sábado, 25 de diciembre de 2021

“El desencantamiento del mundo”, 1985. Marcel Gauchet

   El libro del erudito Marcel Gauchet está escrito en un difícil estilo filosófico que lo aleja un tanto de sus contenidos que hacen constante referencia a la antropología y la sociología. Por otra parte, la especulación filosófica se hace inevitable desde el momento en que no contamos con suficientes datos contrastados para establecer perspectivas inequívocas en el ámbito de la ciencia social acerca del proceso de “desencantamiento del mundo” –abandono de la religión- que aquí se presenta, y que equivale, sin duda, a una explicación general de la condición social humana en su etapa histórica y una indicación probable de cuál será en su futuro.

  El tema central, el paradigma explicativo, es la evolución de la religiosidad.

¿Existe algo así como una función religiosa, subdivisión de la función simbólica, que organice junto a la palabra y al utensilio nuestra relación con la realidad y que constituya al rodeo por lo invisible en eje de la acción humana? ¿Hay un vínculo consustancial entre dimensión religiosa y hecho social tal que la alteridad sagrada proporcione al grupo el medio de fundarse, o bien que exprese e instituya a la vez la superioridad esencial del ser-conjunto frente a sus componentes individuales? Así puede ser formulada, reducida a lo esencial, la cuestión de las relaciones entre religión y sociedad. (p. 31)

  La evolución de la sociedad humana es la evolución de la cultura y más concretamente, del rasgo cultural más decisivo en sociedad, la moralidad, siendo la religión el marcador histórico más revelador de esta evolución.

La religión fue primero una economía general del hecho humano que estructuraba indisolublemente la vida material, la vida social y la vida mental. (p. 145)

  La religión, auténtico conglomerado de símbolos, es, en el principio de la sociedad tradicional, evocada en mitos, rituales y conjuros mágicos. El mundo sobrenatural al que se hace referencia es el equivalente social de los sueños, deseos y represiones inconscientes del individuo. La religión es el “alma” de la sociedad.

Por alguna razón [la religión] ha sido el asunto principal de nuestros antepasados, y no ha dominado por azar la casi totalidad de la historia. Esta actitud expresa una opción fundamental cuyo eco, por alejados que estemos, sentimos en el trasfondo de nosotros mismos, (p. 13)

Encontramos algo de los esquemas religiosos fundamentales en procesos sociales que creeríamos en las antípodas (p. 32)

So pretexto de arácneas especulaciones sobre el cielo, se trataba de las formas más profundas y consistentes del vínculo terrestre. (p. 182)

La religión(…) [es] una manera de institucionalizar al hombre contra sí mismo, (p. 32)

  Sabemos bastante sobre las religiones primitivas, las religiones del “hombre en estado de naturaleza”, pero la cosa cambia cuando entramos en el periodo histórico, cuando surge el Estado y entran en juego otro tipo de religiones.

Tres discontinuidades [son] consideradas particularmente decisivas: la que corresponde a la emergencia del Estado; la constituida por la aparición de una divinidad ultramundana y de un rechazo religioso de este mundo en el curso de lo que se ha convenido en llamar, después de Karl Jaspers, la «época axial»; y la representada, en fin, por el movimiento interno del cristianismo occidental. (p. 51)

  La idea de más impacto que defiende Gauchet es que el proceso de evolución de la religiosidad apunta nada menos que al fin de todas las religiones. En esto coincide con el psicólogo social Ara Norenzayan, que afirma que "las sociedades con mayorías ateas –algunas de las más cooperativas, pacíficas y prósperas en el mundo- subieron por la escala de la religión y entonces la tiraron fuera".

Hay un más allá posible de la era religiosa, (p. 13)

Las grandes religiones son grandes momentos de cuestionamiento de lo religioso, cuando no grandes impulsos en dirección a una salida de la religión. (p. 50)

Lo que acostumbramos a llamar «grandes religiones », o «religiones universales», lejos de encarnar el perfeccionamiento quintaesenciado del fenómeno, representan en realidad otras tantas etapas de su relajamiento y disolución, (p. 17)

La religión racional del dios único, [es] aquella a través de la cual pudo operarse la salida de la religión. (p. 18)

  Este proceso no es tan difícil de comprender.

Cuanto más grandes sean los dioses, más considerable será su poder, más se los hará sostener directamente la invención del mundo y más tendrán los hombres, por su lado, acceso a la necesidad razonable del origen. Es la paradoja fundamental de la historia de las religiones: el aumento de poder de los dioses, al que no sería absurdo reducirla, no se ha hecho en detrimento de los hombres, acentuando su sujeción, sino en su provecho. Ese aumento ha sido el instrumento mismo de la ocultación de la razón que los causa. La pálida figura de las divinidades que pueblan los panteones salvajes, para hablar con propiedad, nada instauradoras y de ningún modo dueñas del curso del mundo en que se inscriben, corresponde a la desposesión de los vivos y es función de la cesura que los separa del tiempo original y, consecuentemente, de los motivos de la ley imperante: no hay otro modo de relación con la operación instituyente que su retorno ritual y su repetición de manera idéntica. (p. 45)

  Los dioses poderosos, únicos, omniscientes, “causa general” de toda naturaleza y toda realidad humana se encuentran más próximos a las especulaciones filosóficas –teología- que a la cotidianidad de lo sobrenatural de los espíritus, fantasmas y hechizos. Si Dios es el Logos –razón-, entonces conocer a Dios nos lleva a desarrollar el racionalismo, y por el racionalismo conocemos la naturaleza… y acabamos rechazando lo sobrenatural.

   En lo que al desarrollo social se refiere, el Dios único –y la muy significativa doctrina del amor mutuo entre todos los portadores de alma inmortal- aparece en pleno auge del Imperio romano, pero evolucionará lentamente a lo largo de los siglos hasta dar lugar a la Ilustración y el racionalismo ateo. ¿Cómo se produce esta evolución? Tras la caída de Roma tienen lugar transformaciones en la Edad media europea que abrirán las puertas al humanismo del Renacimiento e, inmediatamente después, a la decisiva Reforma protestante.

Se produce un viraje que la historia ulterior de la expansión occidental no hará más que ejemplificar y radicalizar: la ampliación y profundización de la explotación de la naturaleza no a través del agravamiento de la dominación o del estrechamiento de las servidumbres, sino, a la inversa, por la autonomización de los agentes sociales. La densificación de los seres, la intensificación de su actividad, la acumulación de los bienes llevan consigo desde entonces liberación. (p. 130)

  Hay un incremento de la producción agrícola que permite la expansión de la población campesina y, con ella, la de la población de las ciudades; se fomenta el comercio y también el pensamiento y el perfeccionismo moral religioso –monasticismo y herejías-. ¿Es la maduración del individualismo una consecuencia directa del cristianismo, la religión del Dios hecho hombre?

Lo que Cristo desveló fue el abismo entre lo humano y lo divino, de modo que la voluntad de Dios no nos alcanza más que por mediación del hacerse carne del Verbo, y deviniendo, en consecuencia, un hecho que hay [que] meditar, profundizar e interpretar indefinidamente en virtud de la diferencia inconmensurable entre las palabras de hombre en las que la recibimos y la infinita sabiduría que yace detrás. (p. 193)

Cuanto más subjetivo se haga el compromiso con el más allá, excluyendo toda mediación institucionalizada, más exigirá este mundo hacerse cargo de él en su autonomía objetiva, más efectiva llegará a ser la movilización a su respecto. Esto es, el opuesto exacto de lo que fue la lógica religiosa de siempre y de su principio central de subordinación: cuanto mayor es el cuidado de lo invisible, menor es el interés, pues, por lo visible, o inversamente, uno jugando necesariamente contra o en detrimento del otro. Pero aquí no solamente uno gana con el otro, sino por y a través del otro, deviniendo la recuperación sistemática de lo visible la respuesta por excelencia a las solicitudes de lo invisible. Por otra parte, al final del proceso no hay ya más sitio para especialistas de la ascesis y virtuosos de la salvación que para especialistas de la mediación sacramental o dogmática.  (p. 126)

  Consideremos que ”a Dios nadie lo ha visto” -es la sorprendente sentencia del mismo Jesús del Evangelio (Juan 1: 18)-. Por lo tanto, el hombre cristiano solo puede ver la divinidad en la virtud compasiva, benevolente y racionalista de Cristo, ya no tanto en los prodigios de lo sobrenatural. Dios parece más próximo pero solo se puede llegar a él por caminos humanos: los ritos, las liturgias, la mística quedan relegados a un segundo plano y lo que imperan ahora son los modelos morales. Es un cambio psicológico de primer orden: la religión ahora es moralidad y juicio individual ante los dilemas de la vida diaria. Esto exige una mayor autonomía psicológica; una autonomía que no se da, por otra parte, en insoportable soledad, pues todos los cristianos son hermanos y se les incita a actuar benévolamente los unos con los otros.

La ruptura moderna de los siglos XVI y XV es fundamentalmente una ruptura religiosa. Se reduce a una operación muy precisa: una inversión de lógica de la articulación de los dos órdenes de realidad. De esta inversión de la comprensión jerárquica del vínculo entre lo humano y lo divino proceden directamente las tres grandes transformaciones típicas de la Modernidad: transformación del modo de pensar, transformación del vínculo social y transformación del marco de actividad. (p. 230)

La perspectiva adoptada conduce a reconocer la especificidad cristiana como un factor matricial y determinante en la génesis de las articulaciones que singularizan fundamentalmente nuestro universo, ya se trate de la relación con la naturaleza, de las formas del pensamiento, del modo de coexistencia de los seres, o de la organización política. Si pudo desarrollarse un orden humano en ruptura hasta ese punto con los precedentes, y en ruptura a causa de la inversión radical en todos los planos de la antigua heteronomía, es en las potencialidades dinámicas excepcionales del espíritu del cristianismo donde conviene situar su raíz primera. Éstas proporcionan un foco de coherencia que permite captar la duradera solidaridad esencial de fenómenos tan evidentemente poco ligados como el surgimiento de la técnica y la marcha de la democracia. Así, el cristianismo habrá sido la religión de la salida de la religión (p. 10)

  ¿Y qué hay a la salida de la religión?

Apenas sabemos aún realmente lo que es la forma sujeto completamente desarrollada. (…) Si se trata de comprender las condiciones de funcionamiento de un ser por él mismo —dotado de reflexión—, que simultáneamente sólo existe por sí mismo —cuya organización contiene enteramente en ella misma su propio principio—, nos queda camino por recorrer. (…) Para el pensamiento, el hombre posterior a la religión no ha nacido todavía.  (p. 244)

  Al cabo de este intento de explicación del proceso civilizatorio, de la dimensión política y religiosa de la sociedad histórica, podría encontrarse la promesa de una nueva etapa, de otro cambio significativo, equivalente al surgimiento del Estado, la Era Axial, el apogeo clásico de la Antigüedad que da lugar al cristianismo, el proceso de consolidación cristiana de la Edad Media y después, en rápida sucesión, el humanismo renacentista, la Reforma protestante y la Ilustración. La nueva etapa –una religiosidad más allá de la religión- no podrá ser menos trascendente.

Lectura de “El desencantamiento del mundo” en Editorial Trotta S. A. 2005;  traducción de Esteban Molina    

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