miércoles, 25 de noviembre de 2015

“Sobre la agresión”, 1963. Konrad Lorenz

Bien puede predecirse que las verdades sencillas relativas a la biología humana y las leyes que rigen su comportamiento se convertirán a la corta o a la larga en bien común, aceptado por todos 

El comportamiento social del hombre, lejos de estar dictado únicamente por la razón y las tradiciones de su cultura, ha de someterse a todas las leyes que rigen el comportamiento instintivo de origen filogenético; y esas leyes las conocemos muy bien por el estudio del comportamiento animal.

  Estas opiniones del etólogo y Premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz han de ser tenidas en cuenta. Si bien se han extraído precipitadas conclusiones de la observación de la naturaleza en relación con la vida social humana –la siniestra idea del “darwinismo social”, por ejemplo-, de lo que no cabe duda es de que debemos actuar informados por los conocimientos más evidentes –“verdades sencillas”- en lo relativo a estos asuntos.

  El tema que aborda principalmente Lorenz en este libro es el de la agresividad animal –y por tanto humana-. Una preocupación ancestral.

Todos los sermones ascéticos que nos previenen contra los impulsos instintivos y la doctrina del pecado original, que nos dice que el hombre es malo desde niño, tienen el mismo contenido cierto: la idea de que el hombre no puede seguir ciegamente las inclinaciones heredadas y que debe aprender a dominarlas y a comprobar de antemano sus efectos mediante la auto integración responsable.

   Pero Konrad Lorenz pretende también desmitificar la agresión entre los seres vivos. Básicamente, su conclusión es que la agresión supone un instinto cuya relevancia en los seres vivos ha permitido desarrollar en el caso humano en particular ciertas experiencias psicológicas de las más valiosas

El vínculo personal, la amistad entre individuos sólo aparecen en los animales de agresividad intraespecífica muy desarrollada.(…) El mamífero de agresividad proverbial, la bestia senza pace del Dante, o sea el lobo, es el más fiel de los amigos

La agresión intraespecífica es millones de años más antigua que la amistad y el amor personales.

  La definición de agresión (“agresión intraespecífica”) es:

el instinto que lleva [tanto] al hombre como al animal a combatir contra los miembros de su misma especie.

  Aunque Lorenz insista en el valor evolutivo de la agresión intraespecífica, no olvida de señalar que en el caso del ser humano civilizado esto ya no tendría que ser igual que en el de las especies precedentes

Tenemos buenas razones para pensar que la agresión dentro de la especie, en la situación cultural, histórica y tecnológica de la humanidad, es el más grave de todos los peligros.

  Hecha esta salvedad, tenemos un relato acerca de la agresión y la teoría evolutiva, empezando, como siempre, por Darwin

Darwin (…) se había planteado el problema del valor que tiene para la supervivencia de la especie la agresividad, y había hallado una respuesta satisfactoria: siempre es ventajoso para el futuro de la especie que sea el más fuerte de dos rivales quien se quede con el territorio o la hembra deseadas.

  Igualmente a nivel de grupo

El peligro de que en una parte del biotopo disponible se instale una población demasiado densa, que agote todos los recursos alimenticios y padezca hambre mientras otra parte queda sin utilizar, se elimina del modo más sencillo si los animales de una misma especie sienten aversión unos por otros. Esta es la más importante misión, dicha sin adornos ni rodeos, que cumple la agresión para la conservación de la especie. 

  Las repercusiones sociales del refrendo científico a la competitividad dentro de la misma especie (individualmente y por grupos) llegó en el peor momento histórico posible: justo cuando se venía abajo la justificación sobrenatural de la moralidad y fraternidad humanas (“Muerte de Dios”). Eso dio lugar a que surgieran voces angustiadas (“si Dios no existe, todo está permitido”) que señalaban a nuestra naturaleza meramente animal, a la reivindicación filosófica del instinto (“irracionalismo”).

  La ciencia nos debía, por tanto, una ulterior explicación que refrenara un poco a los oportunistas partidarios de la agresión y competitividad mutuas… La idea de “evolución impropia” es válida a este respecto:

La vida apresurada que nos ha hecho nuestra civilización industrializada y comercializada es efectivamente un buen ejemplo de evolución impropia, debida exclusivamente a la competencia entre congéneres. El hombre contemporáneo padece de la enfermedad de los gerentes, hipertensión arterial, atrofia renal, úlcera de estómago y neurosis torturantes; vuelve a la barbarie porque ya no tiene tiempo que dedicar a empeños culturales. Y todo ello sin necesidad, ya que nada le impide entenderse con sus congéneres para trabajar con más calma, sin dejar por eso de ganarse la vida. Nada se lo impide en teoría, porque en la práctica le es tan imposible renunciar a esa vida como al faisán a sus plumas.(…) El hombre está particularmente expuesto a los nefastos efectos de la selección intraespecífica.

   Lorenz encuentra una “evolución propia” en el comportamiento de los animales no civilizados…

Los machos de estas especies [bisontes] luchan ardiente y dramáticamente entre ellos, y no cabe dudar de que la selección resultante de ese comportamiento agonístico produce grandes y firmes defensores de las familias y los rebaños. Pero tampoco puede dudarse de que la función conservadora de la especie que cumple la defensa del rebaño ha contribuido bastante a favorecer los combates despiadados entre rivales por selección. (…) La defensa de la familia (una forma de confrontación con el mundo extraespecífico) dio origen a los duelos entre rivales

  ¿Y no podría darse también una “evolución propia” entre los humanos derivada asimismo de los combates entre rivales por selección? Ciertas costumbres, ciertos propagandistas, incluso ciertas ideologías (el “irracionalismo” ya mencionado), parecen ir en ese sentido. Los duelos por honor, por ejemplo, eran tradición entre los nobles…

Los duelos entre rivales (…) sólo realizan una selección útil si producen luchadores no solamente aptos para la pelea con sus congéneres, sino también capaces de vérselas con enemigos de otras especies. Su función más importante es, pues, la selección de un campeón que defienda efectivamente a las familias, y esto presupone otra función de la agresión intraespecífica: la defensa de los pequeñuelos, tan evidentemente necesaria que no insistiremos en ella.

  También los demagogos pudieron argumentar esto: fomentamos la competitividad no por el mero egoísmo (“selección impropia”), sino por el bien común ("defensa de los pequeñuelos": “selección propia”) que requiere de la selección de los más aptos mediante duros procesos por el estilo de los de los duelistas…

  Lorenz parece decir que no…

Lo más probable es que esta nefasta dosis de agresividad que llevamos en los huesos como una herencia malsana se deba a un proceso de selección intraespecífica que operó en nuestros antepasados durante decenas de miles de años, durante el neolítico. Apenas llegó el hombre a dominar (…) gracias a sus armas, sus vestimentas y su organización social los peligros externos del hambre, el frío y las fieras devoradoras (…) intervino sin duda una selección intraespecífica perjudicial. El factor selectivo fue a partir de entonces la guerra que se hacían entre sí las hordas vecinas de gentes hostiles. Sin duda se produjo una selección muy rigurosa de todas las llamadas «virtudes guerreras»

  Pero ¿son o no en verdad “virtudes”, tales “virtudes guerreras”?, ¿es todo un lastre del pasado?

Todo cuanto el hombre venera y tiene por sagrado en la tradición no representa un valor ético absoluto, sino dentro de los límites de una cultura determinada. Mas todo esto no implica nada contra el valor y la necesidad de la resuelta lealtad con que el hombre bueno se apega a las costumbres que su cultura le ha trasmitido. Podría parecer que su lealtad es digna de mejor causa, pero no hay muchas causas mejores. 

   Esto parece una contradicción. Si partimos de que la agresividad humana es una “selección perjudicial” , deberíamos contar con una creencia, una ideología, capaz de oponerle una alternativa, pues el caso es que las tradiciones culturales agresivas, de lealtades pasionales, son muy abundantes y resulta que Lorenz, a pesar de sus buenas intenciones, cree que la agresividad merece cierta expresión, y no cree, en cambio, que podamos educar a los jóvenes sin experimentar frustraciones y sufrimiento…

En principio, todo verdadero movimiento instintivo al que se niega del modo dicho la posibilidad de una abreacción o descarga tiene la propiedad de inquietar todo el animal y hacerlo buscar los estímulos que la desencadenan.

Para [Kant] es evidente que un ser dotado de razón no puede querer hacer daño a otro ser de la misma especie. (…) Para Kant resulta así evidente e incontrovertible lo que para el etólogo necesita explicación, o sea, el hecho de que una persona no pueda hacer daño a otra.

El conocimiento de que la tendencia agresiva es un verdadero instinto, destinado primordialmente a conservar la especie, nos hace comprender la magnitud del peligro: es lo espontáneo de ese instinto lo que lo hace tan temible. Si se tratara solamente de una reacción a determinadas condiciones exteriores, como quieren muchos sociólogos y psicólogos, la situación de la humanidad no sería tan peligrosa como es en realidad, porque entonces podrían estudiarse a fondo y eliminarse los factores causantes de esas reacciones. 

Han sacado muchos maestros norteamericanos la falsa consecuencia de que bastaría evitarles todas las frustraciones o decepciones y darles gusto en todo para que los hijos fueran menos neuróticos, mejor adaptados al medio y, sobre todo, menos agresivos. Pero un método norteamericano de educación basado en una de tales hipótesis sirvió únicamente para demostrar que la pulsión agresiva, como tantos instintos, surge «espontáneamente» en el corazón del hombre. Así se formaron innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables; cualquier cosa menos no agresivos. 

     Y luego tenemos esto:

En todo amor verdadero entra una buena cantidad de agresividad disimulada por el vínculo y que al romperse este se revela en ese espantoso fenómeno que llamamos odio. No hay amor sin agresividad, pero tampoco hay odio sin amor.

  Lo de que “no hay amor sin agresividad” parece una afirmación bastante aventurada (a menos que se esté refiriendo al sentimiento pasional): no se nos proporciona argumento alguno que confirme semejante cosa. Claro está, podemos considerar que para experimentar amor hemos de vencer primero la agresividad y el odio. Lógicamente, para que sean reprimidos primero tendrían que existir… pero eso no quiere decir que la agresividad “se disimule”. No es lo mismo disimular algo que reprimirlo.

  Recapitulando: por una parte se nos informa de que los mamíferos superiores desarrollan la agresividad intraespecífica por el bien del grupo, para generar nuevas generaciones de individuos más capaces de contribuir al bien común (duelos constantes que permiten que el más fuerte predomine y tenga más descendencia capaz de seguir la trayectoria duelista de los progenitores…); por otra parte, se nos dice que esto nos ha dejado una “nefasta dosis de agresividad que llevamos en los huesos como una herencia malsana”, y finalmente resulta que los que niegan la existencia de tal agresividad innata (¿de verdad alguien la niega?, la doctrina del “pecado original” desde luego no la niega…) está llevando a una falsa idea de “evitarles todas las frustraciones o decepciones” a los niños que, según Lorenz, que no era un experto en este campo, estaría formando innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables

  Su juicio acerca de la importancia de la agresión para desarrollar la personalidad propiamente humana hace muy sospechosa y hasta poco creíble su crítica a la “herencia malsana” de nuestros lejanos antepasados

La caballerosidad o «limpieza» del juego deportivo, que se ha de conservar en los momentos más excitantes y desencadenadores de agresión, es una importante conquista cultural de la humanidad. Además, el deporte tiene un efecto benéfico porque hace posible la competencia verdaderamente entusiasta entre dos comunidades supraindividuales. No solamente abre una oportuna válvula de seguridad a la agresión acumulada en la forma de sus pautas de comportamiento más toscas, individuales y egoístas, sino que permite el desahogo cumplido de su forma especial colectiva más altamente diferenciada. 

La reorientación de la agresión es el camino más prometedor (…) No debe confundirse la sublimación con una sencilla reorientación. 

  Lo grave sería que la “sencilla reorientación” supusiera la continuidad de las manifestaciones esenciales del hecho agresivo y el cultivo de sus pautas de conducta derivadas que siempre se hallarían a punto para desarrollarse y transformarse…

El amor y la amistad caracterizan mucho mejor todo lo que es bondad que la agresión todo lo que es maldad, ya que sólo por error se la considera una pulsión destructora y mortífera.

  Cuesta trabajo entender que la maldad pueda existir sin agresión. En realidad, de la observación del comportamiento animal uno concluye que, si el origen de la agresión es probable que se encuentre en las funciones mencionadas de “selección útil”, no parece tanto que el amor y la amistad tengan el mismo origen. El origen de estas emociones altruistas, cooperativas y benevolentes parece estar más bien en la maternidad. Una cosa es decir que la agresión fue importante para la mejora de la especie en mamíferos anteriores al ser humano, y otra decir que hoy sea algo más que un estorbo, sobre todo cuando se ha tenido que reconocer que la agresión en el ser humano se ha manifestado como una selección intraespecífica perjudicial.

   Otros biólogos consideran que el surgimiento en los seres vivos del afecto y el amor están relacionados con el cuidado parental propio de los mamíferos, mientras que la agresividad ya existía en los seres vivos más primitivos, como los reptiles.

    La alusión a la “reorientación” de la agresividad en lugar de la “sublimación” ya compromete los buenos propósitos iniciales. ¿Por qué no reconocer, sencillamente, que la agresión es una herencia del pasado que carece de utilidad alguna en nuestra forma de vida actual?

  Si justificamos la existencia de una “agresión buena” estamos confundiendo a quienes toman la información científica como referente en la búsqueda de nuevas soluciones. No hay agresión buena, reorientada o controlada. Pero hay agresión, y la cultura se construye precisamente creando controlas ésta.

  Lo sospechoso del planteamiento de Lorenz se hace más evidente por algunas de las observaciones que da por sentadas y que han sido cuestionadas más tarde

Nunca hemos observado que el objetivo de la agresión sea el aniquilamiento de los congéneres

Uno puede imaginarse como si lo estuviera viendo lo que sucedería si, por un fenómeno natural que nunca se ha dado, la paloma adquiriera de repente el pico de un cuervo. Parecida es la situación del hombre al descubrir que una piedra afilada puede servirle de arma cortante o contundente. 

  En realidad, los chimpancés en libertad han demostrado que son capaces de matarse unos a otros, sin necesidad de inventar armas. Y, por cierto, también se ha comprobado que no es cierto que

cuando un hombre inventa el arco y las flechas o las toma de un pueblo culturalmente más adelantado, no sólo su descendencia sino toda la sociedad de que forma parte poseerá tan firmemente esos instrumentos como si se tratase de órganos que le hubieran crecido en el cuerpo por mutación y selección. Y el modo de usarlos no se olvidará ya, del mismo modo que no puede volverse rudimentario un órgano de importancia vital.

   Se han encontrado pueblos de los que hemos llegado a saber que han perdido habilidades de ese tipo, probablemente al desarrollar prohibiciones de tipo cultural.

El demagogo conoce bien la acción inhibidora de la agresión que produce el contacto personal y, como es natural, trata de impedir que se encuentren en sociedad aquellos a quienes quiere mantener enemigos. 

  Desgraciadamente, esto tampoco es cierto. El conflicto entre grupos muchas veces es exacerbado por el contacto personal (por eso ha sido un hallazgo cultural tan valioso la aparición de la privacidad familiar, que elude situaciones de conflicto), de la misma forma que los deportes u otros fenómenos de supuesta catarsis agresiva activan la psicología de la violencia en los individuos más que apaciguarla.

  No parece el camino hacer concesiones a la agresividad “reorientándola”, sino más bien fomentar los mecanismos de comportamiento opuestos (igual que existe “agresividad” también existe “antiagresividad”). En lo que sí todos hemos de estar de acuerdo es en que la agresión existe, que nacemos con ella (unos con más, otros con menos)… y que si alguna vez logramos controlarla hasta niveles mínimos entonces habremos alcanzado la meta que ha sido una aspiración universal desde el descubrimiento de las religiones “compasivas”, las mismas que resultaron ser la base de los mayores logros de la civilización.

sábado, 14 de noviembre de 2015

“Religión sin Dios”, 2013. Ronald Dworkin

  El prestigioso filósofo del Derecho Ronald Dworkin dejó algunos escritos acerca de la cuestión de si podía existir una “religión atea”.  Para dilucidar el asunto contaba con un punto de partida inatacable:

El Tribunal [Supremo de los Estados Unidos], urgido a interpretar en un caso la garantía por la Constitución del “libre ejercicio de la religión”, declaró que muchas religiones que no reconocen un dios florecen en los Estados Unidos, incluyendo algo que el Tribunal llamó “humanismo secular”(…) Así que la frase “ateísmo religioso”, aunque sorprendente, no es un oxímoron

  La decisión del Tribunal Supremo llevaba aparejadas ciertas implicaciones filosóficas…

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América proporcionó una definición funcional [de religión] en respuesta a la demanda de D. A. Seeger  [en 1965] de que tenía derecho al estatus de objetor de conciencia en la guerra de Vietnam aun siendo ateo (…) A pesar de la referencia del estatuto [de la objeción de conciencia] a un “Ser Supremo” (…) [el Tribunal Supremo estadounidense] asumió que el Congreso no habría querido discriminar entre convicciones religiosas, y ofrecía esta formulación de lo que eran éstas: “una creencia sincera y significativa que ocupa en la vida de su poseedor un lugar paralelo al que está llenado por el Dios de aquellos a los que se les cualifica dentro de la definición del estatuto” (…) [Pero] ¿en qué manera es paralela a la creencia en Dios la creencia de que la guerra es un error? 

  O, para preguntarlo de otra manera, ¿qué implicaciones éticas se deducen simultáneamente de la creencia en que la guerra es un error y de la creencia en Dios? Podemos opinar que la creencia en que la guerra es un error debe implicar un acierto ético incontestable en la misma medida en que en otros tiempos se daba por sentado que carecer de una creencia en Dios implicaba indiferencia ante los comportamientos antisociales ("Si Dios no existe, todo está permitido“).

  Los jueces del Supremo consideraron que

los asuntos que implican las elecciones más íntimas y personales que una persona puede hacer en su vida, elecciones que son centrales a la dignidad y autonomía personal, lo son con respecto a la libertad protegida por la 14 Enmienda [relativa a la protección igualitaria de los derechos]

  Para tratar de poner en orden el rompecabezas, veamos lo que parece una opinión más particular del mismo Dworkin

En 1992 intenté proporcionar una definición sustantiva [de religión] como parte de un argumento para una interpretación de la Primera Enmienda a la cuestión del aborto. Dije: “Las religiones intentan responder a la profunda cuestión existencial al conectar las vidas humanas individuales a un valor objetivo trascendente” 

  Y directamente en estos textos que comentamos:

Una religión es una visión del mundo profunda, diferenciada y comprensiva: mantiene que un valor inherente, objetivo, lo impregna todo, que el universo y sus criaturas son asombrosos, inspiradores, y que la vida humana tiene un propósito y un orden universales. Una creencia en un dios es solo una posible manifestación o consecuencia de esa visión del mundo más profunda.

  La apelación al “universo y sus criaturas” es un lugar común en el pensamiento religioso. Los filósofos griegos y los philosophes de la Ilustración coincidían en esta fascinación por una armonía sobrehumana constatada por la observación de la naturaleza (particularmente en el campo de la astronomía… porque en la biología se ven a veces cosas poco agradables).

Muchos millones de personas que se consideran ateas a sí mismas tienen convicciones y experiencias similares y tan profundas como las de los creyentes que se consideran religiosos (…) Ellos sienten una irresistible responsabilidad para vivir bien sus vidas con respeto a las vidas de los otros; se enorgullecen de una vida bien vivida y se lamentan inconsolablemente ante una vida que ellos piensan, en retrospectiva, que ha sido desperdiciada. Encuentran el Gran Cañón no solo impresionante, sino abrumador y mágicamente maravilloso.

  Sin embargo, hemos de tener en cuenta que no siempre resulta evidente que la grandiosidad implique el idealismo ético. ¿Es la grandiosidad de los dioses o la naturaleza un referente imprescindible para desarrollar los valores humanos que son dignos de respeto universal?

Durante la mayor parte de la historia, este impulso [religioso] ha generado dos clases de convicciones: una creencia en una fuerza inteligente sobrenatural –un dios- y un conjunto de profundas convicciones éticas y morales. Los ateos pueden en consecuencia aceptar a los teístas como socios en sus ambiciones religiosas más profundas. Los teístas pueden aceptar que los ateos tienen los mismos fundamentos para la convicción política y moral que ellos. Ambas partes pueden llegar a aceptar que, lo que ellos ahora toman como que es una separación insuperable, es solo una especie de esotérico desacuerdo científico sin implicaciones morales ni políticas. O, al menos, la mayor parte de ellos pueden.

  Encontramos entonces una opinión que se refiere a la fuente misma del comportamiento ético, la de que una percepción trascendente de la naturaleza va unida a la de los valores humanos.

Lo que importa más fundamentalmente para el impulso de vivir bien es la convicción de que hay, independientemente y objetivamente, una forma correcta de vivir.

La actitud religiosa acepta la realidad completa e independiente del valor. Acepta la objetiva verdad de dos juicios centrales sobre el valor. El primero mantiene que la vida humana tiene un significado o importancia objetiva, cada persona tiene una responsabilidad innata e inescapable para intentar hacer de su vida una vida de éxito: esto quiere decir vivir bien, aceptar responsabilidades éticas para uno mismo tanto como  responsabilidades morales para otros no solo si sucede que pensamos que esto es importante sino porque es importante lo pensemos así o no. El segundo juicio mantiene que lo que llamamos “naturaleza” –el universo como un todo y sus partes- no es solo un hecho, sino que en sí mismo es sublime, algo de valor intrínseco y maravilloso.(…) Significado intrínseco de la vida y belleza intrínseca de la naturaleza [son los] paradigmas de una actitud plenamente religiosa ante la vida

  Muchos filósofos podrán elaborar refutaciones a esta particular forma de pensar. En cualquier caso, Ronald Dworkin desarrolla su opinión para apoyar el juicio de las sentencias del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y recordemos que, hoy por hoy, la jurisprudencia se considera equivalente a lo que en la Antigüedad se denominaba “tradición” o “costumbre”. Lo que nos está diciendo Dworkin es que el fundamento ético sigue siendo religioso y, además, de un tipo de religión que especifica una referencia exterior al ser humano (“trascendente”), lo que interpreta como una referencia a la naturaleza equivalente a la de las antiguas concepciones teístas. El punto de partida seguiría siendo el mismo…

Algunos de ellos describen esta actitud [la referencia a un dios no personal] como que refleja una experiencia “numinosa” –una experiencia de sentir algo no racional y  que conmueve emocionalmente en profundidad

  A muchos se les puede ocurrir que este tipo de experiencias “numinosas” son más bien equivalentes a las que produce la contemplación y creación artísticas. ¿Y si el Tribunal Supremo dictaminara, por ejemplo, que para que una decisión ética por parte de un individuo cumpliera los requisitos de ser respetable se exigiera al sujeto en cuestión que poseyese sensibilidad artística demostrable? Recordemos que el dilema sobre el que tuvo que dictaminar en la sentencia mencionada tenía que ver con la “objeción de conciencia”, es decir, con una actitud ética en la cual el sujeto contraviene el civismo que obliga a servir con las armas por el bien común, y solo una actitud ética más elevada aún que la propia del civismo justificaría esa transgresión. Parece que de lo que se trata es de identificar un rasgo en concreto del comportamiento humano que clasificase a los individuos como éticamente superiores, incluso más allá del comportamiento cívico normalmente exigido, y que en consecuencia ese tipo de individuos merecerían ciertos privilegios, sin duda porque, de alguna forma, tienen algún modo de compensar por ellos a toda la sociedad en su conjunto…

  Las  opiniones que Dworkin acerca de la naturaleza humanista parecen ir en ese sentido en cuanto a la percepción de lo valioso.

No se trata solo de que la naturaleza contiene objetos que son bellos en sí mismos. Su maravilla depende del hecho de que es la naturaleza, más que la inteligencia o habilidad humana, la que los ha producido. [Sin embargo,] en otros contextos valoramos una creación humana pero desdeñamos un objeto idéntico creado por accidente 

  Y pone el ejemplo de alguien que admira la belleza de una flor en particular y al que una vez que ha exteriorizado la opinión que le merece su valor es informado de que se trata de una flor artificial; o, al revés, el caso del que admira lo que considera una creación artística humana de tipo abstracto –un cuadro, una figura colorida e indefinida-, y al que luego se le informa de que se trata de una simple mancha que no es obra de artista alguno.

  También recoge el caso de los astrónomos que buscaban ver reflejadas en las observaciones científicas la belleza y perfección del cosmos

Los círculos son hermosos, así que [se pensaba que] las órbitas de los planetas alrededor del sol sería muy probable que fuesen circulares. Kepler estaba inicialmente convencido de las órbitas circulares por este argumento, incluso si sus propias observaciones parecían contradecir esta conclusión. Al final, sin embargo, él se inclinó ante la observación y cambió de opinión. Deberíamos decir que, para él, la belleza era alguna evidencia de la verdad astronómica, pero la evidencia de la observación finalmente superó está evidencia de la belleza.

  Ahora bien, Dworkin no lleva más allá esta línea de pensamiento hasta el fundamento ético de las sentencias. La cuestión es que el Tribunal Supremo

interpretó un estatuto que proporcionaba objeción de conciencia para aquellos con creencias religiosas que prohíben matar a fin de incluir a un ateo con las mismas convicciones

  Precisemos más aún: el ateo que no quiere matar y que con ello se opone al interés común de una nación en guerra, que solicita el privilegio de que la sociedad haga con él una excepción y no le acuse de traidor ni de desertor… ¿ha de demostrar… que cree en algo trascendente… que tiene sensibilidad artística… que tiene convicciones ingenuas acerca de una armonía universal?

  Porque de lo que se trata es de que su negativa a matar implica algo bueno para la comunidad a la que traiciona, y que ese “algo” no es perceptible a simple vista (por eso requiere el examen cuidadoso de los sabios jueces… que han de determinar el tipo de “reputación” de la que el “hombre religioso” se hace merecedor). Ese “algo”, sometido a la reflexión propia de los ideales éticos, es reconocido, aparentemente, como  una actitud personal que se caracteriza por la emotividad, reverencia, incluso inefabilidad… tanto como puede serlo, para un teísta, el señalar a un Dios cuya existencia no puede demostrarse.

  Es posible que una respuesta a este enigma nos llegue de la psicología evolutiva, que también abarca el estudio del origen de nuestras emociones morales. En algún momento los seres humanos hubieron de definir cierta emoción expresable que promovería la benevolencia a fin de atemperar el constante conflicto entre los intereses individuales. Las creencias en los seres sobrenaturales no deben de tener ese origen, pues la superstición puede estudiarse también en los animales, pero sí que es posible que determinadas emociones con origen en la superstición –magia, mundo ilusorio, alucinaciones- fuesen adaptadas al fin prosocial de promover el altruismo y la benevolencia.

  Los dioses benevolentes son relativamente tardíos en la historia humana –los dioses terribles y caprichosos resultan mucho más antiguos- y el que ellos mismos acaben por desaparecer en el mundo racionalista de hoy quizá sea lo que acabe entronizando en el futuro la mera benevolencia abstracta como referencia ética definitiva.

  Cuando menos, los dilemas éticos en los cuales se antepone el ideal humanista -cuyo valor equiparamos a las antiguas creencias teístas- a los derechos y deberes convencionales cuentan con un inmenso poder sobre todos nosotros: el de hacernos reflexionar acerca de la complejidad y riqueza de las posibilidades del comportamiento social en el futuro.

   Incluso para el hombre más sencillo esta reflexión acerca del ideal ético se evidencia en la ancestral veneración por los hombres santos y las personalidades ejemplares.

jueves, 5 de noviembre de 2015

“La evolución de la moralidad”, 2006. Richard Joyce

  Puesto que todo el comportamiento humano es fruto de la evolución biológica, la moralidad también ha de serlo, y es desde aquí que arranca el libro del filósofo Richard Joyce. En términos generales, la moralidad es la capacidad del individuo para expresar emocionalmente su rechazo (o aprobación) a comportamientos sociales intencionados (propios y de sus semejantes) que se juzgan contrarios (o favorables) al bien común, con el fin de que no se repitan (o con la esperanza de que sí se repitan, si son favorables al bien común).

Para hacer un organismo más capaz de ayudar, la selección natural puede favorecer el rasgo de hacer juicios morales. Explorar esta cuestión es la principal tarea de este libro

Entre los medios favorecidos por la selección natural a fin de conseguir que los seres humanos se ayuden unos a otros está un “sentido moral”, lo que significa una facultad para hacer juicios morales

  Ante todo hay que precisar que la vida social no es algo propio solo del ser humano. Existen muchos animales sociales (casi todos lo son en alguna medida, especialmente los mamíferos) pero solo los humanos somos morales. Los chimpancés, los animales más inteligentes que existen después del hombre, no conocen la moralidad.

[Los chimpancés] son conscientes de los comportamientos “aceptados” y “no aceptados”. Esto es muy diferente de una consciencia de los comportamientos “aceptables” e “inaceptables” –la diferencia se encuentra en que lo primero implica solo conocimiento de que ciertos comportamientos provocarán hostilidad, mientras que los segundos implican un juicio acerca de que estos comportamientos merecen hostilidad

  Para Joyce, por lo tanto, un elemento fundamental de la diferencia entre la consciencia de lo “aceptado” y de lo “aceptable” (la diferencia que va del mero “conocimiento” al “juicio”), se encuentra en el concepto de “mérito”

[En el experimento mental de un pueblo que no reconociera el mérito de la rectitud moral] parecería que al estipular que no tienen concepto de mérito se deriva de esto la ausencia de mucho más. (…)Tales criaturas no se sentirían molestas si se les informa de que alguien ha sido castigado por un crimen que no ha cometido, sino que solo se pensaba que lo había cometido.(…) Sin un sentido de mérito, estas criaturas no pueden tener sentido de culpa (…) No pueden tener la facultad a la que nos referimos como una “conciencia moral” (…) No podrían tener real aprecio de una típica película de Hollywood o de las novelas de Jane Austen, porque no ganarían satisfacción de la forma en que los méritos son distribuidos en las escenas finales (…) Sería como dirigir el imperativo “no mates humanos” a un animal

  Entonces, a efectos prácticos, de lo que parece tratar la moralidad es de un refuerzo emocional en la comprensión de lo socialmente correcto e incorrecto en la vida social

Un juicio moral puede ser insertado dentro de una emoción (…) [y] ha sido mediante la modificación de las emociones que la selección natural ha forjado el sentido moral humano

El juicio moral promueve la motivación (…) La función evolutiva del juicio moral es proporcionar motivación adicional a favor de ciertos comportamientos sociales adaptativos

  El mecanismo evolutivo partiría de la capacidad del individuo para controlar el comportamiento social de sus semejantes. Este control se ejerce a partir de los efectos que en su propia conducta ejerce la asignación de emociones al reconocimiento de diversos actos ajenos que se diferenciarían en tanto que fuesen contrarios o no al interés común. Los méritos de cada uno de los individuos que actúan asientan su reputación (que señala a la comunidad la previsibilidad futura de sus actos), y nuestro juicio moral común (nuestra reacción emotiva) contribuye a encauzar el comportamiento de todos y cada uno con respecto a los demás en el sentido de  que procuren o no ayudar al bien común.

  Asignar a alguien una reputación permite superar el límite que supone la “reciprocidad directa”, que es el “yo te doy si tú me das”, lo que sucede cuando un chimpancé le da a otro un plátano a cambio de una manzana: ambos reciben la compensación solo en el mismo momento y lugar.

Al introducir la reputación en nuestra comprensión, nos apartamos de los intercambios recíprocos estándar y llegamos a aquello que ha sido llamado “reciprocidad indirecta”.(…) En los intercambios de reciprocidad indirecta, un organismo se beneficia de ayudar a otro al ser compensado por ello con un beneficio de mayor valor que el coste de su ayuda inicial, pero efectuado no necesariamente por el que ha recibido la ayuda.

    Este tipo de comportamientos no están al alcance de los chimpancés simplemente porque carecen de suficiente inteligencia para tal cosa: nuestros primos simios no pueden prever comportamientos futuros y actitudes futuras de individuos diferentes (relaciones triangulares, indirectas), mientras que el que sí seamos capaces de ello es lo que nos permite identificar una pauta de comportamiento de un determinado individuo como prosocial o antisocial (es decir, nos permite prever su comportamiento en buena medida: sé que este tipo una vez le dio a otro un plátano… es probable que ahora también me lo dé a mí), y en consecuencia ejercer algún control sobre este individuo con vistas a beneficiarnos de este control (corrección o promoción) en el futuro, directa o indirectamente (como sucede cuando nos labramos una reputación ayudando a alguien que nunca podrá devolvernos el favor). El resultado supone un incremento notable de las posibilidades prácticas de la cooperación.

  Un aspecto importante de este asunto es que la evaluación de la intencionalidad de nuestros semejantes en cuanto a su comportamiento social (reconocimiento de su mérito, de su reputación) implica el desarrollo del fenómeno de la empatía hasta más allá de nuestras reacciones inmediatas, y esto también afecta al individuo que juzga (obra en base al bien común para beneficiarse, de forma directa o indirecta... pero también obra en base al beneficio de los demás cuyas emociones y sentimientos puede compartir en buena medida por empatía: tras haberse sensibilizado a ella con fines inconscientemente egoístas acaba convirtiéndola en un fin en sí mismo).

  Sin embargo, hay una diferencia entre el mero sentimiento de empatía (o “simpatía”) y el juicio moral (que implica ideas como culpa, mérito, castigo, perdón o reparación).

La activa simpatía [de alguien que ha dañado a otro pero no posee sentido de culpa] puede impulsar un deseo a aliviar el sufrimiento de la víctima (puede incluso sentirse un deseo de compensar la parte injuriada), sin embargo, puesto que no se tiene el sentimiento de que él debe hacer algo para compensarlo, si uno se distrae por otros asuntos, que causan que la simpatía por la víctima se atenúe, entonces no hay nada que impulse las deliberaciones de nuevo a la resolución de que “algo debe ser hecho” (…) La simpatía, escribió James Q Wilson, es una emoción frágil y evanescente. Se despierta con facilidad, pero se olvida rápido; cuando se recuerda y no se ha actuado sobre ella, su incapacidad para producir una acción es fácilmente racionalizada. La vida de un perro perdido o un pájaro herido puede inquietarnos, incluso si sabemos que los bosques están llenos con animales perdidos y heridos.

Alguien que actúa únicamente por motivo de amor o altruismo no está, en base a ello, haciendo un juicio moral (…) Uno se resuelve a refrenarse de hacer algo al ser guiado por un juicio de lo que está prohibido, en oposición a tener una inhibición no moralizada contra esto

  Es decir, la diferencia entre altruismo y moralidad se encuentra en que, al abstenerse de hacer el mal por amor o altruismo, entra en juego una inhibición, pero no una prohibición. El que obra en base al bienestar ajeno se inhibe de hacer el mal por su propio impulso privado, mientras que el que obra en base a su sentido moral se ve limitado por su capacidad para percibir una prohibición de origen social, exterior a él. Una persona moral puede hacer el bien no porque sienta una inclinación por hacer el bien (como haría el altruista), sino porque se siente compelido a hacer el bien por remordimientos, vergüenza, culpa o cualquiera otra de esas sensaciones poco agradables.

  Esto tiene sus ventajas (permite que hagan el bien personas que tal vez no sean muy bondadosas, pero que sí tendrían un agudo sentido de “lo que debe ser hecho”), pero también tiene sus desventajas…

Es bastante fácil pensar en ejemplos de acciones morales que no benefician a la comunidad, y acciones que benefician a la comunidad que no son morales

  Lo “moral” podría implicar, por ejemplo, el tomar parte en una guerra injusta (que la comunidad considerará justa por sus propias motivaciones culturales: recuperar un territorio nacional perdido en una guerra de nuestros antepasados, por ejemplo). En la medida en que reconocemos la necesidad de respetar una norma social estamos actuando moralmente por lo que se supone que es el bien común… pero puede darse el caso de que en realidad la comunidad se beneficiara más de no obedecer esta obligación moral en concreto (o, al menos, así lo veríamos desde nuestro punto de vista actual, condicionado por una cultura diferente).

  Lo ideal sería que nuestros juicios morales fuesen parejos a nuestros sentimientos de altruismo y empatía. Se puede considerar, tal vez, que una evolución en este sentido siempre se ha dado en alguna medida…

Una intelectualización del sentimiento prosocial puede llevar a la moralización

Ciertos comportamientos beneficiosos facilitan la adaptación, y la “moralización” de estos comportamientos dispara la motivación para llevarlos a cabo.

  Finalmente, la cuestión más valiosa es considerar las posibilidades futuras de la evolución de la moralidad. ¿Hasta dónde podemos llevar la  cooperación?, ¿hasta dónde podemos llevar la moralidad en este sentido?

  Sabemos que la moralidad se construye en el entorno cultural (desde la cultura en la que son habituales los sacrificios humanos hasta la que ha abolido la pena de muerte), si partimos de un entorno extremadamente prosocial o altruista ¿podríamos convertirlo en una cultura hasta el punto de que empuje a una moralización extrema de los individuos en tal sentido prosocial? Eso podría llevar a que las personas fuesen tan morales, tan consideradas, que la mayoría de nosotros ya no requeriríamos ni tan siquiera la coacción legal para forzarnos a obrar de acuerdo con el bien común (nos sentiríamos inhibidos por el mero sentido de culpa). Esto no implicaría necesariamente que todas las personas se convirtieran por igual en bondadosas o altruistas: bastaría con que, en esta cultura extremadamente prosocial, los que sí lo fueran sirviesen de guía moral a todos los demás (que rechazarían el mal por prohibición… aunque no necesariamente por sanción penal efectiva –castigo).

Quizá permitir a los pensamientos y emociones morales tener un papel vivo en la economía psicológica de una persona, incluso cuando se carece de una creencia moral asociada a ellas, es un medio no tan obvio de alcanzar motivación. Tales pensamientos y emociones pueden convertirse en habituales, o incluso en un aspecto del carácter. No hay razón obvia para dudar de que ellos podrían ser de gran importancia para la vida de una persona, incluso servir como compromiso personal e interpersonal

  Precisemos más aún:

¿Podríamos entrenarnos a nosotros mismos a fin de endorsar seriamente creencias morales tan fácilmente como nos entrenamos a nosotros mismos para creer en los gérmenes? Dado el necesario sostén cultural, probablemente

  Richard Joyce plantea esta cuestión porque convencionalmente se considera que el sostén del comportamiento moral son las creencias, algo de lo que él duda.

Las creencias morales pueden marchitarse sin sostenimiento cultural. Esto puede parecer inverosímil e indeseable, pero la afirmación análoga que concierne a la clase de impureza con la cual uno puede ser contaminado por tocar a un miembro de una casta indeseable parecerá igualmente inverosímil e indeseable para cualquiera que esté inmerso en una cultura con tales nociones de pureza y contaminación donde se ha convertido en un cimiento normativo altamente elaborado de los individuos, las instituciones y el estado

  Debemos tener en cuenta que casi cualquier creencia, por absurda y cruel que nos parezca aquí y ahora, puede llegar a ser socialmente aceptada. En este sentido, el estudio de los fenómenos conductuales nos desalienta, y pone en cuestión el llamado “naturalismo moral” (el principio de que existen principios morales innatos).

Lo que los naturalistas morales necesitan es una argumentación sustantiva y naturalizable del “razonamiento correcto práctico” (o “racionalidad práctica”) según el cual cualquier persona, con independencia de sus primeros deseos, convergería mediante este razonamiento hasta ciertas conclusiones prácticas que estarían ampliamente en línea con lo que esperaríamos de los requerimientos morales (…) Pero no existe tal adecuada argumentación

  Los “naturalistas morales” son, pues, aquellos que creen que existe una moralidad universal para la cual todos los individuos están por igual predispuestos, con independencia de su entorno cultural. De existir, bastaría con desglosar una argumentación suficiente para que cualquier bárbaro aceptase una moralidad superior que en el fondo desea, aunque no haya llegado a conocerla en sus tradiciones. Joyce da por sentado que no existe tal adecuada argumentación, pero especula acerca de la importancia de que se de por sentado que sí existe

Supongamos que es verdad que la función evolutiva del juicio moral es generar o fortalecer algún tipo de emoción prosocial. La cuestión que debemos preguntar es: “¿Cómo se cumple esto?”. Quizá, por ejemplo, el juicio moral alienta al hablante (y su audiencia) a pensar que el mundo contiene exigencias prácticas independientes de la autoridad, y que concebir el mundo en estos términos tiene un efecto deseable en sus vidas emocionales.

  Esta consideración es clave porque la “autoridad” es la que usualmente promueve los mandatos morales (mandamientos divinos, declaraciones solemnes, leyes constitucionales). Disponer de una moralidad con “exigencias prácticas independientes de la autoridad” significa una moralidad universal libre de los condicionamientos políticos, que como tal podría unir en torno a ella a todos los individuos que desarrollaran su capacidad racional

Si esto fuera así, entonces cuando el hablante diga “No debes hacer esto”, estaría afirmando algo sobre el mundo, no expresando meramente una emoción. Quizá lo que estaría afirmando sería falso, pero no sería menos una aserción por eso 

  Es decir, tendría un poderoso efecto…

Podemos hacer de nuevo la analogía con la hipótesis de las creencias religiosas innatas. Supongamos (para simplificar el asunto) que la creencia en que Dios existe es innata y se debe simplemente al hecho de que la creencia hizo menos ansiosos a nuestros antepasados (más felices). Sería difícil que se siguiera de esto el que la manifestación verbal de “Dios existe” fuese una aserción muy enérgica.

  Algo parecido a esto parece que sucedió con la filosofía china tradicional (confucionismo) extremadamente cívica y legalista: los mismos defensores de la religión oficial podían mostrarse escépticos sobre su fundamento metafísico, pero reconocían públicamente que servía a fines prácticos. El resultado fue una religión civil que tenía poco arraigo en los individuos, si bien sí logró insertar un sentido de responsabilidad social en la comunidad.

  Es decir, de forma parecida afirmaríamos que una ética es natural y superior solo porque esto le proporcionaría a la creencia ética una mayor capacidad para motivar al sujeto. Pero desde el momento en que sepamos que no existe ninguna ética natural y superior, o que Dios no existe, ya no nos haría el mismo efecto.

  Así pues, ¿necesitamos realmente creer -o hacer creer que creemos- en una moral “natural” de esta clase? Más bien lo que necesitamos es establecer entornos culturales que, a efectos prácticos, sean capaces de motivar a los individuos a que sigan mandatos prosociales, benevolentes. Un Dios justiciero que proclame derechos y obligaciones, o una proclamación solemne de los derechos humanos podrían tener un efecto menor que un entorno poblado de ejemplos felices de comportamiento prosocial. El monasticismo medieval, que creó comunidades ejemplares de hombres y mujeres abnegados, piadosos y pacíficos (monjes y monjas, modelos de santidad cristiana), fue probablemente un factor decisivo en el proceso civilizatorio que llevaría al Renacimiento y la Reforma.

  En cualquier caso, Richard Joyce reconoce que

Toda la evidencia empírica muestra que los humanos están frecuentemente motivados por un genuino interés en los otros, y no en el fondo por motivos egoístas

    La evolución de la moralidad nos lleva a comprender el mecanismo psicológico por el cual los individuos, utilizando racionalmente sus sentimientos de empatía, pueden desarrollar controles efectivos de sus instintos antisociales. La evolución de la moralidad no ha mostrado aún cuáles son sus limitaciones.