martes, 15 de julio de 2025

“Emoción, cognición y comportamiento altruistas”, 1986. Nancy Eisenberg

  La explotación de las tendencias altruistas del ser humano es nuestra mejor oportunidad para alcanzar la armonía social. En 1986, el estudio psicológico de la moralidad había alcanzado notables avances, sobre todo por la obra de Lawrence Kohlberg. La psicóloga Nancy Eisenberg participa de estas indagaciones.

El desarrollo de tendencias prosociales está sin duda influenciado por las emociones prosociales; en consecuencia, el desarrollo de estas emociones debe ser central en cualquier modelo comprensivo de altruismo (p. 57)

El altruismo se diferencia de otros comportamientos prosociales sobre la base de la motivación (p. 210)

  Si la motivación para el altruismo es el mero beneficio de nuestros semejantes (a cambio de lo cual podemos, si acaso, recibir solo una gratificación de tipo afectivo) no cabe duda de que entonces el altruismo se trataría de la más prometedora fuente de conducta prosocial y que por tanto sería también la más prometedora fuente de armonía y prosperidad mutuas. También, desde luego, podemos contar con la prosocialidad que viene de la reciprocidad (hacer el bien con la expectativa de que seamos correspondidos de forma parecida), pero un sistema altruista es infalible porque no depende del azar de si la reciprocidad es o no viable, y genera una mucha mayor confianza dentro de la sociedad (los “santos” que piensan en todo momento en el bien ajeno proporcionan más confianza que los que calculan cuándo y cómo sus buenas acciones serán correspondidas por reciprocidad).

El comportamiento altruista es con frecuencia definido como el comportamiento voluntario que pretende beneficiar a otro y no está motivado por la expectativa de una recompensa externa (…) Cuando se define de esta forma, la mayor parte de los modernos psicólogos y filósofos parecen estar de acuerdo en que sí que existe el altruismo (p. 1)

Tanto los procesos cognitivos como las respuestas afectivas con frecuencia son citados como motivadores potenciales del altruismo, pero hay un considerable desacuerdo con respecto a las contribuciones relativas de cada uno al desarrollo y mantenimiento del comportamiento altruista  (p. 2)

   Las emociones no son todas innatas. Cuando menos, la manifestación de las emociones puede ser manipulada culturalmente, lo que se evidencia en la evolución moral, donde reaccionamos de forma diferente ante las mismas cuestiones morales según el entorno cultural en el que nos encontremos (así, por ejemplo, en la sociedad de ciertos países la homosexualidad es delito, lo cual necesariamente afecta al juicio subjetivo de cada individuo de esta sociedad). Y lo que es más importante: podemos educarnos a nosotros mismos para sensibilizarnos moralmente de manera que modificamos nuestras reacciones emocionales para mejor (en base a principios racionalmente comprensibles). Pensemos en cuando dentro de la administración pública se ha hecho rutinario el dar “cursillos” de sensibilización con respecto a temas morales como el feminismo o las buenas relaciones dentro de la jerarquía laboral.

  ¿Hasta qué punto podemos influir nosotros mismos en los cambios morales? Sócrates, el filósofo arquetípico, pensaba que podía lograrse esto haciendo uso de la racionalidad.

Sócrates argumentó que la sabiduría moral es la esencia de la moralidad (p. 7)

  La sabiduría moral se origina en el razonamiento motivado por la evidencia, pero el resultado puede no ser acorde con el sentido común de la época (¿una mujer es libre de tener relaciones con quien desee? ¡eso es una prostituta!).

Debido a que no controlamos nuestras emociones, no somos responsables de nuestros sentimientos. Consecuentemente, los sentimientos no tienen nada que ver con la moralidad (p. 8)

  Éste era el planteamiento de Kant que, por lo demás, y pese a su supuesto racionalismo crítico, estaba también sujeto a prejuicios propios de su medio social.

  Por otra parte, si la sabiduría y la razón nos llevan a defender principios morales altruistas con independencia de los sentimientos (por ejemplo, no vengar las ofensas por el principio moral del amor universal), tenemos que aceptar que una cosa sería hallar criterios morales inequívocos, y otra asegurarnos de contar con motivación para la acción altruista (¿cómo logro estar motivado para no vengar las ofensas, si mi constitución emocional me impulsa a vengarlas?).

El altruismo puede ser motivado por una variedad de factores aparte de empatía o simpatía incluyendo principios morales abstractos (…) y culpa (p. 46)

  En lo que al altruismo se refiere, las emociones empáticas son las más propensas a motivarnos. En el ejemplo de no vengar las ofensas, podemos empatizar con el ofensor si consideramos, por ejemplo, sus condicionamientos sociales desgraciados (el entorno de la delincuencia), y esto puede llevarnos a la acción altruista de controlar conscientemente nuestro natural deseo de venganza.

   Pero la empatía también tiene sus problemas a la hora de seguir los principios morales de la sabiduría crítica.

[Las] enfermeras altamente empáticas era más probable que evitaran contacto con pacientes que las menos empáticas (p. 48)

   Porque la empatía causa sufrimiento vicario. Y nadie quiere sufrir. Esto sirve para el caso de la enferma como para el caso de vengarnos de un ofensor: la tendencia no empática deshumaniza al ofensor, considerándolo como una especie de bestia dañina.

La empatía es una respuesta vicaria; en contraste, la culpa, el orgullo y otras emociones autoevaluativas son reacciones evocadas por la evaluación del propio comportamiento en una situación, no en el estado de otro (…) Los roles de los afectos autoevaluativos y relacionados con los valores en la acción prosocial han sido discutidos y estudiados con mucha menos frecuencia que la empatía (p. 50)

   Emociones autoevaluativas son aquellas que se manifiestan a partir de valores o principios morales abstractos (los que motivan la culpa o el orgullo). El mismo autor reconoce que se han estudiado “menos” que la empatía. Es lógico que la cuestión sea mucho más compleja, porque, estos “afectos autoevaluativos”, ¿qué origen tienen?, ¿cómo llegan a producirse? ¿Por qué algunas personas están orgullosas de pagar impuestos y otras se avergüenzan de no haber ideado una estrategia para librarse de pagarlos?

Lo de la empatía es más simple.

[Existe una] disposición general para ser empático (rasgo de empatía) (p. 46) 

  La idea de promover los afectos autoevaluativos tiene la ventaja de que los principios racionales éticos (que son aceptados universalmente) logran alcanzar la esfera de lo emocional y con ello la actitud moral se hace más efectiva. Es mucho mejor que la gente pague los impuestos por convicción cívica que por miedo a una multa.

  Otro medio para alcanzar la conducta altruista activando la motivación es tener en cuenta la respuesta social: el feedback alienta toda acción individual (sea o no altruista).

Las reacciones afectivas a los resultados de comportamiento esperados son un importante determinante del comportamiento moral [no necesariamente altruista] (p. 18)

  La conclusión es, por tanto, que debemos disponer de medios para manipular las emociones y los afectos en el sentido que nos dicte la sabiduría moral. Esto puede hacerse con diversas estrategias, como el racionalismo de la autoevaluación o facilitando la expresión de la respuesta social alentadora a los actos altruistas.

  Desarrollando las consideraciones de Piaget y Kohlberg sobre la involucración del desarrollo cognitivo en la evaluación moral, se estudia con cierto detenimiento cómo se unen lo moral y lo intelectual.

Un comportamiento altruista es motivado por  simpatía [o por] emociones autoevaluativas (o anticipación de estas emociones) asociadas con valores y normas morales interiorizadas específicas  (…); [o] por cogniciones que tienen que ver con valores, normas, responsabilidades y deberes no acompañados por discernibles emociones autoevaluativas; o [por] cogniciones o efectos acompañantes (por ejemplo, sentimientos de incomodidad debido a inconsistencias en la propia autoimagen) o relacionadas con la autoevaluación frente a la propia autoimagen (p. 210)

  En una sociedad que valora por encima de todo lo intelectual y el razonamiento independiente la capacidad para decidir por uno mismo lo que es o no moral supone el ideal más atractivo. Sin embargo, el fenómeno de la “interiorización” es impuesto en general por el entorno cultural. 

La mayor parte [de los psicólogos] ven las normas como valores que la gente interioriza durante el proceso de socialización y desarrollo, valores que son al menos en parte construcciones cognitivas. Estos valores con frecuencia son mantenidos por la sociedad a gran escala; sin embargo, también pueden ser construidos individualmente por el individuo (p 115)

  Y es esta última posibilidad (que el individuo pueda construir sus valores morales por sí mismo) la que recibe la mayor parte de la atención. Si promovemos la capacidad individual para construir los propios valores morales podríamos obtener resultados parecidos a si se nos condiciona moralmente (interiorización de valores morales por el entorno cultural).

 Sabemos que los principios morales pueden arraigar incluso en los niños que son capaces de comprender la existencia de la “bondad”.

Cuando los adultos dicen que el previo comportamiento positivo de los niños es debido a causas internas (bondad) es más probable que los mismos niños se comporten de una forma prosocial en las subsecuentes oportunidades de asistencia (p. 96)

  Los procesos de “interiorización” emocional de la moralidad pueden entonces complementarse con la sofisticación del desarrollo cognitivo. La idea de que existe “bondad” dentro de nosotros, si se detecta ya en la infancia, supone una buena oportunidad de desarrollo.

Lectura de “Altruistic Emotion, Cognition, and Behavior” en Psychology Press 2015; traducción de idea21

sábado, 5 de julio de 2025

“La mentalidad del explorador”, 2021. Julia Galef

    Lo que la escritora Julia Galef llama “mentalidad del explorador” ("scout mindset") es desarrollar estrategias cognitivas de control de los sesgos. Es decir, pensar de forma lógica, evaluativa y ecuánime.

¿Cómo saber si tu propio razonamiento es tendencioso? No basta con preguntarse: «¿Estoy siendo parcial?». (Introducción)

Le he puesto nombre. La he denominado mentalidad de explorador, es decir, el deseo de ver las cosas tal como son y no como nos gustaría que fueran. La mentalidad de explorador es lo que te permite reconocer que te equivocas, buscar tus puntos ciegos, poner en duda tus afirmaciones y cambiar de idea. Es lo que te lleva a hacerte preguntas del tipo «¿tuve yo la culpa de esa discusión?» o «¿vale la pena correr este riesgo?» o «¿cómo reaccionaría yo si alguien de otro partido político hiciera lo mismo?». (Introducción)

   Puesto que el pensamiento sesgado o tendencioso está casi siempre relacionado con la propia situación personal, una de las estrategias más válidas es la de los experimentos mentales. Por ejemplo, una mujer que se enfrenta al dilema vital de si quiere afrontar o no la maternidad.

«Supongamos que solo el 30 % de las personas quieren tener hijos. En ese caso, ¿me gustaría ser madre?». Se dio cuenta de que, en tal caso, la idea de tener hijos le parecía mucho menos atractiva. Llegó a la conclusión de que la maternidad no era para ella tan importante como creía. (Capítulo 5)

  Nuestra organización cognitiva no es tan lógica ni tan racional como debería. Estamos sujetos a las supersticiones de la tradición, a las tendencias de condicionamiento social, a nuestras ansiedades inmediatas.

  Por ejemplo, vivimos en una sociedad competitiva donde es vital mantener prestigio y estatus. Por lo tanto, no nos parece nada conveniente mostrar inseguridad, reconociendo los errores cometidos o nuestro desconocimiento.

Las recompensas a corto plazo nos predisponen a renunciar al discernimiento. (Capítulo 3)

  Recompensas a corto plazo como jactarnos de un conocimiento que no tenemos, o de una seguridad que no tenemos.

La conveniencia, la autoestima y la disposición de ánimo son beneficios «emocionales» en el sentido de que el objetivo final de nuestro engaño somos nosotros mismos. (Capítulo 2)

   Siempre se ha pretendido que se actúa rectamente, que se juzga de acuerdo con la razón y que se ven las cosas tal como muestra la incontestable evidencia. Nadie reconoce ser parcial. Por lo tanto, la primera tarea que hay que hacer es reconocer nuestra tendenciosidad en sentido contrario. 

  Uno de estos casos es nuestro empeño en fingir más seguridad de la que en verdad se tiene (lo que supone un engaño para los demás), así como el no reconocer los propios errores.

¿Qué ocurre si cambiamos de idea? Eso sería como rendirse. (Capítulo 1)

  Una visión lúcida es reconocer que, si es posible, optemos por estrategias indirectas. Es decir, en lugar de decir que nos hemos equivocado, podemos decir que “reevaluamos la situación”.

En vez de «reconocer un error” (…) «actualizarse». Es una referencia a la actualización bayesiana, un término procedente de la teoría de la probabilidad para designar la forma correcta de ajustar una probabilidad tras obtener nueva información. (…) Si al menos empiezas a pensar en «actualizar» en vez de en «reconocer que estabas equivocado», descubrirás que eso facilita mucho el proceso (…) Descubrir que estabas equivocado es una actualización, no un fracaso (Capítulo 10)

  O, por ejemplo, que podemos comunicar seguridad sin necesidad de engañarnos a nosotros mismos.

Para dar una impresión de aptitud y seguridad, tus opiniones no tienen por qué ser categóricas. La gente no se fija en la confianza epistémica, sino más bien en la actitud, el lenguaje corporal, el tono de voz y otros aspectos de la confianza social que puedes cultivar sin sacrificar tu calibración. (…) Hay muchas formas de entusiasmar a la gente que no te obligan a mentir, ni a ti mismo ni a los demás. (Capítulo 9)

  Y qué decir de las tendencias identitarias, sea porque nos identificamos con nuestras afirmaciones primeras (nunca dar un paso atrás) o sea porque respaldamos a nuestro grupo… haga lo que haga… diga lo que diga…

Las creencias se transforman en identidades cuando nos sentimos acosados por un mundo hostil (Capítulo 13)

[La] identidad oposicional (…) es (…) una identidad determinada por aquello a lo que se opone (Capítulo 13)

  En general, el mero voluntarismo de hacer las cosas bien en lugar de hacerlas mal no es una buena psicología. Los buenos propósitos se sostienen peor que las estrategias hábiles.

A cada persona le funciona una estrategia diferente. Un amigo mío aguanta las críticas duras mostrándose agradecido a quien se las hace. Yo, en cambio, prefiero pensar en lo mucho mejor que me voy a sentir si consigo encajar una crítica. (Capítulo 7)

  Visualizar los efectos positivos de razonar de forma ecuánime es una buena estrategia en general.

La mentalidad de explorador ofrece numerosas recompensas emocionales. Es alentador comprobar que somos capaces de resistir la tentación de engañarnos a nosotros mismos y saber que podemos afrontar la realidad incluso cuando esta es desagradable. (Introducción)

Si tuviera que escoger una sola cualidad, me quedaría con la honradez intelectual: el deseo de que la verdad triunfe por encima de todo (Capítulo 15)

He intentado transmitir no solo por qué es útil la mentalidad de explorador, sino también por qué les resulta apasionante, valiosa e inspiradora a tantas personas. (Capítulo 15)

   ¿Y a nivel de diversas culturas? ¿Hay culturas del realismo, la humildad y la sensatez? Algunos antropólogos aseguran que en los pueblos primitivos hay mucha dificultad para transmitir conocimientos… porque nadie quiere empezar por reconocerse ignorante. Aquí Sócrates tomaba la actitud correcta, y de ahí que se convirtiera en el arquetipo del filósofo.

   Muchos de los problemas de sesgo pueden tener orígenes parecidos. Culturas que fomentan el amor propio, donde se es demasiado dependiente de la opinión de la comunidad, que son en extremo competitivas o agresivas, dificultan la necesaria independencia del pensamiento.

  La mejor regla entonces para conseguir actitudes racionales sería fomentar cierto puritanismo moral, un estilo de comportamiento basado en el reconocimiento de la debilidad humana y de la necesidad que existe de tener en cuenta las opiniones ajenas.

Estar dispuesto a decir «me equivoqué» es un síntoma de que para uno la verdad está por encima del ego.  (Capítulo 4)

Escuchar opiniones con las que no estás de acuerdo e intentar cambiar la propia requiere un esfuerzo mental, un esfuerzo emocional y, sobre todo, paciencia. Tienes que estar dispuesto a decirte a ti mismo: «Parece que esta persona está equivocada, pero a lo mejor es que yo no entiendo lo que quiere decir. Lo comprobaré» o «Sigo sin estar de acuerdo, pero a lo mejor con el tiempo empiezo a ver ejemplos de lo que asegura». (Capítulo 12)

  En el fondo, estamos en la ética de la virtud y sus inevitables consecuencias de confianza para la cooperación social efectiva. Pero fomentar la virtud raramente tiene éxito mediante la mera prédica o el sermoneo, igual que sucede en general con apelar a la “fuerza de voluntad”. Fomentar la virtud requiere alimentar de alguna forma las satisfacciones y las recompensas que tiene el mantenimiento de un buen juicio a modo de motivación. Cuando Sócrates fue reconocido como el primer filósofo y Newton como el primer científico, la sociedad mejoró mucho las condiciones para el desarrollo de una mentalidad por el estilo de la “del explorador”. Todos querían seguir el ejemplo de quienes habían sido reconocidos como grandes hombres.

Lectura de “La mentalidad del explorador” en Editorial Planeta S.A.  2023; traducción de Fernando Borrajo

miércoles, 25 de junio de 2025

“El darwinismo del sentido común”, 2008. John Lemos

   De las muchas interpretaciones que se han hecho del darwinismo en cuanto a lo que nos atañe como humanos civilizados  (la primera influyente y escandalosa fue la de Nietzsche), la del filósofo John Lemos trata de ser esclarecedora y conciliadora.

Las fuerzas constructivas de la evolución imponen una necesidad práctica de cada hombre para promover el bien común (p. 50)

  Porque el problema darwiniano es que el interés de la especie puede no ser el interés del individuo. Puede incluso no ser el interés de la sociedad. Para brutos como Nietzsche, si el darwinismo nos equiparaba a animales agresivos, competitivos y despiadados, estaría claro que “el bien común” no tiene por qué equivaler al “bien del hombre” (aquel cuya aportación genética es seleccionada por las reglas naturales de lucha, supervivencia y reproducción). 

  Sin embargo, una visión más exacta es que la biología humana nos proporciona un conjunto de comportamientos innatos  de gran diversidad, y que es la cultura la que, dentro de ciertos límites, utiliza selectivamente tal provisión de comportamientos innatos para elaborar sus leyes morales.

Hay una base biológica evolutiva por la cual aceptamos ciertos principios fundamentales de moralidad, tales como “ama a tu semejante como a ti mismo” o “trata a los seres humanos como fin en sí mismos” y (…) hay limitaciones biológicas evolutivas acerca de lo que podemos aceptar como normas morales (…) La cultura, no la biología, juega un gran papel en modelar el desarrollo de los sistemas morales (p. 194)

  Pero tampoco sería lo mejor pasar de la rigidez biológica  a la relatividad cultural.

Lo que al cabo gobierna la verdad de nuestras afirmaciones sobre las cosas que existen es simplemente la coherencia de estas afirmaciones con nuestras otras creencias y experiencias (p. 127)

  Y esto no es lo mismo que la objetividad científica. Creencias y experiencias nos son dadas por un entorno humano que es cambiante, no por la naturaleza de las cosas, si bien existen límites a los cambios que pueden darse.

Sahlins ha mostrado que en las sociedades no letradas hay tres niveles de interacción entre la gente: entre los parientes hay comportamiento altruista sin expectativa de correspondencia; entre los conocidos no emparentados hay altruismo recíproco; y entre los extraños  se dan relaciones de tipo amenazante (reciprocidad negativa) (p. 6)

  No se trata de comportamientos muy diferentes de los de los grandes simios. Por otra parte, en la forma en que interactúan los chimpancés, los gorilas o los bonobos dentro o fuera del grupo, no parece que se den cambios morales si se compara el comportamiento de cada comunidad de grandes simios de la misma especie. Es conocido el caso de los gorilas macho, que forman harenes y que suelen matar a las crías que las hembras previamente hayan tenido con el macho que los hubiera precedido como dominante en el grupo.

Un  varón matando a su hijo adoptivo es adaptativo si eso quiere decir más recursos y atención para sus propios hijos. Así, una explicación sociobiológica para la prohibición de matar hijos adoptivos es defectuosa (p. 20)

   El ser humano podría hacer lo mismo que el gorila en base al criterio darwiniano de favorecer la propia descendencia y no la de otro macho. Y parece existir, de hecho, cierta evidencia de que los varones siempre han discriminado en alguna medida a sus hijos adoptivos para perjudicarlos. Sin embargo, la cultura moral habría controlado esa tendencia. Algo que no sucede en los gorilas.

  Es interesante que en este libro el punto de vista del autor acerca del “sentido común” le lleva a adherirse al criterio ético “de la virtud”, que en general se considera un tanto primitivo, comparado con las mayores sutilezas psicológicas que en el siglo XVIII nos aportarían Kant o Hume.

Defenderé el punto de vista aristotélico centrado en la virtud (…) Aristóteles mantiene que la actividad característica de los seres humanos, la actividad que los distingue de los animales es la actividad racional. De modo que concluye que la función humana es la actividad racional  (p. 63)

[Según Aristóteles] una vida honesta es más probable que nos lleve a la preservación de las amistades, la aceptación social y otros beneficios (p. 65)

  El problema con entender mal la ética de la virtud de Aristóteles es que olvidamos que la virtud para Aristóteles (¿y para Lemos?) la proporcionaba el “sentido común” del estilo de vida de un caballero ateniense de hace dos mil y pico años. En la Atenas arrepentida de la condena a Sócrates e iluminada por la Academia de su discípulo Platón, es lógico que Aristóteles considerase que una vida virtuosa ha de ser racional, y que la virtud de la razón nos lleva a ser aceptados socialmente, lo que supone el éxito natural en la vida (tanto como, entre los chimpancés lo suponga el llegar a ser el macho alfa).

    Pero una racionalidad consecuente no tiene mucho que ver con la concepción de la virtud según el “sentido común". Para Aristóteles podía ser muy racional comprar y vender esclavos, mantener en la ignorancia a las mujeres y abusar sexualmente de los niños, pero si tratamos de comprender la “razón” como un mecanismo lógico basado en la evaluación imparcial de las evidencias contrastables, encontramos que su virtud podía ser la virtud de su tiempo, pero no la virtud de la razón.

   El gran Kant sin duda estaba acertado a la hora de buscar la razón pura que nos iluminara con principios morales incontestables (obrar de forma que pueda ser un modelo universal; nunca utilizar a la persona como medio sino como fin…)… aunque también es cierto que él mismo, pese a su intención contraria, caía en numerosos prejuicios propio de los hombres de su tiempo (como Aristóteles, aunque menos que Aristóteles).

   No es tanta la moralidad racional ajena al prejuicio.

Las afirmaciones morales son ciertas cuando sirven a los propósitos adaptativos a los que han servido históricamente. Así, por ejemplo, la afirmación de que “robar es malo” (p. 201)

  Toda virtud está determinada culturalmente a partir de las posibilidades que nos ofrece nuestra naturaleza biológica. ¿”Robar es malo”? ¿Qué es robar? ¿Los impuestos son un robo?, ¿la propiedad privada es un robo? En realidad, “robar” es, hasta cierto punto, solo aquello que la ley del momento considera que es “robar”.

   La cultura humana proporciona una gran variedad de modelos de desarrollo, aunque no infinitos (tenemos la evidencia de los sorprendentes paralelismos de las civilizaciones precolombinas con las del resto del mundo). Y lo más interesante de todo es que el proceso civilizatorio (el desarrollo de mecanismos culturales para corregir las tendencias antisociales que existen dentro de nosotros mismos) aparentemente es acumulativo y progresivo. Nosotros también tenemos un futuro, como Aristóteles y Kant lo tuvieron.

Las virtudes morales –valor, justicia, temperancia y demás- existen para ayudarnos a vivir en comunidad con otros. Vivimos en una comunidad con otros porque somos criaturas dependientes. Así, diferenciar a los miembros más necesitados de nuestra comunidad para usarlos como alimento o experimentación destruiría el mismo fundamento de la vida moral. Ya que las virtudes existen para ayudarnos a vivir bien en comunidad con otros seres humanos pero no con otros animales, la vida moral no se ve socavada si usamos animales para comida o experimentación científica  (p. 110)

  Éste no es un planteamiento correcto. La idea de “comunidad” como entorno de dependencia puede excluir no solo a los animales, sino también a todos en general de quienes no somos dependientes, como los bebés nacidos o no nacidos (el aborto actual, el infanticidio legítimo en tiempos de Aristóteles). Por no hablar de naciones extranjeras que supongamos amenazantes. No es tan fácil encontrar una moralidad natural del sentido común.

Deberíamos extender una igual consideración moral a no-personas parecidas a personas [chimpancés y fetos] a fin de no erosionar el sistema de simpatías necesario para una moralidad funcional (p.109)

  En cambio, la idea de “moralidad funcional” es mucho más práctica. Implica la psicología de la moralidad. Se puede pensar, por ejemplo, que en una sociedad humana comer carne no implica inmoralidad en tanto que no sea carne humana. Pero, en realidad, tenemos la realidad psicológica de que las personas veganas son estadísticamente más cultas, más intelectualmente formadas y, por tanto, más cooperativas, más productivas. Luego en cierta tendencia al veganismo tenemos una moralidad más funcional que limitándonos a la prohibición del canibalismo. La “moralidad funcional” es aquella que considera cómo los condicionamientos culturales impulsan una sociedad más pacífica y más cooperativa. Para los primeros cristianos, no había nada malo en tener esclavos, en tanto que estos fueran amados como miembros de la familia (aunque ¿en qué lugar dentro de la estructura familiar?), sin embargo, una moralidad funcional nos hace ver que la mejor forma de tratar a un esclavo… es darle la libertad, porque de forma inconsciente el amo siempre tendera a abusar de la condición subordinada del esclavo.

  La auténtica virtud racional  -y funcional- sería, por tanto, un principio de benevolencia y altruismo universal acorde con la naturaleza humana. El problema es que ni Aristóteles ni Kant concebían que la psicología social pueda demostrarnos que el nivel de altruismo y benevolencia es regulable mediante cambios culturales. Y que incluso esos cambios pueden ser planificados racionalmente.

Puesto que ve que nuestra felicidad individual solo se alcanza en la vida social y ya que las virtudes nos ayudan a alcanzar la aceptación social, Aristóteles no encuentra conflicto entre la racionalidad de la eudaimonia y la vida moral (p. 66)

  La aceptación social nunca será la misma en una sociedad cambiante, pero, teniendo en cuenta todos los cambios sociales posibles, hay una forma de virtud que será la que nos dará la aceptación social más prometedora en un marco perfeccionado de racionalidad y funcionalidad (mínima conflictividad humana, máxima cooperación).

Hay una primacía de la bondad humana y las virtudes conducentes a ella que le da un valor mayor (p. 70)

  El “sentido común” pueda que no sea otra cosa que el convencionalismo de una época dada, pero el “darwinismo”, como todo conocimiento que viene de la ciencia, implica una lúcida evaluación de la naturaleza humana. La virtud es armonía en base a la observancia por cada individuo del interés común. Y la bondad humana –prosocialidad, empatía, altruismo y emociones de benevolencia- es la conclusión, lógica y funcional, de la evolución cultural –que no genética- la cual no tiene por qué coincidir con el “sentido común” de un período cultural dado. No coincide con el de Aristóteles ni tampoco con el de hoy.

Lectura de “Commonsesnse Darwinism” en Carus Publishing Company, 2008 ; traducción de idea21

domingo, 15 de junio de 2025

“Ser humano”, 2023. Lewis Dartnell

   El libro del filósofo, astrobiólogo y divulgador Lewis Dartnell es uno de los muchos que, periódicamente, tratan de informar al gran público de todo lo que vamos averiguando –ciencias sociales mediante- acerca de la naturaleza humana (éste libro cuenta con el subtítulo “Cómo nuestra biología ha moldeado la historia universal”). Por mucho que los académicos más pretensiosos los critiquen por inexactos o insuficientemente documentados, tal tipo de libros son importantísimos porque ayudan a difundir entre el gran público el pensamiento crítico acerca de nuestras posibilidades futuras. 

En este libro quiero profundizar en la historia humana y explorar cómo nuestra humanidad fundamental se ha expresado en nuestras culturas, sociedades y civilizaciones.  (Introducción)

  La historia humana es, básicamente, el relato del desarrollo de la civilización, es decir, la elaboración de controles culturales a nuestros propios rasgos biológicos que más dificultan la convivencia y estorban a la cooperación (¿es la civilización "antinatural"?). Tremendo relato, necesaria explicación, fascinante especulación con respecto al futuro…

La civilización debe mantenerse unida mediante invenciones culturales superpuestas a nuestra sociabilidad inherente y a nuestro deseo de cooperar, tales como la religión, los códigos de leyes sistematizados, el control y el castigo de los infractores por parte del Estado y los sistemas de reputación institucionalizados, como los gremios mercantiles. (Capítulo 1)

  Está claro para qué sirve la civilización y cuál es la concepción convencional de ésta  (la religión, los códigos de leyes sistematizados, el control y el castigo de los infractores) ¿qué novedades nos aporta este autor?

Nuestro cerebro tiene claras limitaciones con respecto a su capacidad y velocidad máximas de procesamiento. Nuestra memoria operativa, por ejemplo, solo puede retener de tres a cinco elementos (palabras o números) a la vez. También cometemos errores y tomamos decisiones equivocadas, sobre todo si estamos cansados, desbordados o distraídos (Capítulo 8)

Si buscamos «Sesgo cognitivo» en Wikipedia, encontraremos un anexo que describe casi 150 sesgos (Capítulo 8)

Muchos de nuestros sesgos cognitivos parecen deberse a los intentos del cerebro de funcionar lo mejor posible con sus limitadas capacidades computacionales, utilizando reglas empíricas simplificadas conocidas como heurísticas. (Capítulo 8)

  El autor se equivoca al poner el énfasis en esta cuestión a lo largo de todo su libro. Con ser grave la cuestión de los sesgos, combatirlos no es la principal tarea de la civilización. Más bien, los sesgos serán corregidos una vez la cultura humana corrija previamente el problema principal de nuestro comportamiento: la agresividad (no figura en la lista de "sesgos"). Una sociedad agresiva (hasta el momento, todas las sociedades, humanas y no humanas, lo son) ignora la capacidad existente para establecer controles culturales a fin de propagar la benevolencia. Tales controles son los que permitirían el más alto rendimiento de la cooperación.

  Con todo, la limitación intelectual que representan las heurísticas y los sesgos cognitivos es, sin duda cierta, y su origen es lógico.

Si consideramos que nuestras capacidades cognitivas evolucionaron para mantener con vida a nuestros antepasados paleolíticos en las llanuras de África, la versatilidad de nuestro cerebro para lidiar con las matemáticas y la filosofía, componer sinfonías y diseñar transbordadores espaciales resulta aún más asombrosa. (Capítulo 8)

  Pero el reconocimiento de que los seres humanos podemos crear matemáticas y filosofía implica que también podemos construir sistemas educativos, pedagógicos y psicoterapéuticos capaces de combatir los sesgos. Leer buenos libros como éste es un ejemplo de lo mucho que puede hacerse en ese campo. 

  El auténtico problema, heredado –tanto como el sistema de pensamiento heurístico- de nuestro pasado prehistórico es la agresividad. La agresividad no supone ningún problema para todos los demás mamíferos superiores (que disputan por recursos escasos y por la reproducción) pero en el Homo sapiens es un absoluto desastre… porque nuestra capacidad cooperativa puede proporcionarnos tal abundancia de recursos que nunca habrá motivo para disputas por razón de escasez. El problema son las disputas mismas, innecesarias y contraproducentes.  

  En lugar de agresividad, necesitamos más cooperación, y consecuencia de una cooperación eficiente no estorbada por la agresividad, tendremos también el control cultural de los sesgos cognitivos.

    Si bien no se aborda directamente el control de la agresión, en este libro sí se aborda, por supuesto, el caso del altruismo recíproco entre humanos.

Se conocen algunos ejemplos de altruismo recíproco en el mundo animal —como entre los murciélagos vampiro—, pero esta práctica es excepcionalmente común entre los seres humanos. (Capítulo 1)

  Altruismo recíproco es que yo te doy una banana si tú me das una manzana. Pero el Homo Sapiens conoce mecanismos culturales mucho más avanzados y productivos. Lo que falta es desarrollarlos.

La noción de reciprocidad indirecta sostiene que, en vez que devolver un favor al mismo altruista, el receptor se lo hace a otros. (Capítulo 1)

  Es decir, se inculca una actitud -¿por instinto, por desarrollo civilizatorio?- por la cual se realizan actos altruistas de forma indiscriminada… con la expectativa razonable (¿basada en experiencia, en tradiciones?) de que ésta será correspondida por algún otro, en alguna parte (porque con mi público comportamiento generoso estoy ganándome una reputación como agente reciprocador). Si partimos de una actitud cooperativa, y ésta no es estorbada por la agresión (yo no coopero, sino que te agredo; yo no coopero si no que te robo; yo no coopero, sino que te engaño; yo no coopero, sino que te ignoro) la reciprocidad indirecta puede extenderse casi al extremo de una economía basada esencialmente en el altruismo (yo te ayudo porque tal comportamiento altruista lo tengo interiorizado tanto como un antisocial tiene interiorizada la actitud de explotar a los demás).

  Y Dartnell no olvida entonces volverse a un interesante episodio histórico.

[Durante la] «crisis del siglo III», la cual dio lugar a una rápida transformación del imperio entre el 250 y el 275. (…) el efecto más importante y duradero de la [así llamada] peste de Cipriano quizá fue la rápida difusión de una cierta religión. (…) Las iglesias cristianas de todo el imperio respondieron a la crisis de la peste animando a sus feligreses a ocuparse de las personas que padecían la enfermedad, aun a riesgo de contagiarse ellos. (Capítulo 4)

  Una circunstancia histórica biológicamente determinada, la gran epidemia, sirvió para seleccionar una ideología ética, de estilo de vida, que acabaría marcando el signo de la civilización (selección cultural, en lugar de selección biológica darwiniana). Con todos sus defectos, el cristianismo desarrollaba la compasión ya conocida por budistas y estoicos hasta dar lugar novedosamente a un prestigio social de la benevolencia activa como comportamiento interiorizado a nivel de masas.

  Sin embargo, llevará mucho demostrar que la ideología de la benevolencia activa está relacionada con el progreso económico. Para el autor, el progreso económico y social está relacionado directamente con la superación de los sesgos cognitivos, y en esto, desde luego, no puede elegir mejor uno de los ejemplos que cita.

Sir Francis Bacon [afirmó] en 1620: «El entendimiento humano, una vez que ha dado su conformidad a algo […], trata de arrastrar el resto en apoyo y en acuerdo con ello, y aunque sea mayor el número y fuerza de los ejemplos en contrario, aquel o los pasa inadvertidos o los menosprecia o los aparta y rechaza por medio de distingos, todo por la grave y dañosa preocupación de que quede inviolable la autoridad de aquellas sus primeras silepsis». (Capítulo 8)

   La visión de un mundo civilizado en la cual el juicio basado en evidencias contrastables -el número y fuerza de los ejemplos- acaba imponiéndose a los prejuicios de la tradición o la autoridad no es ni mucho menos un error. Si la razón humana es el mayor bien ¿no será un mal todo prejuicio que la obstaculice?  Al fin y al cabo, incluso el ser humano más primitivo utiliza la lógica y la razón para sus actividades cotidianas, ¿por qué no extender a todas las cuestiones este sistema de pensamiento?

En 1747, el médico naval James Lind comparó la eficacia de varios tratamientos [contra el escorbuto] que se barajaban en la época, incluidos la sidra, el vinagre, el ácido sulfúrico y el agua de mar, así como las naranjas y los limones, en lo que a menudo se describe como el primer ensayo clínico controlado. (Capítulo 7)

  El autor nos relata cómo incluso con esta metodología tan sencilla, aún se tardó decenios en admitir la importancia del consumo de cítricos para contrarrestar el escorbuto que afectaba terriblemente a los marinos transoceánicos. En este caso concreto, el prejuicio –sesgo- de los médicos de la época tenía que ver con el “academicismo” que les impulsaba a aislar los ingredientes supuestamente curativos: no podía tratarse tan solo de la simpleza de consumir naranjas y limones, sino de alguna esencia dentro de estas frutas que ellos debían refinar y elaborar costosamente (para mayor mérito de la sabiduría de los doctores).

[Se] desarrolló un proceso para conservar el zumo de cítricos y permitir su almacenamiento a largo plazo a bordo de los barcos que consistía en calentarlo para reducir el contenido de agua y concentrar el zumo, de manera que 24 naranjas o limones se convertían en tan solo 100 mililitros de líquido. [Se] sostenía, sin haberlo comprobado, que aquel jarabe de fruta conservaría su poder antiescorbútico durante años (Capítulo 7)

  El autor no relaciona este tipo de casos con lo que supuso el contraste, más adelante descubierto, entre la “filosofía natural” aristotélica y la ciencia moderna que surge precisamente en esta época entre Francis Bacon y el descubrimiento de la prevención del escorbuto.

  El cambio de paradigma, sin embargo, parece encontrarse en una visión moral de las relaciones humanas. Aristóteles, Arquímedes o Galeno podían buscar la sabiduría tanto como lo harían más tarde Francis Bacon, Descartes o Newton, pero sus motivaciones humanas eran otras. Los antiguos pretendían ser “sabios” y con ello adaptarse a la consideración de alto estatus que era otorgada por la estructura social de su tiempo. Los eruditos materialistas del siglo XVII solo buscaban ser “científicos”: modestos tratadistas a un nivel parecido al de los artistas o literatos… o al de los monjes sabios de los monasterios medievales. La Academia de Platón era algo muy diferente a la “Royal Society" (la mayoría de cuyos primeros socios fueron cuáqueros).

  Y aunque durante las actividades cotidianas se haga evidente que el razonamiento lógico nos puede dar, paso a paso, todas las respuestas a los dilemas a los que nos enfrentamos (unos antes y otros después, a medida que se reúnan y evalúen las evidencias), la lucha por el estatus no puede esperar, y esto es porque la agresividad y competitividad constantes dentro del grupo social (lo habitual en los mamíferos superiores) exige la adhesión a las reglas del juego. Si no hay juego, no puede haber ganador, y si no hay reglas establecidas, no podemos jugar a ver quién gana.

  La aparición de religiones compasivas, que trataban de inculcar pautas de conducta altruistas cambió las motivaciones de la acción social. La obtención de estatus social ya no se limitaba a formar parte de la estructura del poder político (aristócratas, propietarios, magistrados, guerreros, clase política… sabios) sino que ahora abarcaba el contribuir benevolentemente al bien común. A diferencia de los encumbrados disertadores de los simposios de la Antigüedad, los humildes primeros científicos de la Europa de la Reforma (cuáqueros, calvinistas, jansenistas...) anotaban cuidadosamente los datos obtenidos en sus laboratorios, sometían sus escritos a la crítica y los contrastaban con los hallazgos de los artesanos y los técnicos.

    Aunque ni siquiera hoy se ha formulado una alternativa social basada en la psicología del altruismo benevolente, las tradiciones –como el cristianismo- aparecidas en el curso del progreso civilizatorio sí han permitido que se abrieran paso principios psicológicamente igualitarios (el alma inmortal, la caridad, la humildad) que, de forma necesaria, han acabado con los sesgos y prejuicios. La violenta sociedad europea de la Edad Media y el Renacimiento dejó, en su religión, resquicios de benevolencia no competitiva como un ideal psicológico de control de la agresión y de control del prejuicio.

Nuestra capacidad de evolución cultural es una fuerza inmensamente poderosa que ha permitido a la humanidad superar muchas de las limitaciones de su naturaleza. (Coda)

Lectura de “Ser humano” en Penguin Random House Grupo Editorial, 2024; traducción de Rosa Pérez Pérez

jueves, 5 de junio de 2025

“Retórica de la religión”, 1961. Kenneth Burke

    El concepto de la “logología” que en este ensayo desarrolla el filósofo Kenneth Burke aplicado a los textos religiosos cristianos no es de lo más conocidos, precisamente. Tiene que ver con la antigua disciplina de la “retórica”.

Con el permiso de Dios, aunque no sin su resentimiento, la simiente de Adán puede hacer hasta aquello que se le ha dicho explícitamente que no haga. El animal que usa palabras no sólo entiende un “no harás”; puede llevar el principio de lo negativo un paso más adelante y responder al “no harás” con un “no” desobediente. Logológicamente, la distinción entre la inocencia natural y el hombre caído gira alrededor de este problema de lenguaje y lo negativo. Si se elimina el lenguaje de la naturaleza, no puede haber desobediencia moral. En este sentido, la desobediencia moral es “doctrinal”. Como la fe, tiene su fundamento en el lenguaje (p. 149)

   La expresión de los sentimientos religiosos es tremendamente compleja: ha de proponerse un idealismo asequible a nivel de masas que mejore el comportamiento social y que vincule emocionalmente a cada individuo… y al mismo tiempo ha de fundamentarse este idealismo en el pensamiento racional (adoctrinamiento) que inevitablemente va a entrar en conflicto con un idealismo que, para ser efectivo, dependerá más de la emoción que de la razón. Por eso, muchas cosas mejor no decirlas de forma explícita, mejor expresarlas en la ambigüedad que es propia del arte y la literatura.

   El lenguaje es pensamiento. Y a veces no pensamos lo suficiente lo que decimos… y el lenguaje piensa por nosotros. 

   El mito del “hombre caído”, de la “Caída”, es fundamental en el cristianismo: creados a semejanza de Dios, sin embargo, los hombres fracasan al desobedecerlo y se hacen indignos de su divino origen. Necesitamos este mito para que coexistan en nuestra cultura tanto la necesidad de perfeccionarnos (ya que somos imperfectos) como la posibilidad de que esto pueda llevarse a cabo (porque nuestro origen es divino, al fin y al cabo).

  Por eso, si en el mandato divino incluimos necesariamente la exigencia de  “no” desobedecer es que damos por supuesto que la obediencia se enfrenta a fuertes obstáculos. “Por la ley conocí el pecado”.

El “mal” está implícito en la idea de “orden” porque “orden” es un término polar, o dialéctico, que implica una idea de “desorden”. (p. 155)

  En la religión moderna (no los “cultos mágicos” de los primitivos) el lenguaje es esencial para conformar el elemento simbólico, sin el cual la religión no puede existir. Y el lenguaje implica su propia doctrina en el ámbito de lo inconsciente, más allá de lo explícito.

Un cálculo logológico nos inclina (…) hacia la búsqueda de continuidades en el desarrollo que partió de la teología occidental hacia el orden de contabilidad y tecnología modernas, particularmente puesto que tal cálculo nos ayuda a estar siempre alertas en cuanto al papel del simbolismo como genio de motivación de la empresa secular. (p. 133)

Todo pensamiento ordenado será una función de sus sistemas de símbolos. (p. 232)

   El autor examina particularmente la obra –tan innovadora y crucial- de San Agustín.

Al repasar la larga serie de búsquedas, interrogaciones e “inquisiciones” de Agustín, vemos el retrato de un investigador que, aunque no lo expresara abiertamente, había experimentado incansablemente. Espontaneidad infantil; juegos pueriles; perversidad adolescente; absorción imaginativa en la poesía de Roma y Grecia; liberalismo estético; amores alborotados y amores cargados de remordimientos de conciencia; profesionalismo metropolitano como retórico (una mezcla de enseñanza y el arte de vender); astrología; escepticismo o la duda sistemática (al estilo de los académicos); estoicismo (la filosofía básica relacionada con el culto romano del gobierno, que Agustín ejemplificaría casi inconscientemente, porque aunque no menciona a los estoicos como tales, sí habla de haber sido muy influido por el moralismo del Hortensius de Cicerón, obra fuertemente matizada por el espíritu burocrático estoico); “actitud comunitaria” (si así se nos permite designar el tipo de asociación intelectual que casi condujera al directo establecimiento de una colonia comunal); maniqueísmo; los platónicos; y hasta un toque de aristotelismo, como, por ejemplo, en sus pensamientos sobre las Categorías de Aristóteles. (p. 80)

  Agustín hizo viable en la fe de las masas los principios filosóficos y éticos que Platón y Aristóteles formularon para las élites. Para las masas, esto no puede hacerse a nivel de “didactismo”, de desarrollo erudito, sino solo por caminos simbólicos. El uso del lenguaje como fuente autónoma de simbolismo es lo que hace accesible la perspectiva filosófica a la totalidad de la sociedad.

  Agustín es el hombre-puente entre la Antigüedad y la Cristiandad. Su evolución personal es evolución social. Agustín, el profundo y erudito filósofo, no puede renunciar a la filosofía por la fe de forma explícita. No puede decir: “aprendí mucho y eso me llevó al escepticismo crítico, pero ahora pretendo tener fe por el bien de la humanidad aceptando todo irracionalismo”. Esa actitud es imposible. Sin embargo, el uso del lenguaje nos proporciona marcadores inconscientes que permiten conciliar la evolución racional (Teología, razonamiento, Ciencia) y la aceptación irracional por el bien común (Fe dentro de la Iglesia).

Nuestro objetivo aquí es (…) tratar, en la medida de lo posible, de traducir los puntos de vista de Agustín de teología a “logología”. Es decir, dados los recursos del lenguaje, ¿qué se podría decir acerca de la eternidad, aunque tal vez no existe? (p. 113)

Hay una diferencia cualitativa entre el símbolo y lo que es simbolizado. (p. 23)

   Nombrar lo que no existe no lo hace existir… pero puede afectar emocionalmente en un sentido de mejora social. El lenguaje siempre miente y lo que no se dice a veces nos cuenta mucho más que lo que se dice: “¡no pienses en un oso polar!”. 

  Otro ejemplo, tras el de la “Caída”: la “alianza”.

La idea de un redentor está implícita en la idea de una alianza (p. 143)

   Porque una alianza presupone un conflicto previo y por lo tanto ese conflicto latente puede seguir existiendo (en tanto que la palabra “alianza” presupone “conflicto previo”). “Redentor” es un concepto que implica fin del conflicto en una medida de cambio de paradigma: la “alianza” es vulnerable, el “redentor” no.

  Las pequeñas diferencias son extraordinariamente importantes, como siempre pasa en la psicología.

Los calvinistas proponen la voluntad de Dios como fuente de salvación y condenación. La Iglesia afirma que la voluntad de Dios es fuente de salvación y que la voluntad del hombre es fuente de condenación (p. 194)

  Un Dios que no condena, pero que “solo salva” es un engaño retórico. El Dios calvinista es mucho más real, porque su siniestra voluntad deja al hombre más a cargo de su propio destino: de Dios no esperes nada, pues ya emitió sentencia. Católicos y calvinistas podrán predicar a partir de las mismas Escrituras, y podrán decir igualmente, si les parece conveniente, que “Dios es amor”, pero las palabras “salvación” y “condenación” tienen vida propia.

   ¿Qué utilidad nos aporta esta perspectiva “logológica”? Quizá hoy podríamos aspirar a una cultura racional de significados explícitos. Agustín tenía que construir un discurso necesariamente inestable (fe/razón) y por eso requería de un uso retórico de los simbolismos doctrinales.

El tema de la religión puede ser considerado como parte de la retórica en el sentido de que la retórica es el arte de persuasión, y las cosmogonías religiosas son concebidas, en último análisis, como formas de persuasión excepcionalmente minuciosas (p. 9)

  Cuando menos, hoy necesitamos equiparnos cognitivamente ante la amenaza de volver a caer en el enredo de las concepciones “inefables”. Lo inefable no es solo lo inexplicable… presupone lo contradictorio y lo imperfecto, so pretexto de que es tan perfecto que no puede ser expresado…

Hay palabras acerca de las palabras. He aquí el dominio de diccionarios, gramática, etimología, filología, crítica literaria, retórica, poética, dialéctica —todo lo que me complace concebir reunido en una disciplina que quisiera llamar “logología”—. (p. 21)

   Una sociedad futura ideal tendrá emociones y principios racionales perfectamente coordinados y en la formación epistémica de cada individuo socialmente autónomo de esta sociedad ideal futura, la historia de la logología y la retórica será perfectamente comprendida.

Lectura de “Retórica de la religión” en Fondo de Cultura Económica edición electrónica 2014; traducción de Mary Roman Wolff

domingo, 25 de mayo de 2025

“El altruismo eficaz y la mente humana”, 2024. Schubert y Caviola

   El movimiento “Altruismo eficaz” (en el que participan Stefan SchubertLucius Caviola) tiene un origen completamente lógico desde el punto de vista humanitario.

La mayor parte de las donaciones no van a las causas caritativas más efectivas (…) [De elegirse las donaciones cuidadosamente, éstas] podrían ser al menos hasta 100 veces más efectivas que la caridad promedio, según algunos estudios (p. 1)

  Resulta absurdo que algo tan importante como las donaciones caritativas se desperdicien por el descuido de no tener en cuenta su efectividad. 

Podemos hasta cierto punto derrotar un gran número de misconcepciones sobre la efectividad caritativa y conseguir con ello incrementar la efectividad de las donaciones (p. 104)

  La pedagogía insistente de las buenas causas nunca es inútil, pero más necesario aún es comprender primero por qué en ciertos casos las personas promedio tienden a actuar irracionalmente.

La mayor parte de la gente no utiliza la consideración objetiva que usan para las inversiones cuando toman decisiones sobre donar a caridad (p. 12)

Los donantes no tienen la actitud de “no puedo esperar a contárselo a mis amigos” que tienen los consumidores e inversores  (p. 36)

Un estudio encontró que la gente ve a los donantes empáticos, que donan según su corazón, como personas más fiables y cálidas que los donantes calculadores que usan estimaciones coste-beneficio para determinar dónde realizar sus donaciones (p. 25)

  ¿Para qué donamos? ¿Cuál es la motivación de los actos humanitarios? Desde luego, no se trata del sentido del deber kantiano. Quizá un poco eso de “sentirnos bien con nosotros mismos”, pero, sobre todo, lo hacemos para incrementar nuestra reputación en el medio social en el que vivimos. Hagamos mayor o menor ostentación de nuestra caridad (hay viejas costumbres sobre eso) está claro que no queremos parecer menos fiables y cálidos, si, encima, estamos haciendo el mayor bien para el mayor número.

  Obrar “por el corazón” suele llevar a malas elecciones a la hora de hacer un bien efectivo a nuestros semejantes. Es como el dilema del médico que tiene que atender a los heridos graves de un accidente de tráfico: no debe necesariamente concentrar su atención en el que pueda estar en la situación más angustiosa, que es probable que ya no pueda salvarse, sino en aquel que tenga más posibilidad de cura. 

  Y, para colmo, donde aparentemente los donantes a causas humanitarias sí imitan a los inversores es en la diversificación (donar a causas variadas para que en lo posible nadie quede desatendido) ... y esto es también absurdo, porque si se trata de salvar vidas lo que cuenta es cuántas vidas se salvan, y no tanto salvarlas en lugares diversos o de riesgos diversos.

Normalmente tenemos razón para concentrar nuestras donaciones a la caridad más prometedora (p. 68)

   Algunas enfermedades son ciertamente terribles, como el Sida o el cáncer, pero otras que no tienen el mismo impacto entre el público son igualmente mortales… y más fácilmente curables.

La mayor parte de la gente [que participó en un estudio al respecto] se sintió más motivada [a donar] para la investigación del cáncer que a las enfermedades cardiacas o artritis. Tales sentimientos para causas en particular superaban la información sobre la efectividad (p.12)

  Según agencias como Givewell, resulta que podemos salvar una vida con una donación aproximada de 5.000 dólares que se dediquen al tratamiento contra la malaria en el África subsahariana… mientras que el tratamiento contra el Sida o el cáncer para salvar igualmente a una persona enferma puede costar muchísimo más (¿qué necesidad había, por cierto, de inventar el un tanto pueril dilema ético del tranvía, cuando convivimos diariamente con la realidad de los dilemas utilitaristas de la acción humanitaria?).

  De forma parecida, se suele decir que la caridad debe empezar por quienes están cerca de nosotros (enfermos y personas en precariedad en las mismas ciudades de los países ricos), pero…

Tiende a ser más efectivo para la gente en los países ricos ayudar a la gente en países en desarrollo que a sus compatriotas (p. 3)

  Los autores promueven estrategias que permitan solventar o aminorar las consecuencia fatales de estos absurdos y que, en suma, permitan salvar un mayor número de personas del sufrimiento y la muerte prematura. Organizaciones como GiveWell son extraordinariamente útiles al señalar cuáles son las mejores opciones. La pedagogía, por supuesto, es esencial.

Ni uno solo de los 167 participantes [en un sondeo de opinión acerca de cómo elegir dónde hacer una donación de dinero] eligió una caridad que los expertos clasificasen como que estuviera entre las más efectivas del mundo (…) [Sin embargo,] el 41% de los participantes que habían sido informados [de forma explícita y detallada sobre la efectividad señalada por expertos] sí que lo hicieron (p. 102)

  Y hay  otras estrategias efectivas que aparentan ser meros “trucos psicológicos”, como, por ejemplo, ofrecer “packs caritativos” que diversifiquen las donaciones… pero siempre atentos a que se incluya la donación más productiva entre ellas (esto es más rentable que intentar persuadir a los donantes de que incidan solo en las donaciones más eficaces). O incentivar las donaciones más efectivas con un refuerzo (por cada euro que dones a esta causa en concreto… la organización añade otro más).

Al dar tanto a su caridad favorita como a una caridad altamente efectiva, los donantes señalan tanto calidez como competencia (p. 110)

  El utilitarismo resulta, pues, un planteamiento convincentemente práctico cuando se trata de ayudar a nuestros semejantes. Solo eso ya hace muy necesaria la publicación de este tipo de obras de divulgación. Pero cuando nos cuestionamos el altruismo “y la mente humana” estamos implicando cuestiones más profundas y más trascendentes (y, al cabo, más útiles aún).

El sesgo contra el impacto indirecto puede ser un obstáculo crucial al altruismo efectivo porque algunas caridades con alto impacto indirecto han sido estimadas como más efectivas (p. 83)

  Un ejemplo de impacto indirecto es no financiar directamente a una agencia que distribuye vacunas en África, sino a una agencia especializada que se encargue de buscar donantes de alto nivel con estrategias de eficacia equiparable a la de los publicistas y lobbystas del gran comercio internacional… y cuyo personal altamente especializado, por supuesto, cobrará pingües salarios…

  Ahora bien, otros podrán opinar que, si la falta de caridad procede de un sistema económico enormemente injusto, ¿no sería mucho más productivo tratar de cambiarlo?

[Muchos] argumentan que sería más prometedor intentar modelar la política de los gobiernos. (p. 157)

  Hace cien años, un intelectual marxista lo habría tenido claro: hacer triunfar la lucha de clases en el mundo sería el altruismo más eficaz.

  Sin embargo, el fracaso de la lucha de clases no debe hacernos olvidar que aún hoy, en lugar de las meras estrategias “mecánicas” que se exponen en este libro a la hora de sacar partido a las tendencias caritativas hoy existentes (eficacia dentro del pragmatismo) podría ser viable la exploración de vías para el cambio social conducentes a un sistema económico basado en el altruismo.

  De hecho, la mera existencia de organizaciones como “Altruismo eficaz” ya es un buen síntoma de cambio social. Este movimiento hace unos quince años no existía, y se basa en un planteamiento racional y coherente para explotar los impulsos altruistas de los individuos motivados. Es importante considerar que en este libro también se contempla incentivar la motivación altruista. Y aquí surgen nuevas cuestiones, que algunos pueden  considerar hoy como "rebuscadas", pero que tal vez dejen de parecerlo dentro de poco.

Una interpretación ingenua del altruismo efectivo podría llevar a alguien a creer que está justificado mentir o robar por un bien mayor [como haciendo un desfalco o estafando a ricos inversores y después donar el dinero obtenido a caridad] (…) [Pero] mentir y robar por el supuesto bien mayor causaría que disminuyese la confianza social, que es un componente vital en una buena sociedad (…) Además, podría tener un alto coste reputacional para el altruismo efectivo (p. 155)

   ¿Y si una bella joven (que en otros tiempos hubiera podido ser monja) contrae matrimonio con un nada atractivo varón centimillonario o milmillonario a cambio de que éste done decenas o centenas de millones a obras de caridad? ¿Cuál sería el coste reputacional de una acción semejante? Al fin y al cabo, muchas heroínas de las novelas de Dickens, Balzac o Dostoievsky se sacrificaban casándose con un odioso señor adinerado para salvar a sus familias.

   Saltamos así de la ética utilitarista a la ética de la virtud. ¿No sería más útil cultivar estilos de vida basados en el altruismo, un poquito más allá (evolutivamente) del estilo de vida convencional actual?

  Los autores constatan que, de momento, no se da un crecimiento espectacular (ni aritmético ni geométrico) del movimiento del “altruismo eficaz”… y tienen la lucidez (eficaz lucidez) de observar las características psicológicas propias de quienes participan activamente en acciones altruistas.

La búsqueda de la verdad y otras virtudes epistémicas son cruciales para la práctica del altruismo efectivo (p. 131)

  Porque implican racionalidad. La búsqueda de la verdad debe incluir también la naturaleza cultural (culturalmente evolutiva) del comportamiento social humano. Y toda evolución consiste en “copia más modificación”, y toda evolución implica que pautas minoritarias acaban imponiéndose, por su eficiencia, en las mayorías.

En lugar de intentar alcanzar indiscriminadamente a la mayor parte de la población, los esfuerzos podrían tener como objetivo específico aquellos que están más abiertos al altruismo efectivo (p. 120)

  Es decir, construir minorías culturalmente activas (recordemos la “influencia de las minorías”) capaces de influir en el sentido de hacer evolucionar un estilo de vida que estuviese más basado en el altruismo. ¿Cuáles son las motivaciones del comportamiento altruista?, ¿a qué otras características emocionales se asocia el altruismo?, ¿cómo desarrollarlas, difundirlas, incentivarlas?

  ¿No contamos, acaso, con la evidencia de los cambios culturales (morales) de nuestro pasado reciente?, ¿por qué los cambios epistémicos referidos al racismo, la superstición o el sexismo que ya se han producido no pueden seguir evolucionando hasta acabar eliminando la concepción social actual que tolera la precariedad económica extrema en un mundo de gran riqueza? 

  ¿Cuál es la estrategia más eficaz para conseguir que prospere el altruismo más eficaz?

Lectura de “Effective Altruism and the Human Mind” en Oxford University Press 2024; traducción de idea21

jueves, 15 de mayo de 2025

“La idea del progreso”, 1920. J. B. Bury

   Entre 1815 (fin de las guerras napoleónicas) y 1914 (primera guerra mundial) el mundo parecía haber entrado en una época gloriosa, sin precedentes: ¡el progreso!

En 1850 apareció en París un librito (…) con el título “La idea del progreso”. Su interés está en el expreso reconocimiento de que el progreso era la idea característica de la época (Capítulo 17)

La historia tiene una meta, y la humanidad tiende perpetuamente, si bien en una línea oscilante, hacia un estado más perfecto mediante una creciente dominación de la razón sobre el instinto y el capricho (Capítulo 17)

  Este último texto acerca de que “la historia tiene una meta” es obra de uno de los más lúcidos visionarios éticos de la época, Ernest Renan. “Progreso” como “dominio de la razón sobre el instinto”. Aún hoy es una concepción creíble.

 Cuando John Bagnell Bury escribe su libro sobre la historia del progreso, en 1920, sin embargo, las brillantes expectativas se han ensombrecido: la espantosa –y absurda- guerra 1914-1918 ha arrastrado también el surgimiento de la Revolución bolchevique que a los autores ilustrados más sensatos recuerda siniestramente el Terror jacobino.

  Y de ahí la reflexión de la que nace este libro:

La frase “civilización y progreso” se ha convertido en un estereotipo e ilustra cómo hemos llegado a juzgar una civilización como buena o mala según si es o no progresista. Los ideales de libertad y democracia, los cuales cuentan con sus independientes y antiguas justificaciones, han buscado cobrar más fuerza al vincularse al progreso. Las conjunciones de “libertad y progreso”, “democracia y progreso”, nos encuentran en cada esquina. El socialismo, en su etapa temprana de su desarrollo moderno, buscaba el mismo apoyo. [Pero] los amigos de Marte, que no pueden soportar la perspectiva de la paz perpetua, mantienen que la guerra es un instrumento indispensable para el progreso; es en el nombre del progreso que los doctrinarios que han establecido el presente reino de terror en Rusia basan su actuación. Todo esto muestra el sentimiento prevalente de que una teoría social o política, o un programa, hoy es apenas sostenible si no puede afirmar que está en armonía con esta idea controladora. (Prefacio)

  Cien años después… ¿no participamos en cierto modo de esta decepción? Porque también en 1989, con la caída del muro de Berlín, se esperaba que se emprendiera una continuidad de progreso en el mundo entero. No nos viene mal entonces una reflexión sobre este concepto (o ideal) tan extendido hoy pero que nos aporta tanto desencanto.

  El “progreso” del siglo XIX era percibido por las masas sobre todo por el avance tecnológico y económico.

Entre 1830 y 1850, el transporte ferroviario se expandió en toda Gran Bretaña y fue introducido en el continente, y la electricidad fue sometida a la conveniencia humana por la invención del telégrafo (Capítulo 18)

 Hubo, por supuesto, muchas más invenciones pero incluso quienes vivían lejos de las zonas industriales y quienes no sabían cómo se producían los bienes de consumo cada vez más abundantes y menos caros sí que conocían el ferrocarril y el telégrafo. Y la prensa, cada vez más difundida en una sociedad cada vez más alfabetizada, informaba de nuevas invenciones por venir. Era vertiginoso. 

   Las maravillas tecnológicas incendian la imaginación de un Julio Verne, pero las consecuencias sociales son aún más transformadoras.

El más destacado hecho observable en la historia es la continua extensión del principio de asociación, en la familia, ciudad, nación, iglesia supranacional. El próximo paso ha de ser una asociación más vasta que comprenda a toda la raza. A consecuencia de la insuficiencia del asociacionismo, la explotación del débil por el fuerte resultaba ser un rasgo capital en las sociedades humanas, pero las formas sucesivas del asociacionismo muestran una mitigación gradual de la explotación. Del canibalismo se siguió la esclavitud, a la esclavitud siguió la servidumbre, y finalmente llegó la explotación industrial por el capitalista (…) La sociedad del futuro será socialista [con predominio de la propiedad estatal] (Capítulo 15)

  Esto lo escribió Henri de Saint-Simon ya en aquellos tiempos.   

  Los antiguos, en cambio, no creían en el progreso. En general, los sabios paganos o bien creían que nos hallábamos en una continua decadencia tras la Edad de Oro del pasado habitado por los dioses, o bien creían que la humanidad repite ciclos que vuelven a dejarla en el punto de partida.

  Se suele citar a Séneca como el primer filósofo que creyó en el progreso humano.

El día llegará cuando el tiempo y la diligencia humanos esclarecerán los problemas que ahora son oscuros. Dividimos los pocos años de nuestras vidas desigualmente entre el estudio y el vicio, y llevará el trabajo de muchas generaciones explicar cosas como los cometas. Un día nuestra posteridad se maravillará de nuestra ignorancia de las causas que serán tan evidentes para ellos (Introducción)

  También los epicúreos (como Lucrecio en “De Rerum Natura”) se habían apercibido de que los humanos civilizados habían abandonado la barbarie del pasado, haciéndose diferentes de las bestias. Pero aunque se podía reconocer un avance con respecto al pasado y se ponían esperanzas en incrementar la sabiduría en el futuro, no se pensaba tanto en el desarrollo económico-tecnológico ni en el avance social. Con todo, el Imperio Romano, surgido de mil guerras, idealizaba la paz, tal vez una paz perpetua.

  Con el cristianismo, todas las esperanzas pasan al mundo ultraterreno.

Para Agustín, así como para cualquier creyente medieval, el curso de la historia estaría completado satisfactoriamente si el mundo llegase a un fin en su propio periodo vital. No estaba interesado en la cuestión de si una gradual mejora de la sociedad o incremento de conocimiento marcaría el periodo de tiempo que podía aún quedar antes del Día del Juicio (Introducción)

  Entonces, ¿cuándo surge la idea del progreso tal como hoy la concebimos? Tuvo que ser un poco antes de 1815, evidentemente. De hecho, fue un poco antes del siglo XVIII (el siglo de la Ilustración).

Los descubrimientos de los antiguos merecen gran alabanza, pero los modernos también han alumbrado fenómenos que ellos habían explicado de forma incompleta y han hecho descubrimientos de igual o superior importancia. Por ejemplo, la brújula (Capítulo 1)

  Éste es el juicio de Jean Bodin, si bien no especula acerca de qué otros logros vendrán en el futuro.

Las tres invenciones que eran desconocidas para los antiguos – la imprenta, la pólvora y la brújula (Capítulo 2)

  Es decir, en el Renacimiento se redescubren los avances de la Antigüedad… pero a partir del racionalismo propio del mero hecho de la observación, se constatan cambios posteriores que no pueden ser más que para mejor.

  “La imprenta, la pólvora, la brújula”… Pero en el pasado también hubo invenciones: los carros de caballos, la escritura, la metalurgia… Los sabios de entonces no parecían darles mucha importancia social. Sócrates incluso desconfía de la escritura porque hace que el hombre ya no piense tanto por sí mismo, sino que dependa del conocimiento de otros.

  Bury no reflexiona sobre esto. Parte del principio de que hay una comparación con el pasado redescubierto y, de esta comparación razonada, surge la idea de los avances que se producen y pueden seguir produciéndose.

La atmósfera general en Francia en el reinado de Luis XIV era propicia a la causa de los Modernos. Los hombres sentían que era una gran época, comparable a la de Augusto, y pocos habrían preferido vivir en otros tiempos. (Capítulo 4)

La ciencia y las artes dependen de la acumulación de conocimiento, y el conocimiento necesariamente se incrementa con el paso del tiempo [Perrault] (Capítulo 4)

  ¿Por qué se aprecia ahora la importancia de las invenciones prácticas?, ¿por qué hacia mediados del siglo XVII, con Descartes, Bacon, Newton y la “Royal Society” se pone a los científicos al nivel del prestigio social de los grandes artistas o filósofos?

La popularización de la ciencia, que era uno de los rasgos del siglo XIX, fue de hecho una condición del éxito de la idea de progreso (Capítulo 5)

  Quizá existiera un valor moral de origen cristiano en ello. Al fin y al cabo, los cristianos creían que mediante el razonamiento podía alcanzarse un conocimiento místico y a la vez moral, y los monjes, Ora et labora, durante la Edad Media utilizaron su inteligencia para logros prácticos no relacionados con la guerra. Con el humanismo, el erasmismo y el protestantismo, la capacidad para alcanzar la perfección espiritual y moral mediante el razonamiento quedaba al alcance de todos… pues todos poseemos alma inmortal y la misma aspiración.

  En todo caso, hacia el siglo XVIII la idea de progreso ya está consolidada.

En 1737 [el abad de Saint-Pierre] publicó una obra general para explicar su concepción: "Observaciones sobre el continuo progreso de la razón universal" (Capítulo 6)

El problema de la raza humana era alcanzar un estado de felicidad por sus propios poderes. Los pensadores [ilustrados del siglo XVIII] creían que era alcanzable por el triunfo gradual de la razón sobre el prejuicio y el conocimiento sobre la ignorancia (Capítulo 8)

  Y lo que empieza como progreso meramente intelectual (y quizá económico) pasa al campo del progreso social.

¿Cuál era el valor de los logros de la ciencia y la mejora de las artes, si la vida misma no podía ser mejorada? ¿No era posible una radical reconstrucción en la fibra social, equiparable a la reconstrucción radical inaugurada por Descartes en los principios de la ciencia y los métodos de pensamiento? (Capítulo 6)

La teoría psicológica de Helvetius (…) [consistía en que] la naturaleza y carácter del hombre es moldeada por su entorno (…) Cambia las opiniones del hombre y actuará de forma diferente. Haced que las opiniones sean conformes a la justicia y la benevolencia, y tendrás una sociedad benevolente. La virtud es, como enseñaba Sócrates, una cuestión de conocimiento (…) Transforma las ideas de los hombres y la sociedad será transformada. El filósofo francés consideró que un sistema reformado de educación de los niños sería el medio más eficaz para promover el progreso y traer el reino de la razón; Condorcet [por su parte] creó un esquema de educación estatal (Capítulo 12)

  Parece ser que el primer socialista habría sido un autor llamado Morelly.

Morelly (…) pensaba que, ayudados por la ciencia y el aprendizaje, el hombre podía alcanzar un estado basado en el comunismo que recordase al estado de naturaleza pero más perfecto (Capítulo 9)

  Avance filosófico, avance económico, avance tecnológico y avance social. Todos coincidirán en el siglo XIX, la época del progreso. Se legalizan los sindicatos, se universaliza la educación y la sanidad, se expande el sufragio, se combate el racismo y en 1914 Henry Ford dobla el salario a sus obreros para convertirlos también en consumidores. Los socialistas escribirán sus panfletos y manifiestos, y todo el mundo se pondrá a leer: periódicos, folletones, novela psicológica…

  ¿Qué podía salir mal?  

Lectura de “The Idea of Progress” en Project Gutenberg Ebook 2013; traducción de idea21