sábado, 25 de mayo de 2019

“Crítica de la razón práctica”, 1788. Immanuel Kant

Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal.

  Ésta es la celebérrima fórmula de la Ley fundamental de la razón práctica pura  (o “imperativo categórico”) y, lógicamente, lo más conocido de la ética kantiana, que no se encuentra únicamente contenida en su “Crítica de la razón práctica”, pues también escribió en otros libros sobre tan importante tema –probablemente el tema más importante sobre el que una persona puede escribir… porque la ética es la enseñanza de los criterios acerca del comportamiento social; el bien y el mal; el contenido esencial de toda sabiduría.

La ciencia (buscada con crítica e iniciada con método) es la puerta estrecha que conduce a la sabiduría

  Y la ciencia es la aplicación de la lógica en el juicio, la que nos revela las verdades inequívocas en el marco inamovible de la naturaleza. Por lo tanto, el hombre justo debe utilizar la lógica incuestionable para averiguar cuál es la verdad ética. Al difundirse entre la población esta verdad científica –irrebatible- alcanzaremos la sabiduría. No todos podemos ser científicos, pero sí lo suficientemente sabios como para deducir cuál es el consenso de la opinión científica.

   La sustancia elemental del mundo moral, por supuesto, es la acción voluntaria humana con respecto a la acción e intereses ajenos.

Principios prácticos son proposiciones que contienen una determinación universal de la voluntad que tiene bajo sí varias reglas prácticas. Son subjetivas o máximas cuando la condición es considerada por el sujeto como válida solamente para su voluntad; objetivos o leyes prácticas, cuando la condición se reconoce como objetiva, esto es, válida para la voluntad de todo ser racional.

La regla práctica es en todo momento producto de la razón porque prescribe la acción como medio para la realización de un propósito.

La materia de un principio práctico es el objeto de la voluntad.

  La aplicación del pensamiento racional habría de llevar a la virtud. Porque la virtud es necesaria. Porque la virtud es conveniente. El “imperativo categórico” de Kant, por lo demás, no es muy diferente de la “Regla de Oro” de la moralidad ancestral: “no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti”.

  Pero el problema se encuentra en que “yo” y “los demás” no somos la misma cosa. De hecho, somos opuestos: competimos por los mismos recursos y solo “yo” experimento dolor y placer, mientras que lo que sientan los demás solo podemos suponerlo (pero parece, más bien, problema de ellos).

   No cabe duda, sin embargo, de que, si todos fuésemos benévolos, el resultado de tal pauta de comportamiento sería una cooperación más eficiente. Habría más recursos para todos. Ahora bien, si la motivación para cooperar es beneficiarnos nosotros mismos ¿no sería el propio interés la motivación principal?, y entonces ¿quién me asegura que, si se da una situación adecuada en un momento dado, yo podría estar renunciando a mi propio beneficio inmediato a cambio de una mera promesa de beneficio común?, ¿no sería entonces más lógico aprovechar la eventualidad de mi beneficio y desdeñar el de los demás?

Yo me he dado la máxima de aumentar mi patrimonio por todos los medios seguros. Tengo ahora en mis manos un depósito cuyo dueño ha fallecido sin dejar ningún documento escrito sobre ese depósito [aunque el dueño contaba con herederos]. Naturalmente, es el caso de mi máxima [aumentar mi patrimonio]. Lo único que ahora deseo saber es si esta máxima puede valer también como ley práctica universal (…)  Advierto que tal principio como ley se anularía a sí mismo, porque daría lugar a que no hubiera depósitos. Para que una ley práctica se reconozca como tal, es preciso que se califique de ley universal

   ¿Y qué, si ya no hay depósitos? Si mi beneficio es lo suficientemente abundante yo soy el ganador mientras que, en este caso en concreto, respetar la ley universal me perjudicaría. No sería justo, bien, pero ¿cuál es mi beneficio de ser justo, si ello implica renunciar a lo que era mi propósito más deseado?

   Y ahí viene el problema de Kant. El respeto a la ley ética habría de ser un mandato interior de justicia…

Bien es verdad que no puede discutirse que, para llevar primero por los carriles de lo moralmente bueno a un ánimo inculto o aun corrompido, se requieren algunas iniciaciones preliminares para atraerlo mediante su propia seducción o asustarlo con daños; pero no bien ese expediente mecánico -esos andadores- haya comenzado tan sólo a producir efecto, es preciso llevar al alma totalmente el motivo moral puro, que no solamente por el hecho de ser el único que funda un carácter (modo de pensar consecuente según máximas inmutables), sino también porque enseña a los hombres a sentir su propia dignidad, da al ánimo una fuerza inesperada para él mismo para desprenderse de toda dependencia sensible que pretenda hacerse dominante, y para que, en la independencia de su naturaleza inteligible y de la grandeza de alma para la cual se siente destinado, encuentre abundante compensación por los sacrificios que hace. Por consiguiente, vamos a demostrar, mediante observaciones que todos pueden hacer, que esta propiedad de nuestro ánimo, esta receptibilidad de un interés moral puro y, en consecuencia, la fuerza motora de la representación pura de la virtud, si se lleva debidamente al corazón humano, es el móvil más poderoso y -si lo que importa es la perseverancia y escrupulosidad en la observancia de las máximas morales- el único para llegar al bien

   Parecería entonces que el respeto a la ley de la razón ha de imponerse por la educación, que es preciso llevar al alma totalmente el motivo moral puro. Pero la educación que se reciba es contingente. ¿Podemos contar realmente con “el motivo moral puro” sin una preparación previa en ese sentido específico?

  La ética de Kant no puede ser autónoma si no está basada en una motivación lógica e inequívoca. Lo mismo puede decirse de la “Regla de oro” en la Antigüedad. Sin duda es en general conveniente ser justos con los extraños… si todos van a serlo al igual que tú. Pero ¿qué ganamos obrando con tal nobleza, si no estamos seguros de que los otros también lo harán?

La ley moral es el único motivo determinante de la voluntad pura. 

   ¿Por qué? Imaginemos que estamos en la Ilustración, en la cual el uso de la razón es lo más conveniente para gobernar estados, obtener riquezas y disfrutar de la vida en un entorno distinguido. Ya antes se ha mencionado que la virtud moral enseña a los hombres a sentir su propia dignidad, da al ánimo una fuerza inesperada para él mismo para desprenderse de toda dependencia sensible que pretenda hacerse dominante. En suma, el comportamiento moral proporcionaría una experiencia psicológica empíricamente gratificante... que sin embargo no hemos de confundir con la mera "búsqueda de la felicidad".

La moral no es propiamente la doctrina de cómo hacernos felices, sino de cómo debemos hacernos dignos de la felicidad.

    En este caso tendríamos la motivación: de todas las formas de felicidad posibles, elegimos la que corresponde a la “dignidad”. De lo que nos está hablando Kant, sin atreverse a pronunciarse directamente, es de un estilo de vida de cortesía y caballerosidad que exige la práctica de una ética elevada. Un ideal semejante al de los estoicos de la Antigüedad.

   Ahora bien, Kant es cristiano –o, cuando menos, teísta- y utiliza el paradigma de la moralidad como prueba de la existencia de Dios.

Sólo cuando la religión se añade a ella, aparece también la esperanza de llegar un día a ser partícipes de la felicidad en la medida en que nos hayamos cuidado de no ser indignos de ella.

   Entonces, la felicidad moral solo es posible si existe una recompensa sobrenatural.

La completa adecuación de la voluntad a la ley moral es la santidad, perfección que no puede alcanzar ningún ente racional del mundo sensible en ningún momento de su existencia. Mas como, no obstante, se exige como necesaria prácticamente, sólo puede hallarse en un progreso proseguido hasta el infinito hacia esa perfecta conformidad, y, según principios de la razón práctica pura, es necesario suponer tal progreso práctico como objeto real de nuestra voluntad. Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia que perdure hasta el infinito y una personalidad del mismo ente racional (lo que se denomina inmortalidad del alma). Por lo tanto, prácticamente el bien supremo sólo es posible suponiendo la inmortalidad del alma, la cual, en consecuencia, como inseparablemente unida a la ley moral, es un postulado de la razón práctica pura

   Sin embargo, si descartamos la inmortalidad del alma (tal como parece que hace la ciencia actual... la sabiduría actual), queda que solo la virtud suprema, la santidad, nos garantiza el orden ético que satisfaría nuestro idealismo. Con esto encontramos que la virtud que la razón nos muestra no es convencional (lo convencional es vivir como hombres justos y prestigiosos, no como santos), y he ahí el gran problema que Kant no se atreve a abordar. Porque si consideramos que la verdadera virtud es la santidad, y relegamos ésta al mundo de lo sobrenatural, ¿no estaríamos indicando que para un hombre virtuoso escéptico o materialista solo la santidad es virtud verdadera, virtud racional o necesaria de acuerdo con un mandato de búsqueda de la felicidad en dignidad? El hombre virtuoso ateo tendría entonces un ideal más alto que el del creyente en la inmortalidad del alma, que puede permitirse el posponer la virtud verdadera al mundo de lo sobrenatural...

Determinar prácticamente [la idea del bien supremo], es decir, suficientemente para la máxima de nuestra conducta racional, es la doctrina de la sabiduría, y ésta a su vez, como ciencia, es filosofía en la acepción en que los antiguos entendían esta palabra, pues para ellos era una indicación del concepto en que debe ponerse el bien supremo y del comportamiento para alcanzarlo. Sería bueno que dejáramos esta palabra en su antiguo significado, como doctrina del bien supremo, si la razón aspira en ella a llegar a una ciencia.

   El bien supremo, objeto de la sabiduría (no de la compleja disciplina académica que hoy llamamos “filosofía”), es la virtud moral. La virtud moral como medio y como recompensa. Para que una ética sea “autónoma” no ha de depender de condición intermedia alguna. Hacer el bien porque eso es conveniente para el orden público no es autónomo. Hacer el bien porque ello mejora nuestra reputación, tampoco. Para que la ética sea autónoma, el comportamiento ético solo responde ante sí mismo.

  Kant, como hemos visto, parece resolver la cuestión indicando que es un mandato sobrenatural (puesto que presupone la inmortalidad del alma) y que vamos a ser recompensados por nuestra virtud de forma sobrenatural. Pero esto también puede considerarse que viola la autonomía: no hacemos el bien por el bien mismo, sino por la recompensa sobrenatural.

   ¿Cómo hacían los estoicos, poco preocupados por el mundo de lo sobrenatural? La ética estoica aparentemente surge de un estilo de vida y un tipo especial de satisfacción moral que solo procede de la ética.

Toda mezcolanza de móviles que provengan de la felicidad propia, es un obstáculo para proporcionar a la ley moral influencia sobre el corazón del hombre. Yo sostengo, además, que aun en [una] admirada acción, si el motivo que hizo que se realizara, era la elevada estima del deber propio, ese respeto por la ley, no una pretensión a la opinión íntima de grandeza de alma y modo de pensar noble y meritoria, es entonces lo que tiene la máxima fuerza sobre el ánimo del espectador y, por consiguiente, el deber y no el mérito es lo que debe tener sobre el ánimo, no sólo la influencia más determinante, sino, mirándolo a la debida luz de su inviolabilidad, la influencia más penetrante.

   Hume, por su parte, consideraba que el origen del mandato ético es la “simpatía”, es decir, una emoción de bondad y benevolencia. Esto es autónomo… pero solo en la medida en que la voluble sensibilidad humana nos determina a ello. No es racional porque no tenemos prueba alguna de que todas las personas, en todas las circunstancias, sientan ese mandato interior de simpatía.

  Una posible solución se hallaría en el ámbito social de la existencia humana. La virtud se ve entonces como un estilo de vida benevolente, y la motivación no es tanto el mandato interno racional como las gratificaciones emocionales (sobre todo afectivas) que se reciben en una forma de vida basada en la virtud. Para tener santos, lo que necesitamos es que la santidad se convierta en un estilo de vida gratificante (que se describiría lógica y racionalmente en base a sus pautas conductuales, una realidad incluso empírica) y solo la educación nos proporcionará suficientes individuos que elijan como gratificación máxima –bien supremo- las que son propias de las relaciones afectivas en una comunidad humana basada en principios de benevolencia –santidad. Por lo tanto, quizá la alternativa sea abordar racionalmente la necesidad de buscar la santidad aún a riesgo de situarnos en el ámbito de un estilo de vida no convencional, algo que Kant, desde luego, jamás alentó.

miércoles, 15 de mayo de 2019

“Economía moral”, 2016. Samuel Bowles

   Algunos defensores del liberalismo económico a ultranza han basado sus especulaciones en ciertos autores clásicos. El más célebre fue Adam Smith, cuyo concepto de la "mano invisible” que guía la economía de libre mercado es bien conocido incluso a nivel popular. Smith también opinaba, siguiendo a David Hume, que lo que la legislación económica necesita es una especie de “Constitución para bribones” (“Constitution for knaves”) de modo que la mera codicia, y no el sentido moral, sea motor suficiente para el progreso y bienestar de todos.

Al perseguir sus propios intereses, frecuentemente se promueve lo que la sociedad pretende con más eficiencia que si se promoviese directamente. Mercados competitivos y seguros, derechos de propiedad bien definidos, explicaba Smith, ordenarían una sociedad de modo que la mano invisible pudiera hacer su magia: “no es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de su consideración del propio interés. Así, bajo las instituciones correctas, las consecuencias elevadas podrían suceder a motivos ordinarios”.

Buenas instituciones desplazaron a los buenos ciudadanos como el sine qua non del buen gobierno. En la economía, los precios hacen el trabajo de la moral

    Este planteamiento con su pizca de cinismo y amoralidad siempre ha despertado desconfianza.

Es ampliamente sostenido hoy que, al pensar en el diseño de la política pública y los sistemas legales, así como en la organización de empresas y otras organizaciones privadas, deberíamos asumir que la gente –tanto ciudadanos, empleados, socios en negocios o criminales en potencia- es enteramente deshonesta y amoral (…) Dada la circulación de esta asunción en los círculos legales, económicos y políticos, puede parecer extraño que nadie crea realmente que la gente es enteramente amoral y egoísta

   El economista Samuel Bowles explica que lo que los liberales a ultranza dan por supuesto es que existe una “compartimentación” moral: uno puede ser un buen vecino, ciudadano y afectuoso padre de familia, y luego, sentado en el despacho de la institución financiera en que trabaja, convertirse en un avaricioso despiadado, sin que tal aparente contradicción implique problema alguno. Y esto no se aplicaría solo a la economía, sino a todo marco legal o de competencia de intereses.

Si quieres conocer la ley y nada más”, decía Oliver Wendell Holmes a sus estudiantes en 1897 (y cada nueva clase de estudiantes de derecho desde entonces ha sido instruida así), “debes contemplarla como si fueses una mala persona que se preocupa solo de las consecuencias materiales que tal conocimiento le capacita para predecir, no como un hombre bueno que halla sus razones para comportarse, tanto dentro de la ley o fuera de ella, en las más sutiles cuestiones de conciencia… El deber de atenerse a un contrato en derecho común quiere decir una predicción de que debes pagar daños si no lo cumples –y nada más

   Sin embargo, los experimentos de psicología social en materia económica (teoría de juegos) que componen buena parte del libro de Bowles no muestran esto: en realidad, no existe tal compartimentación.

Una erosión de las motivaciones éticas para el buen gobierno podría ser una consecuencia cultural no buscada de las políticas que los economistas han favorecido, incluyendo derechos de propiedad privada más extensivos y mejor definidos, una aumentada competición de mercado y el mayor uso de incentivos monetarios para guiar el comportamiento individual. (…) [Tales políticas] pueden también promover el egoísmo y socavar los medios por los cuales una sociedad sostiene una robusta cultura cívica de ciudadanos cooperativos y generosos

  Es decir, promover pautas de conducta egoístas en los negocios socava la ética en general. Digamos que “estropea la sociedad”.

El problema de la no compartimentación [entre la moralidad y el interés egoísta del capitalismo] aparece (…) porque los incentivos tienen un efecto negativo en los valores experimentados por el individuo y por tanto indirectamente tienen un efecto negativo en la contribución del ciudadano al bien público (…) Este efecto indirecto (…) se refleja en cómo funcionan los incentivos [y] ha de ser parte de la economía

   Curiosamente, esto algo tiene que ver con lo que daban por sentado los marxistas cuando hablaban de la “venalidad universal” del capitalismo. Sin embargo, la evidencia histórica siempre ha parecido contraria a tal denuncia.

Un siglo y medio después [de la denuncia de Marx de la creciente inmoralidad del capitalismo] la “venalidad universal” no describe las culturas del norte de Europa donde el capitalismo nació, o la norteamericana, u otros vástagos de estas sociedades

   Entonces, ¿qué es lo que sucede? Por una parte, la experimentación psicológica da la razón a los marxistas cuando denunciaban que las políticas amorales de avaricia promueven el egoísmo y la rapiña en los individuos, y sin embargo, la evidencia histórica nos informa de que en las sociedades donde se da más la prosocialidad (igualdad económica, asistencia a los desfavorecidos, menos violencia, civismo…) es precisamente donde más desarrollada está la economía capitalista.

  Samuel Bowles expone su explicación de forma convincente: no se trata de que la cultura de los países capitalistas promueva una sociedad en la que impera la avaricia y se quiebra la moralidad, sino que solo en sociedades previamente evolucionadas en lo moral podemos permitirnos el lujo de cierto fomento de la avaricia. Es decir, la avaricia, el interés egoísta personal, se hace relativamente inocuo solo en este tipo de sociedades… y eso es lo que permite que solo en estas sociedades ya previamente moralizadas el capitalismo sea viable.

  Si lo pensamos bien, es similar a la aparente contradicción que experimentamos cuando observamos la violencia de los espectáculos: el acceso a filmes violentos, literatura violenta de evasión, incluso pornografía de lo más violenta se da mucho más fácilmente en las sociedades más evolucionadas… que son también las menos violentas de todas.

   ¿Compartimentación? En cuanto a los individuos, en realidad, no, no hay compartimentación porque la mejor forma de detectar, por ejemplo, a un delincuente sexual es saber si frecuenta contenidos pornográficos violentos… Pero, por otra parte, se trata de que el robustecimiento moral de una sociedad desarrollada en un sentido prosocial (benevolencia) es la que hace posible una relativa tolerancia ante casos particulares de comportamiento antisocial. Solo una sociedad más evolucionada moralmente puede permitirse la excepción del capitalismo y los espectáculos violentos…

  ¿Y qué ocurriría si en una sociedad no tan moralmente evolucionada hubiese libertad para los mismos productos culturales de consumo de contenido violento? Pues algo parecido a lo que sucede si se promueve el capitalismo liberal en ese tipo de sociedades.

El efecto adverso de los incentivos en la generosidad, reciprocidad, el trabajo ético y otros motivos esenciales para el buen funcionamiento de las instituciones parecerían presagiar inestabilidad y disfunción para cualquier sociedad en la cual los incentivos económicos explícitos fuesen usados ampliamente.

   Bowles no toca el tema de la corrupción, aunque esto puede extrapolarse fácilmente de su línea de pensamiento, basada a su vez en exhaustivos experimentos psicológicos de tipo “teoría de juegos”. Al fin y al cabo, desde un punto de vista del interés egoísta, practicar la corrupción es solo un riesgo más en el mundo de los negocios.

  Recordemos que en los juegos de psicología económica, el mecanismo fundamental es el que tiene que ver con la operatividad en el comportamiento humano de las penalizaciones y los incentivos: el palo y la zanahoria.

Me preocupa menos cómo tomamos decisiones que lo que valoramos cuando tomamos decisiones, cómo los incentivos y otros aspectos de la política pública pueden modelar lo que valoramos y por qué esto sugiere que debería haber cambios en cómo hacemos las políticas.

Las políticas que siguen el paradigma [del egoísmo] a veces hacen que la asunción del egoísmo amoral universal sea más cercana de lo que sería de otro modo: la gente a veces actúa de forma más interesada en presencia de incentivos que en su ausencia. (…) [Por otra parte,] multas, recompensas y otras inducciones materiales con frecuencia no funcionan muy bien.

Poner un precio a cada actividad humana erosiona ciertos bienes morales y cívicos que vale la pena cuidar.

Imponer incentivos económicos explícitos y condicionamientos para inducir a la gente a actuar en forma socialmente responsable es a veces inefectivo.

   En suma: no se puede utilizar principios egoístas (incentivos económicos) para promover comportamientos morales (por ejemplo: premiar a un niño con dinero por su buen comportamiento). Pero si alcanzamos un buen comportamiento moral, los incentivos egoístas no resultarán tan incendiarios como en otro contexto. La evidencia no confirma el ideario de la “constitución para bribones” ni menos aún el de la compartimentación entre la funcionalidad económica y el comportamiento moral.

   Aparte de los experimentos llevados a cabo en las universidades, en este libro se aportan ciertas experiencias reales sobre el uso de incentivos y penalizaciones.

En seis centros de atención de día, se imponía una multa a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos al final de la jornada. No funcionó. Los padres respondieron a la multa doblando el tiempo en que llegaban tarde. (…) El resultado contraproducente de imponer estas multas sugiere un tipo de sinergia negativa entre los incentivos económicos y el comportamiento moral (…) [En este caso en particular, la lección aprendida era que] está bien llegar tarde en tanto que pagues por ello

  Lo que es equivalente a considerar los castigos penales por corrupción como un mero coste añadido dentro de la gestión empresarial.

En otro estudio, los niños de menos de dos años ayudaban a un adulto a alcanzar un objeto lejano en ausencia de recompensas. Pero después de que fueron recompensados con un juguete por ayudar al adulto, la tasa de ayuda cayó el 40%

   Con todo, algunos podrán argumentar que en algunos casos, los incentivos egoístas sí funcionan, sí son prácticos. Y eso es cierto, en algunos casos sí.

Los incentivos funcionan. Con frecuencia afectan el comportamiento casi exactamente como predice la teoría económica convencional (…) La asunción del interés material proporciona una buena base para predecir el efecto de variar los incentivos para incrementar el rendimiento de trabajar más duro. Su esfuerzo en el trabajo está claramente relacionado con la medida en la que su paga depende de ello. Pero la economía de pizarra a veces falla.

   Y en lo que falla es en promover el orden social. El orden social imprescindible para, entre otras cosas, que funcione bien un sistema económico de tipo capitalista, eficiente y productivo.

   El uso de recompensas y penalizaciones, dependiendo de las circunstancias, puede ser más o menos operativo para promover la cooperación, pero mucho más importante es la creación de un entorno ético que promueva la cooperación. Una vez más:

Quizá las admirables culturas cívicas de muchas de las economías capitalistas de larga duración debe más a su orden social liberal en el cual estas economías están enmarcadas que al extenso papel de los mercados e incentivos per se.

   Una consecuencia importante de observar este estado de cosas es que se llega a la conclusión de que los factores psicológicos de los individuos son mucho más importantes que la sistematización de reglas económicas universales

Hay tres tipos de jugadores en los juegos experimentales [de tipo económico, tipo “del prisionero”]: santos que consistentemente prefieren igualdad y no les gusta recibir más que los otros, incluso cuando ellos están en una relación negativa con un oponente; lealistas que no gustan recibir más en las relaciones positivas o neutrales, pero que buscan una desigualdad ventajosa cuando se hallan en relaciones negativas; y competidores implacables que prefieren quedar por delante de la otra parte sin preocuparse del tipo de relación. 22 % son santos, 39% lealistas y 29 % competidores implacables. El otro 10% no encaja en ninguna categoría.(…) Si bien Homo economicus está entre los principales personajes del ámbito económico, los experimentos muestran que son una clara minoría [29%]

   Queda pendiente la cuestión de en qué medida los temperamentos son modificables por la cultura. Sin duda ello es importante, pero se puede sacar de todo esto una conclusión más importante aún: podríamos estimular estilos de comportamiento ético si seleccionamos las pautas de comportamiento tal como las hallamos hoy. En el fondo, no es muy diferente a como se ha llevado a cabo la domesticación de animales y plantas…

Un incentivo monetario (tal como un subsidio por contribuir [al bien común]) alentará las contribuciones de los egoístas, pero si los incentivos y las preferencias sociales son sustitutos [del comportamiento altruista espontáneo], puede funcionar peor o incluso ser contraproducente entre los altruistas. Los altruistas podrían responder bien si oyen acerca de los beneficios sustanciales que el bien público les dará a otros, pero a su vez este mensaje moral sería un desperdicio para los egoístas. Una estrategia obvia para el legislador sería separar las dos poblaciones, dirigiéndose a cada una con la estrategia adecuada. Esto será difícil porque el legislador no conoce qué clase de persona es cada uno (se trata de información privada), ni tampoco los individuos se seleccionarán unos a otros en las dos categorías de ciudadanos. Sin embargo, la estrategia de separación voluntaria puede a veces tener éxito, al menos aproximadamente. 

  El monasticismo es un ejemplo de selección voluntaria. La sociedad de la Edad Media invirtió muchos recursos en sacar adelante ese tipo de comunidades. ¿Eran inútiles? A algunos contemporáneos se lo parecía, pero probablemente no era así: dentro de los monasterios, individuos que voluntariamente habían optado por una forma de vida “pacificada” se sometían a reglas de conducta social diferentes a las de los de la sociedad convencional. A lo largo de los siglos, estas comunidades de individuos autoseleccionados para funcionar mediante reglas sociales diferentes, más cooperativas y pacíficas (“imitación de Cristo”), fueron transmitiendo, muy lenta y gradualmente, sus pautas de conducta a la sociedad convencional.

  Básicamente, el monje es el varón pacificado, autodomesticado, que autocontrola su violencia. La psicología del monje, socialmente aceptada como modelo moral, acaba por influir a la del caballero cristiano medieval, un guerrero en cierta medida capaz de autocontrolar su violencia sin perder hombría.

   En consecuencia, los mismos reyes se vuelven relativamente generosos, clementes, tolerantes. Las cortes de los reyes se van llenando de individuos que pugnan por llevar una conducta más cristiana, más pacificada… más humanista. Para el siglo XV, la sociedad occidental es ya más libre porque es más pacífica, benevolente y moralmente fiable. Las ciudades prosperan, los siervos son liberados, los aristócratas se aficionan a las artes, las mujeres participan cada vez más en la vida social… Incluso los mercaderes e industriales, incluso los banqueros, pueden desarrollar sus provechosas –y egoístas- actividades sin desatar la ira rapaz de los reyes y aristócratas.

   Egoístas y altruistas se han organizado. Cada uno tiene su papel. Y con nuestros conocimientos actuales tal tipo de estructuras de separación voluntaria podrían alcanzar logros mayores aún.

domingo, 5 de mayo de 2019

“El club de las mentes”, 2016. Wegner y Gray

  ¿Qué es una mente?

La gente ve las mentes en términos de dos factores fundamentalmente diferentes, conjuntos de habilidades mentales que etiquetamos como “experiencia” y “agencia”

   “Experiencia” se refiere a la capacidad de sentir. “Agencia” a la capacidad de actuar voluntariamente. Una mente sería una entidad que cuenta con ambas características: capacidad para sentir y capacidad para actuar. La definición no es muy exacta, pero resulta útil y en consecuencia se convierte en la base del planteamiento de los psicólogos Daniel M Wegner y Kurt Gray a la hora de examinar en este libro algunas cuestiones que son básicas en la comprensión de la “naturaleza humana”.

El club de la mente es esa especial colección de entidades que pueden pensar y sentir (…) Los que tienen mente reciben respeto, responsabilidad y estatus moral, mientras que los que no la tienen son ignorados, destruidos o comprados o vendidos como propiedad

  Es decir, los que tienen mente cuentan con responsabilidad moral… y reciben también consideración por parte de los comportamientos morales. Se supone que los pollos y cerdos que nos comemos con regularidad no tienen mente. Pero de todas formas existe

el problema filosófico de las otras mentes. Debido a que nunca experimentamos directamente el interior de otras mentes, muchas preguntas sobre ellas son fundamentalmente imposibles de responder (…) Nunca estaríamos seguros de que otras mentes siquiera existen

  De momento, los integrantes del club de la mente somos los seres humanos. Y no todos, igual que no todos pueden ser condenados por un tribunal ni todos tienen el derecho al voto, ¿tienen mente los niños de dos años?, ¿y los que padecen demencia?...

   Pero entre quienes indudablemente sí la tienen, una cuestión de lo más relevante es que la existencia de mente sitúa al agente-sintiente dentro del mundo moral y en un rol asignado.

Cualquier entidad con experiencia es vista como merecedora de derechos morales, y cualquier entidad con agencia es vista como merecedora de responsabilidad moral

   El que siente puede sufrir y el que actúa puede hacer el mal (o el bien, pero lo que más nos preocupa es el mal). La importancia de pertenecer al club de la mente, por tanto, se encuentra en la implicación moral, que es la base de la organización social: al crearse un sistema moral, se crea un sistema social. Uno que es por completo diferente al de las hormigas o los chimpancés.

  La moralidad, incluso, podría tener una cierta naturaleza diádica derivada del reconocimiento de estas dos facetas del comportamiento del ser mental: el ser sensible y el ser agente.

Tipos complementarios de factores pensantes y sintientes vulnerables aparecen en una distinción (…) introducida por Aristóteles en el ámbito de la moralidad: dividía el mundo moral entre agentes morales y pacientes morales (…) Los agentes y pacientes dividen el mundo moral en dos, pero recuérdese que son opuestos complementarios

Importantes ejemplos de malas obras encajan en la estructura diádica [agente-paciente], incluyendo el asesinato (asesino-muerto), robo (ladrón-despojado) y abuso infantil (abusador- niño). Incluso las buenas obras como un rescate implican un rescatador y una persona necesitada

Para conseguir la máxima inmoralidad, se debería combinar un agente muy poderoso y un paciente muy vulnerable

    Pero ¿esta visión es la mejor para una sociedad justa? No debe serlo del todo porque se atiene a un rígido reparto -¿maniqueo?- de roles que no puede ser reflejo de la realidad social. De todas formas, es muy probable que este esquema fuera imprescindible para el desarrollo del Homo sapiens en estado de naturaleza, previo a la civilización.

Malos resultados llevan a la gente a buscar un agente al que culpar del mal trato –un fenómeno llamado compleción diádica.

¿Por qué las teorías conspirativas emergen tan robustas para explicar tragedias como la enfermedad, la guerra y la muerte? La respuesta (…) es la compleción diádica (…) Buscan significado, preguntan no solo cómo algo malo puede haber sucedido sino también quién está detrás de ello. Cuando la gente siente simpatía por los sufrientes pacientes morales, el marco de moral diádica les lleva a encontrar agentes morales a los que hacer responsables

Si el daño acompaña automáticamente los juicios de inmoralidad, entonces la compleción diádica siembra dudas sobre la misma existencia de “errores sin víctimas”. Los errores sin víctimas pueden ser una posibilidad lógica –psicológicamente hablando- pero son extremadamente raros

   Este mecanismo innato de asignar perpetradores y víctimas no es diferente a otros mecanismos inconscientes que tienen que ver con las relaciones sociales y morales. Por ejemplo, todo lo que concierne a la percepción de agencia:

Niños y adultos eran preguntados [en un experimento] por qué una roca en particular era puntiaguda. Los adultos mencionaban la erosión o la casualidad, pero los niños mencionaban un propósito.

Parte de la inspiración detrás de la ciencia de la psicología es el darse cuenta de que nuestro conocimiento del mundo puede estar sesgado, y este conocimiento puede estar muy alterado en lo que concierne al yo

   Este libro acerca de las “mentes”, aparte de tratar el asunto de la “compleción diádica”, añade otras percepciones sobre cómo percibimos la “mente” ajena  -sobre todo en la elaboración de la moralidad. Muchos de los descubrimientos de la psicología al respecto son datos aislados que hemos de considerar como parte de cualquier visión lúcida de nuestra propia naturaleza.

   Por ejemplo, sobre la identidad

Sabes que eres la misma persona día a día porque tus recuerdos permanecen constantes y conectados el uno al otro en una cadena ordenada.

   Y sobre el anonimato

La gente que se siente anónima son conductores más agresivos, están menos dispuestos a compartir con otros, es más probable que participen en agresiones racistas y es más probable que cometan extremos actos de violencia

    Y sobre la compasión, con sus ventajas y sus límites

Puesto que el estrés está relacionado con el duelo por una muerte temprana, la predicción obvia sería que los cuidadores morirían antes que los no cuidadores [por ejemplo, cuidadores de un cónyuge enfermo]- pero viven significativamente más, presumiblemente debido a un creciente sentimiento de agencia. Incluso cuidar de plantas puede incrementar la longevidad

En un estudio de “colapso de compasión”, los psicólogos (…) presentaron a los participantes las peticiones de una o de ocho víctimas sufrientes. A pesar del sufrimiento total objetivamente mayor de las ocho víctimas, la gente fue sobrepasada por ello y demostró menos compasión

   Y sobre la sexualización

El sexo hace que pensemos en partes concretas de alguien –pecho, abdominales, nalgas- mientras que una mente es el conjunto de la persona, una identidad abstracta. El sexo parece centrar nuestra atención en lo físico y llevarnos a ignorar lo mental (…) La gente que está sexualizada es vista simplemente como un medio para conseguir satisfacción y no como personas en sí (…) Sexualizar a los otros los objetiva, los despoja de su autonomía y su subjetividad –esto es, de su agencia y experiencia percibidas.

   Sobre la “paradoja de Knobe

Psicológicamente percibimos el buen acto como meramente incidental y el malo como intencional (…) El daño nos empuja a hallar una mente a la que culpar, pero no todas las mentes son igualmente dignas de culpa [En la paradoja de Knobe, un ambicioso millonario es culpado de dañar el medio ambiente con sus empresas… pero a la vez no se le agradece mejorarlo cuando circunstancialmente lo hace con la misma motivación egoísta]

  Sobre el control de la voluntad

Implementación de intenciones toma la forma de “si/cuando X entonces Y”(…) Para perder peso, la implementación de intención puede ser “cuando esté hambriento, abriré el frigo y sacaré verduras, no pastel”. (…) Para dejar de beber puede ser “si los amigos me llaman para ir a un bar, yo sugeriré ir al cine” (…) La razón por la que la implementación de intenciones funciona tan bien es porque exporta el autocontrol, pero esta vez al yo inconsciente

   Todas estas observaciones psicológicas nos revelan cómo nos afecta la concepción de la mente humana a la hora de prevenir sus acciones y consecuencias. ¿Fatalismo o responsabilidad? Parece razonable que la comprensión psicológica nos proporciona medios para afrontar nuestra responsabilidad: hemos de conocer los peligros de “sexualizar” a las personas –con mente- que nos despiertan deseo, así como los del anonimato y de la compleción diádica; hemos de tener en cuenta los trucos útiles para el control de la voluntad –y muchos otros trucos-; hemos de ser realistas a la hora de concebir la identidad y los límites de la compasión; no debemos olvidar la paradoja de Knobe –y muchos otros buenos ejemplos… que son la base de muchos buenos trucos… todos a nuestra disposición.

  En términos generales, las “mentes” existen y son la base de un sistema moral que funciona y que podría funcionar mejor todavía si somos capaces de comprender lo más posible sobre los mecanismos que forman el conjunto.