domingo, 15 de mayo de 2022

“Dignos de ser humanos”, 2019. Rutger Bregman

Este libro trata sobre una idea radical.(…) En esencia, la gran mayoría de la gente es buena.   (Capitulo 1.1)

Defender la bondad del ser humano es enfrentarse a los poderosos del mundo, porque, para ellos, una imagen esperanzadora del hombre es una amenaza, algo subversivo y sedicioso. Aceptar esa idea implicaría que no somos seres egoístas que han de ser controlados, regulados y domesticados desde arriba, y que necesitamos otro tipo de líderes. Una empresa con trabajadores motivados intrínsecamente no necesita gerentes. Una democracia con ciudadanos comprometidos no necesita políticos. (Capitulo 1.4)

  El historiador Rutger Bregman ha escrito para el gran público un libro comprometido: denuncia el peso cultural de una interesada visión pesimista de la condición humana que, siendo ancestral y probablemente vinculada con el “sesgo de negatividad” que en todos anida, también resulta intencionadamente manipuladora.

Hay un mito muy persistente según el cual el ser humano es egoísta, agresivo y propenso al pánico por naturaleza. Es lo que el biólogo holandés Frans de Waal denomina la «teoría de la capa de barniz»: la noción de que la civilización no es más que una fina capa de barniz que se quiebra ante el más mínimo estímulo externo, dejando vía libre a nuestra naturaleza salvaje. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario (Capitulo 1.1)

Nuestra imagen negativa del ser humano es un nocebo. Si estamos convencidos de que la mayoría de las personas no son de fiar, así es como trataremos a los demás. Y, con ello, haremos que aflore a la superficie lo peor de cada uno de nosotros. (Capitulo 1.2)

  Esto, como sensatamente argumenta el autor, es algo más que una opinión: se ha demostrado que alentar visiones negativas del ser humano lleva a conductas que rayan en lo antisocial.

Cuando los economistas modernos desarrollaron teorías basadas en la idea de que somos seres profundamente egoístas, empezaron a recomendar políticas que no hacían sino estimular el egoísmo.  (Capitulo 12.2)

  Y en cambio

Si tratas a tus empleados como personas responsables y dignas de confianza, así es como se comportan. (Capitulo 13.4)

  La cosa se puede hacer más discutible cuando nos enfrentamos al dilema hobbesianismo/rousseaunianismo

Durante la mayor parte de nuestra historia vivimos en un mundo igualitario. No había reyes ni aristócratas ni presidentes ni directores generales. De vez en cuando alguien se hacía con el mando (…) pero el grupo enseguida le bajaba los humos. Durante muchos milenios, nuestra tendencia a desconfiar de los extraños no suponía un problema demasiado grave, porque conocíamos bien a todos los miembros de nuestro grupo y, cuando nos cruzábamos con desconocidos, podíamos charlar con ellos tranquilamente y veíamos que eran gente tan corriente como nosotros. Aún no había publicidad ni propaganda ni noticias que fomentaran la hostilidad entre las distintas tribus. Era fácil unirse a otro grupo y había muchas relaciones cruzadas. Pero entonces, hace ahora unos diez mil años, empezaron los problemas. En el momento en que nos hicimos sedentarios e inventamos la propiedad privada, nuestro instinto de grupo, que hasta entonces había sido inocente, se convirtió en un veneno con la aparición de la jerarquía y la creciente escasez de alimentos. Y el efecto corruptor del poder, que durante tantos milenios habíamos mantenido a raya, se descontroló por completo cuando los líderes empezaron a disponer de ejércitos.  (Capitulo 12.1)

  Con lo cual el autor se declara rousseauniano total…

Según Rousseau, todo se echó a perder en el momento en que el hombre creó la sociedad civil. La agricultura, la ciudad y el Estado no nos habían liberado del caos y la anarquía, más bien nos habían esclavizado y condenado a una vil existencia. ( Introducción a la Primera Parte)

  Y añade

¿Es posible usar la razón y el entendimiento para organizar nuevas instituciones basadas en una imagen distinta del hombre? ¿Cómo sería una sociedad en la que las escuelas y las empresas, los ministerios y las administraciones públicas partieran de una idea positiva del ser humano? (Capitulo 12.2)

  Los hallazgos de la psicología social habrían sido malinterpretados. Se reconoce que en la naturaleza humana existen tendencias autodestructivas que, supuestamente, eran controladas durante la prehistoria por la misma pequeña comunidad de individuos en la que se conocían todos personalmente y que carecía de privacidad, pero estas tendencias habrían sido exacerbadas e institucionalizadas con el surgimiento de las civilizaciones urbanas, con sus grandes masas anónimas.

Había posesiones por las que luchar, en concreto, parcelas del territorio. Y, en segundo lugar, la vida sedentaria hizo que empezáramos a desconfiar de los desconocidos. Los grupos de cazadores-recolectores con un estilo de vida nómada eran bastante abiertos. Uno se cruzaba continuamente con nuevos grupos y era fácil unirse a ellos. Los habitantes de un asentamiento fijo, sin embargo, volvieron la mirada hacia sí mismos y, sobre todo, hacia sus posesiones.  (Capitulo 5.3)

Nacemos con un botón tribal en el cerebro y basta con pulsarlo para empezar a discriminar. (Capitulo 10.3)

   Aunque de todas formas…

En todo lo relativo a la prehistoria nunca sabremos la verdad absoluta. La vida de nuestros ancestros estará siempre envuelta de interrogantes. Tenemos cada vez más piezas del puzle arqueológico, pero con ellas solo podemos elaborar hipótesis. Y en cuanto a los hallazgos antropológicos, siempre cabrá preguntarse hasta qué punto podemos proyectarlos hacia el pasado. (Capitulo 6.6)

   La pretensión de que la actitud opresiva y violenta fue promovida por unos “malos” que estropearon el paraíso, acaba por resultar poco creíble (así como lo afirmado antes de que el tribalismo, en la prehistoria había sido inocente).

Si un charlatán afirmaba que era el elegido de un poderoso dios, podías encogerte de hombros y seguir con tu vida como si nada. (…) La cosa cambió, sin embargo, con la aparición de los ejércitos. Porque a ver quién le tosía a un tirano que quemaba vivo o despellejaba a todo aquel que no bailara a su ritmo. (…) A partir de entonces, dioses y reyes ya no se dejaban destronar tan fácilmente. La incredulidad era peligrosa. Si adorabas al dios indebido, más te valía guardártelo para ti mismo. Afirmar que el Estado era una entelequia podía costarte la cabeza.  (Capitulo 11.2)

  Para empezar, los ejércitos estaban integrados por personas como las demás y la gente no es tan crédula si las nuevas creencias lo único que aportan son catástrofes –guerras, opresión, desigualdad, precariedad-. Está claro que las clases gobernantes –aristócratas, sacerdotes, caudillos- algo tuvieron que ofrecer a las masas a cambio de su sumisión, y esto ha de ser tenido en cuenta a la hora de hallar soluciones. La civilización supuso también avances –tecnológicos, pero sobre todo de tipo intelectual, emocional, cognitivo, simbólico- y hemos de aprovecharlos para salir del embrollo y, muy probablemente, para darnos también una vida mejor que la de los cazadores-recolectores de la prehistoria.

   La conclusión aparente sería alentar la evolución moral, las cualidades benevolentes, altruistas y compasivas de la condición humana. El “buenismo” presupone que esto puede hacerse bajo cualquier circunstancia y que lo fundamental consiste más en rechazar pautas agresivas que en crear pautas benevolentes. Coincide en esto con el error del socialismo: eliminemos la jerarquía opresora y su cultura, y entonces la naturaleza benévola del ser humano se desenvolverá armoniosamente de forma espontánea.

La gran mayoría de las personas querían ayudar al prójimo, y si hubo un grupo que nos falló a todos, fue precisamente el estamento de los más poderosos. (Introducción a la Tercera Parte)

  Sin embargo, parece reconocerse de forma implícita que no bastaba con que las personas querían ayudar al prójimo y que son necesarias innovaciones culturales, lo que supone una contradicción para la simplicidad del buenismo.

¿Y si organizáramos la sociedad entera sobre la base de la confianza en los demás? Un cambio tan radical tendría que empezar por la base, digo yo. Habría que empezar por los niños.  (Capitulo 14.1)

  Si se reconoce que se trata de un cambio tan radical, entonces no podemos confiar meramente en que nuestra naturaleza es buena de nacimiento –arruinada solo por culpa de unos malvados propietarios apoyados por unos desalmados mercenarios-. La referencia a los niños tiene que ver con el apoyo a las escuelas libres, donde los niños aprenderían a instruirse y sobre todo a convivir sin jerarquías ni rigideces, apenas auxiliados por unos eficientes mentores. Ahora bien, la mayor influencia en la educación de los niños no es tanto la escuela sino sus familias y, con ello, la cultura en la que estas se desarrollan.

  Esto es un planteamiento muy diferente al de los casos aislados que refiere la señora Elinor Ostrom, donde tales cambios previos en la mentalidad de los individuos parecen innecesarios.

Ostrom creó una base de datos en la que recopiló ejemplos de bienes comunes de todo el mundo –desde prados comunales de Suiza hasta campos de cultivo compartidos en Japón, y desde cooperativas de riego de Filipinas hasta reservas de agua en Nepal–, y una y otra vez comprobó que esa forma de gestión no tiene por qué conducir a ninguna «tragedia» (Capitulo 15.4)

  Puede que la tragedia de los comunes sea un mito sociológico, y el autor pone bastante empeño en desmentir muchos otros mitos de este tipo, sobre todo los surgidos de los experimentos de psicología social de la década de 1960 –hay un llamativo señalamiento a los de Philip Zimbardo-, pero que se puedan aportar ejemplos no nos ayuda mucho, sobre todo porque no parece, de momento, que estos ejemplos aislados puedan dar lugar a cambios culturales sólidos. Tenemos el caso del fracaso sistemático del “socialismo utópico” que históricamente precedió al socialismo de lucha de clases que se generalizaría después, y sobre el que Bregman no hace ningún comentario.

   Una sugerencia valiosa es lo referente a lo que podríamos llamar “ingenuidad aprendida”

A veces malinterpretamos un comentario, alguien nos mira raro o nos enteramos de que ha dicho algo feo de nosotros. (…) Y entonces empezamos a especular. Supongamos que tengo la sospecha de que un compañero de trabajo me tiene manía. En ese caso, tenga razón o no, me comportaré de una forma que no contribuirá a mejorar nuestra relación. (…) [Actúa aquí el] «sesgo de negatividad». Un comentario ofensivo nos afecta más que diez halagos (el mal es más fuerte, pero el bien es más frecuente). Y, en caso de duda, tendemos a pensar mal. (…) Cuando no confías en alguien, nunca llegas a saber si tenías motivos para desconfiar. (…) Lo más realista es pensar bien y concederle al otro el beneficio de la duda. En la mayoría de los casos acertarás, porque la amplia mayoría de la gente va por el mundo con buenas intenciones. (…) Es mejor aceptar que de vez en cuando serás objeto de algún engaño. Es un precio muy pequeño a cambio de una vida entera mirando a los demás con confianza. (Epílogo)

  Un cambio semejante tendría que formar parte de un estilo de comportamiento más profundo, difícilmente compatible con nuestro estilo de vida actual. En realidad, el mismo Bregman reconoce que muchas de las tradicionales pautas de virtud cristiana pueden formar parte de la alternativa: ingenuidad aprendida, humildad, no-violencia, caridad, benevolencia y cierta aceptación del sacrificio por un bien mayor (como devolver bien por mal, por ejemplo). Pero esto no encaja con nuestro estilo de vida competitivo, individualista y hedonista (consumista). Tampoco con el esquema político donde se exige justicia –castigo al malhechor- y no caridad –expansión de la benevolencia-, así como representatividad política democrática –afirmación de la dignidad del individuo ante la amenaza de los demás- y no tanto práctica de la no violencia –lo que implica, en ocasiones, indefensión y vulnerabilidad- , ni mucho menos encaja con mantener viejas tradiciones irracionales como la religión (creencia en lo sobrenatural) o el tribalismo (nacionalismo).

   Los viejos valores civiles de “libertad, igualdad y fraternidad”, así como la estructuración de las relaciones humanas en “derechos y deberes” son reflejo de una cultura donde todo el mundo aún desconfía de todo el mundo, lo cual no puede ser el estilo de vida de una sociedad donde se practique la ingenuidad aprendida y reine la convicción de que es racional esperar la benevolencia ajena… la bondad de los desconocidos.

  La mejor forma de sacar adelante un cambio a partir de tan dispersos hallazgos no está –a estas alturas- ni en el buenismo ni en el socialismo, sino en la construcción, racional, paciente y consciente de alternativas culturales no convencionales que lleven a un mayor desarrollo moral, es decir, a la interiorización gradual –primero en minorías que actúen como influyentes subculturas- de comportamientos prosociales mediante estrategias psicológicas que, muy probablemente, tendrán que construirse como alternativas racionales a la tradición de las religiones compasivas. Esto guardaría bastante similitud estructural con otros cambios del pasado.

  Lectura de “Dignos de ser humanos” en Editorial Anagrama, 2021; traducción de Gonzalo Fernández Gómez

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