Llámase Urbanidad el conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras, y para manifestar a los demás la benevolencia, atención y respeto que les son debidos. (p. 32)
La etiqueta es una parte esencialísima de la urbanidad. (p. 33)
El de Manuel Carreño es uno de los muchos manuales de urbanidad y etiqueta que circulaban por el mundo en su época; este en concreto estaba destinado a la enseñanza escolar. El concepto de “urbanidad” recibe otras denominaciones en otros idiomas, mientras que el sentido de “etiqueta” es más generalizado. Como puede verse en la obra de Carreño, en ocasiones la “urbanidad” va más allá de la “etiqueta” y podría entrar en el ámbito de la enseñanza moral propia de la “paideia” griega.
Hoy los contenidos de “etiqueta” resultan un tanto cómicos pero no pueden dejar de vincularse a las concepciones sobre las relaciones humanas en un periodo histórico determinado. Aportan una visión ideal de la sociedad que coexiste con la negatividad cotidiana… y con sus propias contradicciones.
Nos encontramos constituidos en el deber de instruirnos, de conservarnos y de moderar nuestras pasiones. (p. 27)
Vivir en sociedad impone obligaciones pero supone también aspirar a recompensas emocionales que valen mucho la pena. La urbanidad no es solo algo que nos ayuda a desenvolvernos en la vida social: supone en muchos sentidos la razón misma de ésta, las relaciones gratificantes de amabilidad y mutua asistencia entre los individuos, especialmente entre aquellos que son extraños entre sí, fuera del círculo familiar.
Los actos de benevolencia derraman siempre en el alma un copioso raudal de tranquilidad y de dulzura, y nos preparan al mismo tiempo los innumerables goces con que nos brinda la benevolencia de los demás. (…) Por el contrario, el hombre malévolo, el irrespetuoso, el que publica las ajenas flaquezas, el que cede fácilmente a los arranques de la ira, no solo está privado de tan gratas emociones y expuesto, a cada paso, a los furores de la venganza, sino que vive devorado por los remordimientos, y lleva siempre, en su interior, todas las inquietudes y zozobras de una conciencia impura. (p. 24)
Debemos emplear nuestra existencia entera en la noble tarca de dulcificar nuestro carácter, y de fundar en nuestro corazón el suave imperio de la continencia, de la mansedumbre, de la paciencia, de la tolerancia y de la generosa beneficencia. (p. 30)
Benevolencia. A pesar de que es preciso trabajar e incluso competir con nuestros semejantes dentro de una sociedad burguesa dedicada a la consecución de bienes materiales y de ostentación pública, la benevolencia, si sabemos desarrollarla en nuestros actos, puede proporcionarnos una vida virtuosa, acorde con los valores sagrados.
¿Dónde hay nada mas conforme con el orden que debe reinar en las naciones y en las familias, con los dictados de la justicia, con los generosos impulsos de la caridad y la beneficencia, y con todo lo que contribuye a la felicidad del hombre sobre la tierra, que los principios contenidos en la ley evangélica? (p. 9)
Supongamos que, inspirados por la ley evangélica, practicamos una vida de benevolencia. Sabemos que la estamos practicando porque nuestros actos son contenidos, cuidadosos, armoniosos… casi una expresión artística (¿o una liturgia?). Por ejemplo, cuando se nos invita a casa ajena, a la privacidad de un extraño.
Entraremos a la pieza que se nos designe, donde aguardaremos a que aquella [persona que vamos a visitar] se presente. Durante este espacio de tiempo, permaneceremos sentados a la mayor distancia posible de los lugares donde haya libros o papeles, y de manera que nuestra vista no pueda dirigirse a ninguno de los sitios interiores del edificio. (p. 94)
Más allá de la liturgia de la benevolencia hay también ideales profundos de humildad, de comprensión y de lo que hoy llamaríamos “empatía”.
En las injusticias de los hombres no veamos sino el reflejo de nuestras propias injusticias: en sus debilidades, el de nuestras propias debilidades: en sus miserias, el de nuestras propias miserias. Son hombres como nosotros (p.31)
Tal creación de una psicología prosocial –como se diría hoy- no es muy diferente a la que se exigía a los monjes. Pero ahora habría que practicarla en un mundo diferente. Y aquí es donde asoma la gravedad de las contradicciones.
La urbanidad estima en mucho las categorías establecidas por la naturaleza, la sociedad y el mismo Dios; así es que obliga a dar preferencia a unas personas sobre otras, según es su edad, el predicamento de que gozan, el rango que ocupan, la autoridad que ejercen y el carácter de que están investidas. (p. 36)
Nuestro acendrado amor [por nuestros padres] debe naturalmente conducirnos á cubrirlos siempre de honra, contribuyendo, por cuantos medios estén a nuestro alcance, su estimación social, y ocultando cuidadosamente los extravíos, las faltas a que como seres humanos puedan estar sujetos, porque, LA GLORIA DEL HIJO ES EL HONOR DEL PADRE (…) aun cuando lleguemos a creerlos alguna vez apartados de la senda de la verdad y de la justicia (p. 16)
Hay también referencias al amor a la patria, que se equipara nada menos que al amor a Dios. Pero es más grave que, junto a la consolidación de la desigualdad se dé también cierta tendencia a la falsedad y la hipocresía.
Nuestra atención debe corresponder siempre a las miras del que habla, o al espíritu de su conversación; manifestándonos admirados o sorprendidos cuando se nos refiera un hecho con el carácter de extraordinario y compadecidos si el hecho es triste ó lastimoso ; aplaudiendo aquellos rasgos que se nos presenten como nobles y generosos ; celebrando los chistes y agudezas (p. 92)
Esto podría anular cualquier intercambio sincero entre personas con puntos de vista diferentes.
La más grave, acaso, de todas las faltas que pueden cometerse en sociedad, es la de desmentir a una persona, por cuanto de este modo se hace una herida profunda a su carácter moral; y no creamos que las palabras suaves que se empleen puedan en manera alguna atenuar semejante injuria. (p. 91)
Y eso que se critica la afectación…
Si bien la mal entendida confianza destruye (…) la estimación y el respeto que todos nos debemos, la falta de una discreta naturalidad puede convertir las ceremonias de la etiqueta en una ridícula afectación. (p. 35)
En este manual de urbanidad hay una descripción precisa de la psicología de la benevolencia, pero un desarrollo sospechoso. Hay referencias a cómo evitar situaciones graves que solo pueden darse si partimos de un mundo mucho más sórdido que los ideales evangélicos en los cuales este tratado se inspira.
Es tan solo propio de personas vulgares y destituidas de todo sentimiento de moralidad y pundonor, el pedir dinero prestado, o hacer compras a crédito en los establecimientos mercantiles o industriales sin tener la seguridad de pagar oportunamente. (p. 128)
Una persona de elevados principios no debe, es verdad, hacerse la injuria de admitir como posible que se le atribuya jamás una acción torpe; mas el que echa de menos una cosa de su propiedad, necesita poseer principios igualmente elevados para apartar de sí una sospecha indigna, y así, la prudencia nos aconseja ponernos, en todos los casos, fuera del alcance aun de la mas infundada y extravagante imputación. (p. 126)
Son los años de la miseria urbana, de los abusos clasistas, de la rapacidad mercantil, de los burdeles, de la demagogia política y el nacionalismo violento y racista.
El intento de promover la benevolencia se encuentra ante obstáculos que no se manifiestan directamente. La gente respeta las clases sociales, encubre las faltas de los mayores, se comporta hipócritamente. Apenas hay una ligera mención a tratar con cortesía a los sirvientes –durante las comidas en las que se tienen invitados- y nada con respecto a la generosidad con los que menos tienen.
Es posible rastrear estas inconsistencias en lo que, de entrada, parece una relativa tolerancia para la informalidad.
Las chanzas no pueden usarse indiferentemente con todas las personas ni en todas ocasiones: ellas son privativas de la confianza, y enteramente ajenas de la etiqueta: rara vez es lícito a un hijo usarlas con sus padres, a un inferior con su superior, a un joven con una persona de edad provecta; y en ningún caso son oportunas en círculos serios (p. 132)
Excluyamos severamente la ironía y la sátira do toda discusión, de todo asunto serio, y de toda conversación con personas con quienes no tengamos ninguna confianza. (p. 88)
La peligrosidad del humor está señalada pero el hecho de que se restrinja solo a las personas superiores ya demuestra asumir una imperfección para los inferiores.
En cuanto al juego, no solo no se ve contrario a los buenos valores evangélicos, sino que ni siquiera se menciona que se hagan apuestas y la cuantía a las que estas pueden llegar. Y el hecho de que se quiera prevenir el apasionamiento del juego, es una vez más un reconocimiento del peligro que esta conducta prescindible supone.
Si no hemos adquirido el hábito de dominar nuestras pasiones, si no poseemos aquel fondo de desprendimiento, generosidad y moderación que es inseparable de una buena educación, imposible será que dejemos de incurrir en la grave falta de aparecer mustios y mortificados en los reveses del juego, y de ofender el amor propio de los contrarios, cuando los vencemos, manifestando entonces una pueril y ridícula alegría. (p. 115)
Finalmente, algunas observaciones acerca de las relaciones de la urbanidad con la materialidad del cuerpo humano. Tal como han observado algunos autores, existe una progresión social en los cuidados higiénicos.
Nos lavaremos la cara con dos aguas, los ojos, los oídos interior y exteriormente, todo el cuello al rededor, etc., etc., nos limpiaremos la cabeza y nos peinaremos. (p. 41)
No hay mención, por breve y discreta que sea, al cuidado que merece el resto del cuerpo, ni tan siquiera al riesgo del olor corporal. Y en 1875 se habían hecho ya grandes avances en las instalaciones higiénicas dentro de los hogares (bañeras y conducciones de agua).
Y obsérvese lo que es una evidencia del lento cambio de las costumbres higiénicas…
Es imponderablemente asqueroso escupir en el pañuelo; y no se concibe cómo es que algunos autores de urbanidad hayan podido recomendar uso tan sucio y tan chocante. (p.45)
Por lo demás, el cuerpo humano sigue viéndose como un enemigo potencial de la misma humanidad.
Al despojarnos de nuestros vestidos del día para entrar en la cama, procedamos con honesto recato, y de manera que en ningún momento aparezcamos descubiertos, ni ante los demás ni ante nuestra propia vista. (p. 60)
Lectura de “Manuel de Urbanidad” en Benito Gil – Editor 1875
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