viernes, 25 de junio de 2021

“El enjambre humano”, 2019. Mark W. Moffett

Estar rodeado de desconocidos sería inimaginable para un chimpancé, que huiría aterrorizado. Lo que cambió en el caso de los humanos fue el modo en que identificamos a quienes representan o no nuestras identidades sociales.(Prefacio)

El acto aparentemente trivial de entrar en un café lleno de extraños, y que esta circunstancia nos deje completamente indiferentes es uno de los logros menos apreciados de nuestra especie, pero que separa a la humanidad de la mayoría de los vertebrados que forman sociedades. (Introducción)

   Ésta es quizá una de las afirmaciones más llamativas y útiles de este libro del gran divulgador científico Mark Moffett. Hay muchos animales sociales, y de ellos se habla con extensión en este libro (Moffett es biólogo y se declara discípulo de E O Wilson), pero de entre todos los animales sociales, los humanos somos casi los únicos con propensión a relacionarnos de forma activa con desconocidos.

Una sociedad es un grupo de individuos discreto que sobrepasa en número a una simple familia —más de uno o ambos progenitores con una sola prole indefensa— y cuya identidad compartida los distingue de otros grupos similares y se mantiene continuamente a través de generaciones.  (Capítulo 1)

   Hay algunas excepciones a la desconfianza constante a los extraños entre los animales, como nuestro simpático primo el chimpancé bonobo, que cuando se encuentra con un desconocido le ofrece comida para ganarse su confianza, al estilo de la hospitalidad humana, pero en general, el formar parte de una sociedad supone integrar un grupo en constante hostilidad contra todas las demás sociedades, lo cual, entre otras cosas, supone un fuerte impedimento a la cooperación (aunque sí estimula, obviamente, la competitividad). El truco de los humanos para paliar esto y permitir sociedades más extensas y cooperativas consiste en la aparición de las “sociedades anónimas”.

Al emplear marcadores de identidad, los humanos, como miembros de sociedades anónimas, estamos dotados de la capacidad de pensar en un extraño como uno de nosotros. (Capítulo 7)

  Una “sociedad anónima” es una en la cual no necesitamos identificar individualmente a todos con los que interactuamos para considerarlos dignos de confianza. Nos basta con identificarlo como miembro de la sociedad a la que pertenecemos (un paisano, un aficionado de nuestro mismo equipo de fútbol, un colega de la misma empresa). Esto es muy práctico y facilita la cooperación a gran escala. En eso nos parecemos a las hormigas.

La mejor definición de «sociedad» no es la que la presenta como una asamblea de cooperadores, sino como un tipo de agrupación en que todos los individuos tienen un claro sentido de pertenencia fundado en una duradera identidad compartida. (Capítulo 1)

  Las hormigas se las arreglan para diferenciarse mediante el uso de feromonas: olores distintivos. Toda hormiga portadora de ese olor es aceptada. Y tienen el mismo olor porque, como es bien sabido, las hormigas y las abejas son todas hermanas entre sí, descendientes de la “reina” de turno.

Aunque las hormigas no distinguen a los individuos por sus olores particulares, como hacen los hámsteres, se reconocen mutuamente como compañeras de hormiguero (o como forasteras) por medio de un olor que es un rasgo de identidad compartido.  (…) Una hormiga que no debería estar allí es rápidamente detectada por su olor extraño   (Capítulo 6)

   ¿Y cómo nos identificamos los humanos? Pues por una gran variedad de marcadores identitarios. Los más conocidos son los de tipo “nacional” –lengua, aspecto físico, religión, símbolos- pero se pueden crear de muchas más clases, como la forma de hablar propia de una clase social, la ropa de una tribu urbana o incluso los gestos secretos de una logia masónica. El reconocimiento de pertenencia, por supuesto, no implica un trato individualizado. Las relaciones individualizadas dentro de los grupos humanos se ven limitadas en número, pero eso no impide el funcionamiento de la sociedad. Muy diferente es el caso para otros animales sociales.

Los chimpancés necesitan conocer a todos.

Las hormigas no necesitan conocer a nadie.

Los humanos solo necesitan conocer a algunos. (Capítulo 4)

  Ahora bien, fuera de la sociedad a la que pertenecemos –incluso si es anónima y extensa- también hay peligro y hostilidad por parte de nuestros otros semejantes.

Una vez que los miembros de la sociedad tienen su identidad establecida, una fusión voluntaria con otra sociedad es muy improbable. (Capítulo 22)

  Las sociedades humanas, cada vez más populosas una vez dejamos atrás el Paleolítico, son conflictivas entre sí. ¿Podrían dejar de serlo?, ¿tan improbable es que puedan llegar a fusionarse, a nivel global?

La noción de «cosmopolitismo», la idea de que los pueblos del mundo llegarán a sentirse identificados ante todo con la especie humana, es un sueño imposible.  (Capítulo 26)

  El autor lo tiene muy claro aunque no da muchas explicaciones. Probablemente de forma parecida a como se consideraba muy clara también la diferencia intelectual entre sexos en tiempos de Platón y Aristóteles, o la inferioridad de ciertas razas en tiempos de Darwin.

  Ahora bien: es la conducta de los individuos que integran y participan en una sociedad la que da lugar a las actitudes hostiles, racistas o supremacistas. Esto es consecuencia de la pertenencia al grupo y lo que el autor nos comunica también es que tal pertenencia supone unos efectos emocionales para cada individuo.

   Ante todo, le aporta “identidad” y esto parece suponer algo más que un instrumento para el beneficio mutuo. Se considera que fuera de una sociedad, tipo “nación” o “país”, un individuo no puede existir. Formar parte de ella es algo más que beneficiarse de las ventajas prácticas que esto supone.

La predisposición a unirnos a grupos nos modela como individuos (Introducción)

Decir que una persona no tiene país es invocar una disfunción mental, un trauma o una tragedia. Sin esta identidad, los humanos se sienten marginados, desarraigados, a la deriva; es una situación peligrosa.  (Capítulo 26)

Abandonar los marcadores humanos iría contra necesidades psicológicas intemporales.   (Capítulo 26)

   ¿No sería comparable a la idea de vivir sin Dios, sin creencias en espíritus o una referencia trascendente, algo que hace un siglo muchos consideraban igualmente “una disfunción mental”? Porque de la misma forma que todos los seres humanos hasta hoy han vividos integrados en sociedades diferenciadas de otros y cada una con su propia identidad –en la cual participamos-, hasta hace no mucho, nadie ha vivido sin creencias en lo sobrenatural. Aunque finalmente hemos descubierto que esto no solo es posible, sino que las sociedades ateas son incluso las más prósperas y apacibles.

  El autor aventura una necesidad de autoafirmación.

A medida que aumentaba el tamaño de las sociedades establecidas, los humanos debieron de sentir una mayor necesidad de distinguirse. (Capítulo 10)

  Es decir, se reconoce una tensión entre el deseo del individuo de distinguirse dentro de una sociedad anónima (existir por sí mismo) y la necesidad de obtener las ventajas de vivir dentro de un grupo más amplio.

  En el principio, en el estado de naturaleza, los individuos vivían integrados en bandas de cazadores-recolectores. Cada banda podía contar con un centenar de integrantes, a modo de familia extensa, y, por lo general, las bandas formaban parte de colectivos dispersos algo más amplios, en buena parte por la necesidad biológica de impedir la endogamia.

Un «número mágico», quinientos (…) era la cantidad de individuos que, por término medio, componían en todo el planeta una sociedad de bandas. Si ciento veinte parece ser el número de individuos por encima del cual es probable que una comunidad de chimpancés se vuelva inestable, es razonable pensar que la cifra de quinientos representó el límite superior aproximado de la población de una sociedad estable durante la mayor parte de la prehistoria del Homo sapiens (…)  Una población de esta magnitud da a los humanos la oportunidad de seleccionar un cónyuge que no sea un pariente cercano.  (Capítulo 21)

  Tal “sociedad de bandas” –es decir, varias bandas que, existiendo independientemente, formarían parte de una misma sociedad más extensa- podía ocasionalmente encontrarse en festivales, grandes acontecimientos públicos que quizá fuesen el antecedente del deseo de sedentarismo –vivir, en alguna medida, en un festival constante-. 

El régimen de vida habitual en una banda cambiaba poco durante una concurrencia; al acampar un poco apartadas una de otra, cada banda a menudo mantenía un estatus de «barrio». Sin embargo, multitudes asistían a las reuniones del día, animadas por chismes, regalos, cantos y bailes (…) Las reuniones fueron un paso hacia los asentamientos permanentes. (Capítulo 10)

  Dentro de la banda, el individuo recibe seguridad, pero también se encuentra con limitaciones al comportamiento. Para evitar la tendencia a los abusos, los primeros Homo Sapiens vivían en una tensa igualdad en la cual todos controlaban a todos.

El igualitarismo de los cazadores-recolectores no comportaba que hubiera una paridad perfecta. Eso no siempre se daba en las familias; algunos padres siempre han gobernado con puño de hierro.  Y, aunque la riqueza material variase poco, los diferentes grados de habilidad diplomática y otras aptitudes creaban disparidades. (Capítulo 9)

Los humanos reconfiguran su vida social —pasando de la igualdad y de la costumbre de compartir a la aparición de una autoridad indiscutida y la formación de hordas, y del régimen itinerante al arraigo— según la situación. (Capítulo 10)

El igualitarismo suele ser una doctrina más bien salvaje, pues implica una vigilancia y una intriga constantes entre los miembros de la sociedad mientras se esfuerzan por ser iguales unos a otros (Capítulo 9)

   De modo que la aspiración parece haber sido siempre la de llevar una existencia individual en la cual la asociación sea voluntaria, igualitaria sin tensiones, de una gran confianza y con posibilidades infinitas de socializar a mayor escala –festival-.

  Ninguna de estas tendencias excluye cambios futuros en el sentido del “cosmopolitismo”, más bien parece lo opuesto: una aspiración lógica.

  Los cambios se han producido en el pasado, y en el presente están teniendo lugar cambios antes nunca esperados, como los avances científicos, las prósperas sociedades ateas, la universalidad de la educación, la igualdad sexual. Una sociedad futura sin limitaciones nacionales, sin sociedades anónimas con marcadores identitarios arbitrarios y ya no predispuesta a la hostilidad con otros colectivos, no parece algo tan imposible, por mucho que algunos no deseen imaginarlo.

La Unión Europea y Suiza son entidades territoriales unidas por la necesidad percibida de hacer frente a peligros de origen exterior, lo que da a ambas una posibilidad razonable de éxito. Una unión humana global no tendría semejante motivación, y, por tanto, sería mucho más precaria.  (Capítulo 26)

   Sí habría una motivación: precisamente el evitar la reproducción de comportamientos hostiles derivados del resurgimiento de la diversidad de entidades hostiles. De la misma forma que las primeras sociedades humanas eran igualitarias por el mutuo control (no porque existieran impulsos individuales igualitarios), una unión humana global tendría que fomentar el constante control de las tendencias antisociales destructivas de la misma manera que se promueve hoy la alfabetización o los cuidados médicos. Otra cosa es que invenciones como la “Unión Europea y Suiza” sean o no la forma más conveniente de alcanzar el ideal cosmopolita o mundialista. Al fin y al cabo, no se crearon con ese fin (y Suiza, por cierto, no es, como pudiera considerarse a la "Unión Europea", una mera "entidad territorial": existe una Constitución suiza, con una nación suiza y un pueblo suizo).

Lectura de “El enjambre humano” en Penguin Random House Grupo Editorial 2021; traducción de Joaquín Chamorro Mielke  

martes, 15 de junio de 2021

“Los orígenes de la justicia”, 2010. Nicolas Baumard

   Queremos vivir en un mundo mejor, un mundo prosocial, sin agresión, con altruismo y con plena cooperación (lo que implica riqueza). Entendemos que esto supone vivir en un mundo justo. Pero, en realidad, la justicia, la moralidad y la prosocialidad –el mundo mejor- son cosas diferentes. Esto y muchas cosas más nos explica el psicólogo cognitivo Nicolas Baumard.

Es posible juzgar una situación inmoral sin considerarla injusta (p.75)

   Por ejemplo, en el caso del capitalismo: la explotación de los obreros es inmoral, pero resulta justa en tanto que la experiencia indica que es, hoy por hoy, la mejor forma de incrementar la riqueza para todos.

El objetivo del sentido moral es equilibrar los intereses individuales  (p. 112)

  Sin embargo, estos intereses también podrían ser de tipo egoísta y competitivo, no coincidentes con un ideal de prosocialidad, es decir, de una sociedad regida por principios de altruismo, benevolencia y afección.

En contra de las predicciones de la teoría altruista, ni el comportamiento ni los juicios morales apuntan al bien del grupo. El altruismo y la moralidad son dos fenómenos diferentes (p. 161)

  Si la moralidad consiste en equilibrar los intereses individuales uno puede considerar que estos intereses se ven beneficiados por el bien de todo el grupo y, por tanto, que la moralidad tendría que ser altruista, pero en realidad esto no funciona así: los intereses se basan muchas veces en prejuicios y son competitivos por naturaleza; una moralidad del todo altruista no es fácilmente comprendida y el que pueda llegar a serlo dependerá de cómo evolucionen las concepciones culturales. El castigo al adulterio o la tolerancia a la desigualdad económica, por ejemplo, se rigen por criterios morales cambiantes que pueden ser más o menos altruistas.

   La moralidad basada en la justicia funciona como un instinto de equidad y reciprocidad, y no puede entrar en consideraciones sociales complejas y a largo plazo de acuerdo con principios altruistas. Lo esencial de la moralidad es la exigencia del respeto a los intereses ajenos a partir de cómo sean concebidos tales intereses en un momento dado.

Los humanos están equipados con una disposición psicológica específicamente dedicada a la moralidad, que es autónoma, de ámbito específico, universal e innata (p. 4)

  Y a la hora de considerar la cuestión de la justicia, la moralidad es solo uno de los aspectos distinguibles que influyen en ella.

Al menos tres disposiciones pueden estar activas [con respecto a la justicia]: el sentido moral, ya que los intereses de otros están en juego; nuestra preocupación por la opinión de otros [reputación], dada la presencia de observadores; y finalmente nuestros intereses materiales, dadas las recompensas (…)  implicadas. Nuestra tendencia a ser más justos cuando somos observados puede deberse no a nuestro sentido moral, sino a nuestro sentido del honor.  (p. 48)

  Moralidad, reputación, interés. Partiendo de estas realidades, la justicia hemos de verla como un hecho social que se rige por los condicionantes del entorno.

Por ejemplo, [podemos vernos] tentados a violar las reglas de un examen para ayudar a nuestros hijos. Aquí la afección nos empuja, pero el sentido moral nos empuja a su vez contra este impulso a cometer una injusticia  (p. 22)

  Sin embargo, el derecho a la herencia sí permite que los hijos se vean beneficiados de forma arbitraria con respecto a otras personas necesitadas. Esto es moral y a la vez justo porque así lo determina el entorno social –la cultura-.

   Lo justo tiene un sentido práctico: lo justo se ejecuta mediante las leyes y los administradores de justicia reconocidos; en cambio lo moral se asienta sobre las costumbres de mayor excelencia que no siempre son legalmente reconocidas. En teoría, lo justo siempre habría de ser moral. En la práctica –como en el caso de la desigualdad económica- esto no es así.

Los efectos de encuadre pueden ayudarnos a comprender la lógica mutualista de los deberes hacia los demás (…) La gente piensa que tenemos el deber de ayudar a un herido en la cuneta de la autopista, pero no el deber de enviar dinero para salvar a miles de personas que mueren de hambre  (p. 82)

  Este “encuadre” (consideración psicológica del convencionalismo social) nos hace también evidente la eventual imperfección moral de la justicia. Pero es que tampoco la moralidad es inamovible. Si bien necesitamos hallar criterios de justicia más acordes con la moralidad, también nos conviene hacer evolucionar la moralidad más allá de los niveles convencionales. Por eso, toda idea de justicia y moralidad debe ser dinámica y adscribirse a un criterio de evolución y mejora dirigidas.

  El autor entonces considera los tipos de concepción de moralidad. 

Una teoría mutualista predice una moralidad contractualista, una teoría altruista predice una moralidad utilitaria y una teoría de continuidad [basada en la evolución] predice una moralidad de la virtud (p. 7)

  El autor favorece la teoría mutualista que daría origen a una moralidad contractualista. 

La moralidad contractualista contrasta marcadamente con la moralidad utilitaria: la primera apunta al respeto por el interés de otros, la segunda a la maximización del bien colectivo (…) Desde un punto de vista mutualista [contractualista] tengo que devolver el dinero prestado porque de lo contrario no respeto tus intereses en la misma medida en que tú respetas los míos. Desde un punto de vista utilitario tengo que devolverte el dinero porque de lo contrario en el futuro puedes desconfiar y no prestar dinero a nadie más, lo que sería dañino para todo la sociedad  (p. 137)

  Por supuesto, los problemas de las teorías aparecen cuando trasladamos la conducta social humana al campo de las motivaciones. Para el utilitarista –que busca “el mayor bien para el mayor número”- obramos en base a la “simpatía” –o “empatía”. La motivación es nuestro deseo de favorecer al semejante –de ahí su origen en una “teoría altruista”- y por ello se seleccionan los comportamientos sociales que maximizan el bien colectivo.

   ¿Y cuál sería la motivación del “contractualista” (teoría mutualista)?

La lógica de la teoría mutualista se basa en el respeto mutuo y en las concesiones relativas igualitarias (…) El mero hecho de que alguien está sufriendo no nos impone un deber de acabar con su sufrimiento, pero sí el hecho de que el coste de ayudarlos sea mucho más bajo que el beneficio resultante. (p. 180)

    Es decir, la motivación sería no tanto el interés egoísta –éste nunca puede ser base de moralidad alguna- sino que hemos interiorizado principios de justicia, de reciprocidad y correspondencia en lugar de una “simpatía altruista”. Tiene sentido si pensamos en el comportamiento primitivo de las culturas más simples e incluso en ciertos comportamientos de los simios: yo te doy si tú me das. Se trataría de un automatismo que parece bastante propio de nuestra herencia genética más básica.

  A primera vista este tipo de comportamiento moral parece restrictivo. Incluso poco moral, porque si la moralidad implica la consideración de los intereses del semejante, está claro que tendría que ver más con el altruismo (simpatía) que con la mera correspondencia recíproca (justicia). 

  Podríamos pensar que la justicia implica una concepción limitada de la moralidad, pero no es esa la concepción del autor, que considera que la moralidad solo tiene sentido en función de la justicia. La simpatía –empatía que motiva a la acción asistencial- no sería moralidad.

La simpatía y el sentido moral funcionan de forma diferente. El sentido moral se activa por el daño que hace a los otros injustamente. La simpatía, por otra parte, se activa por el sufrimiento de otros en sí mismo, sin consideración a su causa (p. 23)

    Entonces, tendríamos el altruismo, como motor del comportamiento de asistencia benevolente –consecuencia de una agudización de la simpatía-; la justicia, como criterio para el bien común dentro de un marco públicamente reconocido; y la moralidad, como base instintiva –subjetiva, no pública- de comportamientos en atención de los intereses individuales, también dependiente del marco cultural.

Kropotkin señaló que la moralidad padece de estar conceptualizada en términos altruistas (se refería tanto al cristianismo como al marxismo). Señalaba que esta concepción de la moralidad es desalentadora. Al exigir constantemente acciones gratuitas, impulsando a olvidarse de uno mismo y urgiendo a la gente a poner el grupo por delante de los individuos que lo componen, las teorías altruistas socaban los fundamentos de la moralidad  (p. 224)

    Esta concepción individualista de la moralidad corresponde a la idea de justicia como reciprocidad e intercambio. No es la única concepción, aunque sea la favorita del autor. Se trata, en suma, de una moralidad que excluye el ideal de altruismo y prosocialidad.

   Quizá la concepción más acertada sería la que el autor desecha, la de la ética de la virtud.

[Según la visión moral de las virtudes] la moralidad consiste en un conjunto de virtudes específico para cada cultura, pero que se desarrolla sobre la base de disposiciones universales. (…) Desde este punto de vista, las virtudes son disposiciones socialmente legítimas (…) [Esto] parece una teoría culturalista (…) [Pero] no da cuenta de la diferencia entre acciones que se imponen socialmente y aquellas que se requieren moralmente (p. 189)

  Pero las acciones morales son requeridas en el contexto de una evolución social y cultural. Por eso las exigencias morales siempre dejan un margen que la idea de justicia no alcanza: la desigualdad económica es inmoral, pero hoy por hoy es justa; las penurias que padecen los inmigrantes ilegales que solo aspiran a salir de la precariedad son inmorales, pero hoy por hoy no niegan la justicia social dentro de un orden de cosas que considera imposible el “papeles para todos”. 

  La persona virtuosa sigue la evolución moral en la medida de sus posibilidades. Un hombre virtuoso en tiempos de Aristóteles trata bien a sus esclavos (igual que hoy tratamos bien a nuestras obedientes mascotas); un hombre virtuoso en tiempos de Cristóbal Colón fuerza a los paganos a convertirse al cristianismo por el bien de sus almas; un hombre virtuoso hoy vota a partidos políticos progresistas y defiende públicamente los derechos humanos.

  ¿Existe una moralidad o una justicia objetivas? Más bien parece que ambas están determinadas por la cultura. Sin embargo, hay criterios de actitud personal -disposición personal- con respecto a los semejantes que sí pueden darnos una guía moral menos dependiente de las circunstancias y que equivaldría a un ideal moral, modelo de la virtud. Pero tal visión ideal solo puede surgir de la capacidad individual para percibir, libre de prejuicios, la armonía de intereses entre individuos.

[La] teoría de la virtud (…) ante todo no es una teoría de los juicios morales (lo que hemos de hacer), sino de las disposiciones psicológicas requeridas (las cualidades que necesitamos cultivar a fin de hacerlo). Según la teoría de la virtud, ser una persona moral es un asunto no tanto de conocer los principios morales correctos como de tener las disposiciones correctas: por ejemplo, la capacidad para simpatizar con las necesidades de otra gente y responder a ésta imaginativamente. (p. 216)

[Según la] “moralidad de la virtud” (…) ser moral es tener virtudes: esto es, hacer uso de la disposición correcta en el momento adecuado, mostrar compasión cuando otros están afligidos, ser valiente en momentos de peligro, etc (…) Poseer una virtud es tener disciplinadas nuestras facultades para responder correctamente y completamente al entorno social (según Aristóteles). En otras palabras, según esta visión la moralidad es una forma de excelencia individual (p. 6)

  La “teoría de la virtud” no es entonces neutral, porque sus contenidos derivan de una particular adaptación a las relaciones humanas. Y el ser humano virtuoso es, por tanto, aquel que desarrolla la empatía y el altruismo. Lo hará en la medida en que se lo permitan las condiciones culturales de su tiempo. El hombre virtuoso de Aristóteles no es que fuese más cruel que el hombre virtuoso moderno, a la vista de cómo trataba a esclavos y extranjeros; es que el hombre virtuoso de Aristóteles no podía considerar a esclavos y extranjeros como personas con las que empatizar a la vista de las consideraciones culturales de su tiempo.

Cualquiera que individualiza a otras personas contribuye a reforzar nuestros deberes hacia ellas (p. 82)

    El comportamiento moral es el que determina la cultura y da lugar a nuestra idea de la virtud, de lo injusto o adecuado. Sin negar que exista un instinto de justicia distributiva (reciprocidad, represalias, reputaciones) la máxima prosocialidad solo puede llegar a realizarse a partir de una situación cultural que permita la interiorización de las pautas de conducta altruista por parte de las personas virtuosas. Y esto solo sucederá cuando la moralidad (y la correspondiente virtud) evolucionen lo suficiente y generen un modelo cultural acorde.

Lectura de “The Origins of Fairness” en Oxford University Press 2016 (traducción de "Comment nous sommes devenus moraux", en francés, 2010); traducción de idea21

sábado, 5 de junio de 2021

“El chasquido”, 1979. Conway y Siegelman

   A finales de la década de 1970, particularmente en los Estados Unidos, el fenómeno de las sectas, muy potenciado por los medios de comunicación, acabó creando alarma y aparecieron varios libros al respecto. “Snapping” –“El chasquido”- fue uno de los más notables. El filósofo Jim Siegelman y la periodista Flo Conway trataron de precisar el origen profundo de este tipo de alteraciones en el comportamiento humano y su significado para el conjunto de la sociedad.

En este libro investigamos el fenómeno que llamamos “Snapping” [chasquido], un término que designa la alteración rápida, drástica, de la personalidad en todas sus muchas formas (Capítulo 1)

   “Alteración rápida, drástica” equivale a algunos modismos como “cambiar el chip” o “cruzarse los cables”. El “chasquido” se produce, aparentemente, de forma repentina dentro de la mente humana –aunque puede ser un cambio repentino al cabo de un largo proceso previo- y conlleva una transformación total del comportamiento que rara vez es para mejor. Como enloquecer.

La experiencia misma puede producir alucinaciones o convertir al individuo en extremadamente vulnerable a la sugestión. Puede llevar a cambios que alteren hábitos de toda la vida, valores y creencias, acabar amistades, matrimonios y relaciones familiares, y, en circunstancias extremas, desencadenar comportamiento autodestructivo, violento o criminal (Capítulo 1)

  Estos casos siempre se han dado, y el libro recuerda que, particularmente en los Estados Unidos, existe una tradición de conversiones religiosas radicales y exaltadas que, durante algunos periodos de la joven historia de este país –tradicionalmente defensor de la libertad de pensamiento y estilos de vida- llegaron a agitar por oleadas a regiones enteras. Pero se detecta una variedad inquietante de tal tipo de cambios a partir de cierta época.

Desde los primeros setenta, América ha sido tomada por una epidemia de repentinos cambios de personalidad. Sobre la superficie, parece que una nueva era de esclarecimiento quedaba a nuestro alcance. La gente de todas las edades estaba descubriendo nuevas fes, creencias y prácticas que los cambiarían de formas que nunca soñaron. (Capítulo 1)

    No por casualidad, esta época coincide con la de la popularización de las terapias psicológicas.

Apareció un conglomerado de técnicas terapéuticas radicales –algunas viejas, otras nuevas- (…) Entre ellas estaba el psicodrama, una terapia de juego de rol desarrollada en los años veinte por un médico vienés llamado Jacob Moreno; la psicosíntesis, una combinación de terapia de grupo e individual desarrollada por un psicoanalista italiano; la fantasía guiada, una técnica de soñar despierto sistemática diseñada en los cuarenta por un psicoterapeuta francés; la bioenergética, una terapia del cuerpo de los años cincuenta desarrollada por el psiquiatra americano Alexander Lowen, un antiguo alumno de Wilhelm Reich; y el Rolfing, una forma de manipulación muscular profunda de la que fue pionera la doctora Ida Rolf, una bióloga que se convirtió en terapeuta. Cada técnica era capaz de producir experiencias emocionales extremadas, “experiencias cumbre” y otras dramáticas rupturas personales. A lo largo de los sesenta se entremezclaba todo esto junto con drogas y prácticas orientales de zen, yoga y otras formas de meditación para llevar a cabo profundas aventuras de autoapercibimiento humano. En esta popular experimentación libre para todos, estas poderosas técnicas carecían incluso de la más general guía para tal extenso uso no profesional. (Capítulo 5)

Muchas de las técnicas que se usaban para crear intensas experiencias personales y espirituales suponían una amenaza oculta a procesos fundamentales de la mente. (Capítulo 1)

  Junto a las técnicas, las estrategias…

En lugar de coerción o hipnosis, los líderes de sectas y grupos [de terapias de masa] usan conjuntamente diferentes clases de estrategias: pueden falsear sus identidades e intenciones; pueden mentir sobre sus propias relaciones con sus organizaciones; pueden mostrar un falso afecto para el miembro potencial; pueden irradiar una felicidad y plenitud espirituales hasta el punto que tenga un profundo impacto en el individuo que están confrontando; o pueden provocar discusión y debate, creando (…) conflictos emocionalmente cargados que requieren una resolución urgente (Capítulo 9)

  Y técnicas y estrategias acabarían dando lugar a un fenómeno cognitivo específico…

Consideramos la enfermedad de la información como una alteración de las capacidades fundamentales del procesamiento informativo de una persona. Cuando estas capacidades vitales se ven alteradas o dañadas, el cambio resultante no es simplemente de comportamiento. Cuando el “chasquido” da lugar a la enfermedad de la información, ello representa una alteración duradera de la consciencia humana al nivel más básico de la personalidad individual. (Capítulo 13)

  Los autores se centran, pues, en los procesos de cambio mental intencionados que llevan al “chasquido” y que en ocasiones se originarían a partir de un mal uso de estrategias modernas de psicoterapia. Es curioso que el libro, pocos meses después de ser lanzado al mercado, hubo de incluir, en nuevas ediciones, un necesario añadido referente al probablemente más horroroso episodio de “secta destructiva” conocido hasta hoy: la tragedia del “Templo del Pueblo” en Guayana. En su pormenorizado estudio llevado a cabo en los meses anteriores, ellos no habían abordado este grupo –liderado por el predicador Jim Jones- por el carácter hasta cierto punto “primitivo” de su sistema de control mental.

No encontramos nada en el esquema de [Jim] Jones que produjese la clase de cimentación de alteraciones de la personalidad que hemos denominado “enfermedad de la información”. Jones no tenía un ritual específico o una técnica tal como aquellas usadas por otras sectas que hemos estudiado que pudieran, a lo largo del tiempo, alterar o destruir los caminos fundamentales del procesamiento de información en el cerebro (Postscript: Jonestown) 

  Jones “se limitaba” a utilizar la violencia, la coacción, la mentira, la demagogia política y supercherías de ilusionismo (hacía creer a sus seguidores que contaba con poderes sobrenaturales). Uno de sus antiguos discípulos haría una reveladora descripción acerca de cómo los más avisados reaccionaban ante las arbitrariedades y falsedades del líder:

No podíamos criticarlo o cuestionarlo porque hacerlo sería debilitar la efectividad del grupo (Postscript: Jonestown)

  Un planteamiento que es acorde con el pensamiento político práctico. Se podía aplicar tanto a Jim Jones como a Joseph Stalin: si la causa es lo más importante –y Jones era un prominente activista social- el líder es necesario y la crítica al líder resulta contraproducente.

   En cualquier caso, a los autores les preocupaba más la conexión existente entre el “lavado de cerebro” y las técnicas psicológicas modernas así como con el lado más siniestro de la efervescencia espiritual de la década de 1960…

¿Ha cruzado la humanidad el umbral de una nueva era de plenitud humana? Mucha gente lo cree. Gran número de individuos que han experimentado estos profundos cambios y sus vidas hablan de “grandes rupturas”, momentos de “renacimiento” espiritual y “revelación” y de “alcanzarlo”, “encontrarlo” o de repente “verlo todo claro”. O ellos describen cómo se elevan a “experiencias cumbre”, “éxtasis” y a niveles de apercibimiento que llaman “trascendencia”, “dicha” y “conciencia cósmica” (Capítulo 1)

  Todas estas concepciones llegaron a contar con cierto aval por parte de profesionales de prestigio en la psicología.

Abraham Maslow (…) determinó el ámbito de la “experiencia cumbre”. La identificó como la experiencia del “núcleo religioso” o trascendente, el núcleo de todo lo elevado conocido o de una religión revelada, el momento estático, místico al que se dotaba universalmente con significado sobrenatural. La intención de Maslow, sin embargo, era ver esta cumbre de forma objetiva. Proponía que esta nueva categoría de experiencia humana se examinara por sus propios méritos, aparte [del punto de vista] de la religión. Citaba la promesa de las drogas psicodélicas como solo una forma en la cual todos los seres humanos podían explorar momentos de experiencias cumbre por ellos mismos. El respaldo de Maslow a las experiencias cumbre daba la nota de los años sesenta. Era la olla de oro al final de la búsqueda, la ruptura por la cual toda la vaga desesperanza de los cincuenta había estado anhelando. (Capítulo 5)

  Sin embargo, el “chasquido” puede producirse por muchos mecanismos, quizá no tan exclusivos ni relacionados con la marea de espiritualidad libertaria de esa famosa época. Entre los ejemplos famosos que se estudian en el libro no solo están los “Moonies”, los “Hare Krishna”, la “Cienciología”, los “Niños de Dios” y hasta la secta homicida de Manson, sino que también se incluye el caso célebre de Patty Hearst (en el cual se vio implicada una ideología no religiosa sino política) y hasta el del asesino en serie David Berkowitz, que nunca perteneció a ningún grupo sectario… pero cuyo comportamiento pudo ser bruscamente alterado durante su estancia en las Fuerzas Armadas como consecuencia del adiestramiento militar recibido.

Se había transformado (…) no mediante un extraordinario ritual sectario o una terapia sino como resultado de una secuencia de intensas experiencias de su pasado reciente (Capítulo 15)

  Es posible que algo parecido sucediese en otro caso posterior también trágicamente famoso, el del superdotado intelectual Ted Kaczynski, “Unabomber”, pero todo ello, ¿no demostraría que el fenómeno del cambio radical de personalidad es más diverso que lo referido a las sectas y “terapias de masa”?

En el momento del “chasquido” podemos presumir que patrones de personalidad de larga duración que se han desarrollado desde la infancia –constituyendo un todo resistente y bien establecido- pueden de repente dar lugar a una nueva personalidad. Esta personalidad está compuesta por la masa de nueva información que el individuo ha recibido en el asalto de intensas y ajenas experiencias que se ejercen sobre él con una fuerza inmediata y abrumadora. Los viejos senderos del cerebro pueden quedar desconectados y destruidos o pueden formarse nuevos senderos que de repente reemplacen a los antiguos.  (Capítulo 12)

   Los autores refieren, sin embargo, la gran objeción en contra del concepto de “lavado de cerebro”: el derecho de cada uno a creer en lo que quiera y a vivir como quiera. 

En su extrema defensa de la Constitución de los Estados Unidos, [un líder antisectas] desafió la confusión de los Derechos de la Primera Enmienda en torno a la controversia de las sectas y logró una importante distinción entre nuestras libertades nacionalmente garantizadas de expresión y religión, y nuestro Derecho Humano más fundamental a la libertad de pensamiento. (…) Mediante medios engañosos y artificiosos, las sectas de hecho están robando a la gente su capacidad natural para pensar y elegir (Capítulo 6)

    Algunos argumentos expuestos despiertan la sospecha. En su alarde de tolerancia, los autores parecen incluso mostrarse comprensivos con los supuestos fenómenos paranormales y al mismo tiempo hacen una crítica a la técnica “espiritual” generalmente aceptada de la Meditación Transcendental.

Muy pronto tu mente llega a un lugar donde ya no se asocia el significado con nada (…) Solo tienes ese sonido [mantra] que va por tu mente y llega a un lugar donde ya no hay un significado concreto. Estás experimentando abstractamente la nada. Se podría pensar que una persona se asusta en este vacío, pero esto también sucede a tus sentimientos. Alcanzas un estado donde tampoco tienes ningún sentimiento (Capítulo 13)

  Por otra parte, los autores dan una visión positiva de las acciones pioneras de Ted Patrick, inventor del concepto de “desprogramación”. Patrick narra personalmente la intensidad de sus intervenciones con aquellos a los que pretende salvar.

Los fuerzas a pensar. La única cosa a hacer es plantearles preguntas clave. Los golpeo con cosas para las que no han sido programados a responder (…) Empujo y empujo. No le dejo salirse con las mentiras que le han contado. Entonces habrá un minuto, un segundo, cuando la mente da un chasquido, cuando la persona se da cuenta de que se le ha mentido en la secta y simplemente logra salir de ello (Capítulo 6)

  Pero Patrick fue denunciado en numerosas ocasiones y conoció la cárcel por cargos de secuestro, coacciones e incluso tortura. Con todo, sus estrategias de “desprogramación” han sido objeto de seguimiento por parte de psicólogos académicos. Otro ejemplo, junto con “Alcohólicos Anónimos”, de cómo iniciativas psicológicas “no profesionales” intuitivas y “chapuceras” resultan innovadoras al abordar, bajo una fuerte motivación, cuestiones prácticas de importancia vital.

    Queda la duda de si estos cambios repentinos de personalidad –los “chasquidos”- se trata de un fenómeno tan concreto como los autores lo describen pero, en todo caso, nos encontramos ante un conjunto de observaciones muy valiosas acerca tanto del poder de la conversión como de la fragilidad de la personalidad humana

El “chasquido”, tal como hemos llegado a entenderlo, puede ser resumido en una definición muy simple: es un fenómeno que sucede cuando un individuo deja de pensar y sentir por sí mismo, cuando rompe los vínculos de la conciencia y las relaciones sociales que atan su personalidad al mundo exterior y literalmente pierde su mente ante alguna forma de control externo o automático (Capítulo 16)

  Se exige, por tanto, una concreción de cuál es el estado mental óptimo del sujeto a la hora de juzgar la realidad. Ha de tenerse en cuenta que aún nos esperan cambios culturales y que coexistimos hoy con prejuicios y sesgos que desde cierto punto de vista objetivo pueden ser considerados también como “lavado de cerebro”. Por no hablar de culturas nacionales y ámbitos sub-culturales que cohíben deliberadamente el pensamiento crítico.

¿Puede una religión, una terapia de masas o cualquier otra institución atacar sistemáticamente el pensamiento y sentimiento humanos en el nombre de la felicidad y la plenitud? (Capítulo 6)

Posteriores investigaciones científicas deberían ser llevadas a cabo con el fin de proporcionar (…) a la gente criterios detallados (…) para distinguir entre una religión valida y una secta y entre una sólida terapia mental y una forma potencialmente peligrosa de abuso físico y emocional (Capítulo 16)

  El fenómeno de las sectas produciría aún escándalos de gran repercusión social en los años que siguieron a la publicación de este libro. Por otra parte, en tiempos más recientes el fenómeno del terrorismo islamista sin duda está relacionado con este tipo de cambios repentinos de personalidad. La cuestión es demasiado compleja y abarca demasiados ámbitos de actividad humana como para que este libro, testimonio de una época, pueda considerarse una obra concluyente.

  ¿Podrían estos poderes sobre la mente humana tener también una lectura positiva? En teoría, alterar la conciencia humana hacia la racionalidad, la imaginación, la prosocialidad y la plena vida afectiva parece todo lo contrario de las presiones que llevan a algunas personas a ser alteradas tras un “chasquido” en su interior. Pero tampoco somos tan libres, racionales y dueños de nosotros mismos en la sociedad convencional. Probablemente no seremos juzgados así por las generaciones venideras. Lo que está claro es que nos conviene reflexionar acerca de la fragilidad de nuestras propias mentes. 

Lectura de “Snapping” en Dell Publishing Co., Inc. 1979; traducción de idea21