lunes, 24 de febrero de 2014

“La evolución de la cultura”, 2007. Luigi Cavalli-Sforza

  De todas las cuestiones que Cavalli-Sforza trata en su libro acerca de la cultura, y de la forma en que evoluciona y se transmite, quizá la que más podríamos relacionar con nuestras expectativas de futuro sería la de que

Los grandes cambios, especialmente los sociales, han tenido su origen en alguna fe fortísima y contagiosa.

  Fijémonos bien en qué significan los cambios culturales de tipo social: aunque todos los cambios culturales siempre tienen que ver con la sociedad, hay fenómenos humanos, como el arte o las relaciones familiares, que, hasta cierto punto, son más “privados” que lo referente a las relaciones sociales públicas, la forma en que la sociedad disciplina las voluntades de todos y cada uno para alcanzar el bien común.

El concepto general de cultura consiste en “la acumulación global de conocimientos y de innovaciones derivados de la suma de las contribuciones individuales transmitidas de generación en generación y difundidas en nuestro grupo social, que influye y cambia continuamente nuestra vida.”

  Cambio, innovación, creación, evolución… El ser humano es un gran inconformista que desde hace unos cuantos milenios cuenta con el testimonio de la historia para constatar que los cambios son posibles. A diferencia de nuestros primos irracionales, los grandes simios, no nos limitamos a seguir el instinto.

La historia de la cultura es la historia de las innovaciones: de cuáles han sido propuestas, cuáles han tenido suerte y por qué. La motivación que lleva a crear o a aceptar una innovación es más o menos siempre la misma: se observa una necesidad y se intenta satisfacerla. (…)La historia de la cultura tiene como objeto la identificación de las innovaciones más importantes de cada época, lugar y situación en que han aparecido, las motivaciones que han impulsado su propuesta y su aceptación o imposición y la satisfacción que han proporcionado. (…) El proceso cultural es un proceso antes que nada social, es decir, de intercambio de informaciones entre individuos.

  La transmisión de información cultural se hace evidente de manera especial en lo que se refiere a la vida económica de los pueblos primitivos, los cazadores-recolectores, que durante miles de generaciones conservaron una misma forma de vida y que sin embargo no podían depender tampoco enteramente del instinto.

  Prácticamente todas las destrezas cuyo conocimiento es necesario para la vida en la selva son adquiridas antes del final de la pubertad y por enseñanza directa de los padres: sólo uno de los dos cuando se trata de actividades limitadas a uno de los sexos, como la caza para los hombres, y la recogida de vegetales y de algunos pequeños animales para las mujeres. Otras actividades son aprendidas con frecuencia de otros miembros del grupo en las diversas ocasiones de vida social, incluido el canto y la danza. El paso a la agricultura, que es un hecho relativamente reciente, ha comportado grandes cambios en costumbres, hábitos y técnicas de supervivencia, y la vida de caza y recolección está hoy limitada a poquísimas poblaciones que viven en medios cuyas condiciones climáticas son extremas, como la selva tropical y las zonas árticas. 

  “Evolución” es un concepto que acertadamente relacionamos con la biología, con Darwin. Darwin postuló –y, en términos generales, los estudiosos posteriores lo confirmaron- que las innovaciones biológicas suceden a partir de la selección natural de mutaciones innatas (los individuos que, por puro azar, cuentan con las mutaciones más convenientes tienen más opciones de sobrevivir y dejar descendencia que transmita sus características propias que los que han nacido sin ellas). El casi contemporáneo de Darwin, Lamarck, se equivocó, por tanto, al pensar que los progenitores pasaban a sus descendientes las características innovadoras que habían desarrollado a lo largo de sus vidas. Por eso es muy interesante esta observación de Luigi Cavalli-Sforza:

La evolución cultural es de tipo lamarckiano, a diferencia de la biológica, y de hecho Lamarck no hacía distinciones cuando hablaba de «herencia de los caracteres adquiridos». En biología, los caracteres adquiridos durante la vida de un individuo no son heredados por sus hijos. 

   Veamos ahora cómo tiene lugar esta "evolución lamarckiana”:

Existen dos tipos fundamentales de transmisión cultural: la transmisión vertical; cuyo modelo más simple es el de la transmisión de padres a hijos; y la transmisión horizontal, en la que la relación de parentesco o de edad tiene una importancia limitada o nula. 

La transmisión horizontal inversa es la de muchos a uno, cuando los transmisores comunican o apoyan esencialmente el mismo mensaje. Éste es, sin lugar a dudas, el mecanismo por el que somos, o nos hacemos, conformistas, es decir, el mecanismo que nos lleva a comportarnos como todo el mundo. 

Cuando se nos propone una idea y nosotros la aceptamos o la rechazamos, ya ha tenido lugar una transmisión cultural.

  El constatar la transmisión de invenciones de nuevas capacidades humanas mediante la cultura nos lleva a reflexionar acerca de que, si bien quizás ya no es prudente hablar de “progreso”, sí que parece que tiene lugar una acumulación de invenciones beneficiosas para la vida humana.

En la tentativa de reconstruir la historia de la cultura es importante también considerar las motivaciones que empujan de cuando en cuando a aceptar o a rechazar una invención. 

Bastantes invenciones son de naturaleza tecnológica, pero muchas, quizás en mayor número, son de naturaleza socioeconómica. 

La historia de la cultura tiene como objeto, en consecuencia, la identificación de las innovaciones más importantes de cada época, lugar y situación en que han aparecido, las motivaciones que han impulsado su propuesta y su aceptación o imposición, y la satisfacción que han proporcionado. 

  Y puesto que, de entre todas las invenciones, las más valiosas son las que se refieren a la misma organización de la vida humana en sociedad, volvemos así a la cuestión de aquellos grandes cambios sociales cuyo origen podría estar en una “fe fortísima” y que han de darse en el ámbito de la psicología más privada.

No siempre es fácil diferenciar las pulsiones de las emociones, con las que pueden ser identificadas en parte o completamente, de otros estados psicológicos duraderos, como envidia, celos, odio, admiración, afecto, amor, etcétera.

   El autor menciona ejemplos de herencia cultural, que resiste durante siglos, a veces hasta milenios, y los contrasta con los cambios culturales rápidos. El caso es que la conducta de nuestros antepasados cazadores-recolectores fue productiva para su forma de vida durante cientos de miles de años, de modo que es preciso explicar qué mecanismo permite forzar con tan aparente facilidad el comportamiento humano a fin de que la sociedad acepte nuevas pautas.

Una parte de la explicación tiene que buscarse en las «organizaciones e instituciones culturales», algunas de las cuales constituyen auténticos «refugios» que, creados para resolver problemas sociales, políticos, económicos y de vida física, son en esencia entidades que se autorreproducen y han adquirido una existencia casi independiente.

A algunos les gusta diferenciar las instituciones de las organizaciones, pero, en ausencia de una definición precisa, renunciamos aquí a dicha distinción y nos limitamos a dar algunos ejemplos: los gobiernos, las empresas industriales, las corporaciones y los sindicatos, los bancos y las cajas de ahorro, las leyes, los tribunales y la policía, las escuelas de todos los grados y tipos, los ejércitos, los clubes, los gimnasios, los estadios, las asociaciones y las competiciones deportivas, los cines, los teatros y las salas de baile, los cafés y los bares, las asociaciones de distinta naturaleza, las empresas agrícolas de distinta condición, las religiones.

  Pero estas instituciones y organizaciones, si bien son influyentes y poderosas, son también conservadoras, y, en general, tienden a bloquear nuevos cambios

Además de lo que aprendemos en familia, hay una parte de nuestro aprendizaje que está unido a la sociedad en que vivimos y que, por regla general, tiene una herencia muy fuerte. 

La evolución cultural puede ser muy rápida pero también muy lenta (…) y puede darse con todos los grados intermedios de velocidad, desde la máxima persistencia hasta la máxima rapidez de cambio.

   De ahí que hayamos comenzado esta reseña haciendo referencia a la experiencia de los grandes cambios (cambios rápidos) que requieren condiciones especiales. La religión proporciona muchas de éstas, lo que la convierte en uno de los instrumentos de cambio cultural más eficaces. Una de las características que en este libro se considera propia de las religiones es el establecimiento de un ritual.

El término “ritual” hace referencia a un vasto conjunto de conductas que incluye los fenómenos de iniciación, todos los preceptos comunes a todas las religiones, cualquier rito y ceremonia de naturaleza sagrada o profana, y también los pequeños gestos repetidos que se convienen en obligatorios incluso para un único individuo. Fue Émile Durkheim quien identificó en el ritual la función de reforzar el sentido de pertenencia a un grupo social.

  El ritual funciona, pues, como una imposición a la conducta previa. Hay otras realidades sociales que imponen también pautas de conductas a los individuos con el fin de ayudar a alcanzar el bien común. Las religiones pueden hacerse mucho más complejas, al añadir al ritual y a la simbología emocional, la historia mítica,  el adoctrinamiento y otras estrategias psicológicas. Cambios sutiles pueden producir en poco tiempo alteraciones grandes  en las pautas culturales.

Existen fenómenos importantes de la cultura que esconden mecanismos de funcionamiento de nuestro cerebro que todavía son poco conocidos, pero que la neurofisiología moderna podrá explicarnos mejor en un futuro. Las modas son fenómenos culturales muy notables, aunque a veces sean francamente irritantes porque alcanzan con frecuencia extremos de extravagancia o incluso de estupidez. Aquí entran en juego de forma muy clara muchas pulsiones, incluidas las que actúan en las ritualizaciones, en el sentimiento de identidad, pero también otros valores e intereses económicos y psicológicos muy fuertes.

  Sin embargo, el autor de este libro no nos da una explicación global de los cambios culturales rápidos, y es que realizar semejante hallazgo acerca del mecanismo exacto de la transformación cultural es algo que concierne quizás a los tiempos futuros. Pensándolo bien, si conociéramos cómo se producen estos cambios, entonces podríamos promoverlos a voluntad, de modo que haríamos posible el vivir en un mundo mejor.

 Según parece, todos sabemos distinguir entre una mejor o peor calidad de vida, pero no somos capaces de dar lugar a los cambios sociales que lo harían posible. Bástenos con saber que los cambios rápidos culturales existen a pesar de que las pautas culturales siempre tiendan a hacerse estables y permanecer; y que, por lo que también parece, tal capacidad de la sociedad humana tiene que ver con fenómenos emotivos como la “fe fortísima”, relacionada con "las pulsiones de las emociones y otros estados psicológicos duraderos.

  Al menos, una cosa sí podríamos decir sin equivocarnos mucho:

Tal vez la conquista más importante del hombre es la medicina.

  Ya que si la justificación de los seres vivos es prolongar su propia existencia y asegurar la reproducción de la especie, la tecnología médica ha supuesto un gran éxito cuyas posibilidades futuras parecen infinitas.

lunes, 17 de febrero de 2014

“Los señores de la tierra”, 2012. Ian Tattersall.

  El paleoantropólogo Ian Tattersall nos pone al corriente de los  últimos descubrimientos de restos fósiles de nuestros antepasados homínidos, lo que resulta en un apasionante viaje por el tiempo. Pero el autor hace mucho más que eso: nos muestra teorías sólidas acerca de cómo se generó el sorprendente fenómeno de la inteligencia racional humana.

Cada vez se hace más manifiesto que la adquisición de la sensibilidad excepcional de la que disfrutamos hoy fue un acontecimiento abrupto y reciente. Se produjo durante la dominación de la Tierra por parte de humanos que poseían un aspecto idéntico al nuestro. La expresión de esta sensibilidad recién adquirida se vio propiciada, casi con toda seguridad, por la invención de lo que quizá sea el rasgo más notable de los seres que somos en el presente: el lenguaje.

   Incluso si pudiéramos ser objetivos con respecto a nuestra propia naturaleza, no dejaríamos de encontrar asombroso este cambio “abrupto y reciente”, como quiera que tuviese lugar, y sin embargo, en ello no habría nada que tuviese que ver con la idea de “destino” y tampoco mucho que ver con la de “evolución” en el sentido de perfeccionamiento.

El funcionamiento que tiene hoy nuestro cerebro no es obra de una puesta a punto acometida por la evolución con ningún fin concreto.

No cabe pensar en la evolución como en un proceso de afinación precisa (…) No todos los cambios evolutivos son obra de la selección natural. El azar –conocido técnicamente como “deriva genética”- constituye también un factor de tremenda importancia.

   No, para las teorías modernas mayoritarias, el funcionamiento de nuestro cerebro no llegó a producirse porque la evolución exigiera que una especie animal dominase a todas las demás mediante la tecnología. El hecho es que los humanos que “poseían un aspecto idéntico al nuestro” ya se desenvolvían perfectamente en su medio sin necesidad de esta gran inteligencia que poseemos hoy.

No hay correlación entre la aparición de un homínido nuevo y la innovación tecnológica

La posesión de una mente evolucionada no estaba reñida con un estilo de vida “primitivo”

  Y, con todo, el cambio resultó ser enorme:

Nuestros ancestros protagonizaron una transición, punto menos que inimaginable, de un modo no simbólico y no lingüístico de asumir y comunicar la información relativa al mundo, a la condición simbólica y lingüística que poseemos hoy. (…) Todo apunta a que ocurrió mucho después de que adquiriera nuestra especie la forma biológica que la caracteriza en nuestros días.

  Así que se calcula que durante más de cien mil años los “Homo Sapiens” vivieron en el mundo contando con la misma capacidad intelectual que nosotros en lo que se refiere a la conformación de sus cerebros… pero sin hacer uso de ella.

  Fijémonos ahora en un notable concepto evolutivo, la “exaptación”:

La mayoría de lo que denominamos adaptaciones empezó su andadura, de hecho, como “exaptaciones”, rasgos adquiridos mediante mutaciones aleatorias producidas en nuestro código genético y  a los que posteriormente se asignaron funciones específicas.(…) Las aves, por ejemplo, llevaban millones de años dotadas de plumas antes de que las empleasen para volar.

El nuevo potencial simbólico del Homo Sapiens que se creó neurológicamente quedó a la espera durante una cantidad de tiempo nada desdeñable hasta ser descubierto, al fin, por su poseedor.(…) Esto no es más que un fenómeno por demás común en la historia evolutiva de la vida (…) Las novedades evolutivas persisten a menudo sin un fin concreto siempre que no constituyan un estorbo considerable.

  Y esto nos lleva a la parte más fascinante de este libro: cómo pudo originarse este cambio cognitivo; cómo el ser humano hizo uso de la capacidad creadora de su cerebro. En un lenguaje muy de nuestra época, podríamos decir que, en un momento dado, el cerebro humano “se programó” y nos llevó a lo que somos: primates con pensamiento simbólico.

La aptitud simbólica es la capacidad para organizar el mundo que nos rodea conforme a un vocabulario de representaciones mentales que podemos recombinar en nuestra mente (…) Nos permite crear en la imaginación mundos alternativos. Las demás criaturas viven en el mundo más o menos como se lo ofrece la naturaleza, y reaccionan ante él de un modo más o menos directo. (…) Nosotros habitamos en gran medida en los universos que rehace nuestro cerebro. 

El razonamiento simbólico está ausente en los grandes simios.

  El pensamiento simbólico dio lugar a que estos simios –u homínidos- comenzasen a hacer “cosas raras”. La arqueología nos permite datar la época en que estas “cosas raras” llegaron a suceder: aparecen dibujos, objetos ornamentales, enterramientos… rastros de esos  “universos que rehace nuestro cerebro”… Evidencias de conductas sin utilidad práctica (a diferencia de la mejora en las herramientas, la invención del fuego y la construcción de los primeros refugios) pero cuya consecuencia indirecta nos acabaría llevando al mundo civilizado actual.

  Recordemos que las características peculiares que son luego objeto de exaptación no sirven en un principio para nada relacionado con su finalidad futura, pero el caso es que las “exaptaciones” suceden: un rasgo hereditario en nuestra fisiología aparece y más tarde o más temprano se le descubre una utilidad (o no). Trátese de las plumas de las aves antes de que estas volasen o del gran cerebro humano antes de que se lo utilizase para el pensamiento propiamente humano (simbólico) que nos permitiría al cabo desarrollar una formidable tecnología.

  Lo fascinante no es tanto el por qué y para qué sucedió (que en realidad no tiene sentido) sino cómo. Ian Tattersall recoge varias teorías surgidas a partir del estudio de casos sorprendentes:

En el libro “Un hombre sin palabras”, Susan Schaller, experta en lenguaje de signos, ofrece una descripción de cómo tomó conciencia de que uno de sus alumnos sordomudo no solo era incapaz de expresarse por gestos, sino que ni siquiera había reparado en que otros usaban nombres para designar objetos. (…) De pronto, comprendió que todo tenía un nombre (…) Esto cambió por entero su percepción del mundo (…) Tal vez se nos ofrezca aquí un atisbo de la condición de los seres humanos inteligentes y sanos que se hallaban en su etapa prelingüística. 

Jill Bolte Taylor sufrió una apoplejía que la privó de sus facultades lingüísticas (…) Se le borraron los recuerdos y se vio condenada a vivir, sin más, en el presente. (…) Experimentó una clara sensación de paz y una inusitada conexión con el mundo que la rodeaba. Al parece, la capacidad lingüística no solo le permitía distanciarse del entorno, sino que la compelía a ello; y es que ésa es la esencia de la función simbólica del ser humano, que nos confiere la aptitud para la objetividad y para desapegarnos de nuestro universo.

  Conviene hacer la observación de que el trastorno neurológico mencionado como secuela de una apoplejía probablemente tiene mucho que ver con los estados de conciencia alterados producidos por la ingestión de ciertas drogas o por determinados ejercicios de meditación a los que se atribuye un valor místico. Para muchos, renunciar al “yo” consciente supone una liberación y una oportunidad de experimentar percepciones más vivas.

Nuestras habilidades simbólicas explican que tengamos raciocinio, en tanto que la intuición, que en sí constituye quizás una curiosa amalgama de lo racional y lo emocional, se encarga de nuestra creatividad.

La memoria funcional significa la capacidad para retener información en el pensamiento consciente mientras nos ocupamos en algún género de tarea práctica. Sin ella nos sería imposible llevar a término ninguna clase de operación que comportase asociar retazos diferentes de información.

Los cimientos del lenguaje se encuentran en la identificación discreta de objetos, es decir: en la acción de nombrarlos.

    El lenguaje, pues, supone un mecanismo de desarrollo de la actividad mental que nos conduce a la experiencia humana por excelencia, algo que nuestros antepasados tardaron miles de generaciones en descubrir por sí mismos. Es interesante observar que, lejos de representar algo útil para la forma de vida del cazador-recolector (estos ya vivían perfectamente sin lenguaje), conlleva sorprendentes riesgos fisiológicos:

La capacidad en la anatomía para el lenguaje (…) comporta graves desventajas (…) como el riesgo de asfixia.

  La posición de la laringe cambia de forma necesaria, y también sucede que el tamaño de los cerebros humanos exige un parto prematuro debido a la dificultad fisiológica de expulsar por el útero al recién nacido con un cráneo tan grande. Pero todos estos inconvenientes evolutivos acabaron dando lugar a algunas ventajas.

Compartimos un género muy refinado de actitud social –conocido como conducta prosocial-  que parece no tener parangón. (…) Nos preocupamos, al menos en cierta medida,  por el bienestar del prójimo (…) En el caso de los chimpancés (…) se ha llegado a ver a individuos de esta especie consolar a quien ha sido víctima de una agresión, lo que hace pensar que poseen alguna forma de empatía individual. Aun así, estas manifestaciones son diferentes del interés por los demás ligado al comportamiento prosocial, y son muchísimos los estudios experimentales que presentan a los chimpancés como criaturas que muestran una sorprendente indiferencia para con sus semejantes.

Sabemos lo que pensamos –lo que los psicólogos llaman “intencionalidad de primer orden”-, podemos suponer lo que piensan otros –“intencionalidad de segundo orden”-, y así sucesivamente. Todo apunta a que los simios han logrado alcanzar la primera de estas facultades y, de hecho, son los únicos primates no humanos que quizás estén en condiciones de encaramarse al segundo nivel. El hombre, por su parte, es capaz de llegar al sexto antes de que empiece a darle vueltas la cabeza –“él está convencido de que ella cree que él piensa que ella se ha dado cuenta…”-. Hay científicos que piensan que la evolución de nuestro extraordinario estilo cognitivo estuvo guiada por el desarrollo de una teoría de la mente cada vez más elaborada.

   La "teoría de la mente" consiste en entender que otros individuos tienen creencias, deseos, intenciones y necesidades hasta cierto punto semejantes a los nuestros, algo que nos permite prever mejor la conducta de los demás en mayor medida que si careciéramos de esa capacidad.

   El origen de estos cambios intelectuales quizá tuviera algo que ver con que nuestros antepasados más remotos necesitaban agruparse para defenderse de los depredadores en terrenos ya no muy arbolados (los árboles suponen una defensa más segura), y para ello fue conveniente desarrollar grupos más grandes y organizados. El roce social probablemente llevó, como consecuencia, a que apareciera el lenguaje al cabo de muchísimas generaciones de ausencia del “yo consciente”, pero el mecanismo exacto que dio lugar a ello sería muy difícil de determinar hoy.

Es atrayente la idea de que el primer lenguaje tuvo que ser invención de los niños. (…) El monólogo infantil que llaman los psicólogos endofasia habría constituido un conducto para la conversión de intuiciones en ideas articuladas que, a continuación, podrían ser manipuladas con espíritu simbólico.

Parece probable que la conciencia simbólica fuese una modificación fortuita del cerebro ya sometido a exaptación, sumada a algún juego infantil, lo que llevó a la emergencia de un fenómeno destinado a cambiar el mundo.

  El juego, en efecto, es un comportamiento que se da en todos los animales y que, por su variedad, su misma despreocupación e inocuidad, y su azaroso desarrollo, permite que aparezcan novedades. Los primeros homo sapiens pudieron utilizar sus grandes cerebros para jugar con ellos, y estos juegos podrían haber acabado arraigando también en la vida social de los adultos. Más adelante tendría lugar la exaptación de esta actividad en un principio inútil, fortaleciendo los lazos sociales y mejorando la cooperación.

  Hagamos la observación de que éste podría haber sido asimismo -y muchas generaciones después de haberse inventado el lenguaje y el pensamiento simbólico- el origen de la cultura civilizada: no una necesidad económica, sino una necesidad social: el sedentarismo precede al descubrimiento de la agricultura y la ganadería, y la civilización no surgió, como muchos piensan, a fin de mejorar la vida material y producir más bienes, sino como una consecuencia de haber querido extender las actividades sociales incrementando el tiempo de vida en común y el número de actuantes en la vida social (vida sedentaria y en poblaciones más numerosas). De hecho, hoy sabemos que los primeros agricultores estaban peor alimentados que los cazadores-recolectores, de modo que no se beneficiaron materialmente por el cambio de estilo de vida. Lo que sí obtenían era una vida social más rica (expresada también en la vida religiosa: aparición de templos y santuarios). Y para tener más vida social, también comenzaron a disminuir las conductas violentas (desarrollo de conductas prosociales).

  Surge de todo esto una pregunta: ¿podemos experimentar nuevos cambios de la conducta de origen genético, por el estilo de los experimentados al producirse los cambios que luego fueron objetos de “exaptaciones” evolutivas (cerebros más grandes y mejor capacitados)? Parece que no.

Nuestros ancestros evolucionaron en poblaciones diminutas y, en consecuencia, inestables en lo genético. (…) Estas condiciones eran ideales para que apareciesen especies y poblaciones nuevas.

Si no media un cambio dramático en nuestras circunstancias demográficas, estamos condenados a quedar estancados en nuestra turbia condición. (…) [Pero] el futuro no ha dejado de ser infinito en el plano de lo cultural.

  En efecto, la "deriva genética”, los cambios genéticos fruto del mero azar, sigue unas reglas de probabilidades muy simples, poco proclives a acomodarse a poblaciones grandes.

El azar –conocido técnicamente como “deriva genética”- constituye un factor de tremenda importancia. (…) Las poblaciones tenderán a divergir aun en ausencia de fuerzas selectivas. Esto es cierto en particular si dichas poblaciones son pequeñas, pues cuanto menor sea la muestra, mayor será la probabilidad de que exista un error (si se lanzan solo cuatro veces monedas al aire, podría darse una desigualdad entre las “cara” y las “cruz” muy superior a que si se hace cien veces) (…) Un cambio insignificante en el genoma mismo puede tener resultados de envergadura que tiendan a ramificarse.

  Quedémonos, pues, con las posibilidades de la cultura, que son inmensas. Los cambios culturales a partir de la inteligencia racional y simbólica los tenemos a la vista en la Historia de la humanidad. Lo que quede por delante ahora, en el momento histórico que vivimos, puede superar cualquier especulación que intentemos hacer, aun haciendo uso de los mismos cerebros de los cazadores-recolectores… cerebros que durante miles y miles de años debieron de permanecer inactivos en cuanto a desarrollar las capacidades intelectuales específicas que hoy relacionamos con lo propiamente humano.

lunes, 10 de febrero de 2014

“El lado oscuro del hombre”, 1999. Michael Ghiglieri.

   El primatólogo norteamericano Michael Ghiglieri nos ofrece en su libro tres contenidos diferentes: las evidencias psicológicas acerca del comportamiento humano violento (particularmente el de los humanos de sexo masculino), los paralelismos que pueden hallarse en el estudio de los primates (nuestros parientes más próximos de entre las especies animales)… y sus propias opiniones, muy extremadas y bastante discutibles, acerca de cómo controlar la violencia en el mundo de hoy con base a los conocimientos derivados de los contenidos mencionados anteriormente.

Para dominar la violencia, primero hay que entenderla y reconocer las emociones instintivas que hacen que los seres humanos cometan actos violentos. En cambio, es de locos pretender que los hombres no son violentos por naturaleza.

La naturaleza humana se presenta con contenidos de comportamiento. Y estos contenidos se ajustan a las funciones últimas de supervivencia y reproducción de los individuos.

En la actualidad, sabemos que, en lugar de ser un subproducto desafortunado de la civilización, la violencia humana tiene unas raíces mucho más profundas. 

  Tan profundas son las raíces de la violencia humana que resulta conveniente fijarse primero en su origen animal:

Los grandes simios nos permiten algo más que dar un siempre y sobrecogedor vistazo a los programas básicos de comportamiento de los que ha surgido la humanidad. También nos permiten comprender mejor los orígenes de la violencia humana y, por tanto, facilitan la comprensión de la psique de los machos de nuestra especie. 

Sabemos que cada uno de los simios se relaciona con los demás, de forma agresiva o cooperativa, sobre la base de la decisión propia de cómo enfrentarse al asunto de la reproducción, lo cual presupone, de alguna manera, un ser social.

     Es este asunto, el reproductivo, el que para Ghiglieri determina la agresividad masculina, tanto en el ser humano como en su antecesor homínido, probablemente no muy diferente a los grandes simios que sobreviven hoy. En la visión del autor de este libro en particular, predomina la teoría de la “inversión parental”.

El proceso de selección sexual realza las características propias de un sexo que ayudan a sus miembros a ganar a sus rivales sexuales. Funciona en ambos sexos y de dos maneras distintas. Entre los machos, una es la estrategia del “macho atractivo”. Los machos que triunfan con esta estrategia tienen más descendencia, pues las hembras los escogen más a menudo sobre la base de las características que ellas prefieren. La otra manera de funcionar es la “estrategia del macho muy viril”, gracias a la cual algunos machos se reproducen más que otros porque derrotan a los machos rivales o los excluyen del proceso reproductor. (…) La selección sexual del macho muy viril es la que lleva a la guerra, la violación y buena parte de los asesinatos que se producen en la naturaleza. El biólogo Robert Trivers ha explicado con detalle el desarrollo de este proceso y ha definido el concepto de “inversión parental” como “cualquier inversión realizada por el progenitor de una serie de individuos que haga aumentar la probabilidad de supervivencia de su prole (y, por tanto, del éxito de la reproducción) a costa de la capacidad del progenitor de invertir en otra prole”.  (…) En los seres humanos cazadores-recolectores, las madres tienen que invertir entre cuatro y cinco años en cada uno de sus hijos (…) Durante este periodo, los hombres pueden tener cien hijos, ya que sus cuerpos no son necesarios para criarlos (…) Los mamíferos macho utilizan su “tiempo libre” para competir con violencia por las muy escasas oportunidades de aparearse una y otra vez (…) Cuanto mayor es la diferencia entre lo que tienen que invertir las hembras y lo que corresponde a los machos, más intensamente compiten los machos. (…) La selección sexual favorece los genes de los machos que tienen más descendencia, independientemente de la manera de conseguirla. 

  Aunque esta teoría también es discutida desde otros puntos de vista, en general se admite que, tanto entre los grandes simios como entre los cazadores-recolectores humanos que se han estudiado (el “fósil viviente” de nuestro origen genético), aquellos que alcanzan el más alto estatus mediante la violencia son quienes poseen mayor número de hembras (o mujeres) a su disposición para ser fertilizadas.

  Pero si en las sociedades primitivas es de lo más frecuente que un varón influyente, normalmente el líder guerrero, tenga muchas mujeres, sin embargo

en el 99´5% de las culturas de todo el mundo las mujeres solo se casan con un hombre.

  Lo cual hace pensar en la “reticencia femenina”, es decir, que mientras que los hombres tratan de aumentar su éxito reproductivo a toda costa inseminando tantas mujeres como pueden, las mujeres se interesan relativamente menos en el sexo, y más en seleccionar un buen padre para sus hijos (inversión parental), lo que daría lugar a otra desigualdad.

En el informe “Sex in America” se afirma que el 54% de los hombres piensa en el sexo por lo menos una o dos veces al día, frente a un 19 % de las mujeres.

  Esta situación de desigualdad entre uno y otro sexo da lugar a todo tipo de situaciones violentas. La peor de todas es la violación:

La conducta de los orangutanes muestra que la violación es una estrategia reproductiva primaria para aquellos machos que son demasiado jóvenes para haber alcanzado una posición que les permita ser atractivos a las hembras. (…) La violación está muy extendida en el mundo animal.

Es probable que los violadores asesinen a menos de una de cada 10.000 víctimas de violación en Estados Unidos. Este alto índice de supervivencia ayuda a explicar por qué los hombres violan.

La monogamia es la única razón que protege a las mujeres de los demás hombres, que las violarían de no contar con marido-protector.

El hecho de que, gracias a una resistencia desenfrenada, tantas mujeres consigan evitar la violación que persigue un macho mucho más fuerte y a veces armado sugiere que la mayoría de esas agresiones lo que en realidad buscan es sexo y no son un acto de dominación o de odio.

Mientras la mayoría de las mujeres detesta la violación, a la mayoría de los hombres les produce cierta excitación (…) Heilbrun y Seif (…) mostraron fotografías muy explícitas a 54 varones adultos y quedaron enormemente sorprendidos al detectar en mucho de ellos un “efecto de sadismo global” que definieron como “una atracción sexual muy pronunciada hacia las mujeres sometidas a emociones angustiosas”.

Según Heilbrun y Seif, todos los jóvenes que no se excitaron sexualmente al mirar imágenes de violaciones, se excitaron después de beber alcohol o de creer que habían bebido alcohol, después de escuchar a una mujer, y no a un hombre, narrar la escena de la violación o después de que se les dijera que era normal excitarse durante una escena de violación.

  Del lado de la psicología femenina, también parecen quedar algunos rastros de este comportamiento supuestamente instintual que incentivaría la violencia.

Pelletier y Herold entrevistaron a 136 mujeres solteras, todas ellas de ambientes universitarios. (…) La octava de las fantasías sexuales más frecuentes era tener relaciones sexuales a la fuerza con un hombre (51%). El número 19 de la lista consistía en tener relaciones sexuales a la fuerza con más de un hombre (18 %). (…) Bond y Mosher (…) gracias a un estudio realizado con 104 estudiantes universitarias que no habían sido violadas concluyeron que el número de las mujeres que imaginaron y se excitaron con una fantasía de violación “erótica” (hombre atractivo y mujer atrevida que incitaba al hombre, sobre el que podía influir, y permitía que la violase para su propia satisfacción) era mucho mayor que el de las que habían imaginado versiones más violentas y brutales (y ninguna de las que imaginó una violación real afirmó haberse excitado). Sin embargo, en la mitad de los casos de las que eligieron la “violación erótica”, también se sentían culpables y molestas por haber sido excitadas.

  Lo que se sostiene en este libro, en general, es que el comportamiento masculino es básicamente violento por nuestras raíces genéticas: la lucha entre machos favorece la reproducción de la especie, tanto como la violencia contra las mujeres también puede favorecerla.

Entre los cazadores-recolectores, los hombres suelen asesinar para salvar la cara y por asuntos relaciones con mujeres. (…) Al haber matado una vez, los hombres se ganan la fama de feroces, lo que puede ayudarles a obtener recursos de otros hombres sin necesidad de entrar en conflicto con ellos. (…) Las afrentas a la autoestima desencadenan ira y agresividad, incluso en niños de dos años: es un instinto que no desaparece nunca.

  ¿Tiene esto solución? Es un hecho que la violencia ha disminuido en las sociedades más civilizadas y, si bien en las sociedades primitivas que se han investigado la violencia es siempre superior que entre los civilizados (aunque todavía existen partidarios de la teoría “rousseauniana”, de la existencia del “buen salvaje” primigenio), también las sociedades primitivas pueden ser más o menos violentas.

Según Ember, el 64 % de las sociedades de cazadores-recolectores hacían la guerra por lo menos cada dos años, el 26 % lo hacía con menos frecuencia y solo el 10 % no lo hacía o lo hacía muy pocas veces. (…) La guerra es una situación al mismo tiempo significativa y natural que surge periódicamente entre los grupos sociales de Homo Sapiens

Los semai de Malasia son considerados “no violentos” por los antropólogos, pero, reclutados por los británicos (…), mataban con frenesí a sus enemigos (…) De vuelta a casa, no obstante, volvieron a adoptar su comportamiento no violento. 

  Escrito este libro a finales de los años 90 del pasado siglo, el autor, basándose en ciertos estudios sobre la criminalidad en los Estados Unidos, presenta algunas propuestas de políticas que podrían disminuir la violencia en la sociedad.

Las prisiones francesas siguen teniendo pequeñas celdas oscuras, aisladas del mundo exterior y sin ningún tipo de comodidades. En los años ochenta, el gobierno francés solo dedicó 200 dólares anuales por recluso. La tasa de reincidencia de los reclusos franceses es del 1 por ciento. En cambio, Estados Unidos invierte unos 19.000 dólares anuales por recluso y se perpetúa una tasa de reincidencia de pesadilla, del 82%. (Según Anthony Robbins)

Un aumento del número de policías y una mejor formación de estos han contribuido a mejorar la situación de la criminalidad en algunas ciudades. (…) El extraordinario crecimiento del sistema penitenciario en Estados Unidos parece relacionado con una disminución del número de delitos.

Un estudio demuestra que entre los caucásicos no hispanos, las tasas de asesinatos son las mismas, a pesar de la facilidad de disponer de armas en Estados Unidos y de su prohibición, desde hace tiempo, en Canadá. (…) Japón, un país sin armas, y Suiza, un país fuertemente armado, presentan tasas idénticas de asesinatos.

¿Ejecutar a uno de cada mil o dos mil asesinos evita que se cometan más asesinatos? Posiblemente no. En cambio transmite el mensaje de que asesinar es una apuesta razonablemente buena. (…) Para acabar con la violencia tenemos que decidir que nuestra justicia es una justicia basada en la pena del talión.

  Puede resultar chocante que se considere que más armas, más cárceles (y peores) y más pena de muerte vaya a ayudar a tener una sociedad menos violenta, y, además, Ghiglieri también asegura que hay datos que demuestran que la pobreza y la exclusión social no están relacionadas con la criminalidad violenta. Asimismo, puesto que se consideran correctos los estudios según los cuales los violadores buscan sexo y no violencia, anima a las mujeres a resistirse con todas sus fuerzas a los agresores sexuales a fin de disuadirlos, ya que de este modo los asaltantes buscarían otro tipo de desahogos sexuales y la resistencia no incrementaría el riesgo de sufrir daño.

  En general, da la impresión de que el juicio acerca de la violencia masculina no parece muy alejado de la realidad.

¿Son los hombres letalmente violentos por naturaleza? La respuesta es afirmativa. (…) Un equipo holandés incluso ha identificado un gen de la hiperagresividad (…) Los hombres son más violentos que las mujeres. Las estadísticas sobre homicidios confirman esta conclusión.  

El 90 % de los asesinos son hombres

  Pero más importante es tener en cuenta que, al fin y al cabo, todo indica que en la sociedad humana han ido disminuyendo los niveles de violencia con el proceso civilizatorio… aunque probablemente no por las causas que señala el autor de este libro.

Las leyes solo funcionan si hay un número suficiente de personas que colaboran entre sí para hacerlas cumplir. (…) Tenemos que decidirnos a colaborar para que la violencia criminal no solo no salga a cuenta a los depredadores sino que les suponga una penalidad.

  La realidad parece ser más bien que la violencia disminuye porque la sociedad en general se hace menos violenta (tanto entre los “depredadores” como entre las “personas que colaboran entre sí”), y que las sociedades donde menos criminalidad existe son también aquellas donde las leyes penales son más leves y menos vengativas. Que en la pacífica Suiza todo el mundo tenga armas en sus casas es pura casualidad, pues se trata de un mandato legal sin vinculación alguna con los hábitos de comportamiento, y es un hecho que los suizos no son tan aficionados a los deportes competitivos ni a los espectáculos violentos como los norteamericanos. Encontrar las causas de por qué las sociedades se hacen menos violentas podría ayudar a mejorar la situación también en el caso de los Estados Unidos, que, entre las naciones cultas y desarrolladas, es una rareza en lo que se refiere a la alta criminalidad, la abundancia de armas en manos privadas y la aplicación de la pena de muerte (¡que al señor Michael Ghiglieri le parece todavía en exceso indulgente!).

Los grandes profetas religiosos no inventaron el valor supremo de la colaboración. Charles Darwin apuntaba: “los instintos sociales- el principio básico del ser moral del hombre- ayudados por las capacidades intelectuales activas y los efectos de la costumbre conducen de forma natural hacia la regla de oro

  Esto es un tremendo error, comprensible en alguien poco informado acerca de las peculiaridades del comportamiento social humano a lo largo de la Historia, como era el caso de Darwin hace casi doscientos años, pero que no es aceptable hoy. La “regla de oro” de “trata a los demás como quisieras que te trataran a ti” carece de lógica alguna si partimos del punto de vista del interés individual, ya que podemos darle la vuelta muy fácilmente en la forma de “no permitas que los demás te traten como tú en su lugar los tratarías a ellos”.

Nuestros genes nos programan para ser egoístas, pero colaborar con aquellos en los que podemos confiar es actuar en nuestro propio interés.

  Pero ¿cómo confiar?, ¿en base a qué criterios?, ¿a qué garantías?, ¿cómo podemos evitar que se abuse de nuestra confianza? Los simios cuentan con ciertos instintos sencillos, y aun así conocen el conflicto. Para el complejo ser humano, ni instintos ni costumbres nos permiten llegar “de forma natural” a la “regla de oro”. En realidad, hemos necesitado una larguísima elaboración de cambios cognitivos de tipo ético transmitidos de generación en generación, y una larguísima evolución de las costumbres para poder alcanzar mejoras en nuestros sistemas sociales de control del comportamiento. Y en este proceso, ”los grandes profetas religiosos” han sido de una importancia capital. Claro que podemos decir que ellos también formaban parte de la naturaleza… pero que llegaran a manifestarse llevó su tiempo, mientras que la manifestación de los instintos es inmediata.

  Para finalizar, hay un aspecto de la teoría de la “inversión parental” que todavía mueve a duda:

El doble rasero (se tolera la promiscuidad masculina, pero se rechaza la promiscuidad femenina) ha evolucionado porque, en el caso de la mujer, las relaciones sexuales promiscuas arrojan dudas sobre la paternidad.

Cada mujer se benefició de disponer de un macho dedicado a proteger a sus hijos de otros machos infanticidas. El precio de ese apoyo fue la pérdida de libertad. (…) La inversión adicional hacia los hijos por parte de los hombres habría incrementado el éxito reproductivo de ambos sexos por encima del de todas las demás poblaciones de homínidos cuyos machos invertían poco. (…) Esta ventaja hizo aumentar la obsesión del hombre por la paternidad y dio lugar a los intensos sentimientos de celos hacia sus mujeres.

El asesinato en el seno de la especie está muy extendido en la naturaleza, pero lo significativo es que los machos matan a las crías de otros machos, no a las suyas propias

  Hasta aquí, la teoría de la “inversión parental” tiene sentido. Pero resulta que, según una teoría diferente, la idea de paternidad, e incluso el vínculo sexo-reproducción, sería un descubrimiento cultural moderno. Es decir: los homínidos macho (igual que los chimpancés o gorilas macho hoy) no habrían tenido forma de saber qué cría ha sido engendrada por ellos en cada hembra, puesto que ni siquiera estarían al tanto de que las crías “se engendraban” como consecuencia del acto sexual; así que, ¿cómo podría saber el macho dominante que la cría que está matando no es suya, sino de otro?

  En el caso de la humanidad primitiva, así lo explica Peter Watson en su libro “La gran divergencia":

El conocimiento del funcionamiento de la reproducción debió de ser terrible: los seres humanos no surgen de una milagrosa fuerza divina, sino del acto sexual. Esta es la razón de que el hecho se considere una Caída. El vínculo entre el coito y el nacimiento produjo un cambio germinal en las actitudes hacia los ancestros, el papel del varón, la monogamia, la intimidad y la propiedad. (…) El hombre prehistórico hace entre catorce mil y ocho mil años experimentó un profundo cambio psicológico-ideológico, una revolución religiosa que fue de la mano de la domesticación de animales y plantas. 

  Existe sin embargo la pauta de comportamiento de "mate guarding" (o "custodia de la pareja") que se relaciona con la competencia espermática. Es decir, los animales irracionales machos también parecen experimentar "celos" para impedir que la hembra con la que copulan sea inseminada por otros, lo que supondría una protección inconsciente de la propia estirpe. Si este comportamiento se diera también instintivamente en los seres humanos no tendría, por tanto, nada de extraño y explicaría el comportamiento celoso e infanticida, y en tal caso pondría en cuestión las teorías "rousseaunianas" acerca de la libre promiscuidad sexual en la prehistoria.

lunes, 3 de febrero de 2014

"Sociofobia", 2013. César Rendueles

  El libro “Sociofobia” aborda en un principio lo que parecería un asunto sociológico “de actualidad” casi trivial, como es el “ciberfetichismo".

Se considera que la tecnología es una fuente automática de transformaciones sociales liberadoras. Por eso, más que de determinismo tecnológico, habría que hablar de fetichismo tecnológico o, dado que la mayor parte de esta ideología se desarrolla en el terreno de las tecnologías de la comunicación, de ciberfetichismo.

  Pero el autor lo relaciona con algo mucho más grave que sería la “sociofobia”, algo que tendría que ver con:

El pánico al vértigo de la innovación política

  y

 la destrucción de los lazos comunitarios

  El origen de todo esto se encontraría en el aparente doble fracaso de los movimientos políticos revolucionarios de justicia social, por una parte, y en el fracaso persistente del capitalismo en satisfacer las demandas humanas, por la otra.

  “Sociofobia” es un libro claramente posicionado en el anticapitalismo que rechaza que el sistema actual haya mejorado en absoluto desde los tiempos de la revolución industrial, tanto como que haya superado sus famosas contradicciones. Veamos su crítica a un capitalismo supuestamente moderado y más humano:

La idea del «dulce comercio» es una expresión que acuñó Montesquieu en el siglo XVIII para designar el modo en que los negocios podían fomentar un tipo de relación social superficial, pero amable y serena. Creía que el mercado era una alternativa a las grandes pasiones políticas y religiosas que habían convertido Europa en un inmenso campo de batalla en los inicios de la modernidad. (…) Era mejor optar por los vínculos sociales característicos de los comerciantes, de baja estofa y poco profundos, pero al menos tranquilos y cordiales. En el fondo, lo que proponía Montesquieu era fomentar la estabilidad política rebajando el listón de las expectativas sociales. La Unión Europea tiene un origen parecido. (…)En la era del capitalismo de casino, es difícil seguir manteniendo esta confianza en el poder social del mercado. Pero Internet se ofrece como un sustituto muy oportuno.

  No perdamos de vista el asunto de “Internet” (el subtítulo del libro es “el cambio político en la era de la utopía digital”)

La realidad es que la red (…) más bien es parasitaria de escenas convencionales ya existentes.(…) Existen ámbitos donde la euforia colaborativa y sin ánimo de lucro se enfrenta a límites sistemáticos.

No hace falta ser un apocalíptico para reconocer que algunas de las mentes más brillantes de nuestro tiempo están dedicando sus capacidades a actividades asombrosamente pueriles. 

   Pero si no somos apocalípticos, tenemos que justificar también por qué no se ve una mejora en los datos estadísticos que nos hablan de que, a pesar de las dolorosas crisis cíclicas de la economía de mercado que siguen persistiendo, parece observarse a nivel mundial una disminución de la pobreza y la precariedad, incluso de la violencia política en comparación con épocas anteriores:

La igualdad material —y no sólo la mejora de la situación de los que peor están o la igualdad de oportunidades— es una condición esencial de las relaciones sociales libres y solidarias.

No somos iguales. En realidad, somos bastante diferentes. La igualdad es el fruto de la intervención política, un producto contingente de la construcción de la ciudadanía y la democracia que es preciso cultivar sistemáticamente.

Hay razones para pensar que el desarrollo tecnológico mantiene una correlación positiva con el aumento de la desigualdad material a lo largo de la historia.

Las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización. 

Si alguna lección deberíamos haber aprendido del capitalismo es que la alienación y la insolidaridad son perfectamente congruentes con estándares altos de nivel de vida y de educación.

   Es interesante partir de esta última idea, porque proclamar la demanda de “igualdad” quizá nos ayude a considerar que, en los últimos tiempos, la demanda social se había fijado más en la “igualdad de oportunidades” y el fin de la miseria. Evidentemente, que haya más oportunidades para el éxito social y que la miseria disminuya (hoy hay en el mundo más personas con sobrepeso que personas subalimentadas) no implica que haya más igualdad “en general”…

El igualitarismo profundo cree que ciertos niveles de desigualdad son aberrantes y nos impiden a todos llevar una vida buena, con independencia de la situación relativa de los que peor están o de nuestra propia situación personal.

  El problema es que, entonces, el problema de la “igualdad" puede parecer que se convierte en una elección personal. ¿Y si a la gente le empieza a preocupar cada vez menos el que unos sean más ricos que otros?, ¿cómo podrían los anticapitalistas igualitarios convencerles de que la desigualdad es también un perjuicio para aquellos que están satisfechos con la mera disminución de la miseria, la violencia y la falta de oportunidades?

  Quizá la cuestión debería plantearse en torno a qué ideologías favorecen las cualidades humanas más objetivamente valiosas, es decir, cuáles promueven la cooperación y el bien común. ¿Qué papel juega el deseo de igualdad?, ¿qué papel juega el altruismo, puesto que son cosas diferentes?

Un deprimente descubrimiento de la psicología cognitiva: somos mucho más compasivos con aquellas desgracias que nos afectan subjetivamente que con aquellas situaciones que consideramos objetivamente más graves. Es falso que disponer de más información aumente la solidaridad y el altruismo, en realidad casi siempre hace que disminuyan. Lo que aumenta la probabilidad de que nos preocupemos por otras personas son las situaciones en las que desarrollamos empatía: la imagen de un niño enfermo y no una estadística sobre el millón de niños que cada año muere de malaria. Eso parece indicar que, en la medida en que la sociabilidad no está restringida a las relaciones empáticas cara a cara, el altruismo (la preocupación individual por los demás) no es su base.

   Se puede responder que lo que hace la cultura es precisamente promover experiencias simbólicas que reproduzcan en la medida de lo posible los efectos emocionales de las “relaciones empáticas cara a cara”. No se trata meramente de “disponer de más información”, sino de vivir dentro de una cultura que hace uso de unas estrategias psicológicas de estímulo de la empatía que llevan reproduciéndose y mejorándose a lo largo de todo el proceso civilizatorio mediante “prueba y error” (por ejemplo: tomar como símbolo religioso un hombre  inocente que está siendo torturado hasta la muerte).  La “sociabilidad” está formada también por ese tipo de recursos que se ponen en marcha a partir de la base del altruismo “cara a cara”.

Lo que realmente se opone al egoísmo no es tanto el altruismo como el compromiso. La idea de compromiso alude al modo peculiar en que seguimos normas que no se pueden reducir a racionalidad instrumental. No tienen que ver siempre, ni siquiera a menudo, con graves decisiones morales. En un caso extremo, seguimos una regla sencillamente para seguir una regla. Por ejemplo, aceptamos las normas de etiqueta en la mesa sin preguntarnos demasiado para qué sirven. Hacemos eso porque eso es lo que se hace: las normas nos atan a determinadas conductas. Se siguen las normas con gusto o sin él, lo crucial es la obligación a la que nos comprometen y no el placer que nos reportan o incluso nuestras creencias asociadas a ellas. (…) En la etapa «madura» del comunismo (…) todo el mundo sabía que nadie creía en los principios de la ideología oficial, y sin embargo todo el mundo se veía obligado a hablar y comportarse como si lo hiciera (…) El motivo de los líderes para obligar a la gente a hacer absurdas declaraciones en público no era hacerles creer en lo que estaban diciendo, sino inducir un estado de complicidad y de culpa que socavara su moralidad y su capacidad de resistencia. En efecto, se encontraban tan vaciados de individualidad que, como dijo una mujer de la antigua Alemania Oriental, «no podía de repente “hablar abiertamente” o “decir lo que pensaba”. Ni siquiera sabía demasiado bien lo que pensaba» (…)Muchas relaciones de compromiso incentivan fuertemente el altruismo. Por eso a menudo se confunden ambas nociones.

   Esto puede ser cierto en el ámbito de lo político, y es un acierto la descripción que se da. Pero podría objetarse que lo político y las “relaciones de compromiso” no son la única dimensión de la sociabilidad. Las normas políticas nos atan a determinadas conductas públicas (“relaciones de compromiso”), pero precisamente la inestabilidad de lo político viene de que hay corrientes culturales que también socavan la base psicológica de estos comportamientos (en el ejemplo dado, las “relaciones de compromiso” que ataban a los ciudadanos de Alemania del Este acabaron no siendo suficiente para mantener el sistema social que daba lugar a ellas). Las "relaciones de compromiso" serían costumbres, hábitos, impuestos desde el poder político. Lo que parece proponer el señor Rendueles es que el Estado imponga el altruismo como costumbre, ya que la elección moral libre (no coercitiva) es incapaz de hacerlo. Veamos hasta dónde llega con su propuesta en este libro.

Normalmente, nadie evalúa la cantidad que decido donar para una causa noble: desde el primer euro que dono empiezo a ser altruista. En cambio, la conducta cooperativa reglada suele tener umbrales mínimos. 

   Pero los umbrales mínimos de la “conducta cooperativa reglada” son arbitrarios, mientras que la conducta altruista cuenta con una base psicológica objetiva (el altruismo “cara a cara”). Yo puedo ser altruista en base a mi propio criterio y no en base a una imposición reglada o “relación de compromiso”, lo que ocurre es que el criterio altruista puede ser mediatizado por el entorno y la simbología cultural (también hay “umbrales mínimos” de la conducta culturalmente –no políticamente- condicionada). Ciertamente, hasta Heinrich Himmler podía ser altruista y empático con sus seres queridos, pero su apreciación emocional del resto del género humano se encontraba cognitivamente mediatizada por la cultura nazi (revelada en su doctrina simbólica). La conducta cooperativa políticamente reglada no posee tanta capacidad emocional como para contrarrestar una cultura arraigada en particular, razón por la cual el adoctrinamiento socialista y sus normas de conducta cívica (o “relaciones de compromiso”) eran incapaces de refrenar la corrupción, rapacidad y agresividad propios de la cultura convencional.

No sólo no existen concepciones de la vida buena hegemónicas, de modo que el contrato social debe limitarse a instituir un marco mínimo de convivencia que garantice la mayor libertad individual posible. Es que las propias concepciones individuales de la vida buena están desestructuradas, son una sucesión inconexa de preferencias. La idea de fondo es que nuestra identidad personal no tiene una estructura estable, como tampoco la sociedad

  Las concepciones individuales de la "vida buena" no son inconexas, sino que están estructuradas culturalmente. No existe “contrato social”, sino que los contratos son consecuencias de las transformaciones culturales: por eso los sistemas políticos democráticos originados en la Europa protestante suelen acabar dando lugar a “anocracias” en muchas naciones del Sur con otro trasfondo.  Lo que se propone al decir que  "el contrato social debe limitarse a instituir un marco mínimo de convivencia" es la imposición de la moralidad de arriba abajo... y no olvidemos que si la función del poder político es tan esencial para la convivencia individual, entonces le estamos dando al poder político una relevancia por encima incluso de la voluntad individual, que se revela inútil pues se dice que "las propias concepciones individuales de la vida buena están desestructuradas, son una sucesión inconexa de preferencias". Sea consciente o no de ello, el señor Rendueles está justificando el autoritarismo...

  Y sí podría ser factible una concepción de la "vida buena hegemónica". Podría darse, por ejemplo, una forma de vida basada en el estímulo de las compensaciones emocionales propias de la vida afectiva que a su vez promuevan relaciones mutuas de extrema confianza. La consecuencia automática de la plena confianza sería la plena cooperación (y esto, en buena lógica, también incentivaría fuertemente el altruismo). El problema a resolver sería encontrar (mediante prueba y error) estrategias psicológicas eficientes que estimulen la percepción de esas compensaciones emocionales propias de la vida afectiva (la vida afectiva suele ser la gran fuente de satisfacción privada), pero la base del cambio cultural siempre debe ser ideológica (un determinado ideal de la "vida buena”).

  Ahora veamos lo que el autor parece proponer como base de una ideología anticapitalista (es decir, “de izquierda”) más coherente y eficaz: lo llama una "ética del cuidado"

La ética del cuidado relaciona explícitamente el tipo de personas que deberíamos aspirar a ser —un ideal de vida buena— con el tipo de relaciones sociales que podemos aspirar a llevar como animales racionales y dependientes y su incompatibilidad con características fundamentales del capitalismo, como la desigualdad material o el individualismo. 

  ¿Cómo se fundamenta un sistema político a partir de esta particular visión ética?

La codependencia no tutelada es la materia prima con la que podemos diseñar un entorno institucional amigable e igualitarista.

La ética del cuidado es fecundamente política. No porque la política se parezca a las relaciones familiares: en un sentido importante es justo lo opuesto a las relaciones familiares. Sino porque en el terreno de los cuidados resulta evidente hasta qué punto las normas que asumimos nos convierten en personas que pueden aspirar a ser de otra manera y en ocasiones sólo pueden hacerlo conjuntamente. La democracia no se puede fragmentar en paquetes de decisiones individuales porque tiene que ver con los compromisos que nos constituyen como individuos con alguna clase de coherencia, con un pasado y alguna remota expectativa de futuro. Y ésa es una realidad antropológica incompatible con el ciberfectichismo y la sociofobia.

  Es decir, releamos bien:

en el terreno de los cuidados resulta evidente hasta qué punto las normas que asumimos nos convierten en personas que pueden aspirar a ser de otra manera y en ocasiones sólo pueden hacerlo conjuntamente.

  Es decir, en la “ética del cuidado” no dependemos de la elección ética (el inútil altruismo), sino de la norma (por eso es político).

Comprometerse a cuidar de un niño implica olvidarse de los deseos o las preferencias y seguir la conducta aproximadamente adecuada de forma recurrente. (…) Si el cuidado de los demás tuviera que depender de la motivación, la sociabilidad sería imposible.

   Es decir, vivir en una sociedad armoniosa no habría de depender ni de nuestra voluntad ni de nuestra motivación, sino de asumir (sin motivación ni voluntad) un sistema de normas acordes con una determinada visión de la naturaleza humana. Una vez más, vemos que, en esta visión, el poder político (el que impone las normas) se sitúa por encima de la voluntad del individuo.

Estamos comprometidos con normas e instituciones que regulan nuestra conducta al margen de nuestras preferencias puntuales. Y ésa es la base de nuestra actividad social.

La conducta instrumental es individualista pero no necesariamente egoísta. No es muy importante si en mis razonamientos prácticos antepongo mis propias preferencias o las de los demás. Formalmente la estructura de la elección es la misma.

   Para esto, la izquierda tiene una respuesta:

Las organizaciones de izquierda no sólo tienen un plan alternativo al capitalismo, no siempre apetecible o razonable. También atesoran una historia de cooperación muy interesante caracterizada por un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad.

  En suma, la alternativa de la izquierda al capitalismo pasa, no ya por crear un sistema político más justo y racional a partir de unos ideales éticos de superación personal, sino por aprovechar su propia naturaleza cooperativa basada en “un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad” que, por sí mismo, sin necesidad de entrar en sentimentalismos de motivación inútiles, generaría un sistema de normas recurrente y eficaz que ha de garantizar la igualdad y los cuidados adecuados y recíprocos a todos y cada uno.

Si nos pensamos como seres frágiles y codependientes, estamos obligados a pensar la cooperación como una característica humana tan básica como la racionalidad, tal vez más.

Somos mucho más dependientes de los demás que, por ejemplo, los miembros de una banda de cazadores-recolectores, pero nos encanta imaginarnos como seres autónomos que picotean caprichosamente en la oferta de sociabilidad.

    Pero puede dar la impresión de que las elecciones éticas no son arbitrarias y por el contrario se fundamentan en el control cultural, y que las motivaciones son afectadas por la programación cultural que recibimos, y que, a su vez, sería esto lo que permitiría el seguimiento de las normas. Es decir, que para seguir las normas morales podríamos no necesitar del control político impuesto por una entidad difusa (la izquierda, la que goza de "un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad" que parece darle una posición de privilegio para determinar las normas morales que los demás han de seguir).

  Considerar que el altruismo es contingente y arbitrario es poner al individuo aparte del contexto cultural que le influencia y en el que vive. La cultura ha elaborado mecanismos psicológicos para desarrollar la percepción de la realidad a partir de los mismos instintos altruistas, de modo que las motivaciones resultantes varían, pero no son inconexas dentro de una cultura determinada. Yo puedo ser altruista dejándole fumar un cigarrillo a un condenado antes de pegarle un tiro y puedo también ser altruista ayudándolo a escapar. Solo que para el primer caso necesito haber sido adoctrinado como un nazi y en el segundo, pongamos, como un cuáquero. El contexto cultural ha cambiado en cada caso y con él, de manera sistemática, el filtro emocional por el que se percibe la realidad. ¿No sería éste el origen de la “historia de cooperación (…) caracterizada por un fortísimo compromiso”?

  Da la impresión de que lo que intenta imitar la izquierda –sin mucho éxito- es el comportamiento religioso, pues la religión elabora transformaciones culturales mediante la manipulación emocional de los instintos del individuo, y está claro que la izquierda se ha originado en un entorno religioso determinado (el cristianismo occidental posterior a la Reforma protestante). El método para esta transformación cultural es, como se ha dicho, simbólico (lo que equivale a desarrollar estrategias psicológicas que reemplacen el problema ya mencionado de las limitaciones propias del fenómeno de la  “empatía cara a cara”). La forma en que se aplique este método, la estrategia psicológica concreta para cada caso, dependerá siempre de una serie de procesos mediante “prueba y error”, puesto que lo que la religión determina es la meta ideológica, ya sea mediante una base doctrinal, o ya sea, tal como hacían las religiones ancestrales, mediante una historia mítica o, como suele suceder, con una mezcla de ambos recursos. El marxismo soviético y el maoísmo chino actuaron como religiones, poseían sus símbolos, su doctrina y su historia mítica. También poseían determinadas estrategias psicológicas (tipo ritual, propaganda o adoctrinamiento) si bien eran religiones bastante imperfectas (el autor alude al fracaso del intento de hacer un “hombre nuevo”).

El hombre nuevo es una manera folclórica de denominar la plasticidad infinita de la naturaleza humana, otro de los grandes mitos marxistas. Muchos socialistas creyeron que estamos totalmente determinados por condicionantes históricos y no hay ninguna estructura antropológica permanente. La aparición de una sociedad de individuos justos, felices, bellos, cooperadores, altruistas y saciados dependería exclusivamente de encontrar el cóctel adecuado de estructuras sociales, políticas y materiales. Era un proyecto heroico. 

   Por supuesto que sí existe una estructura antropológica permanente (la misma estructura dotada de malignos instintos a la que se refería Freud en "El malestar en la cultura", en cuanto a que el socialismo no podría cambiarla), pero lo que la religión hace es operar sobre los diversos resortes de esta estructura, reprimiendo unos instintos y estimulando otros mediante recursos de tipo psicológico. El error del marxismo era pretender que la “plasticidad infinita” del comportamiento humano (no de la naturaleza humana, pues lo que cambian son los estímulos y represiones que se operan sobre la misma naturaleza de siempre) podía ser afectada a largo plazo por una doctrina política muy poco utilizable para el trabajo religioso. Los comisarios políticos, la propaganda y el adoctrinamiento dieron algunos resultados durante algún tiempo (puede que permitieran, al menos, la derrota de los nazis en la segunda guerra mundial), pero, a la larga,  el "hombre nuevo” fracasó. Demasiada política en la religión diluye los cambios emocionales profundos.

  Así describe el profesor Loyal Rue el funcionamiento de la religión en su libro “Religion is not about God” ("La religión no es acerca de Dios"):

Las tradiciones religiosas pueden ser vistas como escuelas para educar las emociones. Las emociones pueden ser definidas y clasificadas en términos de su capacidad para regular las relaciones sociales por medio de sus funciones para comunicación y motivación. 

Las emociones secundarias (incluyendo la culpa, el orgullo, los celos, la envidia, el remordimiento, la compasión y otras) están más allá del alcance de la experiencia de los primates que carecen de la capacidad humana para la memoria funcional (working memory). 

La memoria funcional está condicionada genéticamente para procesar información que ha sido almacenada recientemente o repetidamente en los sistemas de memoria, o que ha sido marcada por experiencias inusualmente emotivas. 

El desafío último para cualquier tradición cultural es, en consecuencia, encontrar un medio práctico y simbólico para asegurar que las virtudes emocionales adquirirán los marcadores de prioridad adecuados. 

  La tarea consiste en hacer que la memoria funcional dé prioridad a las virtudes emocionales, asegurando que prevalezcan en el proceso de confrontación, y los hechos culturales describen el comportamiento en tanto que éste se encuentra organizado por información codificada en símbolos. 

  No se pueden almacenar sentimientos en la memoria, pero se pueden almacenar imágenes que producen sentimientos. Y una vez almacenadas en la memoria pueden ser llamadas a participar en la construcción de nuevos objetos mentales de manera que evoquen algo muy similar a la experiencia original. Operaciones como ésta son, por supuesto, altamente adaptativas. En consecuencia, no es la conciencia lo que es adaptativo, sino más bien el poder para crear, almacenar y reencontrar imágenes secundarias. La misma conciencia es meramente un interesante efecto secundario de esta operación. 

  Es del mayor interés subrayar que la religión puede ser apolítica (tanto como puede ser atea), y que, con seguridad, la única religión futura que podría cumplir la esperanza socialista del “hombre nuevo” (no cambiando la estructura antropológica del individuo, sino manipulándola de forma racional y eficiente) tendría que ser de tipo racional, e independiente de las coacciones políticas (es decir, de las coerciones físicas de tipo legal –y penal- que son las que caracterizan “lo político”). Entre los efectos de este cambio cultural se encontrarían también, por supuesto, las “relaciones de compromiso” o normas cívicas propias de la “conducta instrumental”, menos dependientes de la motivación (algo que recuerda al “Proceso de civilización” que describe Norbert Elías en su libro) pero que se impondrían de forma en apariencia "espontánea" (como hábito, o incluso como "moda") en lugar de imponerse políticamente como "relación de compromiso". Se trataría entonces de encontrar la “religión pura” (“pura”, en tanto que sin implicaciones políticas) capaz de servir de herramienta psicológica para el cambio cultural profundo. ¿No sería ésa quizá la auténtica alternativa al conformismo con el capitalismo y a la “sociofobia”?, ¿y no podría ser ése un proyecto ilusionante para las nuevas generaciones de jóvenes idealistas, que nunca faltan?

  Una reforma cultural en el sentido de la “religión pura” permitiría resolver el problema de la motivación para el altruismo también  en el sentido que el autor de “Sociofobia” parece identificar erróneamente con una visión incompleta del “dilema del prisionero

La conducta altruista individualista está tan sujeta al dilema del prisionero como la egoísta. Por ejemplo, una pareja de enamorados atraca un banco, son detenidos e incomunicados. La policía sólo tiene pruebas circunstanciales contra ellos y si no confiesa ninguno de los dos sólo podría condenarlos a un año de cárcel. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa será condenado a diez años y el otro saldrá libre. Si los dos confiesan, el fiscal está dispuesto a ser benévolo y pedir sólo cinco años de cárcel para cada uno. La pareja se ama apasionadamente y la prioridad de cada uno es que el otro salga libre sin parar mientes en sí mismo. En esta situación, ambos serán condenados a cinco años. Haga lo que haga cada uno, la mejor opción del otro es confesar. Pero de este modo obtienen un resultado peor para el otro de lo que hubieran conseguido cooperando para salvarse.

  Pero el “dilema del prisionero” puede examinarse de muchas formas, asumiéndose diversas perspectivas que lo cambian todo al situarlo en el contexto de la realidad social, tal como aparece en el libro "Supercooperadores", de Martin Nowak:

Hay cinco mecanismos básicos para favorecer la cooperación a pesar de las tendencias egoístas de la selección natural: reciprocidad directa (quid pro quo), reciprocidad indirecta (reputación), selección espacial (los cooperadores son favorecidos al formar redes y agrupamientos), selección multinivel (selección entre grupos, donde los grupos de cooperadores superan en eficiencia a los grupos de desertores) y selección por parentesco (tendencia a cuidar unos de otros en clave genética: favorecer a los parientes).  

  Quizás esta visión del autor de “Sociofobia” a favor del formalismo de la “conducta instrumental”, las “relaciones de compromiso” y las “normas e instituciones que regulan nuestra conducta al margen de nuestras preferencias puntuales” tenga algo que ver con algunas observaciones de tipo político:

En un sistema alternativo seguramente algunos megarricos deberían prescindir de sus yates con asientos tapizados en piel de pene de ballena, tal vez la clase media japonesa se vería obligada a aceptar que una vida sin inodoros domóticos es digna de tal nombre y los estadounidenses podrían tener que asumir que los carriles bici no son un anticipo de la llegada del Anticristo. Pero, por otro lado, en torno a mil millones de personas podría dejar de pasar hambre y un número similar podrían aprender a leer y escribir. 

  Puesto que en los últimos decenios ya se han producido fenómenos como los de que más de mil millones de personas han dejado de pasar hambre y lo mismo se podría decir sobre el incremento de la alfabetización, se diría que el “sistema alternativo” ya ha tenido lugar…  si es que un “sistema alternativo” a lo que aspira realmente es a producir esas mejoras en la situación de miseria. Porque si lo que el “sistema alternativo” lo que busca es la desaparición de la desigualdad (el autor ya ha explicado antes que “la alienación y la insolidaridad son perfectamente congruentes con estándares altos de nivel de vida y de educación”), o si lo que el “sistema alternativo” lo que busca es el perfeccionamiento ético (mediante transformaciones culturales) en un sentido exacto de alcanzar una “vida buena” en particular (una comunidad planetaria de individuos que, experimentando una plena confianza, operen socialmente en plena cooperación: una “comunidad de santos”), entonces no tenemos por qué manifestar aspiraciones tan moderadas como conformarnos con que unos cuantos millones de habitantes más dejen de pasar hambre al hacer renunciar a algunos caprichos a los "megarricos". Es decir: o bien nos preocupamos exclusivamente por remediar la miseria (y nos es lo mismo cuántos ricos pueda llegar a haber), o bien nos preocupamos exclusivamente por establecer la igualdad (y entonces no caben ni “megarricos”, ni “grandes ricos”, ni “mediorricos”, ni ricos de ninguna clase).

La ética del cuidado relaciona explícitamente el tipo de personas que deberíamos aspirar a ser —un ideal de vida buena— con el tipo de relaciones sociales que podemos aspirar a llevar como animales racionales y dependientes y su incompatibilidad con características fundamentales del capitalismo, como la desigualdad material o el individualismo. 

  Desde este punto de vista, el “sistema alternativo” no se define por su capacidad productiva de bienes (bienes que incluirían algunos que pueden ser imprescindibles para el cuidado mutuo), sino por el tipo de relaciones sociales que se dan. Las relaciones sociales propias de un “sistema alternativo” pueden establecerse, o bien a partir de actitudes éticas innovadoras, o bien, si no se cree en ellas (como postula el autor, que no cree en el “hombre nuevo”), a partir de “la conducta instrumental (…) individualista pero no necesariamente egoísta” (¿y no era el individualismo una característica fundamental del capitalismo incompatible con el ideal de “vida buena”?). Pero si nos centramos en los cambios psicológicos, entonces  tenemos la consecuencia necesaria de que no podría haber desigualdad de ningún tipo si se ha producido un cambio en la conducta de tal calibre. Podemos ser moderados a la hora de aceptar el capitalismo y la desigualdad e imponer impuestos a las grandes fortunas (por ejemplo), pero es preciso insistir en que, si lo que pretendemos es, nada menos, que sustituir “las características fundamentales del capitalismo” por la "ética del cuidado”, entonces no cabe ahí moderación alguna: un “sistema alternativo” ha de ser totalmente transformador y cambiar por completo la base del comportamiento social.

  ¿Cómo podría ser una “ética del cuidado” anticapitalista compatible con el mantenimiento de la forma de vida basada en la desigualdad y el individualismo, apenas limitado por algunas reformas políticas por el estilo del límite a las grandes fortunas (los excesos de los bienes suntuarios de los “megarricos”)? Esto no parece un "sistema alternativo" coherente. Por un lado se rechaza toda desigualdad con un planteamiento que parece basarse en la envidia y el resentimiento (da igual que haya igualdad de oportunidades y se erradique la miseria: solo importa que hay desigualdad entre ricos y menos ricos), y por el otro se promueve una moderación sorprendente pues lo que se propone es solo que los "megarricos" prescindan de algunos lujos... ¿pero no seguiría entonces manteniéndose la desigualdad?

  Otra observación que requiere una lectura atenta es ésta:

El mito fundacional de los llamados estados del bienestar afirma que fueron el resultado de la prudencia, el consenso, el aprendizaje de los errores pasados y el altruismo. En realidad, formaron parte de una estrategia inteligente y ambiciosa, capitaneada por Estados Unidos, para minimizar el atractivo de la vía soviética en Europa.

  Se puede argüir que la base de los “estados del bienestar” se puso antes de que surgiese la Unión Soviética, cuando ya antes de la primera guerra mundial la presión de los movimientos de lucha de clases y los de tipo más democrático llevó a la gradual aceptación de leyes sociales, sindicatos legales y participación en el parlamento de los partidos políticos de base obrera (si es que el origen no estaba ya en el cambio cultural humanitarista que comenzó a tomar forma en el siglo XVIII, tal como relata Lynn Hunt en su libro “La invención de los derechos humanos”). Por lo demás, si el problema hubiera estado en “el atractivo de la vía soviética” la mejor estrategia contra esta amenaza habría sido dar a conocer lo horrible de tal sistema político (purgas, hambre y Gulag)… solo que lo que la vía soviética fuese o no en realidad, a nadie le importaba en el fondo: lo que motivaba a sus apoyos en Europa era algo que poco tenía que ver con los beneficios sociales, sino más bien con el rechazo airado a la desigualdad capitalista.

  Y esto:

Seguramente Washington ha causado más muertos fomentando los intereses comerciales estadounidenses que Roma en su expansión imperial, pero los prisioneros de guerra estadounidenses acaban en cárceles y centros de tortura secretos y no crucificados a lo largo de la Ruta 66.

   Obviamente, la población del mundo en nuestra época es mucho mayor que la de la época del Imperio Romano. Por lo demás, Roma arrasó Cartago, y Estados Unidos arrasó Alemania y Corea con consecuencias muy distintas en cada caso, lo que equivale a decir que la realidad histórica muestra que las secuelas de los “intereses comerciales estadounidenses” y las de la “expansión imperial” romana fueron de tipo muy diferente. (Con todo, algunas regiones del mundo también se beneficiaron de la expansión imperial romana y de eso tenemos también testimonios históricos).

  En cualquier caso, el libro “Sociofobia” supone una magnífica oportunidad de aprender y reflexionar acerca de cómo persiste hoy el debate anticapitalista de los movimientos de izquierda y sus sucesivas adaptaciones a las sucesivas decepciones. La imperfección del capitalismo, la experiencia de la historia y el largo debate de las ciencias sociales, así como la esperanza en la perfectibilidad de la cultura, nos ofrecen todo tipo de enriquecedores contrastes que a su vez podrían permitirnos especular en el futuro con nuevas soluciones más imaginativas.