sábado, 15 de octubre de 2022

“La violencia y lo sagrado”, 1972. René Girard

 Las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia (p. 277)

   El historiador y filósofo René Girard presentó una teoría sobre el origen de la religión que, en sus minuciosos detalles, podrá ser discutible –sobre todo a la luz de los hallazgos más recientes de la antropología- pero que, en cualquier caso, incide en una cuestión capital: el problema humano de la violencia. Obviamente, nuestro principal problema; porque, sin él, la inteligencia humana más la capacidad humana para la cooperación y la expresión afectiva nos proporcionarían un estilo de vida muy próximo a las mejores utopías.

  Todos los animales practican la violencia. Es una consecuencia inevitable del principio darwiniano de supervivencia del más apto, de competencia por los recursos vitales. Pero

en la vida animal la violencia está dotada de frenos individuales. (p. 227)

   De modo que en el ser humano, sin tales frenos instintivos, la violencia toma forma en la ira, la venganza, en las infinitas represalias entre grupos de asociados –familia, tribu, nación- y queda así fuera de control, pudiendo llevar a la especie incluso hasta a su autodestrucción. Hubo de desarrollarse una institución cultural capaz de competir con el instinto; y no podía ser otra que la religión, capaz de hacernos interiorizar sentimientos reverentes y apasionados, como el sacrilegio, la adoración o el rechazo al pecado y el amor a la virtud. Solo la fuerza de lo sagrado puede contrarrestar la fuerza del instinto.

No existe sociedad sin religión porque sin religión ninguna sociedad sería posible. (p. 227)

Lo religioso tiende siempre a apaciguar la violencia, a impedir su desencadenamiento. Los comportamientos religiosos y morales apuntan a la no-violencia de manera inmediata en la vida cotidiana, y de manera mediata, frecuentemente, en la vida ritual, por el intermediario paradójico de la violencia. El sacrificio abarca el conjunto de la vida moral y religiosa, pero al término de un rodeo bastante extraordinario  (p. 28)

  Aparentemente, las primeras sociedades humanas trataron de controlar la violencia encauzándola hacia ámbitos ceremoniales, a modo de catarsis. Y la base catártica era siempre el sacrificio.

La sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima «sacrificable», una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, [a] los que ella pretende proteger a cualquier precio. (p. 12)

  Girard concluye que habría dos mecanismos esenciales para realizar esto. Primero, el mecanismo del sacrificio originario, y, después, el mecanismo de la “víctima propiciatoria” o chivo expiatorio, que, al cabo, daría lugar a la concepción actual del sistema judicial.

La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano. (p. 10)

El sacrificio polariza las tendencias agresivas sobre unas víctimas reales o ideales, animadas o inanimadas, pero siempre susceptibles de no ser vengadas, uniformemente neutras y estériles en el plano de la venganza. Ofrece al apetito de violencia, al que la voluntad ascética no basta para consumirse, una solución parcial y temporal, ciertamente, pero indefinidamente renovable, y sobre cuya eficacia son demasiado numerosos los testimonios positivos como para que pueda ser ignorada. El sacrificio impide que se desarrollen los gérmenes de violencia. Ayuda a los hombres a mantener alejada la venganza. (p. 15)

  La venganza es tan peligrosa porque desencadena una sucesión casi infinita de acciones violentas en represalia. Solo la aparición del sistema judicial prevendrá que la venganza se eternice (y la venganza como monopolio del Estado se convertirá en justicia). Hasta entonces, según este autor, la religión impondrá el control de la venganza –la violencia sin freno- mediante la práctica sacrificial.

Los primitivos se esfuerzan en romper la simetría de las represalias al nivel de la forma. Contrariamente a nosotros, perciben perfectamente la repetición de lo idéntico e intentan ponerle un final a través de lo diferente. (…)  Los modernos, en cambio, no temen la reciprocidad violenta. Esta es la que estructura cualquier castigo legal. El carácter aplastante de la intervención judicial le impide ser un primer paso en el círculo vicioso de las represalias. Nosotros ni siquiera vemos lo que asusta a los primitivos en la pura reciprocidad vengativa. (p. 34)

En lugar de ocuparse de impedir la venganza, de moderarla, de eludirla, o de desviarla hacia un objetivo secundario, como hacen todos los procedimientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y limitarla (p. 29)

Los historiadores están de acuerdo en situar la tragedia griega en un período de transición entre un orden religioso arcaico y el orden más «moderno», estatal y judicial, que le sucederá  (p. 49)

  Si bien la función principal de la religión sería controlar la violencia, eso no quiere decir que los beneficiados de este control sean conscientes de ello. Las religiones no funcionan así: el ritual, la liturgia y la doctrina siempre enmascaran los fines más prosaicos.

La operación sacrificial supone una cierta ignorancia. Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente primordial. Se supone que es el dios quien reclama las victimas  (p. 13)

  En la medida en que las sociedades con religión tenían más éxito que las menos religiosas, los creyentes no necesitaban conocer la función real de los rituales de sacrificio, ya que lo importante era que el sistema más o menos funcionase. Fuese el sacrificio de una víctima inocente –como Ifigenia- o fuese el sacrificio de un chivo expiatorio –los judíos-, la violencia controlada habría sido fundamental para desencadenar la catarsis sanadora.

  La desaparición del sacrificio supuso una ganancia, sin duda, pero implicó cambios que probablemente no hemos asimilado del todo.

La crisis sacrificial, esto es, la pérdida del sacrificio, es pérdida de la diferencia entre violencia impura y violencia purificadora. Cuando esta diferencia se ha perdido, ya no hay purificación posible y la violencia impura, contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la comunidad.  (p. 56)

Gracias al ritual, las generaciones sucesivas se imbuyen de respeto por las terribles obras de lo sagrado, participan en la vida religiosa con el fervor necesario, se dedican con todas sus fuerzas a la consolidación del orden cultural.  (p. 297)

   El hecho de que la sociedad más avanzada haya creado un sistema de justicia que busca la imparcialidad, ¿no hace pensar que las civilizaciones antiguas se equivocaron con su sistema de lo sagrado?

Hasta los ritos más violentos tienden realmente a expulsar la violencia. Nos engañamos radicalmente cuando vemos en ellos lo que hay de más morboso y patológico en el hombre. (…) No cabe duda de que el rito es violento, pero siempre es una violencia menor que sirve de barrera a una violencia peor (p. 111)

  Fuese o no el encauzamiento de la violencia la principal misión de las antiguas religiones, de lo que no cabe duda es de que podemos crear alternativas futuras capaces de erradicar estos antiguos sistemas. Y mientras mejor conozcamos el origen de nuestros errores pasados, mejor podremos superarlos.

  Girard nos advierte de que no podemos ver a nuestros antepasados como seres diferentes a nosotros. No eran tan supersticiosos ni tan ignorantes. Muchas veces, la lectura de la antropología, que necesariamente ha de sistematizar sus conclusiones, nos da una imagen reduccionista de la forma en que los antiguos se enfrentaban a los mismos dilemas que nosotros aún no hemos resuelto.

A los primitivos de Lévy-Bruhl, perdidos en los vapores de alguna estupefacción mística, suceden los jugadores de ajedrez del estructuralismo  (p. 250)

Para escapar definitivamente a las ilusiones del humanismo, es necesaria una única condición pero también la única que el hombre moderno se niega a cumplir: debe reconocer la dependencia radical de la humanidad respecto a lo religioso.  (p. 224)

   Puede ser muy útil para nosotros –necesitados de grandes cambios culturales para superar la pérdida de la religión- el señalamiento de la gran innovación que supuso en su momento la aparición de los dramas griegos:

El drama representado en el teatro debe constituir una especie de rito, la oscura repetición del fenómeno religioso. (p. 303)

  La tragedia griega permitió que la sociedad interiorizara los dilemas morales, que asumiera las flaquezas de la naturaleza humana y que generara nuevos conceptos y sentimientos conducentes a reducir la violencia. La tragedia y el drama nos han servido para estimular la empatía y el comportamiento compasivo. En esto, se trata de representaciones sociales con un gran poder moral. Pero el moralismo moderno asociado a la interiorización de las pautas de conducta más benévolas y altruistas no se ha sistematizado aún de forma equivalente a como funcionaba la antigua religión.

   Quizá podamos en el futuro sustituir el ritual de la literatura dramática –y la liturgia judicial- por algo que suponga la superación de la necesidad religiosa. Podríamos, por ejemplo, vivir públicamente las emociones dramáticas ya no como ceremonias educativas, sino como cotidianidad del comportamiento moral, rechazando automáticamente la agresión y adhiriéndonos por vínculo emocional directo a los sentimientos afectivos más reconfortantes de la misma forma que lo hacen los personajes literarios en la experiencia dramática del lector…

  Si las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia, hemos de intentar que, por el contrario, las sociedades futuras –“¿poshistóricas?”- vivan también en el equivalente a “lo sagrado”, pero que este sea un medio “sagrado” pacífico y cooperativo. Que las fuerzas emocionales, cognitivas y volitivas que integran la categoría de “lo sagrado” ahora dominen los mismos instintos violentos que los primitivos tan solo podían intentar encauzar mediante el sacrificio u otros recursos rituales o míticos dentro del conjunto de la institución religiosa.

  La concienzuda obra de autores como René Girard nos aporta elementos para especular.

Lectura de “La violencia y lo sagrado” en Editorial Anagrama 2005; traducción de Joaquín Jordá

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