martes, 15 de agosto de 2023

“Contagio emocional”, 1994. Hatfield, Cacioppo y Rapson

  Todos conocemos por referencias el fenómeno de “histeria colectiva”, una espectacular consecuencia de la capacidad de influirnos emocionalmente los unos a los otros. Pero la capacidad para transmitir emociones entre individuos no se limita a tales excepcionales casos, sino que es básico y cotidiano en el comportamiento humano a pequeña y gran escala. Forma parte de nuestra forma de relacionarnos.

En conversación, la gente tiende automática y continuamente a hacer mímica y sincronizar sus movimientos con las expresiones faciales, voces, posturas, movimientos y comportamientos instrumentales de los demás (…) Las experiencias emocionales subjetivas se ven afectadas, en cada momento, por la activación y el feedback de tal mímica (p. 10)

  En su libro, la psicóloga social Elaine Hatfield, el neurocientífico John T Cacioppo y el psicoterapeuta Richard L Rapson analizan el fenómeno como un elemento fundamental en las relaciones humanas, con sus puntos positivos y negativos para nuestro ideal de convivencia.

Este texto se centra en el contagio emocional rudimentario o primitivo –el cual es relativamente automático, no intencional, incontrolable y en gran parte inaccesible a la consciencia del actor-. Esto se define como la tendencia a sincronizar y hacer mímica automáticamente de las expresiones faciales, vocalizaciones, posturas y movimientos con los de otra persona y, consecuentemente, para  converger emocionalmente  (p. 5)

  Por una parte, todo lo que enriquezca las relaciones humanas podemos verlo como algo positivo.

Las relaciones interpersonales normalmente van mejor cuando la gente es sensible a los marcadores [emocionales] no verbales (p. 164)

  Pero el contagio emocional tiene muchos aspectos oscuros. Estas comunicaciones interpersonales pueden dar lugar a manipulaciones. En el libro se examina, entre otros, un caso relativamente célebre, cuando se analizó científicamente el comportamiento no verbal de un famoso presentador norteamericano de televisión durante un periodo de campaña electoral.

Diferencias sutiles en las expresiones faciales y vocales de Peter Jennings cuando hablaba sobre los candidatos presidenciales fueron aparentemente suficiente para influir las preferencias y el comportamiento electoral de los televidentes  (p. 129)

  Es decir, se analizó que había favorecido a uno de los candidatos presidenciales incluso de forma inconsciente.

Las emociones de una persona pueden ser socialmente perceptibles (a través de la voz, las expresiones faciales, los gestos o posturas) y transmisibles incluso cuando la persona no tiene tal intención  (p. 130)

  Otro caso estudiado consistió en analizar el tono de voz que un hombre utiliza al hablar con una mujer atractiva. Se reprodujo intencionadamente este tono de voz en varias conversaciones telefónicas entre hombres y mujeres.

Las mujeres a las que se les había hablado como si fueran bellas pronto habían comenzado a responder [en su dicción] como si lo fueran realmente, convirtiéndose en inusualmente animadas, confiadas y sociables (p. 114)

  Por mucho que parezca que el lenguaje –verbal y no verbal- tiene solo un uso informativo, la relación emocional mutuamente influyente es constante.

La gente intenta comunicar solidaridad e implicación cuando hacen mímica de las posturas de los demás  (p. 36)

  Esta implicación en la mímica se ha observado incluso en chimpancés: un chimpancé que observa cómo un compañero se esfuerza en agarrar un alimento en una posición difícil imita el gesto de extender el brazo. Y en este tipo de actos y reacciones están implicados también los mecanismos de aprendizaje.

La gente con frecuencia aprende nuevos comportamientos por observar el comportamiento de otros y sus consecuencias (p. 46)

Una importante consecuencia del contagio emocional es una sincronía conductual, atencional y emocional que tiene la misma utilidad (e inconvenientes) adaptativa para las entidades sociales (diadas, grupos) que tiene la emoción para el individuo  (p. 5)

  Por otra parte, al igual que numerosos experimentos denotan que la predisposición a vincularnos emocionalmente condiciona las relaciones sociales, también sucede al revés: los condicionamientos sociales previos determinan nuestras emociones con respecto a los demás. No solo en las relaciones de parentesco, sino en base a marcadores de todo tipo siempre y cuando los vinculemos a nuestra propia identidad.

Eran los sujetos que creían ser similares a sus confederados [en un experimento de psicología social] los que se sentían peor con respecto a su sufrimiento  (p. 172)

   Por "similar" podemos entender gustos sobre deportes, comida o hábitos de ocio. Marcadores que pueden parecer incluso banales disparan sentimientos de afinidad que a su vez disparan emociones y sus respectivos consecuencias de comportamiento. Todo esto se opone a nuestro ideal de juicio objetivo. Peor todavía es la situación en casos de culturas especialmente colectivistas, donde las personas están predispuestas a actuar en consonancia con otros.

Los individuos de culturas que enfatizan la interdependencia son especialmente vulnerables a la experiencia de las emociones y el contagio centrado en personas ajenas  (p. 152)

   El conocimiento de este aspecto de la naturaleza humana puede beneficiarnos (todo conocimiento acerca de nuestra propia naturaleza nos beneficia). Nosotros podríamos actuar directamente sobre nuestra predisposición a comunicar emociones a nuestros semejantes. Podemos educar nuestras propias emociones y ejercer la “inteligencia emocional” a partir de los recursos innatos con que todos contamos, pero ahora desde un punto de vista racional donde medios y fines queden claramente delimitados.

Una persona emocionalmente inteligente poseería un trío de habilidades: la habilidad de comprender y expresar sus propias emociones y reconocerlas en otros; la habilidad de regular sus propias emociones y las de los demás; y la habilidad de proveerse de sus propias emociones a fin de motivar comportamientos adaptativos (p. 186)

  Una sistematización inteligente del control de las emociones puede llegarnos de una fuente poco convencional: el trabajo de los actores profesionales para construir personajes.

Stanislavski propuso que podíamos revivir emociones en cualquier momento si nos implicábamos en una variedad de pequeñas acciones que en algún momento asociamos con esas emociones  (p. 78)

  No es muy diferente al trabajo de los psicoterapeutas que tratan de que ejerzamos un control lúcido sobre nuestras experiencias emocionales. El efecto sería aún mayor si, como los actores a los que enseñaba Stanislawski, tuviéramos presente un guión o argumento a seguir.  Podemos cultivar el personaje elegido dentro del argumento elegido y utilizar inteligentemente todos los recursos emocionales disponibles.

   Si lo que nos interesa es que tal organización de comportamiento emotivo dé lugar a relaciones humanas armoniosas, debemos elegir una pauta psicológica que desarrolle un entorno social acorde con tal ideal de conducta. Si tenemos presente la implicación emocional de todos nuestros actos y si vinculamos el comportamiento emocional al comportamiento moral y a un idealismo benevolente podríamos crear un entorno  mucho más esperanzador en lo que se refiere a la confianza y afección entre semejantes. Puesto que todos vivimos emocionalmente nuestras experiencias como seres sociales es en teoría factible elegir nuestras emociones favoritas y evaluar las posibilidades para desarrollarlas en un entorno acorde con nuestras aspiraciones de vida en armonía.

Lectura de “Emotional Contagion” en Cambridge University Press 1994; traducción de idea21

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