“El contrato social” de Rousseau podemos relacionarlo con otras obras clásicas acerca del “buen gobierno”. En ese sentido no refleja directamente lo que hoy se considera a nivel popular el propio “pensamiento rousseaniano” (la bondad originaria del “hombre en estado de naturaleza”) pero sí que deja entrever mucho de este tipo de planteamientos sobre la condición humana previamente a abordar el tema de la organización política de la sociedad.
El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro.
Lo que también ignoraba Rousseau es que hoy ningún científico social va a admitir que “el hombre ha nacido libre”. En realidad, los seres humanos somos, por nuestra propia naturaleza social, por completo dependientes del medio que forman alrededor de nosotros los demás semejantes. No solo no hay libertad “de nacimiento” sino que, además, las sociedades más primitivas son mucho más opresivas para el individuo en tanto que determinantes de sus costumbres, sus actos y sus pensamientos de lo que lo era la sociedad en la que vivió Rousseau.
En cualquier caso, como pensador político y no mero “philosophe” ilustrado, a Rousseau se le llegó a considerar uno de los grandes profetas del humanismo liberal republicano. Con todos sus excesos explicables, la visión de Rousseau fue en verdad pionera en la creación de un pensamiento popular liberal, democrático y secular.
Rousseau plantea la idea del buen gobierno desde un punto de vista original: siendo la libertad la esencia del ser humano, no hay legitimación alguna para limitarla. Solo el mismo individuo libre puede acceder voluntariamente a delegar su libertad en sus representantes.
Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes. No hay resarcimiento alguno posible para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre: despojarse de la libertad es despojarse de moralidad. En fin, es una convención fútil y contradictoria estipular de una parte una autoridad absoluta y de la otra una obediencia sin límites.
Con este punto de partida delimitamos claramente el objeto de estudio:
Me propongo investigar si dentro del radio del orden civil, y considerando los hombres tal cual ellos son y las leyes tal cual pueden ser, existe alguna fórmula de administración legítima y permanente.
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social
La solución más cercana que encuentra Rousseau deriva del republicanismo grecorromano. Sorprendentemente, Rousseau simpatiza poco con el parlamentarismo británico, ya muy desarrollado en su tiempo.
El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del Parlamento: tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada. El uso que hace de su libertad en los cortos momentos que la disfruta es tal, que bien merece perderla. La idea de los representantes es moderna; nos viene del gobierno feudal, bajo cuyo sistema la especie humana se degrada y el hombre se deshonra. En las antiguas repúblicas, y aun en las monarquías, jamás el pueblo tuvo representantes. Es muy singular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no hubiesen siquiera imaginado que podían usurpar las funciones del pueblo
La diferencia parece sutil, y cuesta trabajo descubrir por qué la propuesta rousseaniana se fija sobre todo en la lejana República de Roma o incluso en Esparta en lugar del liberalismo británico.
En el régimen que él recomienda
se instituye una magistratura particular que sin formar cuerpo con las otras, repone cada término en su verdadera relación y establece una conexión o término medio, ya entre el príncipe y el pueblo, ya entre aquel y el soberano o entre ambas partes si es necesario. Este cuerpo, que yo llamaré tribunado, es el controlador de las leyes y del poder legislativo, y sirve a veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras a sostener el gobierno contra el pueblo, como hace en Venecia el Consejo de los Diez, y otras a mantener el equilibrio entre una y otra parte, como lo hacían los éforos en Esparta.(…). Es más sagrado y más reverenciado, como defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta y el soberano que las da. (…) El tribunado, sabiamente moderado, es el más firme sostén de una buena constitución; pero por poca fuerza que tenga de más, es bastante para que trastorne todo: la debilidad es ajena a su naturaleza, y con tal de que represente algo, nunca es menos de lo que necesita. (…) El mejor medio para prevenir las usurpaciones de tan temible cuerpo, medio que ningún gobierno ha descubierto hasta ahora, sería el de no hacerlo permanente, regulando los intervalos durante los cuales debe suprimirse.
La desconfianza ante los representantes políticos ha de ser considerada equiparable a la de la desconfianza ante cualquier autoridad. En esa tensión vivimos. Todavía hoy.
Si se investiga en qué consiste precisamente el mayor bien de todos, o sea, el fin que debe perseguir todo sistema de legislación, se descubrirá que él se reduce a los objetos principales: la libertad y la igualdad
En cuanto a la igualdad, no debe entenderse por tal el que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el primero esté al abrigo de toda violencia y que no se ejerza jamás sino en virtud del rango y de acuerdo con las leyes; y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea suficientemente opulento para poder comprar a otro, ni ninguno bastante pobre para ser obligado a venderse (…) Porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, la fuerza de la legislación debe siempre propender a mantenerla.
Un planteamiento lúcido para una determinada visión del hombre que hoy seguimos compartiendo: nuestra libertad se encuentra amenazada por nuestros semejantes. Rousseau y otros ilustrados subrayaban la necesidad de ser libres a la vez que encontraban que la filosofía cristiana destruía lo que consideraban más valioso en la naturaleza del hombre.
Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; ellos lo saben, pero no se inquietan, porque esta vida corta y deleznable tiene muy poco valor a sus ojos.
¿Creía de verdad Rousseau que la esencia de la filosofía del cristianismo consiste en ofrecer un paraíso sobrenatural a cambio de una sumisión en la Tierra de la que sin duda se aprovecharán los cínicos opresores?
El cristianismo es una religión enteramente espiritual, ocupada únicamente en las cosas del cielo; la patria del cristiano no es de este mundo. Cumple con su deber, es verdad, pero con una profunda indiferencia por el buen o el mal éxito de sus desvelos. Con tal de que no tenga nada que reprocharse, poco le importa que todo vaya bien o mal aquí abajo. (…) Para que la sociedad fuese apacible y pacífica y que la armonía se mantuviese, sería preciso que todos los ciudadanos sin excepción fuesen igualmente buenos cristianos, porque si desgraciadamente se encuentra un solo ambicioso, un solo hipócrita, un Catilina, un Cromwell, éstos harán un buen negocio con sus piadosos compatriotas.
Semejante razonamiento es un error: un ambicioso o un hipócrita no puede forzar a un cristiano virtuoso a obedecer el mal porque ese “no tener nada que reprocharse” también implica que la virtud cristiana exige un juicio racional y obliga a obrar misericordiosamente con el semejante; por lo tanto, el cristiano no puede actuar en base a “una profunda indiferencia por el buen o el mal éxito de sus desvelos” y precisamente por el hecho de que “la patria del cristiano no es de este mundo” el cristiano verdadero, sin preocuparse mucho por las ambiciones personales del hipócrita (aunque salvar al pecador también es del interés del buen cristiano), se ve motivado para comportarse bondadosamente bajo cualquier circunstancia. En consecuencia, el cristiano estricto no puede ser actor del mal. Puede pagar los impuestos al César (al tirano) pero también debe despojarse de su riqueza por el bienestar de sus semejantes. Es cierto que el perfecto cristiano no puede actuar contra la tiranía política (igual que no puede actuar contra las inundaciones ni contra las plagas de langosta) pero su conducta intachable tiene un efecto psicológico y cultural que ninguna tiranía puede resistir, por muy astuto que sea el “Catilina” o “Cromwell” de turno. Todo esto, por supuesto (y ahí está la cuestión fundamental... que no aborda Rousseau), siempre que el cristiano sea en verdad coherente con su fe (algo que ni siquiera el Jesús de los evangelios consigue...).
El error de Rousseau parece encontrarse en la psicología de la fe: pretende que la acción individual del hombre virtuoso es inoperante si no se traduce en acción política, no comprende que el hombre virtuoso se corrompe necesariamente al entrar en política (pues “política” implica lucha por el poder de coaccionar a otros) mientras que la acción virtuosa influye poderosamente en el comportamiento ético del conjunto de la sociedad, aun siendo apolítica.
Rousseau rechaza la virtud por inútil en lugar de propugnar el perfeccionamiento de ésta, que fue el camino de la Reforma protestante… reforma que en Francia se vio frustrada por la represión pero que en Inglaterra acabó dando lugar a un avance cultural muy diferente al de la Ilustración francesa.
Observemos esta opinión:
Un esclavo hecho en la guerra o un pueblo conquistado, no está obligado a nada para con el vencedor, a excepción de obedecerle mientras a ello están forzados. Tomando el equivalente de su vida, el vencedor no le ha concedido ninguna gracia: en vez de suprimirlo sin provecho, lo ha matado útilmente.
Bien está decir que el esclavo no tiene nada que agradecer a su opresor, pero es incorrecto afirmar que no hay un contenido de benevolencia relativa, de “gracia”, en la actitud del vencedor que en lugar de matar (o incluso devorar) al prisionero, lo hace trabajar a su servicio. Los movimientos abolicionistas de la esclavitud, contemporáneos de Rousseau, no tenían otro fin que dar un trato más humano al semejante, y no tanto buscar nuevas fórmulas de explotación (como se ha llegado a decir). Es lógico que, en la Antigüedad, un principio del mismo estilo (piedad para el vencido) hubiera tenido influencia también en el hecho de que se conservase la vida del prisionero al que luego se esclaviza. De la misma forma que abolir la esclavitud fue un avance, también lo habría sido antes el instituirla, así como las reglamentaciones intermedias de la esclavitud (manumisión, servidumbre…) que se dieron previamente a la absoluta abolición.
Como los marxistas harían después de él, Rousseau niega la existencia de una evolución moral de la humanidad y en su lugar quiere convertir a los individuos y a los pueblos en meras marionetas de las estructuras políticas. Esto vicia en buena parte el principio básico de la Ilustración, que era fomentar el humanismo mediante el esclarecimiento racional.
No hay gobierno que esté tan sujeto a las guerras civiles y a las agitaciones intestinas como el democrático o popular, a causa de que no hay tampoco ninguno que tienda tan continuamente a cambiar de forma, ni que exija más vigilancia y valor para sostenerse. (…) Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.
Con esto se plantea un escepticismo peligroso que abriría el camino a caudillos como Napoleón: siendo un tirano, él podía presumir de ser también el adalid de los derechos del ciudadano en la única forma posible en que éstos podrían prosperar. Podía citar a Rousseau en su favor, ya que éste afirmaba que una democracia sería un sistema demasiado perfecto.
La tiranía napoleónica también se vio favorecida por otra ignorancia de Rousseau acerca de la psicología política:
Es preciso una prolongada modificación de los sentimientos y de las ideas para poder resolverse a tener por jefe a un semejante, y sobre todo para sentirse satisfecho de ello.
Aquí, lo que Rousseau ignora es que en el ser humano sí existe una tendencia a obedecer a los líderes. Una tendencia que algunos consideran incluso una “intuición” y que probablemente procede de nuestros instintos de cazadores-recolectores, donde en toda Horda había de darse una figura de liderazgo, más o menos carismática. Una vez más, Rousseau se equivoca al juzgar al “hombre en estado de naturaleza” como libre e inalcanzable para la tiranía.
También se equivocaba en la naturaleza de la religión. Y ese error pasará a los políticos revolucionarios que se inspiraron en él y en otros autores de su época:
Existe, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos deben ser fijados por el soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creer en ellos, puede expulsar del Estado a quien quiera que no los admita o acepte; puede expulsarlo, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia y de inmolar, en caso necesario, su vida en aras del deber. (…) Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, en número reducido, enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente, la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes: he allí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos los limito a uno solo: la intolerancia, que forma parte de todos los cultos que hemos excluido.
La fe civil, las futuras “religiones republicanas”, nunca lograrían alcanzar el efecto de las auténticas religiones y, en cambio, su implementación llegaría a ser incluso más tiránica que las religiones asociadas al poder político ya conocidas en lo que se refiere a la intolerancia que se proclama defender (“puede expulsar del Estado a quien quiera que no los admita o acepte”).
Los ilustrados comprendían que el poder de la religión consiste en que ésta implica la puesta en funcionamiento de un mecanismo psicológico capaz de unir los intereses particulares de los individuos en un interés común y de facilitar el autocontrol del individuo a la hora de restringir los comportamientos antisociales (sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel). Al mismo tiempo, identificaban correctamente el autoritarismo de las instituciones religiosas conocidas y el irracionalismo de las creencias religiosas tradicionales.
Ellos se plantearon que, si de todos modos la necesidad de la religión es racional y tan útil para el bien común, ¿no sería entonces posible hallar algún tipo de futuro mecanismo religioso (unión entre individuos y autocontrol de la agresividad y el egoísmo) sin los inconvenientes del autoritarismo y el irracionalismo propio de las religiones del presente y el pasado? Una buena pista para alcanzar la meta buscada es constatar que, al fin y al cabo, a lo largo de la historia no todas las religiones han sido tiránicas e irracionales por igual…
Nadie puede, pues, reprocharle a los ilustrados esa pretensión, pero el fracaso de los teóricos como Rousseau y el de los revolucionarios políticos como Robespierre o Danton, así como el de sus sucesores marxistas, tiene una causa capital que hoy deberíamos comprender: la imposibilidad de que el individuo interiorice dogmas no autoritarios y no irracionales a menos que estos lo gratifiquen de forma inmediata. Solo esta situación garantiza, mediante el refuerzo constante, el seguimiento de las exigentes pautas morales que se desea interiorizar. Y puesto que la producción de recompensas materiales de refuerzo incrementaría la codicia y la insatisfacción ("principio de necesidades ilimitadas"), estas recompensas solo podrían ser de tipo emocional, afectivo. De ahí que el cristianismo predique el amor mutuo como refuerzo de la conducta: se trata de un bien altamente satisfactorio, económicamente asequible y que al no poder ser cuantificado puede evitar las fluctuaciones inflacionarias inevitables del mercado. Sin embargo, adaptar el comportamiento humano a la producción y al disfrute de este tipo de bienes exige una formidable preparación psicológica, de la que las complejidades de la vida monástica son un buen ejemplo.
(Por supuesto, a largo plazo, los valores morales se interiorizan desde la primera infancia por el individuo que vive inserto dentro de una cultura determinada, pero lo que los seres humanos buscamos es, precisamente, la forma de interiorizar pautas mejores ya en la edad adulta y como consecuencia de una voluntad libre racionalmente informada; de ahí la dificultad de diseñar sistemas ideológicos que ayuden a desarrollar el autocontrol moral)
Rousseau consideraba que la interiorización de las pautas morales propia de la religiosidad podía darse por mero didactismo institucional (civismo, educación, voluntarismo… contrato social) cuando en realidad se trata de un fenómeno emocional que se asienta en base a fuerzas del inconsciente y que, a corto plazo, solo puede llevarse a cabo, o bien por un poderoso refuerzo afectivo (el amor a Dios, por ejemplo), o bien por un poderoso efecto traumático del entorno (el terror, circunstancias críticas como una guerra, propaganda, demagogia, “lavado de cerebro”…). Este error de cálculo, el considerar que las meras ideologías políticas pueden llegar a tener el poder de las religiones, acabó siendo uno de los errores más decisivos para el fracaso de las mejores intenciones de la reforma política republicana y socialista.
Con todo, sin la Ilustración la cultura actual tampoco habría llegado a evolucionar positivamente en los dos siglos que siguieron como lo ha hecho. Pero el cambio finalmente no vino de la mera razón política, sino de la evolución, por vía emocional, de los valores y costumbres, culturalmente asumidos. Y entre los acontecimientos que marcaron este proceso evolutivo, las revelaciones de la Ilustración, en teoría y en práctica, sí que tuvieron una notable relevancia.
Que gran articulo, sin duda como parte de lo que ha escrito Jean Rousseau, está excelente!
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