lunes, 15 de marzo de 2021

“El cerebro moral”, 2011. Patricia S. Churchland

    La neurología tiene mucho que decir acerca de todas las cuestiones humanas. La neurofilósofa Patricia S. Churchland ha escrito un libro que aborda la mejor estrategia del Homo Sapiens para sacar partido a su inteligencia: el comportamiento moral, que posibilita la cooperación eficiente.

Los valores morales sirven de fundamento a una vida social. En la raíz de las prácticas morales humanas están los deseos sociales, básicamente estos deseos implican apego a los miembros de nuestra propia familia, atención a nuestras amistades, y la necesidad de pertenencia a un grupo. Motivados por estos valores, tanto a nivel individual como colectivo tratamos de resolver los problemas que pueden causar tristeza e inestabilidad y que amenazan la supervivencia. Puesto que nuestros cerebros están organizados para valorar el bienestar propio así como el de nuestra progenie, suelen producirse conflictos entre las propias necesidades y las de los demás. (p. 23)

  Básicamente, la moralidad es el diseño del comportamiento capaz de proporcionar la confianza necesaria que permite a los individuos cooperar por el bien común.

Nuestra conducta moral, aunque es más compleja que la conducta social de otros animales, es parecida en tanto en cuanto representa nuestro intento por conducirnos adecuadamente en la ecología social existente.  (p. 18)

  Si la conducta moral es esencialmente animal, entonces la racionalidad no cuenta gran cosa en ella, pues en cuanto a racionalidad los humanos somos la excepción y no la regla. Lo más que se puede esperar es que la naturaleza utilice algún instinto o impulso animal en los humanos que favorezca el comportamiento de confianza y al que luego nosotros le agregamos la racionalidad. 

  Este impulso animal –notable en los mamíferos- es doble: el apego en la crianza (apego de la cría al cuidador y viceversa) y la cooperación en la crianza (entre varios cuidadores).

Los antropólogos proponen que existe una relación entre la evolución de la disposición humana a participar de una conducta cooperativa, por un lado, y el largo periodo de dependencia de las crías humanas y la necesidad de que los parientes (parejas, familiares y amigos) ayuden en el cuidado de los jóvenes, por otro.  (p. 104)

La hipótesis principal de este libro, que la moralidad se origina en la neurobiología del apego y los vínculos afectivos, depende de la idea de que la red de oxitocina-vasopresina en los mamíferos puede modificarse para permitir el cuidado a terceros más allá de la propia prole o camada  (p. 85)

  El comportamiento de apego y afectivo, y la asistencia altruista a las crías que no son genéticamente nuestras (alocría) es la gran oportunidad de Homo Sapiens para desarrollar relaciones mutuas de confianza que faciliten la cooperación efectiva mucho más allá de la cuestión del cuidado de los niños pequeños. Aquí –en los comportamiento de apego y cooperación- es donde ya hace tiempo se descubrió el importante papel que juegan determinados neurotransmisores: la oxitocina y la vasopresina. Ambas sustancias son activadoras de las funciones parentales pero tienen importantes repercusiones en todas las funciones afectivas.

La idea es que el apego -refrendado por el dolor de la separación y el placer de la compañía y gestionado por  complejos circuitos neuronales y sustancias bioquímicas- constituye la plataforma neurológica de la moralidad  (p. 27)

Ampliar nuestro cuidado a los bebés dependientes, y luego a las parejas, a la prole y a los sujetos afiliados a ésta determina el cambio crucial que nos convierte en seres sociales.  En el centro de esta compleja red de conexiones neurales se encuentra la oxitocina (OXT), un poderoso péptido que en los mamíferos se encarga de organizar el cerebro de modo que el cuidado y la atención a uno mismo se extienda a los bebés, y de ahí a un círculo cada vez más amplio de relaciones de cuidado. La oxitocina se ha relacionado con la confianza, debido en gran parte a que eleva el umbral de tolerancia a los demás y reduce el miedo y las respuestas de evitación. En condiciones de seguridad, cuando el animal se encuentra entre amigos y familiares y los niveles de OXT son elevados, los miembros de la pareja se cuidan entre sí, se acarician y se relajan. (p. 77)

  Naturalmente, se han hecho experimentos sobre todo con la oxitocina, descubriéndose que una manipulación de los niveles de esta sustancia facilita las actitudes prosociales. Esto se ha comprobado particularmente en la realización de juegos psicológicos de microeconomía del tipo de “bienes comunes”.

[Los individuos que recibieron] tratamiento intranasal con OXT [oxitocina] eran significativamente más cooperativos (de media, aportaban más al grupo interno que los individuos de los grupos de control), pero la hostilidad hacia los miembros externos al grupo seguía siendo la misma. (p. 89)

  La descripción de los efectos es bastante similar a la que se obtiene de observar el comportamiento animal: vínculos fortalecidos dentro del grupo a la vez que actitudes agresivas hacia los extraños. La afección corresponde a la agresión porque el interés evolutivo es favorecer al grupo donde se inserta el individuo y que se halla en constante competencia por los recursos con todos los demás grupos. Se trata de una conducta necesariamente compleja de afección y agresión simultáneas que no coincide con los ideales éticos de la civilización.

Muchos filósofos morales [buscan] normas de aplicación universal que no conlleven excepciones. Se supone que estas normas se aplican a todo el mundo, en cualquier circunstancia, independientemente de las contingencias de la situación concreta.   (p. 186)

Al igual que Confucio, Aristóteles entendía la moralidad no como una cuestión divina o mágica, sino como un tema esencialmente práctico. Él consideraba que aprobar buenas leyes y crear instituciones óptimas eran tareas cooperativas que requerían inteligencia y comprensión, así como el conocimiento y la comprensión de los hechos relevantes. No pensó ni por un momento que la moralidad fuera una simple ilusión (p. 219)

  En realidad, la moralidad no es una ilusión, pero tampoco es innata más allá del hecho de que parte de la adaptación de las peculiaridades del apego generador de conductas de máxima confianza entre miembros de la familia. A partir de esa única “materia prima” –apego familiar- la manipulación cultural ha desarrollado pautas de moralidad cada vez más prosociales –es decir, expandiendo el apego y la benevolencia mucho más allá de la familia próxima.

La placa base de la confianza sigue siendo la familia, y los lazos de confianza se extienden poco o mucho a otros familiares o amigos  (p. 16)

  Uno de los primeros filósofos en abordar la ética teniendo en cuenta la biología fue Peter Singer, un "utilitarista” o “consecuencialista”.

Según los principios de Singer, parece ser que estoy obligada a no enviar a mi hijo a un colegio privado si por el mismo precio puedo enviarle a él y a dos niños thai a un colegio público, y además estoy obligada a no pagar un tratamiento de ortodoncia para mi hijo si con ese dinero puedo proporcionar servicios dentales básicos a cinco niños haitianos. Aunque haga donativos a distintas causas, Singer me instaría siempre a dar más desprendiéndome de algunos lujos como comprar un ordenador nuevo o irme de vacaciones, etcétera. El consecuencialismo de Singer es mucho más exigente, y mucho más entrometido, que el moralmente moderado. que es el que yo considero razonable. A veces las prerrogativas de los ardientes partidarios del utilitarismo me alarman del mismo modo que lo hacen las de las personas bienintencionadas pero entrometidas. No sólo porque vulneren mi libertad sino porque entran en conflicto con lo que habitualmente entendemos como sentido común.  (p. 196)

  En realidad, el problema de Churchland es atenerse ella al “sentido común” que no es otra cosa que un mero convencionalismo (el “sentido común” hoy no es el de hace un siglo; ni el “sentido común” de Pakistán es el de Noruega). Cualquier pretensión de una ética universal y plenamente prosocial tendrá que ser entrometida y anticonvencional desde determinados puntos de vista. Y, en el fondo, Churchland acepta esta plasticidad de un fenómeno natural tan complejo.

Podemos considerar la moralidad como un fenómeno natural: limitado por las fuerzas de la selección natural, arraigado en la neurobiología, moldeado por la ecología local y modificado por los avances culturales. (p. 209)

  Los avances culturales no se van a detener en las costumbres del medio social de la señora Churchland, igual que no se detuvieron en las convenciones sociales de la aristocracia griega en tiempos de Aristóteles.

Deberíamos mostrarnos abiertos a la posibilidad de que una comprensión más profunda de la naturaleza de nuestra sociabilidad pueda esclarecer algunas de nuestras prácticas e instituciones, y motivarnos a considerarlas desde una perspectiva más sabia.  (p. 208)

  Es mucho lo que puede aportar la ciencia a ese necesario esclarecimiento, pero quizá una de las primeras aportaciones –no de “sentido común”, sino de pura lógica, que es algo diferente- debería ser comprender que lo convencional y lo anticonvencional tienen que coexistir en sus respectivos ámbitos: lo convencional como la realidad social del aquí y del ahora –el buen nivel de vida acorde con su estatus que la señora Churchland considera justo en su caso- que puede cambiarse con tiempo y esfuerzo; y lo anticonvencional –Paraíso en la Tierra de altruismo y benevolencia-  como la condición inevitable del ideal a alcanzar en el futuro a partir de nuestra época actual que habría de dar por supuestos los dilemas y cambios a lo largo del tiempo.

   Por otra parte, es cierto que los avances morales deben ir paralelos a los avances científicos. La ciencia no es otra cosa que el uso de la lógica y la objetividad en la evaluación de la realidad.

Lectura de “El cerebro moral” en Espasa Libros S.L.U. 2012; traducción de Carme Font Paz

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