humanistas”, y hoy en día…

El humanismo moderno es un credo que propugna que, a través de la ciencia, la humanidad puede conocer la verdad y, así, ser libre.

  Lo cual sería un error, porque…

Creer la ciencia el epítome del estudio de la verdad es, en sí, precientífico: supone separar la ciencia de las necesidades humanas y hacer de ella algo que no es natural, sino trascendental. Concebir la ciencia como la búsqueda de lo verdadero supone renovar la creencia mística (la misma de Platón y san Agustín) de que la verdad gobierna el mundo (o, lo que es lo mismo, que la verdad es divina).

El progreso es un hecho. Ahora bien, la fe en el progreso es una superstición.

¿Hay algo más deprimente que la perfección de la humanidad? La idea del progreso no es más que el ansia de inmortalidad con un toque tecno-futurista. No es aquí donde se puede encontrar la cordura.

  Y ahora que ya sabemos cual es el “enemigo” de la teoría Gaia y del taoísmo bien entendido de John Gray, veamos cuál es el “credo mucho más antiguo” al que se opone el erróneo humanismo:

Los cazadores-recolectores tenían a sus presas por iguales a ellos (cuando no por superiores) y los animales eran adorados en muchas culturas tradicionales. La sensación humanista de abismo entre nosotros y los demás animales es una aberración. (…)Por muy debilitada que pueda estar hoy, la conciencia de participar del mismo destino común que el resto de criaturas vivientes está arraigada en la psique humana.

La mente humana está al servicio del éxito evolutivo y no de la verdad. 

Ningún pagano está dispuesto a sacrificar el placer de la vida por la mera verdad.

Ni en el antiguo mundo pagano ni en ninguna otra cultura se ha concebido nunca la historia humana como portadora de una significación global. En Grecia y en Roma consistía en una Serie de ciclos naturales de crecimiento y declive. En la India, era un sueño colectivo repetido un sinfín de veces. La idea de que la historia deba tener sentido no es más que un prejuicio cristiano.

  John Gray asegura que él tampoco es un nihilista

El nihilismo es la idea según la cual la vida humana ha de ser redimida del sinsentido general. Antes de la llegada del cristianismo, no había nihilistas.

  Por lo que parece que lo que Gray promueve es la aceptación de tal sinsentido.

  Hay que decir que se encuentra bastante lucidez en esta paradoja idealismo/paganismo. Y  también al dictaminar que, como herederos de la carga genética de los cazadores-recolectores (todos paganos), lo natural sería que nos atuviéramos a la concepción del mundo que ellos tenían, puesto que, en realidad, eso es lo que biológicamente seguimos siendo: cazadores-recolectores que nos hemos visto inmersos en una extraña forma de vida social al cabo de una no menos extraña evolución cultural.

    Veamos las consecuencias prácticas que se extrae de ello para el mundo de hoy

Ser espontáneo dista mucho de actuar simplemente por impulso. (…)En el taoísmo significa actuar desapasionadamente, sobre la base de una visión objetiva de la situación concreta. (…) Ver con claridad significa no proyectar nuestras metas en el mundo; actuar espontáneamente significa actuar según las necesidades de la situación. Los moralistas occidentales siempre se preguntarán por el propósito de tal acción, pero, para los taoístas, la vida buena no tiene ninguna finalidad.(…) No tiene que tomar decisiones basándose en los criterios del bien y el mal porque, partiendo de la única base de que la sabiduría es mejor que la ignorancia, resulta evidente que, de todas las inclinaciones espontáneas, la que más destaque por su claridad mental será, si no intervienen otros factores, la mejor, la más acorde con el camino.

  El objetivo debe ser vivir con espontaneidad, sin ninguna finalidad, que no es lo mismo que “actuar simplemente por impulso”. Parece un poco contradictorio que se rechace la búsqueda de la verdad del idealismo y al mismo tiempo se propugne la “claridad mental”, “la visión objetiva” (¿no es ésta la pretensión de la ciencia?) y el que “la sabiduría es mejor que la ignorancia” (¿por qué motivo, si la ignorancia –como las ilusiones del paganismo, por ejemplo- también puede satisfacernos?). Además, si actuamos de acuerdo con “las necesidades de la situación” y la búsqueda del placer, y dado que esta “situación” nos viene impuesta por el entorno, resulta difícil que se nos pueda convencer de seguir el ideal de la teoría Gaia y que tengamos que sacrificarnos por él. El placer nos vendrá dado en la forma y ocasión que nos ofrezca esa situación dentro de la cual surgimos, exactamente igual que acontecía con los cazadores-recolectores, que vivían insertos en otra situación.

  De modo que el discurso de John Gray tiene que moderarse un poco también, de acuerdo con esa misma “situación” del momento.

No podemos alcanzar el desinterés amoral de los animales salvajes ni el automatismo sin elección de las máquinas. Quizá podamos aprender a vivir con mayor ligereza, con menor carga moral. Pero no podemos retornar a una existencia puramente espontánea.

  De todas formas, nos queda una nueva dicotomía: "verdad"/”visión objetiva”.

La verdad no cuenta con ninguna ventaja evolutiva sistemática sobre el error. Muy al contrario, la evolución favorece selectivamente cierto grado de autoengaño que mantenga inconscientes algunos hechos y motivos de modo que no se desvele, a través de las señales sutiles del conocimiento de uno mismo, el engaño.

La propia investigación científica lleva a la conclusión de que los seres humanos sólo pueden ser irracionales. (…)No niegan que la historia sea un catálogo de sinrazones, pero su remedio es simple: la humanidad debe ser (y será) razonable. Sin esa fe absurda, la Ilustración es un evangelio de desesperación

Seguiremos siendo buscadores de la verdad (más aún que en el pasado), pero renunciaremos a la esperanza de una vida sin espejismos. ¿De qué falsedades podemos llegar a librarnos y cuáles son aquellas sin las que no podemos vivir? Ésa es la pregunta; ése es el experimento.

  Pero tanto el “buscador de la verdad” como el “partidario de la visión objetiva” están de acuerdo en aceptar las conclusiones de la ciencia, y a estas alturas ningún psicólogo o antropólogo va a negar un hecho tan evidente como que los seres humanos vivimos en base a los instintos irracionales (innatos, como todos los instintos) pero que precisamente la “cultura” o “civilización” consiste en controlar racionalmente estos instintos mediante diversos recursos psicológicos con el fin de alcanzar mayor capacidad cooperativa. Y la historia no muestra este proceso como sinrazón: la prueba de ello es la progresiva disminución de la violencia social a lo largo del tiempo. Muchos instintos son contradictorios (agresividad y altruismo, por ejemplo) y son esas contradicciones las que la cultura, mediante “prueba y error,” ha ido explotando (reprimiendo la agresividad y estimulando el altruismo, por ejemplo) para construir la civilización, una comunidad planetaria de Homo Sapiens cuya meta (a largo y corto plazo) es alcanzar cada vez una mayor capacidad cooperativa.

  La inquietud de John Gray, como la de cualquier persona ilustrada y consciente, tiene que ver con las posibilidades de vivir en un mundo mejor. Y aquí encontramos un sorprendente pesimismo.

El progreso moral no ha sabido mantenerse al nivel del conocimiento científico: si fuésemos más inteligentes o más morales, podríamos utilizar la tecnología con fines exclusivamente benignos

Existe un progreso del conocimiento, pero no de la ética. Tal es el veredicto tanto de la ciencia como de la historia, y el punto de vista de todas y cada una de las religiones del mundo.

A medida que la cifra de víctimas mortales por el hambre y las epidemias ha ido decreciendo, han ido aumentando las muertes provocadas por la violencia.

  Esto no parece acertado. Si el mal, desde el punto de vista social, podemos juzgarlo según los obstáculos observables a la cooperación efectiva entre individuos (el mayor de los cuales es la agresión), todo parece indicar que en los últimos siglos ha aumentado la productividad, han disminuido las guerras, las agresiones y la precariedad, luego también ha habido progreso ético unido al progreso tecnológico.

Los pogroms son tan antiguos como la cristiandad, pero sin los ferrocarriles, el telégrafo y el gas venenoso no se podría haber producido ningún Holocausto. Siempre ha habido tiranías, pero sin los modernos medios de transporte y de comunicación, Stalin y Mao no podrían haber construido sus gulags. Los peores crímenes de la humanidad fueron posibles por culpa exclusivamente de la tecnología moderna.

  Ciertamente, los avances en la tecnología, por desgracia, no siempre han sido utilizados exclusivamente con fines benignos (consecuencia del proceso de “prueba y error”, el “dos pasos hacia delante y uno hacia atrás”) pero, si se cree en la evolución, entonces no puede esperarse más de todo esto que en cualquier otro caso de tendencia observable (en la evolución biológica también se dan muchas regresiones y callejones sin salida). Y el Holocausto no ha sido el peor crimen de la Humanidad. En realidad, lo que hizo Hitler con los judíos (en secreto) era lo mismo que hacían los pueblos de la Antigüedad con sus enemigos (y lo proclamaban públicamente, para ganar reputación de feroces), solo que con la diferencia de que cuando exterminaban a un pueblo vencido solían preservar a las mujeres para usarlas de concubinas (aunque sin duda también se darían excepciones en esto). El Holocausto es un hecho aberrante en la historia del siglo XX que nunca hubiera podido darse fuera de muy especiales circunstancias (una guerra prolongada) y que fue objeto –una vez llegó a saberse- de una condena social sin parangón. Todavía hoy los apologistas de los nazis niegan su existencia, en lugar de alardear de ello, como hacían al respecto de hechos similares los aztecas, los asirios o los griegos que arrasaron Troya.

   Y estas diferencias están sin duda relacionadas con cambios éticos en las costumbres (derechos humanos, libertades, expansión y prestigio de las conductas compasivas). Y el autor no lo niega, ¿entonces..?

Las mejoras en el gobierno y en la sociedad son  reales, aunque no son irreversibles, sino temporales. No sólo pueden perderse: se perderán con toda seguridad.

  El autoproclamado don de la profecía no es hoy en día, sin embargo, una de las cualidades más admiradas por los lectores.

  Con todo, en el libro hay observaciones realmente valiosas:

La moral es una enfermedad específica de los humanos, la vida buena es un refinamiento de las virtudes de los animales. 

Los seres humanos con una conciencia muy desarrollada no pueden evitar convertirse en actores.

Tendríamos que reconocer aquello que todos negamos: que ser bueno es cuestión de buena suerte.

  Parece correcto: vivir entre nuestros semejantes habría de convertirse cada vez más en una actuación, consciente, calculada y culturalmente organizada ("actuar" no es "mentir"), y no dejarlo todo como consecuencia de arrebatos e impulsos condicionados por el medio. Y, desde luego, la bondad no es algo fácil que pueda uno construir a capricho, se trata de un instinto animal más que debe ser objeto, en efecto, de un proceso de “refinamiento”. La propensión a la bondad –altruismo, antiagresividad o conductas prosociales- depende de muchas circunstancias externas cuya influencia en nosotros hoy por hoy es meramente casual (ya que la bondad no supone hoy por hoy una prioridad de nuestras pautas culturales).

  Y, por cierto, el “hombre natural”, el “pagano”, no creía en la suerte: el azar es una creación reciente de la civilización porque contradice la psicología instintiva del cazador-recolector que es, de por sí, supersticioso (de hecho, hasta puede demostrarse que los animales son supersticiosos, al aceptar fácilmente falsas pautas de causa y efecto).

  De ahí que…

El ateísmo es una flor tardía de la pasión cristiana por la verdad. (…) El cristianismo golpeó directamente la raíz de la tolerancia pagana de la ilusión.

  Muy bien visto: el descubrimiento del azar, como el del ateísmo, es fruto del idealismo contrario a la ilusión pagana. Ciertamente, las ilusiones pueden gratificarnos con placer, pero la civilización consiste en posponer las recompensas y satisfacernos durante el tiempo de espera mediante compensaciones psicológicas socialmente elaboradas que no tienen por qué corresponder a las ilusiones.

Si Nietzsche todavía tiene la capacidad de impactarnos, es porque mostró que algunas de las virtudes que más admiramos son sublimaciones de motivos que condenamos con la mayor de las energías, como la crueldad o el resentimiento. (…) No sólo tiene muy poco que ver la vida buena con la «moral», sino que, además, surge y crece gracias exclusivamente a la «inmoralidad». Los filósofos morales han eludido siempre esta verdad.

  Resulta difícil de creer que los filósofos morales de hoy sean tan cortos de vista. Las virtudes, las pautas de conducta que favorecen la mutua confianza y la plena cooperación universales, tienen un origen tan animal como toda la conducta humana y es precisamente el mérito del progreso social el haber construido elaboradamente los mecanismos psicológicos que subliman los impulsos más antisociales en otros prosociales. Esta construcción, como se ha dicho, ha tenido lugar mediante procesos de “prueba y error” que han incluido muchos fracasos.

  Veamos mejor la crítica a la ciencia, y el relevante papel que tiene en la sociedad laica de nuestra época.

Aunque haga disminuir la pobreza y paliar la enfermedad, la ciencia seguirá siendo utilizada para sostener la tiranía y perfeccionar el arte de la guerra.

  Pero esto es, de nuevo, algo que parece más bien una profecía y que no parece tampoco justificado por la historia: hoy hay más avances tecnológicos y también hay menos tiranías y menos guerras. Eso no debe llevarnos a la complacencia, puesto que deberíamos haber avanzado mucho más, pero negar la realidad no parece el camino correcto.

  Finalmente, parece haber un error de bulto desde el mismo principio de que “somos animales como los demás”:

Lo distintivamente humano no es la capacidad del lenguaje. Es la cristalización de ese lenguaje en forma de escritura.

  No. Lo distintivamente humano es el lenguaje simbólico (no cualquier tipo de lenguaje), la capacidad de representar ideas mediante abstracciones (escritas, habladas o incluso expresadas mediante lenguaje no verbal). Eso no lo tiene animal alguno (aunque, con esfuerzo, pueda inculcarse en algunos chimpancés), y eso es lo que lo cambia todo y explica la importancia de los ideales en la construcción de pautas culturales, y John Gray, a pesar de estar, aparentemente, bien informado acerca de los descubrimientos científicos, pasa por alto la cuestión.

  Como en el caso de muchos otros enemigos del cristianismo (Schopenhauer y Nietzsche, los más famosos) la ideología de John Gray hace pensar más bien en una protesta ante las decepciones que ha conllevado el lento desarrollo del humanismo del que se esperaba más para estas fechas. La protesta está justificada.