martes, 5 de julio de 2022

“Una breve historia de la igualdad”, 2021. Thomas Piketty

  El economista francés Thomas Piketty hace un relato de la historia de la lucha social por remediar la desigualdad entre los seres humanos con la intención de promover un nuevo tipo de socialismo que suceda al fracasado marxismo.

Históricamente, el movimiento socialista y comunista se construyó a partir de un programa político sustancialmente diferente al actual, a saber, la propiedad estatal de los medios de producción y la planificación central, programa que fracasó y no fue realmente sustituido por uno alternativo. A su lado, el Estado social y, sobre todo, la fiscalidad progresiva se consideran a menudo formas «blandas» de socialismo, incapaces de desafiar la lógica profunda del capitalismo. (Capítulo 7)

El Estado social y la fiscalidad progresiva, llevados al extremo de su lógica, permiten sentar las bases de una nueva forma de socialismo democrático, autogestionado y descentralizado, a partir de la circulación permanente del poder y de la propiedad. (Capítulo 7)

  Esta nueva concepción del socialismo, que no se opone al mantenimiento de una economía capitalista “dentro de un orden”, requiere la evaluación del curso histórico –y prehistórico- de la lucha contra la desigualdad y parece basarse en una concepción empática de la igualdad: la igualdad tiene sentido en tanto que previene situaciones de daño y precariedad para los más desfavorecidos.

Este movimiento hacia la igualdad es la consecuencia de luchas y revueltas frente a la injusticia que han permitido transformar las relaciones de poder y derrocar las instituciones en las que se han basado las clases dominantes para estructurar la desigualdad social en su propio beneficio, y sustituirlas por nuevas instituciones, nuevas reglas sociales, económicas y políticas más justas y emancipadoras para la inmensa mayoría. (Introducción)

Esta marcha (limitada) hacia la igualdad ha sido beneficiosa desde todos los puntos de vista, incluso, por supuesto, en términos de eficiencia productiva y prosperidad colectiva, ya que ha permitido una mayor participación de todos en la vida social y económica. (Capítulo 2)

   Pero este planteamiento parte de un error básico que trastoca toda la teoría: el error de considerar que los progresos en la igualdad se deben a la acción por la justicia de los mismos desfavorecidos. En realidad, no es así.

  Por ejemplo:

En 1965, la enorme movilización afroamericana consiguió abolir el sistema de discriminación racial legal (aunque no puso fin a la discriminación ilegal, todavía hoy muy real). (Introducción)

  No, la movilización afroamericana que tuvo lugar especialmente en la década de 1960 en los Estados Unidos no fue la que consiguió abolir la discriminación racial legal. Movilizaciones semejantes tuvieron lugar en Sudáfrica y el apartheid se mantuvo treinta años más y la república racista de Sudáfrica hubiera podido mantenerse indefinidamente de no haber estado sometido el estado sudafricano a una fortísima presión internacional. 

  Tampoco la revuelta de Espartaco mejoró en nada la suerte de los esclavos romanos. Las minorías oprimidas muy rara vez han sido capaces de reunir fuerza suficiente para enfrentarse con éxito a los bien organizados poderosos. Los cambios han sido graduales y se han debido más bien a cambios morales dentro de las clases privilegiadas.

   Las “movilizaciones” solo han podido ser fructíferas en la medida en que las clases superiores se han visto afectadas por el “virus psicológico” de la evolución moral, virus que les ha imposibilitado volver a ejercer las medidas implacables de control que durante milenios han resultado efectivas –y que más aún podrían serlo hoy, gracias al monopolio de la alta tecnología por las élites-.

Existe una tendencia histórica hacia la igualdad, al menos desde finales del siglo XVIII (…) Entre 1780 y 2020 se observa una evolución hacia una mayor igualdad de estatus, de patrimonio, de ingresos, de género y de raza en la mayoría de las regiones y sociedades del mundo, y en cierta medida a escala mundial.  (Introducción)

  La tendencia histórica hacia la igualdad coincide con la tendencia histórica de los avances morales en las sociedades económica y tecnológicamente más avanzadas. En cambio, no existe una tendencia histórica hacia la lucha de clases, porque no ha habido cambio en el hecho de que los desfavorecidos siempre han estado prestos a la rebelión. Ha habido un progreso en la moralidad de las clases dominantes –que ha atenuado gradualmente la represión- mientras que no ha habido ningún progreso en el deseo de liberación de las clases oprimidas que, lógicamente, siempre se ha mantenido constante.

  El error se agrava cuando se considera que son las normas políticas las que, por su mera aparición, crean el nuevo orden social.

Las sociedades humanas inventan constantemente normas e instituciones para estructurarse y distribuir la riqueza y el poder, pero se trata siempre de opciones políticas y reversibles. (Introducción)

  Los partidarios del mero cambio político –los partidarios de que mejores leyes cambiarán el mundo- pueden creer en la “reversibilidad” y como consecuencia desdeñar la evolución cultural previa.

Algunos piensan a veces que hay culturas o civilizaciones que son intrínsecamente igualitarias o desigualitarias: en este sentido, Suecia habría sido siempre igualitaria, quizá por una antigua pasión vikinga, mientras la India y sus castas habrían sido eternamente desigualitarias, seguramente por razones arias casi místicas. En realidad, todo depende de las instituciones y las reglas que cada comunidad humana se da a sí misma. (Capítulo 5)

  Pero no cualquier comunidad humana acepta las nuevas instituciones y reglas con la misma facilidad. Quizá los suecos medievales no eran más igualitarios que los franceses o italianos de la misma época, pero sí es cierto que, en una época más moderna, el protestantismo pietista arraigó en Escandinavia y facilitó una cierta democracia participativa. Piketty señala que hasta 1900 Suecia era un estado poco democrático pero el rápido auge de la socialdemocracia que tuvo lugar a partir de entonces no pudo suceder sin una preparación previa de la cultura del país.

  Cabe preguntarse también acerca de la reversibilidad de las tendencias igualitarias. A primera vista, en la época moderna ha habido tendencias totalitarias y tiránicas que han reemplazado regímenes más democráticos y liberales, pero los discursos de los opresores han cambiado. Muy rara vez se ha dado un retorno al despotismo de la Antigüedad. Cuando el despotismo se ha reinstaurado –por ejemplo, el islamismo fundamentalista actual o los fascismos- éste se ha encubierto con discursos igualitarios de otra índole. Ningún nuevo dictador ha recurrido al viejo discurso de que ha sido enviado por Dios para cuidar de sus súbditos como un padre cuida de sus hijos.

  En qué medida el nuevo socialismo, basado en la fiscalidad progresiva y la democratización de los factores económicos –cogestión-, pueda tener éxito es algo que no podemos saber, pero su éxito o su fracaso dependerá de las tendencias históricas que permitan su correcta implementación por parte de la mayoría social y no tanto de la efectividad técnica de sus medidas.  En apariencia, no representa una gran novedad sobre el modelo socialdemócrata que surgió gradualmente a partir del siglo XIX y que no era fruto de ninguna teoría, sino de un proceso de “prueba y error” en medio de una grave conflictividad social.

  Aquí, Piketty tiene el acierto de señalar el aumento de la fiscalidad: los reyes siempre dependieron de la exacción de impuestos para poder pagar sus ejércitos (que, supuestamente, protegían al pueblo de los enemigos externos) pero, más adelante, la fiscalidad progresiva cumpliría también funciones sociales más directas.

A finales del siglo XIX y principios del XX, los ingresos fiscales totales, incluyendo impuestos, contribuciones y gravámenes obligatorios de todo tipo, representaban menos del 10 por ciento de la renta nacional en Europa y Estados Unidos. Entre 1914 y 1980, ese porcentaje se triplicó en Estados Unidos y más que se cuadruplicó en Europa. Desde los años 1980-1990, los ingresos fiscales oscilan entre el 40 y el 50 por ciento de la renta nacional en el Reino Unido, Alemania, Francia y Suecia. (Capítulo 6)

  Por otra parte, antes de que se dedicase buena parte de  los bienes públicos a sufragar sistemáticamente diversos servicios sociales, ya fue la fiscalidad lo que permitió que los estados occidentales incrementaran su fuerza de tal modo que acabaría llevándolos al dominio mundial. 

Alrededor de 1500-1600, los ingresos fiscales per cápita en los Estados europeos equivalían a entre 2 y 4 días de salario de un trabajador urbano no cualificado; en 1750-1850, se situaban entre 10 y 20 días de salario. En comparación, los ingresos fiscales se mantuvieron estables en torno a los 2 a 5 días tanto en el Imperio otomano como en el chino.  (Capítulo 3)

El Estado social y la fiscalidad progresiva son herramientas poderosas para transformar el capitalismo. El movimiento hacia la igualdad sólo puede reanudarse si esas instituciones son objeto de una amplia movilización y apropiación colectiva. (Capítulo 7)

    Fiscalidad progresiva, incremento de la riqueza gracias a la tecnología y creciente participación democrática concurrieron con el progreso moral que conduciría a una mayor igualdad.

   Por otra parte, el libro considera también los riesgos que existen de que se pierda lo ya tan difícilmente ganado. Se señala, por ejemplo, que los avances en la igualdad no pueden quedar completos si no se considera la deuda histórica de los estragos del colonialismo

La capacidad fiscal y militar de los Estados europeos —derivada en gran medida de sus rivalidades pasadas y reforzada por las innovaciones tecnológicas y financieras provocadas por la competencia entre países— permitió organizar una división internacional del trabajo y de los suministros especialmente rentable. (Capítulo 3)

  La “división internacional del trabajo” no sería otra cosa que la explotación colonial.

El auge de Europa en los siglos XVIII y XIX tiene como verdadera singularidad el uso desmesurado y sin complejos de la fuerza militar a escala mundial, sin ningún contrapeso interno o externo real. (Capítulo 3)

  Del mismo modo que la igualdad sería inviable sin considerar las repercusiones internacionales de la explotación colonial, tenemos también el problema de los daños medioambientales a nivel internacional (¿tiene derecho Occidente a exigir que India y China moderen su desarrollo económico para proteger el medio ambiente… después del daño ya irreversible que las antiguas potencias colonizadoras han provocado en el pasado reciente?).

  Otro problema más sería el de los paraísos fiscales y otros abusos del liberalismo económico a nivel internacional (el lado más siniestro de la “globalización”).

  También, dentro de los mismos estados que más han avanzado por la igualdad, tenemos todavía desigualdades básicas en materia de oportunidades, como es el caso de las herencias y la financiación de los partidos políticos (y también el inevitable nepotismo que se da dentro de la “meritocracia”, y las mayores oportunidades para los favorecidos en alcanzar puestos clave en la sociedad).

La introducción de una financiación radicalmente igualitaria de los partidos políticos, de las campañas electorales y de los medios de comunicación no sólo está justificada, sino que es indispensable si se quiere empezar a hablar de democracias realmente basadas en un principio de igualdad. Esto debe ir acompañado de una multiplicación de los modos de participación política, especialmente en forma de asambleas de ciudadanos y referendos deliberativos, siempre que se aborde con rigor la cuestión de la financiación de las campañas y la igualdad en la producción y difusión de la información. (Capítulo 5)

   Finalmente, nos encontramos frente a lo que parece la amenaza de la reacción política a favor de la desigualdad.

  En los países más desfavorecidos esta reacción política puede tomar un camino de agresivo resentimiento contra Occidente que en buena parte recuerda al de los fascismos europeos de hace un siglo (fundamentalismo islámico, antiimperialismo “bolivariano”, caudillismos varios…).

Si no se formula un proyecto democrático supranacional, construcciones autoritarias ocuparán su lugar para ofrecer soluciones más o menos convincentes a los sentimientos de injusticia generados por las fuerzas económicas y estatales desatadas que operan a escala mundial. (Capítulo 9)

  Y en los estados más desarrollados –también los más igualitarios- se está produciendo el auge de movimientos reaccionarios “defensivos”…

Existe el temor de que el neoliberalismo sea sustituido por diversas formas de neonacionalismo, como las que encarnan el trumpismo, el Brexit o el auge de los nacionalismos turco, brasileño o indio, movimientos políticos diferentes pero que tienen en común señalar al extranjero y a diversas minorías del interior como responsables de las desgracias nacionales  (Capítulo 10)

    Todas estas amenazas, combinadas con las imperfecciones persistentes del proceso democratizador igualitario, nos sitúan ante un escenario político más incierto que el que esperábamos tras el fracaso del comunismo en 1989. Y es grave no darse cuenta de que el factor que más puede ayudarnos no son cambios legislativos de reforma política de tipo socialista, sino un fuerte impulso de avance en la evolución moral.

Lectura de “Una breve historia de la igualdad” en Ediciones Deusto 2021; traducción de Daniel Fuentes

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