jueves, 25 de agosto de 2022

“El corazón de los derechos humanos”, 2013. Allen Buchanan

  Hay quien opina que en la actualidad lo más parecido a una fe mundial –un equivalente a los anteriores sistemas morales de origen religioso- es la doctrina acerca de los derechos humanos, en tanto que modelo ético con aspiraciones de universalidad (la democracia moderna es una versión secular de la doctrina cristiana de la dignidad universal del hombre, entendida hoy como una doctrina política no religiosa de los derechos humanos). De momento, los derechos humanos toman forma legislativa, lo que no corresponde exactamente con un ideal ético. Sobre este tipo de cuestiones se pronuncia el concienzudo filósofo Allen Buchanan.

Debido a su notoriedad, a su relativa exactitud y al prestigio del que disfruta, la legislación internacional de los derechos humanos sirve como un estándar moral que puede emplearse para una movilización política que cambie el comportamiento de los estados, corporaciones y otros agentes. (p. 26)

  En una cultura política que ha llegado a globalizarse, los derechos humanos han de tomar forma como una legislación internacional de efectos limitados cuyo prestigio sirva, cuando menos, como modelo para las legislaciones nacionales (obviamente, mucho más efectivas en cada territorio nacional).

El sistema de legalidad internacional de los derechos humanos es el núcleo, o podría también decirse, el corazón de la práctica moderna de los derechos humanos (p. 274)

  Buchanan no considera una ética que no se plasme en una expresión política. El enlace entre lo ético y lo político se daría por la consolidación de las costumbres morales en un ethos, pero, mientras tanto, jueces y legisladores serían quienes, con sus pronunciamientos, harían real ese ideal ético y a la vez político.

Las normas legales que primero fueron creadas como documentos escritos, preeminentemente las declaraciones UDHR y ICCPR, se han convertido en parte del derecho internacional consuetudinario. (p. 96)

  Para quienes crean que la existencia social humana está ineludiblemente vinculada a las relaciones políticas –coerción a cargo del Estado por el bien común- el ideal de los derechos humanos es lo máximo que podemos alcanzar. 

La legislación internacional de los derechos humanos ha servido como una autorizada lingua franca para imponer estándares a los estados acerca de cómo deben tratar a aquellos bajo su jurisdicción (p. 125)

   El contenido básico de los derechos humanos desarrolla una ética de igualdad de los individuos en cuanto a recibir consideración por parte de sus semejantes y de las grandes instituciones sociales, como es el caso de los mismos estados.

La explicación más natural de por qué los individuos deberían recibir el mismo estatus legal básico (…) es que todos los humanos son, en algún sentido fundamental, de igual estatus moral.  (p. 89)

La lista de derechos humanos legales internacionales incluyen los así llamados derechos positivos o derechos de bienestar social que, si se llevan a cabo, restringen de forma significativa varias desigualdades sociales y económicas que, si son lo suficientemente severas, pueden socavar el reconocimiento público del estatus social básico para los peor parados en una sociedad (p. 91)

  Es decir, los derechos “negativos” son el de no ser privado de libertad injustamente, no ser torturado, no ser despojado… y los "derechos positivos” serían, o bien recibir una serie de bienes que proporcionen una calidad de vida mínima según el criterio aceptado por la opinión pública en un momento o época -¿derechos a vacaciones, al ocio, a una jornada laboral de ocho horas?-, o bien evitar la desigualdad –en la antigua Unión Soviética lo más importante era que nadie ostentara la posesión de bienes muy por encima de los de la mayoría-.

   En el mismo sentido, un igual estatus moral implica que todos reciban un trato correspondiente a partir de los sentimientos naturales de empatía. Si todos contamos con el mismo estatus moral, nadie puede ser maltratado ni ignorado por otro, y eso está también relacionado con la igualdad económica. Parece lógico que se aspire entonces a condiciones de “vida decente” - ¿calidad de vida?-, pero qué sea una vida decente y cuáles sean las aspiraciones populares –referente democrático- podría entrar en contradicción con la ética de los derechos humanos.

La gente puede llevar una vida humana mínimamente buena o decente y sin embargo estar sujeta a alguna forma de discriminación (p. 89)

  Por ejemplo, en la época del apartheid, los discriminados negros sudafricanos gozaban de un nivel económico y de seguridad personal más alto que el de los hombres libres de las vecinas repúblicas africanas. Y hay numerosos casos históricos en los que regímenes no respetuosos con los derechos humanos han asegurado la prosperidad económica –aunque en situaciones de desigualdad- en mayor medida que muchos regímenes caóticos en tiempos de mayores libertades.

  ¿Considera Allen Buchanan esta contradicción?

Un derecho a la democracia (…) es justificable porque es la vía más fiable de asegurar el derecho a la seguridad física (p. 164)

  No parece cierto. Durante la “primavera árabe”, la democracia en Egipto llevaba camino de dar lugar al establecimiento de una república islamista –es decir, un régimen totalitario habría sido el resultado de una revolución democrática-. Lo mismo sucedió en Argelia unos años antes. Por otra parte, tras la experiencia de lo sucedido en la URSS a partir de 1991, está claro que la mayoría de los ciudadanos chinos saben que establecer una democracia plena en su gran país muy probablemente llevará a la desmembración y a la guerra civil…

  Ahora bien, como ideal ético, los derechos humanos suponen un condicionamiento determinante para los regímenes políticos. Las instituciones políticas han de quedar al servicio del individuo y no al revés. Esto es un principio ético innegable, por mucho que pueda o no ser cierto que "un derecho a la democracia (…) [sea] la vía más fiable de asegurar el derecho a la seguridad física" dada la triste realidad de que, históricamente, las sociedades autoritarias –en lugar del igualitarismo primitivo, casi democrático- surgieron como forma de hacer gobernables sociedades cada vez más complejas.   

La innovación de la legislación internacional de los derechos humanos es que sirve para limitar la soberanía de los estados, incluso dentro de la propia jurisdicción de los estados, por el bien de los mismos individuos (p. 23)

  Así que la necesidad imperiosa de realizar el ideal de los derechos humanos resalta el poder político capaz de hacerlos cumplir, pero tal poder político tiene como fin destacar la supremacía de los intereses individuales por encima de los del estado.

No estoy apoyando el consecuencialismo. Desde mi punto de vista, la justificación para cualquier legalidad internacional de los derechos humanos en particular está sujeta a una limitación anticonsecuencialista importante: el compromiso a un estatus moral básico de igualdad para todos. (p. 171)

  El consecuencialismo implicaría los beneficios de una legalidad internacional para el conjunto de la comunidad, pero la base ética de la ideología de los derechos humanos entra en contradicción con tal conveniencia.  Es lo que se ve con los ejemplos de la democracia en Egipto (que con casi seguridad hubiera llevado a una dictadura fundamentalista islámica) y en China (que casi con seguridad podría llevar al desmembramiento nacional y a la guerra civil).

  Recordemos a este respecto cómo las mismas Naciones Unidas niegan el derecho de autodeterminación de los pueblos separatistas (por ejemplo, Cataluña) a fin de preservar la unidad de los territorios nacionales, a pesar de la manifestada voluntad popular. Tampoco la dignidad de la persona y el estatus de igualdad parecen compatibles con el trato que se da a la inmigración ilegal y tampoco cuentan mucho la libertad e igualdad individuales cuando se prohíbe el consumo de drogas, se persigue el ejercicio de la prostitución libremente elegida o se ponen limitaciones arbitrarias al derecho al aborto. En suma, la libertad, la igualdad y la democracia a ultranza pueden, hoy por hoy, entrar en contradicción con un ideal de vida decente o prosperidad económica.

    Otro grave problema es si, al fin y al cabo, deben imponerse los derechos humanos. Esto sería el “derecho internacional robusto” y parece la consecuencia lógica del valor supremo de tales valores éticos. Pero implicaría negar la democracia allí donde las culturas nacionales se opongan a los derechos humanos (recordemos el caso de los veinte años de ocupación occidental en Afganistán… y su fracaso en hacer triunfar en aquel país la ideología de los derechos humanos).

Lo que podría llamarse derecho internacional robusto [sería el] derecho internacional que afirma su autoridad para regular asuntos que antes se consideraban que eran el interés exclusivo del estado, incluyendo el tratamiento del estado a sus propios ciudadanos dentro de su propio territorio (…) La legislación de los derechos humanos es el derecho internacional robusto por excelencia (p. 224)

  A pesar de todo, la ideología de los derechos humanos, con sus contradicciones y debilidades, es lo máximo que se puede obtener de la reforma política. Y sus limitaciones en la práctica hacen evidente la necesidad de soluciones sociales innovadoras.

No deberíamos ver como una “moralidad”, o al menos no como una moralidad válida, algo que fuese simplemente un conjunto de reglas hechas realidad mediante coerción, sin interiorización (p. 252)

  Es decir, si en Afganistán el pueblo rechaza los valores igualitarios de los derechos humanos (por ejemplo si el pueblo considera que esta ideología lleva a la blasfemia y la apostasía, y a fomentar el comportamiento indecente de las mujeres), su imposición forzada por una legislación impuesta por ejércitos extranjeros demuestra que no se trata de una “moralidad válida”, en la medida en que tales valores no están interiorizados por quienes se ven forzados a vivirlos.

   En realidad, son las estrategias de interiorización moral a gran escala la alternativa a la insuficiencia de la doctrina de los derechos humanos. La auténtica y definitiva moralidad solo puede surgir de un cambio de valores arraigados en el comportamiento de los individuos que forman una sociedad. Y a partir de ese momento ni siquiera necesitaríamos legislación coercitiva alguna, sino una mera administración pública basada en principios racionales y un correspondiente desarrollo cultural de la doctrina ética.

   Si un comportamiento humano altruista es viable hasta sus últimas consecuencias no puede ponerse en dependencia de la efectividad de una política coercitiva inspirada por los derechos humanos. Eso equivale más o menos a lo que se suele conocer como “buenismo”: una incoherente doctrina altruista que no puede sostenerse sin la coerción, dada la poca solidez de los comportamientos sociales derivados de la doctrina –escasa interiorización-.

   La única solución es avanzar hacia la interiorización de pautas de comportamiento altruista, algo que la historia de las costumbres nos demuestra que es factible –evolución moral- pero que ha de llevarse mucho más allá del altruismo propio del ethos occidental actual (el que inspira los “derechos humanos”). Tales cambios podrían darse en el futuro pero habrán de producirse con arreglo a mecanismos de cambio cultural no-políticos y por ello tendrán que vencer las inevitables resistencias del estilo de vida convencional. 

Lectura de “The Heart of Human Rights” en Oxford University Press 2013; traducción de idea21

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