martes, 15 de septiembre de 2020

“Guerra, paz y naturaleza humana”, 2013. Douglas Fry (Editor)

No es que la preocupación por la agresión humana esté injustificada, pero necesita verse equilibrada por los otros potenciales que tenemos, lo que nos permite hacer la paz, llevarnos bien y desarrollar sociedades basadas en la cooperación. (p. xiv)

  El antropólogo Douglas Fry reúne y edita un conjunto de trabajos acerca de la supuesta predisposición humana a la guerra. Son casi veinte autores, entre ellos algunos bastante conocidos como Frans De Waal, Christopher Boehm y Darcia Narvaez;  y curiosamente, si bien tanto en su introducción como en sus propios trabajos Fry trata por encima de todo de sacar adelante su visión un tanto rousseauniana –el hombre en estado de naturaleza no es guerrero-, algunos de los trabajos de otros autores no lo secundan.

  Lo que sí parece consistente es la crítica a lo que se juzga como un exagerado hobbesianismo -homo homini lupus- del best-seller de Steven Pinker, "Los ángeles que llevamos dentro".

La psicología evolutiva [insiste en que] la guerra tiene millones de años de edad, que los asesinos viven en la puerta de al lado y que los asesinos tienen más bebés (…) Esta visión de la naturaleza humana no está basada en la investigación científica, más bien es parte de una creencia cultural que ha pasado a lo largo de generaciones, que se ha integrado en narrativas religiosas e históricas, se ha visto reforzada por conversaciones diarias, narrada en dramas y literatura, expresada en discursos políticos, impulsada por símbolos culturales y valores cultivados, y reproducida en tanto que aprendida y absorbida por los jóvenes (p. 2)

   Pinker considera que la guerra forma parte de la naturaleza humana, es decir, que se hallaba presente en el Paleolítico y que todo el avance de la civilización –avance tecnológico, demográfico, de complejidad social- ha ido paralelo a un control de la agresión, tanto entre individuos como entre grupos. Pero aquí se argumenta que las evidencias sociológicas y arqueológicas no avalan esta visión.

Desarrollos en psicología, neurociencia, economía y comportamiento animal han comenzado a cuestionar la visión, dominante hasta hace una década [estamos en 2010], de que la vida animal y por extensión la naturaleza humana, gira en torno a una competición incesante (p. xii)

Clara evidencia de muertes por armamento (lanzas y arcos y flechas) se encuentra solo en humanos modernos de hace 8 a 12000 años   (p. 91)

  La evidencia arqueológica será largamente discutida y cada nuevo hallazgo cuestionará las conclusiones alcanzadas hasta hoy por cada autor, pero en cualquier caso estamos en nuestro derecho de objetar cualquier pronunciamiento taxativo al respecto.

   Al mismo tiempo que la evidencia arqueológica, tenemos los otros típicos caminos en la búsqueda de evidencias acerca de la naturaleza innata del comportamiento humano: la evidencia antropológica de los cazadores-recolectores que quedan, la evidencia del comportamiento de los niños muy pequeños y lo que sabemos del comportamiento de nuestros “primos”, los grandes simios.

Los forrajeros nómadas [estudiados aquí] no combaten por tierras, poder político o riqueza material y no atacan para secuestrar mujeres o intentar matar a los forasteros (p. 7)

   Siendo estas funcionalidades las que, supuestamente, impulsarían a la guerra: que un grupo se imponga a otro por la fuerza para controlar los recursos que aseguren su supervivencia y continuidad. Sin embargo, sí parece suceder de ese modo con nuestros primos chimpancés: para ellos, la agresión, incluso algo muy parecido a la “guerra” (no reyertas, no venganzas) podía resultarles conveniente, especialmente cuando expulsan a otros grupos de los territorios donde se pueden obtener más alimentos.

Los beneficios posibles [de la agresión entre grupos de animales sociales] incluyen el excluir a machos forasteros de copular con hembras locales;  el reclutar más hembras para la comunidad; el competir por territorios con alimentos; el protegerse de ataques agresivos  (p. 372)

Al incrementarse el territorio [en el que vive la comunidad de chimpancés], la masa corporal [de cada individuo] aumenta  (p. 372)

  De ese modo, los grupos más letales se impondrían a los menos. Lo que se discute aquí es que esto sea una tendencia sistémica, porque es probable que los casos de ese tipo se den solo en situaciones de escasez, tanto en simios como en humanos.

  Así, el famoso caso de los bonobos –una variedad de chimpancé mucho menos agresivo- podría tener que ver con que viven en un ecosistema mucho más favorable para su supervivencia.

La estructura social de vínculo femenino de la que se informa en los bonobos [y que permite que las hembras controlen la agresividad de los machos] es un rasgo específico de la especie que tiene lugar por una alta disponibilidad de comida y los subsecuentes bajos niveles de competición por la comida  (p. 395)

  En cuanto a los niños:

En diversas culturas los niños pequeños tienden a hacer las paces después de una agresión y después de conflictos entre pares en un promedio de cuatro veces de cada diez, sin ninguna intervención adulta (p. 67)

  Es decir, que habría tendencias agresivas así como tendencias paliativas de la agresión entre iguales.

No [se trata de] que los chimpancés y humanos no sean violentos bajo ciertas circunstancias, como sabemos que sucede, sino que las afirmaciones de inherente “demonismo” tanto en chimpancés como humanos son erróneas. Además, la investigación indica que la neurofisiología de la agresión entre especies (predación) es bastante diferente de la violencia espontánea vinculada a la agresión intraespecífica entre humanos (asesinato) (p. 104)

  Esto último –que la predación, la caza- no esté relacionada con la violencia entre humanos es discutido por algunos autores… y no podemos evitar relacionarlo con lo que sabemos acerca del “primado”. Incluso otra de las contribuciones de este libro se fija en lo observado a este respecto en la especie de los babuinos:

De Vore, uno de los primatólogos más influyentes (…) escribió a primeros de 1960 sobre los babuinos: “han adquirido un temperamento agresivo como defensa contra los predadores, y la agresividad no puede abrirse y cerrarse como un grifo. Es una parte integral de las personalidades de los monos, tan profundamente arraigada que los convierte en agresores potenciales en cada situación”  (p. 422)

  ¿Son los trabajadores de los mataderos individuos más agresivos que los enfermeros que asisten a incapacitados, debido a sus diferentes actividades? Ni siquiera sabemos eso.

  Lo que parece evidente es que la cantidad de factores implicados es de tal magnitud que siempre será difícil alcanzar una conclusión sobre la propensión humana a la violencia.  Lo valioso es aprender lo más posible acerca de cómo se desarrolla ésta; sobre todo para encontrar medios para controlarla.  Debemos entender el darwinismo en su justa medida, porque, por otra parte, la idea de que el individuo –humano o no- se guía únicamente por el propio interés es contraria a la evidencia biológica.

¿Por qué en la mayoría de especies de pájaros el primer pollito que sale del huevo no expulsa a los otros huevos del nido? Esto daría una gran ventaja de supervivencia al pollito que lo hiciera (p. 497)

  Y sin embargo, aparte del instinto de supervivencia, el primer pollito cuenta con otros instintos que le hacen respetar la vida de sus futuros hermanos. Y existen instintos aún más altruistas de los que la naturaleza –humana o no- nos aporta variados ejemplos.

  Podemos admitir la posibilidad de que la sociedad primitiva –el “hombre en estado de naturaleza”- no fuese guerrera de forma sistémica como sí llegarían a serlo algunas civilizaciones del neolítico.

Entre las sociedades de bandas nómadas, la historia habitual detrás de un homicidio inicial es que dos hombres quieren la misma mujer (…) Entonces, si eso sucede, la historia habitual para un segundo homicidio es la venganza dirigida directamente al asesino y perpetrada por los familiares de la primera víctima. Y para los forrajeros nómadas, la historia típicamente se detiene ahí, un resultado que restaura el equilibrio.  (p. 10)

  Por el contrario, más allá de las reyertas pasionales o las venganzas entre familias, la guerra es algo muy específico: supone enfrentamientos organizados entre grupos, enfrentamientos “impersonales”, porque se mata a alguien simplemente por pertenecer a un grupo extranjero.

La guerra también difiere de los homicidios a nivel de familia y litigios de grupos locales en que la violencia letal se convierte en impersonal entre comunidades, y con frecuencia resulta en anexión forzada y en pagos de onerosos tributos en forma de bienes materiales y trabajo social  (p. 142)

  Si tenemos en cuenta que las sociedades primitivas estaban formadas por grupos pequeños y que era muy frecuente que los grupos vecinos estuvieran emparentados, resulta creíble que la violencia que existiera entre ellos no correspondiese con lo que entendemos hoy como “guerra”.

Se reportan homicidios entre una mayoría de forrajeros nómadas pero al mismo tiempo la mayoría de tales sociedades no se comprometen en guerras  (p. 11)

   Agresión sí, guerra no. Incluso a lo mejor no mucha agresión. Porque se parte de la idea de que la sociedad primitiva necesitaba ahorrar recursos para enfrentarse a un medio difícil.

En las especies cooperativas fuertes presiones selectivas han resultado en comportamientos que minimizan el conflicto a fin de permitir la máxima cooperación  (p. 12)

Estas sociedades generalmente intentan suprimir la violencia interna y contra grupos vecinos porque la cooperación (por ejemplo, compartir comida) más que la competición, promueve la supervivencia de los grupos e individuos (p. 244)

  Sin embargo, que ahorrar recursos necesarios para la economía –en lugar de despilfarrarlos en guerras- sea lo más lógico no implica desgraciadamente que siempre se haga así. En realidad, eso podría aplicarse a cualquier momento del desarrollo humano –incluido el presente-. ¿Eran los hombres del Paleolítico más inteligentes que nosotros?

   La realidad es que sabemos, por ejemplo, que algunos pueblos nómadas, como los esquimales, que viven en una situación de gran precariedad, incluso ellos son mucho más agresivos –aunque no emprendan “guerras”- de lo que convendría en una sociedad donde no se deben despilfarrar recursos humanos. Pero en este libro no se cuenta nada sobre los esquimales, ni entre las evidencias arqueológicas se mencionan tampoco los hallazgos de la cueva del Sidrón (con lo que parece un homicidio múltiple con canibalismo en la profunda prehistoria).

    No hay ninguna duda de que, en el ser humano, el gran hándicap es la agresión. Sin agresión –guerra, reyerta u homicidio de cualquier clase- la capacidad cooperativa entre los Homo Sapiens -homínidos de extraordinarias capacidades cognitivas- puede llevarnos a cualquier logro imaginable mediante el desarrollo de la tecnología. Y sin embargo, no han sido los pueblos de vida más precaria los que sistemáticamente hayan desdeñado la agresión, parece más bien lo contrario: la agresión se reduce con la abundancia, como en el caso de los bonobos. O como en el caso del descubrimiento del comercio.

Una de las diferencias más notables entre humanos y chimpancés es que las interacciones intergrupales son siempre de suma cero para los chimpancés. A diferencia de los humanos, los chimpancés no tienen nada con lo que comerciar con sus vecinos  (p. 381)

  En realidad, el debate entre rousseaunianos y hobbesianos resulta de menor importancia si lo que ponemos por delante de todo es la necesidad de desarrollar, en paralelo, el control de la agresión y la eficiencia de la cooperación. En ambos casos, debemos hacerlo teniendo en cuenta los factores psicológicos que motivan el comportamiento individual.

La paz no es solo ausencia de guerra, sino también la gente que sale adelante prosocialmente: cooperación, compartir y amabilidad que vemos cada día en nuestra sociedad. La paz es la reciprocidad positiva  (p. 544)

  Correlacionadas con la agresión se encuentran concepciones culturales tan variopintas como el sexismo, el nacionalismo, las creencias en seres sobrenaturales, el amor propio, un bajo índice de educación y de lectura, y el consumo de estupefacientes. ¿Cómo organizar una respuesta de reforma cultural y social a la agresión partiendo de tales datos?

    Sabemos que no necesitamos cambiar la naturaleza humana, y la prueba de ello es que un ciudadano de una apacible sociedad de Europa Occidental no es genéticamente más agresivo que un ciudadano de una violenta sociedad centroamericana (la diferencia en el porcentaje de homicidios es nada menos que de cincuenta a uno). Lo que se necesitan son estrategias culturales inteligentes y no tanto confiar en que la naturaleza humana innata sea más o menos agresiva.

   Las estrategias de reforma cultural –reforma moral- inteligentes, para serlo, han de ser capaces de plantar cara a los prejuicios de la sociedad convencional, y eso no es fácil. Las motivaciones humanas de basan sobre todo en la obtención de prestigio, y el prestigio se concede siempre en el seguimiento de las metas que la sociedad convencional establece. .. una sociedad convencional que no ha obtenido grandes logros en el control de la agresión; cuando menos, no en proporción a los logros alcanzados en tecnología y economía.

Lectura de “War, Peace and Human Nature” en Oxford University Press, 2013; traducción de idea21

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