viernes, 25 de febrero de 2022

“La genealogía de la moral”, 1887. Friedrich Nietzsche

  Friedrich Nietzsche es uno de los "literatos sapienciales” más recordados. Filósofo de formación, se declaraba, no desacertadamente, “psicólogo”. ¿Qué era un psicólogo en esta época?

Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos  (p. 21)

  Las cosas no son lo que parecen. Sobre todo en el ser humano. Entre la conmoción del descubrimiento de Darwin (“El origen de las especies”, en 1859) y la madurez de la psicología del doctor Freud (“La interpretación de los sueños”, en1899) está Nietzsche.

Todo animal, (…)  tiende instintivamente a conseguir un optimum de las condiciones más favorables en que poder desahogar del todo su fuerza, y alcanza su máximum en el sentimiento de poder (p. 139)

  Puede que el sentido de la vida (humana) no consista exactamente en “desahogar del todo su fuerza” pero el reduccionismo de la acción humana a un impulso básico que hemos de identificar habrá siempre de partir de nuestra naturaleza animal. En el siglo XIX, el alma inmortal de naturaleza espiritual y divina ha dejado de existir. ¿Qué somos, entonces?

  ¿Y cómo hemos de vivir, los unos con los otros?

Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado «con malos ojos» sus inclinaciones naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la «mala conciencia». (p. 24)

Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (p. 28)

  Nietzsche escribe su “Genealogía de la moral” como continuación de una de sus obras más famosas, de sonoro título: “Más allá del bien y del mal”. Afirma su concepto –moderno- de “lo bueno” y “lo malo”, y ataca la concepción anterior, aún hegemónica, del cristianismo.

  Literariamente considera el dilema de las vanguardias intelectuales de la Europa de su tiempo:

La bestia darwiniana y el modernísimo y comedido alfeñique de la moral (p. 29)

  Somos como animales, y eso le gusta a Nietzsche. Porque los animales son lo puro, lo natural, lo que no engaña (o eso es lo que el escritor cree…).

Se necesitaría una especie de espíritus distinta de los que son probables cabalmente en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran salud (p. 123)

El derecho de los sanos a existir (…) es (…) un derecho y una prioridad (…): sólo ellos son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos para el porvenir del hombre. (p. 161)

El hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble, ha poseído también un ojo más libre, una conciencia más buena, y, por el contrario, ya se adivina quién es el que tiene sobre su conciencia la invención de la «mala conciencia», - ¡el hombre del resentimiento! (p. 97)

  Pero el hombre agresivo no es “noble” en el sentido que Nietzsche lo proclama. Los animales sí son agresivos, pero no son “nobles” tampoco: los animales, en su lucha por la supremacía engañan, huyen y se muestran serviles cuando les conviene. El macho alfa lo que busca es vencer, dominar. Si para ello ha de traicionar, lo hace, si para ello ha de fingir servilismo, lo hace, si para ello ha de huir y dejar que otros luchen en su lugar, también lo hará: todos los etólogos han observado en los animales el comportamiento “maquiavélico”. Y el ojo del “agresivo” no es más libre puesto que está obsesionado no con cultivar valores “nobles” sino con vencer, con establecer la supremacía a cualquier precio.

  Los psicópatas, que son, en los seres humanos, lo más próximo al animal y lo más agresivo y masculino que podemos encontrar, todos ellos hacen cosas que no son “nobles” en absoluto.

   Por el contrario, el ideal humano del literato Nietzsche es el personaje de “Sigfrido” tal como lo diseña en sus óperas el también literato Richard Wagner: vive solo en la naturaleza, es fuerte, sano y violento, no conoce el miedo, detesta la debilidad, la cobardía y la traición, es leal, sensible a la belleza, incapaz de mentir y no siente apego por las riquezas ni gusta de alabanzas… pero nunca llegaría a ser el macho alfa.

¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! - y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar!  (p. 53)

  En realidad, el ideal nietzscheano tiene tantos enemigos –y tantos despreciados “no enemigos”- que su lucha suicida acaba en la soledad que ya comprendieron los griegos –el hombre que desea la soledad es o una bestia o un Dios, escribió Aristóteles-.

  Mucho más interesante es la crítica al antagonista del héroe –“hombre noble”-

En cambio, imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del resentimiento -y justo en ello reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado», «el malvado», y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un «bueno» - ¡él mismo!... (p. 53)

  El cristiano –que Nietzsche considera “el hombre del resentimiento”- solo ama a sus malvados enemigos en tanto que los perdona, es decir, en tanto que los incorpora a su círculo moral.

La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores (p. 50)

Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia (p. 52) 

  Las concepciones de “resentimiento” y “mala conciencia” son vitales en la psicología de Nietzsche, y no están muy alejadas de las que luego el médico Freud analizaría más adelante.

  El “resentimiento” no es otra cosa que una agresividad convenientemente distorsionada. En un mundo brutal, darwiniano, los débiles han de contener su inútil agresividad frente a los fuertes. Uno a uno, los humanos son más débiles que los leones o los lobos. Ser “de raza noble” les llevaría a una estúpida destrucción. Lo que importa es ser “más inteligente”.

Por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan, complaciéndose cabalmente en esa agrupación (p. 175)

  Los fuertes solitarios, los brutos “nobles”, no pueden sobrevivir ante los débiles que se asocian y que desarrollan su inteligencia. Los “nobles”, siempre en busca de enemigos y siempre llenos de desprecio –no de resentimiento- se autodestruyen, solitarios, como supuestos animales muy torpes (los machos alfa son más astutos…).

  Que la acción social de los débiles tenga por origen el “resentimiento” es absolutamente indiferente con respecto a la trayectoria y resultados del comportamiento civilizado, porque la consecuencia es, al fin y al cabo, que una agresividad frustrada se ve reconvertida en habilidad social y en un desarrollo cognitivo más elevado: ahí triunfan la humanidad y la conciencia moral.

  El cristianismo, que Nietzsche odia, es capaz de ir muy lejos en sus artificios.

Del cristianismo sería lícito decir que es como una gran cámara del tesoro llena de ingeniosísimos medios de consuelo (p. 168)

[En el cristianismo se desarrolla] una especie de demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas», su voluntad de establecer un ideal -el del «Dios santo»-, para adquirir, en presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! (p. 119)

  Esta ingeniosidad cristiana ha sido, en efecto, capaz de construir la civilización, la ética avanzada, la vida social compleja y, como conclusión, las ciencias y la tecnología. 

  Cabe preguntarse si, en una sociedad sin Dios, la creación de ingeniosísimos medios de consuelo no supone una gran ventaja. El cultivo de las virtudes “nobles” que nos ofrece Nietzsche nos empuja a la soledad, a la violencia y a la hipocresía -¿”amor” al enemigo que se combate?, ¿en qué nos beneficia tal clase de “amor”, en tanto que condenados a la destrucción mutua?-. Más bien lo que necesitamos son medios de consuelo ante las durezas de la vida animal tan alejadas de las aspiraciones sociales complejas del ser humano. Y mientras más ingeniosos sean tales medios, mejor. Si hay consuelo, la vida es más soportable y en tales condiciones también es más probable que mejor podamos afrontarla en común. Además, el consolarnos unos a otros es muestra de benevolencia y empatía, y nada mejor también para alentar la cooperación.   

   Por otra parte, la culpabilidad a partir del “pecado original” fija la necesidad del autocontrol y supervisión moral constante. Somos bestias en origen, en efecto, y se requiere todo tipo de artificios cognitivos –un ideal, una pulsión de autocorrección constante…- para construir un estilo de vida armonioso. Un resultado menos tenso, probablemente de lo que Nietzsche imagina, pero ciertamente fundamentado sobre principios de insatisfacción con respecto a nuestra naturaleza originaria. 

Suponiendo que fuera verdadero algo que en todo caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el sentido de toda cultura consistiese cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un animal manso y civilizado, un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la cultura (p. 56)

  Sin ninguna duda. Freud lo tenía muy claro: "La cultura reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales“.  Algo que, por supuesto, solo podemos conseguir apelando a otros instintos que los contrapesen. Manipular la propia naturaleza humana con los recursos que esta misma naturaleza nos da es lo que hace la cultura.

  Y, por reducción al absurdo, Friedrich Nietzsche sostiene el mismo criterio que, en suma, es el del cristianismo. Un cristianismo que ahora, liberado de las antiguas supersticiones de lo sobrenatural, aún nos ofrece mecanismos psicológicos de consuelo y cohesión mutua: unión de los débiles… algo que todos somos, fuera de las fantasías heroicas. La creatividad humana es la que permite un desarrollo progresivo de la civilización.

Lectura de “La genealogía de la moral” en Alianza Editorial 2005; traducción de Andrés Sánchez Pascual

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