miércoles, 25 de enero de 2023

“Los orígenes de la virtud”, 1996. Matt Ridley

   No tiene poca importancia definir la virtud. Una virtud bien entendida y mejor llevada a cabo es la clave de una sociedad feliz. Una sociedad feliz sería una conformada por individuos virtuosos.

Definimos la virtud casi exclusivamente como comportamiento prosocial, y el vicio como el comportamiento antisocial (p. 6)

  Siendo lo prosocial aquello que ayuda al bienestar común y lo antisocial lo opuesto. Los delincuentes son antisociales y los prosociales son lo opuesto a los delincuentes…

  El zoólogo, filósofo y divulgador científico Matt Ridley cuenta con la suficiente perspectiva para analizar la virtud de acuerdo con lo que sabemos hoy acerca de la naturaleza humana.

Los seres humanos tienen algunos instintos que promueven un bien mayor y otros que promueven un comportamiento egoísta y antisocial. Debemos diseñar una sociedad que aliente lo primero y desaliente lo segundo. (p. 260)

   ¿Y por qué la naturaleza nos ha dotado de instintos que promueven un comportamiento egoísta y antisocial? Pues porque, entre otras cosas, nacemos como primates evolucionados pero no como primates civilizados; la civilización nos llega después por el entorno cultural. Así, por ejemplo, los implacables babuinos son primates como nosotros y no están expuestos a cultura civilizatoria alguna…

No hay nada altruista en [que dos babuinos se alíen para quitarle la hembra a otro]. El babuino A espera tener sexo si une sus fuerzas con B para quitarle la hembra a C. Después espera conseguirla antes que B. Tanto A como B se benefician de la cooperación con una posibilidad al 50% de conseguir relaciones sexuales (p. 152)

  Al fin y al cabo, si no se alían los dos para expulsar al tercero, sus posibilidades son el 0%. Esto es clarísimo comportamiento “cortoplacista”. Se es agresivo contra otro para privarle de un bien que necesita… y a lo mejor ni siquiera me beneficio de ello. Y en cuanto al aliado que me he buscado… yo no le importo en absoluto, tan solo nos utilizamos el uno al otro pensando en el propio provecho y por lo tanto todos somos enemigos de todos. ¿No es la vida primate bastante parecida a la de los delincuentes? Piénsese no solo en lo antieconómico de tales esfuerzos con resultado incierto, sino también en el estrés que implica.

  En la sociedad humana, por tanto, necesitamos de la virtud…

La virtud es, casi por definición, el mayor bien para el grupo. Aquellas virtudes (como el ahorro y la abstinencia) que no son directamente altruistas en su motivación son escasas y oscuras. Las virtudes que todos alabamos –cooperación, altruismo, simpatía, amabilidad, desprendimiento- son todas por el bien de los otros sin ambigüedad. Esto no se refiere solo a la tradición occidental. Es un sesgo compartido por toda la especie. Solo algo como la gloria, que normalmente se gana por actos egoístas y a veces violentos, es una excepción a esta regla, y es una excepción que prueba la regla porque la gloria resulta ser una virtud tan ambigua que deriva fácilmente a la vanagloria. (p. 38)

  Importante dato: no todas las virtudes son realmente prosociales. Aparentemente lo son en la cultura dada –una cultura que promueva la “gloria”, por ejemplo- pero esto puede resultar engañoso. Por lo tanto, aunque toda virtud es estimada en su cultura como prosocial, en la realidad no sería así de acuerdo con los criterios de la cultura actual que presume de un extremo altruismo –recordemos que vivimos, en Occidente, en la cultura de la democracia social y los derechos humanos… la propia de las sociedades de mayor éxito económico-.

  Ahora bien, una ideología que tienda a diseñar una cultura por completo altruista puede caer en un tremendo error.

Karl Marx diseñó un sistema social que solo habría funcionado si fuésemos ángeles (p. 259)

  Y esto es por un motivo claro: Marx consideraba que no existe una tendencia antisocial innata en el individuo. Que las tendencias antisociales –ilógicas- han sido inculcadas por instituciones perversas –la religión, la propiedad privada, el patriarcado…- y que una vez erradicadas tales instituciones –incluso mediante el exterminio físico de sus partidarios- el paraíso terrenal sería la automática consecuencia de ello. El mismo error de Rousseau.

  Todo esto lleva a pensar que necesitamos un modelo de la virtud que esté ajustado a la verdadera naturaleza humana y que tenga en cuenta, por tanto, los obstáculos a la perfecta prosocialidad que implican nuestros propios instintos ancestrales.

[Adam] Smith señaló que la benevolencia es inadecuada para la tarea de construir una cooperación dentro de una sociedad extensa porque estamos irremediablemente sesgados a la benevolencia para nuestros parientes y amigos; una sociedad construida sobre la benevolencia podría quedar lastrada de nepotismo  (p. 46)

   Smith daba por sentado que las reglas del mercado –mano invisible- asegurarían que el egoísmo –o benevolencia nepotista, en todo caso- se equilibrase armoniosamente. Al igual que Marx más tarde, Smith se equivocaba acerca de la naturaleza humana porque creer en tal “mano invisible” es parecido a creer en el “buen salvaje” rousseauniano: si la meta del emprendedor egoísta es conseguir tantos bienes como le sea posible –para él y para su pequeño círculo nepotista- eventualmente asumirá para ello los riesgos precisos sin consideración al bienestar de nadie más: y entre estos riesgos no estará solo el de la ruina por incompetencia empresarial, también asumirá como un riesgo más el hacer trampas para beneficiarse él a costa de los empresarios honestos. Por lo tanto, lo que Smith planteaba –un mercado capitalista libre y feliz para todos- era una libre competencia entre ambiciosos honestos. Posible hasta cierto punto, ciertamente, en el entorno puritano –calvinista- del que procedía Smith, pero no tanto en otro tipo de sociedades más corruptas.

  En suma, la virtud es la base conductual de todo acuerdo mutuamente beneficioso dentro de una sociedad formada por extraños. Sea la virtud inexistente en un régimen marxista fallido o sea la virtud existente en un régimen capitalista eficiente.

  La virtud tiene una gran ventaja práctica: genera confianza.

Dar propinas a un camarero en un restaurante al que nunca volveremos, dar una donación anónima a la caridad (…) esto es ser presa de sentimientos que están diseñados para otro propósito: despertar confianza al demostrar capacidad para el altruismo (p. 137)

  Ahora bien: puesto que nunca volveremos al restaurante y puesto que nuestra donación a la caridad es anónima, ¿qué utilidad tiene el altruismo en tanto que su función es generar confianza? En realidad, no es tanto que este altruismo “innecesario” cumpla una función, sino que se trata de un subproducto inevitable de una programación emocional previa para el logro de la reputación de persona digna de confianza.

Las emociones alteran las recompensas de los problemas de compromiso, trayendo presentes los costes distantes  que no habrían aparecido en el cálculo racional. La ira detiene a los transgresores, la culpa hace doloroso el engaño, la envidia representa el propio interés, el desprecio gana respeto, la vergüenza castiga, la compasión da lugar a una compasión recíproca (p. 135)

  Es decir: el entorno nos guía a asumir determinadas emociones y luego, en cierto modo, somos prisioneros de ellas. Ira, culpa y envidia no son estados emocionales agradables. Los hemos asumido a nuestro pesar porque una sociedad más eficiente requiere el cultivo de tales estados emocionales como generadores de conducta prosocial. Por otra parte, la benevolencia –generosidad- sí es agradable y, además, es eficiente, en tanto que proporciona a quien la manifiesta una reputación de persona digna de confianza.

  Por eso un sistema de virtud requiere no tanto seguir reglas cívicas cuidadosamente calculadas –da propina solo en los restaurantes adonde vas a volver, para ahorrar dinero- sino interiorizar pautas emocionales de conducta prosocial –da siempre propina-. 

   Desde el punto de vista de una sociedad en su conjunto, la participación del individuo en esta trama para lograr buena reputación es en buena parte inconsciente –“interiorizas” la costumbre- pero el resultado se consolida porque, al fin y al cabo, estas culturas más prosociales acaban teniendo éxito frente a la que no lo son tanto (una sociedad donde todos pagan sus impuestos puede financiar los mejores ejércitos, por ejemplo). Esto es “selección de grupo”: el perjuicio relativo que supone tu actitud virtuosa acaba por beneficiar a toda tu sociedad y sitúa a ésta en una posición ventajosa con respecto a las otras sociedades –siempre en competencia las unas con las otras- donde tales virtudes no se cultivan en la misma medida.

La selección de grupo sucede cuando los individuos cooperan contra su propio interés y en interés del grupo (p. 188)

  Por eliminación, pues, las sociedades más emocionalmente prosociales –virtuosas- acaban siendo las más prósperas… como la Gran Bretaña de Adam Smith, donde era posible que el capitalismo evolucionara de forma relativamente eficiente y honesta hasta el punto de que se llegara a pensar que existía una “mano invisible” que guiaba todo el proceso.

  Ahora bien, las emociones interiorizadas hasta el momento no han podido surgir del mero artificio cultural –por ejemplo: del trabajo moralista y coercitivo de los comisarios políticos soviéticos establecidos por el Estado- sino que tienen su origen en tendencias innatas que la cultura solo modifica. Así, por ejemplo, si bien el altruismo moderno es algo nuevo, el recelo contra la desigualdad es ancestral.

La propiedad privada o la propiedad colectiva por un grupo pequeño es una respuesta lógica a una potencial tragedia de los comunes, pero no es instintivo. Al contrario, hay un instinto humano, claramente expresado en los cazadores-recolectores, y también presente en la sociedad moderna, que fuertemente protesta contra cualquier forma de acaparamiento. Acaparamiento es tabú, compartir es obligatorio (p. 243)

  El fracaso del igualitarismo primitivo, sin embargo, nos exige ser más sutiles. El igualitarismo primitivo –que se materializa en una vigilancia y cotilleo constantes- se basaba, en el fondo, en la mutua desconfianza que llevaba con frecuencia a reyertas. Por supuesto, las sociedades primitivas medraron durante miles de años gracias a esta desconfianza y vigilancia… aunque finalmente acabarían por ser derrotadas por las sociedades civilizadas no igualitarias.

  A pesar de que casi nadie querría volver a la sociedad primitiva igualitaria, en la sociedad civilizada el cultivo de la virtud requiere también de la mutua vigilancia que no necesariamente ha de ser siempre tan coercitiva, y en esto contamos con los mismos instintos de reconocimiento social que heredamos de nuestros antepasados. 

[Robert Frank] puso un grupo de extraños juntos en una habitación durante solo media hora y les pidió que predijeran privadamente cual de sus compañeros cooperaría y cual no en un juego del “dilema del prisionero”. El resultado fue mejor que por azar. Podría indicar que solo treinta minutos son bastante para que algunos predigan la capacidad de cooperación (p. 82)

  La capacidad de los individuos para interactuar con los semejantes a partir de nuestra capacidad para interpretar las pautas de conducta moral –para “reconocer la virtud”- revela que la moralidad puede ir mucho más allá del control de los actos antisociales. Esta capacidad puede dar lugar a relaciones humanas de virtud totalmente prosociales de armonía tanto a nivel privado –interactuación de cercanía, relaciones familiares- como a nivel de grupo –interactuación con desconocidos-.

  Los marcadores de confianza se hacen más ricos y sutiles. Cultivar la virtud implica controlar la fuente de la confianza o desconfianza que unos y otros merecen. El desarrollo de la civilización ha dado lugar a estrategias psicológicas a gran escala para mejorar la convivencia incluso al nivel más íntimo. Lo que sucede es que, hasta hoy, estas estrategias no han sido reconocidas de forma explícita y se han desarrollado por cauces indirectos e imprecisos. La educación cívica, la urbanidad, son creaciones recientes pero poco desarrolladas. La religión –el ámbito de lo sagrado, que afecta directamente a las emociones y que supone por tanto la "interiorización" más eficiente- permite más posibilidades para el desarrollo de la virtud, pero se halla –de momento- limitada por el habitual repertorio de creencias tradicionales y anacrónicas.

    Pensemos en prácticas religiosas como el ritual

Una forma de comprender el ritual es como un medio para reforzar la conformidad cultural  (p.175)

   Aparte del ritual, el adoctrinamiento ético, la socialización congregacional, los sacramentos y la literatura mítica moralizante son otros ejemplos de estrategias religiosas, pero el objetivo siempre es el mismo: la virtud. Puesto que la virtud se manifiesta en pautas emocionales de conducta interiorizadas, está claro que el condicionamiento de tipo religioso ha sido un instrumento inútil para mejorar nuestra prosocialidad (tal como nos muestra la historia de las culturas). La moderna ciencia social nos sugiere posibles estrategias futuras mejoradas en este sentido.

Lectura de “The Origins of Virtue” en Penguin Books 1998; traducción de idea21

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