domingo, 15 de julio de 2018

“Pasiones dentro de la razón”, 1988. Robert H. Frank

  El economista Robert H Frank aborda cuestiones de ética y conducta (psicología, por tanto) referidas a la base misma de nuestras pautas de vida social. ¿Al actuar nos guiamos por nuestras emociones o por nuestro calculado interés individual? Entre las emociones humanas se cuentan algunas benévolas, como el altruismo y la generosidad… pero el interés individual es, obviamente, siempre egoísta… Normalmente, en Economía siempre se ha utilizado el modelo del interés individual, como en el famoso “dilema del prisionero”.

La razón más importante para el éxito del modelo del propio interés es que su lógica es aplastante. Revela una elegante coherencia tras incontables patrones de experiencia aparentemente no relacionados

   Frank distingue, entonces, dos modelos principales de comportamiento, el del interés propio y el “de actitud” –commitment model- que se basa no tanto en el cálculo racional del propio interés, sino en la obediencia a los impulsos emocionales (recordemos la fábula de la rana y el escorpión).

Usaré el término “modelo de actitud” como abreviatura para la noción de los comportamientos aparentemente irracionales que a veces son explicados por las predisposiciones emocionales que ayudan a resolver los problemas de actitud. La visión contraria, la de que la gente siempre actúa de forma eficiente en la persecución de su propio autointerés, la llamaré el “modelo del interés propio”.

  Y el autor lo tiene muy claro: el “modelo de actitud” no solo es el que se constata que impulsa decisivamente el comportamiento humano en la vida real –no en dilemas abstractos como “el del prisionero”-, sino también es el más lógico dentro de una concepción evolutiva del comportamiento humano.

Las tendencias humanas nobles podrían no solo haber sobrevivido las presiones brutales del mundo materialista, sino que éste realmente podría haber sido creado por ellas (…) [De hecho,] en muchas situaciones, la persecución consciente del interés propio es incompatible con su logro

El modelo de actitud (…) mantiene que las decisiones sobre cooperación están basadas no en la razón sino en la emoción

  Esto se explica fácilmente: si todos siguiéramos exclusivamente el interés propio nos encontraríamos en una constante guerra de todos contra todos y sería imposible que cooperásemos ya que nadie confiaría en nadie…

Si a los oportunistas les fuera mejor que a los otros, la lógica inexorable del modelo evolutivo es que deberíamos acabar con esa gente

  Ahora bien, también es cierto que si fuéramos altruistas, empáticos y cooperativos, bastaría un oportunista astuto para arruinarnos a todos.

Incluso en el caso de que un grupo puramente altruista triunfe sobre todos los otros grupos, la lógica de la selección a nivel individual parece condenar el comportamiento altruista genuino (…) La mayor parte de los biólogos hoy rechazan que el comportamiento altruista genuino pueda haber surgido mediante la selección de grupo.

  “Selección de grupo” se refiere al hecho de que, en teoría, un grupo de individuos altruistas estaría formado por cooperadores muy eficientes, mucho más eficientes en la cooperación que un grupo formado por egoístas, y por lo tanto la “selección natural” haría que los grupos de altruistas dominasen a los grupos de egoístas. Pero el problema estriba en que el grupo altruista puede verse minado por dentro solo con que un individuo se aproveche de la ingenuidad altruista de los demás, de modo que es imposible que surja siquiera un grupo de genuinos altruistas, pues estos individuos altruistas siempre se habrían visto arruinados por el abuso de cualquier mutante egoísta, lo que llevaría al fracaso social de los altruistas genuinos y, con este, al fracaso reproductivo, lo que hubiera impedido que se propagaran los genes altruistas…

  Lógicamente, lo que sucede en la realidad es que impulsos altruistas y egoístas se hallan entremezclados en cada individuo de forma diversa y que los grupos pueden estar integrados por individuos también de muy diversa índole en lo que a impulsos prosociales y antisociales se refiere. De momento, los estudios psicológicos demuestran que los individuos, en general, sí albergamos algunos comportamientos altruistas que, en primera instancia, no sirven para nada a nuestro interés propio…

Dejamos propinas en restaurantes en ciudades distantes que jamás volveremos a visitar. Hacemos contribuciones anónimas a caridad privada. Con frecuencia nos refrenamos de engañar cuando estamos seguros que el engaño jamás será detectado. A veces rechazamos transacciones provechosas porque creemos que son injustas. Nos peleamos simplemente para que nos devuelvan diez euros por un producto en mal estado. (…) Comportamientos de esa clase desafían a aquellos que creen que la gente en general sigue su propio interés

  La explicación evolutiva de este tipo de comportamientos parece encontrarse en la necesidad instintiva de “hacernos una reputación”…

El altruismo (…) puede emerger (…) meramente sobre la base de establecer una reputación al comportarnos de una forma prudente. Dada la naturaleza del mecanismo psicológico de recompensa, no es poca hazaña haber establecido tal reputación. La gente que lo ha conseguido da alguna indicación de que deben estar motivados, al menos en parte, por consideraciones diferentes al mero interés propio material.(…) La gente que no engaña cuando casi no hay posibilidad de que te descubran se beneficiarían si engañaran y lo saben. No se refrenan porque teman las consecuencias de ser descubiertos, sino porque se sentirían mal si engañaran

  Una reputación es un marcador de confianza. De modo que sí parece, al fin y al cabo, que se da cierta “selección de grupo” a favor del comportamiento moral, incluso altruista: un grupo donde los individuos cuiden de hacerse una buena reputación es un grupo donde la cooperación es más viable que uno donde nadie se comporta de forma tal que –consciente o inconscientemente- se construya una reputación de fiabilidad. Esto no contradice lo que se ha dicho antes sobre que el altruismo no puede ser favorecido por la selección de grupo: lo viable no sería un grupo de “altruistas puros”, sino una determinada combinación de individuos dentro de cada uno de los cuales también se combinan de determinada forma los impulsos altruistas y no altruistas.

  En el caso de los más altruistas se puede decir que han nacido con cierto grado de instintos morales como consecuencia de que, a lo largo de cientos de generaciones, las personas que nacieron con ellos acabaron por tener más éxito social que los demás gracias a la buena reputación que obtuvieron. En términos generales, los individuos con buena reputación merecen la confianza de los demás y así logran participar en empresas cooperativas provechosas.

El comportamiento moral con frecuencia confiere beneficios materiales a los mismos individuos que lo practican

Ciertas emociones nos capacitan para hacer compromisos que de lo contrario no serían creíbles. La ironía es que esta capacidad, que supone no buscar el interés propio, confiere ventajas genuinas (…) Ser incapaz de hacer compromisos creíbles con frecuencia es más costoso [que abstenernos de hacerlos]

El deseo de evitar varios estados afectivos desagradables (…) es la principal fuerza motivacional detrás del comportamiento moral

El modelo de actitud es menos un rechazo del modelo del interés propio que una enmienda amistosa a éste. Sin abandonar el marco básicamente materialista, sugiere cómo los impulsos más nobles de la naturaleza humana podrían haber emergido y prosperado. No parece ingenuo esperar que tal comprensión puede tener efectos beneficiosos en nuestro comportamiento

  Y aquí aparecen los hallazgos más interesantes: en una sociedad en la que se hacen presentes, entremezclados, instintos benévolos con otros fuertemente egoístas, los seres humanos han desarrollado también la capacidad para detectar estas tendencias en los semejantes y con ello para calificar la reputación que los otros ganan o pierden. Eso equivale a que aprendemos en quién confiar. Gracias a la evolución biológica, hemos incorporado, por una parte, la capacidad para producir señales conductuales que ayudan a que los demás confíen en nosotros (la vergüenza ante un acto indebido, la franqueza en los gestos, la amabilidad…) y, por otra parte, una capacidad más o menos aguda para percibir acertadamente estas señales a fin de diferenciar las que son genuinas de las que son un engaño… porque es también inevitable que hayamos desarrollado alguna capacidad para engañar…

En el caso de síntomas físicos como el sonrojo, es difícil ver cómo este mecanismo podría ser del todo no biológico

Ninguna población podría consistir enteramente en cooperadores. En tal población no valdría la pena escudriñar a la gente en busca de signos físicos de sinceridad, y en consecuencia los que [excepcionalmente] engañasen comenzarían a prosperar

  Supongamos que queremos desarrollar estrategias sociales –culturales- para fomentar la benevolencia y detectar el dañino egoísmo (en realidad, nada puede ser de mayor interés, pues una sociedad extremadamente cooperativa sería extraordinariamente próspera a nivel económico), pero entonces nos encontramos con un problema: la predisposición –“modelo de actitud” emocional- a la benevolencia (que nos da una reputación de ser dignos de confianza) no es psicológicamente compatible con la predisposición a la desconfianza (que nos permite detectar la malevolencia ajena y el engaño).

El modelo de actitud puede no decirnos que esperemos lo mejor de los demás, pero sí anima a mantener una visión más optimista.

  El bondadoso puede ser sabio pero no puede ser desconfiado ni astuto, pues tales cualidades son más propias del oportunista, de modo que parece correspondiente con una predisposición a la moralidad el cultivar cierta ingenuidad personal (“esperar lo mejor de los demás”). Ahora bien, hemos visto que la benevolencia puede ser saboteada dentro del grupo por un solo individuo egoísta, lo que hace necesario algún tipo de “contramedida” al respecto.

  Puesto que cultivar la desconfianza no puede ser esa medida, por contraproducente, la solución es que, lo que el instinto no puede aportarnos, lo aporte la cultura en alguna de las muchas formas posibles. Una de ellas sería cultivar, no tanto la desconfianza como la sistematización de la lectura empática de las emociones ajenas con otros fines, lo que podría abarcar –y desbordar- ciertas disciplinas que se suelen englobar bajo el epígrafe “Humanidades”.

  Veamos el caso del que nos informan los psicólogos sociales:

Los estudiantes de Economía eran significativamente más propensos a desertar [en dilemas tipo prisionero o bienes comunes] que cualquier otro grupo que se ha estudiado (…) Los estudiantes de Comercio es más probable que hagan ofertas interesadas en juegos tipo ultimátum que los estudiantes de Psicología (…) En Economía, como en cualquier otra disciplina, se adquieren todas las trampas propias de una cultura independiente (…) El modelo de interés propio, al animarnos a esperar lo peor de los demás, parece sacar lo peor de nosotros

  Es decir, una elaboración cultural –estudiar Economía- predispone y/o selecciona comportamientos mucho más antisociales que otra –por ejemplo, estudiar “Humanidades”, como Psicología o Literatura-. En alguna medida, estudiar Economía predispone al egoísmo e, inevitablemente, al engaño -astucia-. Lo que esto nos aporta es que podemos deliberadamente predisponernos a la benevolencia o a la malevolencia, puesto que nuestro incentivo para actuar de forma cooperativa no es el resultado beneficioso de nuestra acción, sino satisfacer nuestra necesidad emotiva y ésta a su vez puede ser cultivada en un particular sentido dentro de cada cultura específica.

  Si trabajamos nuestra capacidad emotiva en el sentido opuesto en el que lo hacen –conscientemente o no- los estudiantes de Economía, entonces daríamos pasos en el sentido de una cultura que desarrolle la emotividad relacionada con el comportamiento benévolo, proporcionándose incentivos para la satisfacción de tales conductas emotivas (el deseo de evitar varios estados afectivos desagradables). Y esto es, en cierto modo, lo que principalmente hicieron las religiones más prosociales, con sus relatos acerca de la santidad, la virtud y la benevolencia. Este desarrollo de las “religiones compasivas” precedió a la “explosión empática” que en el siglo XIX de Occidente permitió desarrollar las “Humanidades” a nivel de masas (pensemos en la literatura popular de contenido moralista),

Se encuentra poco altruismo en las culturas que no lo alientan activamente

  En las personas de cualquier cultura se hallan las mismas emociones altruistas… solo que restringidas a determinados ámbitos (principalmente, a los cuidados familiares). Es la cultura la que potencia unas emociones y reprime otras en todos los demás ámbitos.

Las acciones o circunstancias específicas que disparan estas emociones dependerán en gran medida del contexto cultural. Pero las emociones motivadoras son siempre y en todas partes las mismas

  Otra estrategia para favorecer el desarrollo de los comportamientos altruistas y cooperativos sería fomentar el reconocimiento de la gestualidad facial y del lenguaje no verbal, incorporando estas habilidades al entorno de las “Humanidades”, tal como sucede con la lectura de novelas o el chismorreo benévolo, o como pudo haberse hecho en las naciones de la Reforma protestante cuando se fomentó una religión más psicológica (“Solo la Fe salva”).

La clave para detectar lo genuino de una expresión facial es centrarse en los músculos que están menos sujetos al control consciente

  Aprender, por ejemplo, los nombres de las expresiones, incluso de los músculos implicados (orbicular, cigomático, superciliar…), enriquecería nuestro lenguaje afectivo tal como resulta de la lectura de obras de narrativa que describen emociones y sentimientos... o como sucede con la terminología psicológica que ha sido incorporada al lenguaje común (“frustración”, “libido”, “catarsis”, “trauma”…).

  Finalmente, otra estrategia podría haber sido ya adelantada por el fenómeno monástico propio de las “religiones compasivas” (del budismo en adelante) y consistiría en promover, bajo circunstancias de control especial, comportamientos marcadamente benévolos a modo de patrón de conducta ejemplar.

Por experiencia, sabemos que algunas personas son benevolentes y otras mucho menos. Nuestras experiencias con los primeros están vinculadas con sentimientos positivos y las que se dan con los segundos con los negativos. La exposición a cada tipo de personas naturalmente evocará emociones asociadas. Estas emociones, por su parte, pueden afectar el comportamiento.

  Una cultura que promueva algunos comportamientos de benevolencia muy depurados, aunque sea en ámbitos limitados, tipo "subcultura" (igual que se promueven obras públicas o actividades artísticas), podría, por tanto, beneficiarse en su conjunto. Esto lo hacían los reyes medievales cuando favorecían la fundación de monasterios -dentro de los cuales se practicaban modelos de conducta próximos a la santidad-.

  La conclusión es que puede resultar enormemente valioso que la promoción de la benevolencia entre a formar parte de los objetivos prácticos de la sociedad, de la ideología.

Nuestras creencias sobre la naturaleza humana moldean nuestra misma naturaleza humana.

  En los últimos siglos se han dado pasos en este sentido… pero siempre de forma indirecta, nunca de una forma racional y global. Se ha promovido la tradición cristiana, cuya ética es benevolente, si bien el enunciado ideológico cristiano tiene más bien que ver con doctrinas esotéricas irracionales. Se ha promovido el socialismo, cuyas metas políticas son muy benevolentes, pero cuyo enunciado ideológico hace referencia a impulsos agresivos, como la lucha de clases o el control político coactivo. Se ha promovido el humanismo liberal, cuyos mandatos sociales son menos esotéricos que los del cristianismo y menos violentos que los del socialismo, pero el enunciado ideológico liberal es individualista y escéptico, alejado de la psicología afectiva propia de la benevolencia.

  Jamás se ha construido una ideología de la benevolencia basada en principios racionales. Aún no.

2 comentarios:

  1. Me ha parecido muy interesante, algo parecido lei en un libro sobre el desarrollo de las teorias de la evolución de Darwin, donde tambien se decia que los modelos cooperativos son mas eficientes y permiten construir sociedades avanzadas pero en cualquier caso sigue basandose en un modelo utilitario, es decir en ningun caso se trata de altruismos puros.
    Despued de leer el articulo me doy cuenta de por que no era buen estudiante de economia, jejeje.
    Samuel (club de los martes)

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  2. Este tipo de asuntos los repito bastante en el blog, pues se trata de la base biológica -psicológica- de la benevolencia. Es relativo lo del "modelo utilitario", si se cultiva una actitud de benevolencia a sabiendas de que es útil ello no niega que se trate de benevolencia genuina. Será genuina, pienso yo, en la medida en que es fiable, en que hemos "interiorizado" nuestros deseos benevolentes, un poco como un instinto.

    Otro tema importante que pienso seguir tratando es la incompatibilidad entre benevolencia y desconfianza. Las personas de entornos de marginalidad (por ejemplo, barrios con altas tasas de criminalidad) cultivan la desconfianza y eso los mete en un círculo vicioso de agresividad mutua. Pero, por otra parte, las personas que viven en entornos de confianza y benevolencia se vuelven muy vulnerables.

    Hace poco leí la historia que contaba un policía sobre una pobre niña que fue violada y asesinada. Era una niña encantadora que vivía rodeada de afecto y simpatía. Resultado de ello fue que confiaba en todo el mundo y un psicópata pudo acceder a ella con mucha facilidad. Para evitar tales tragedias se promueve advertir a las niñas de que, aunque no lo parezca, viven rodeadas de "hombres malos" que en cualquier momento pueden hacerles cualquier atrocidad, pero ¿en qué medida puede semejante revelación afectar psicológicamente a un niño?

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