miércoles, 5 de agosto de 2020

“La gente de la selva”, 1961. Colin M. Turnbull

  El antropólogo Colin Turnbull es el autor de uno de los más bellos libros acerca de los pueblos “en estado de naturaleza” (los “primitivos”, cazadores-recolectores… cuya genética heredamos nosotros, los sofisticados hombres civilizados). Esta “gente de la selva” en particular son los pigmeos, que algunos consideran los pobladores originarios del África Central. Turnbull los conoció a finales del periodo colonizador en el Congo entonces belga. Vivían entonces en una inestable simbiosis con los aldeanos locales de origen bantú, precarios agricultores que apreciaban en mucho la carne de caza que sus vecinos de la selva aportaban y que en contraprestación les proporcionaban, entre otras cosas, algunos bienes especiales, como el vino de palma o el tabaco.

Cuando se refieren a los bantú, despreciándolos a ellos o a sus costumbres, [los pigmeos] usan dos términos, uno que quiere decir “animal” y el otro “salvaje”; los negros usan los mismos términos acerca de los pigmeos, y no hay un gran sentimiento de mutuo respeto  (p. 47)

  De hecho, los “negros” aldeanos aseguraban al hombre blanco que los pigmeos son esclavos a su servicio. La cosa no resulta nada clara. Es evidente que hay algo extraño en este tipo de relación.

[Los pigmeos] son sumisos, casi serviles, y aparentan no tener una cultura propia (p. 23)

  En efecto, y dependen en buena medida de costumbres y tradiciones de sus despreciados vecinos “simbióticos” (tampoco tienen lengua propia).

  Para Turnbull, sin embargo, que convivió con ellos, aprendió su lengua y sus costumbres, y mantuvo con muchos pigmeos profundas relaciones de amistad, la impresión es que la simplicidad del pueblo de la selva es mucho más digna de interés que las nacientes complejidades espirituales de los aldeanos bantúes.

He visto la muerte en un pueblo bantú donde genera una atmósfera de miedo –miedo de la brujería, del poder del mal que se había desatado. Aquí [en un campamento pigmeo, donde ha muerto una mujer querida] era bastante diferente. No era un sentimiento de miedo, sino un reconocimiento de la totalidad de una pérdida que nunca podría compensarse  (p. 49)

“La selva es un padre y una madre para nosotros (…) y como un padre o madre nos da todo lo que necesitamos - comida, ropa, cobijo, calor… y afecto. Normalmente todo va bien, porque la selva es buena para sus hijos, pero cuando las cosas van mal debe haber una razón.” (…) Yo sabía que la gente del pueblo [bantúes], en tiempos de crisis, creen que han sido maldecidos por algún mal espíritu o una bruja o hechicero. Pero no los pigmeos; su lógica es más sencilla y su fe más fuerte porque su mundo es más amable  (p. 92)

Mientras que los aldeanos creen que el acto [ritual] mismo trae resultados de formas que ellos no pueden explicar, que es lo que llamamos magia, los [pigmeos] no creen esto en absoluto. Creen en una deidad benévola a la que ellos deben tanto respeto y consideración como a sus propios padres, y de la cual pueden esperar lo mismo a cambio. Para los pigmeos, no es tanto el acto ritual mismo lo que cuenta, o la manera en que se ejecuta, sino el pensamiento que va con él.  (p. 145)

Cuando algo importante va mal, como enfermedad o mala caza o la muerte, debe ser porque la selva está dormida y no cuida de sus hijos. “¿Qué hacemos? La despertamos. La despertamos cantando y lo hacemos porque queremos que se despierte feliz. Entonces todo va bien de nuevo”  (p. 92)

El [festival del] “molimo” de los pigmeos no tiene que ver con un ritual o magia. De hecho, está tan desprovisto de ritual tanto en acción como en palabras, de modo que es difícil ver con qué tiene que ver (…) Cada tarde las mujeres y los niños se encierran en sus chozas tras la comida, porque el “molimo” es sobre todo asunto de hombres, y cuando las mujeres se han retirado, los hombres se sientan en círculo (…) Cerca hay un cesto lleno de ofrendas de comida que comerán más tarde. Pero primero los hombres deben cantar porque este es el contenido real del “molimo”, como ellos dicen: para comer y cantar, para comer y cantar. Tras la apariencia simple del festival había una atmósfera de expectación casi sobrecogedora. (p. 80)

   La impresión que da es, por tanto, que la simplicidad amable de los pigmeos está relacionada con una conexión directa con la naturaleza. Los semicivilizados bantúes habrían perdido esa inocencia original, mientras que la sencillez de los pigmeos va unida a una libertad y racionalidad mayores. No hay jefes, ni brujos, ni ricos, ni guerreros, entre los pigmeos. Tampoco parece haber más deidad que la selva misma, que los nutre y ampara.

  Aunque en el libro no se aborda la cuestión directamente –lo que resulta sospechoso-, todo parece indicar que los pigmeos son mucho menos violentos y más compasivos que los bantúes.

Un grupo de pigmeos forasteros del otro lado del río Epulu había invadido el territorio y estaba robando toda la miel al este. Masisi inmediatamente envió a su hijo para decir a Manyalibo que olvidase la disputa sobre las redes de caza [importante medio material para las cacerías en grupo] y viniera a unírsele a fin de que pudieran hacer la guerra a los otros pigmeos juntos  (p. 275)

  Parece un caso típico de disputa de recursos. Pero esta historia, al menos, sigue así, contada por los pigmeos mismos:

“Hay abundancia de comida; en tanto que no encontremos [a los intrusos] no habrá pelea. Si los encontramos, entonces quien no está en su propia tierra escapará y dejará lo que haya robado. Es la única forma en que peleamos, no somos como los aldeanos [bantúes]” (p. 275)

  Uno puede temer también que los pigmeos sabían lo que tenían que decir para ganarse la aprobación del observador blanco. Pero de todas formas, no solo no hay noticias directas de guerras entre pigmeos; tampoco aparecen tradiciones guerreras, ni relatos de antiguas hazañas de ese tipo entre los varones más prominentes (sí les prestigian, en cambio, las hazañas cinegéticas).

  Algunas casos sí llegan a ser conocidos.

Oímos muchas historias de las antiguas guerras entre las varias tribus de aldeanos, cómo invadieron la selva y cómo los pigmeos quedaron atrapados entre ellos de tal modo que se vieron forzados a ponerse con un bando o con otro  (p. 245)

  Con todo, la resolución de conflictos implica una cierta capacidad para el conflicto, también a nivel particular.

No se puede decir que [el pigmeo] Cephu no fue castigado [por su falta de mal comportamiento en una partida de caza en la que se aprovechó de las presas de otro] porque durante aquellas horas en la que nadie le habló debe haber sufrido el equivalente de muchos días de confinamiento solitario para cualquier otro. El haberle sido negada una silla por un joven, ni siquiera uno de los grandes cazadores; que se rieran de él mujeres y niños; haber sido ignorado por los hombres. Ninguna de esas cosas podía ser fácilmente olvidada (p. 109)

“Él ha sido expulsado a la selva –dice [el pigmeo sobre uno que ha sido descubierto cometiendo incesto]- y tendrá que vivir allí solo. Nadie lo aceptará en su grupo después de lo que ha hecho. Y morirá porque no podrá vivir solo en la selva. La selva lo matará. Y si no lo mata, morirá de lepra” (p. 112)

  Y Turnbull señala, además, que muchas veces el ostracismo es levantado. La resolución suele ser implícita. Los pigmeos discuten por mujeres –golpean a veces a sus mujeres-, por la caza, por la toma de decisiones, pero la escalada de comportamiento airado acaba de repente. La gente se calla, pasa a ocuparse de otra cosa. Se olvida o se pretende olvidar. La “pendiente resbaladiza” hacia el conflicto irreversible se ve frenada.

  Por lo demás, los pigmeos muestran rasgos típicos de “comportamiento primitivo” en su psicología:

Está en la naturaleza de un pigmeo nunca admitir que se ha equivocado (p. 133)

Tan pronto como los cazadores regresan dejan la carne en el suelo, y todo el campamento se reúne para asegurarse de que la división es justa. Nadie reconoce esto, pero al final todo el mundo queda satisfecho (p. 134)

  Esto es un poco el estilo de los depredadores sociales. Los lobos no reparten sus presas: cada cual toma su parte, a veces disputándola a sus compañeros, hasta que todo el mundo queda satisfecho.

  Lo mismo se puede decir sobre “nunca admitir que se ha equivocado”. Los “primitivos” tampoco gustan de ser enseñados y prefieren simular que aprenden solos. Es decir, rechazan toda situación que pueda rebajarlos a vista de los otros. Esto, en nuestra civilización, es propio del comportamiento agresivo.

  La ley de los grandes números y un cierto empeño de los informantes de Turnbull en pretender aparecer “mejores” que los aldeanos bantúes, hacen sospechar que estas actitudes agresivas tarde o temprano llevarán al conflicto letal, entre individuos y entre grupos. Si hay golpes, insultos, acoso y amenazas… uno teme que alguna vez el conflicto quedará fuera de control.

  Pero sí parece que se trata de una cultura de cazadores no guerreros. Y también es evidente que muestran numerosos rasgos de comportamiento altruista, incluso con los extraños.

[Una vez el bantú solitario amigo de los pigmeos estuvo] completamente curado [de su enfermedad], los pigmeos respondieron cantando una canción del “molimo” [ritual de agradecimiento a la selva] de la misma forma que hubieran hecho para uno de su propia gente, como agradecimiento a la selva por haber salvado a uno de sus hijos, incluso si él era un aldeano [no pigmeo] (p. 183)

  En resumen, esta obra, aunque no es una demostración sólida del rousseaunianismo (armonía en la forma de vida originaria del Homo Sapiens), hace una importante aportación y es, por encima de todo, un magnífico libro que gusta leer. Es bien posible que la intuición de Turnbull sea correcta y que en el principio los cazadores-recolectores vivieran en sencilla armonía dentro de la naturaleza, cultivando sentimientos de amistad y alegre benevolencia, y controlando los conflictos más graves de forma intuitiva. Cuentan con una vida familiar intensa –todos viven juntos y cazan juntos-, una vida sexual satisfactoria –con sus incidencias pasionales-, una vida espiritual festiva y optimista –si los dioses no nos favorecen es que se han dormido y hemos de despertarlos con el canto- y una vida cotidiana abierta a novedades y experiencias -como el vino de palma y el tabaco de los aldeanos bantúes, y la amistad con el inquisitivo hombre blanco que los visita-. Un estilo de vida que pudo prolongarse durante cientos de miles de años… O a lo mejor no.

  Lectura de “The Forest People” en Simon & Schuster Inc. 1961; traducción de idea21

3 comentarios:

  1. Mi reseña número 300 en este blog. En siete años he aprendido muchas cosas y he hecho lo posible por conservar parte de lo leído de esta forma. Y si he podido ayudar a alguien también, mejor aún...

    ResponderEliminar
  2. Buenos días Idea21, enhorabuena por tu reseña número 300! Quiero agradecerte el trabajo serio y concienzudo que llevas a cabo en cada una de tus reseñas. Gracias a tu blog he conocido autores y libros que de otro modo no hubiese conocido. Te deseo mucha salud, fortaleza y buen ánimo para seguir trabajando y cultivando este espacio de sabiduría. Leandro.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti por tus atenciones. Como sabes, yo también he descubierto autores gracias a ti. Así debería funcionar la sabiduría: todos indagando, preguntando, informando, reflexionando... Si se busca, puede encontrarse. Y para algunos, por lo menos, no es nada aburrido...

      Eliminar