lunes, 25 de octubre de 2021

“Resurrección tecnológica”, 2017. Jonathan A. Jones

  “Resurreción tecnológica”, de Jonathan Jones no es un buen libro. Se trata tan solo de una lectura ligera en la que se fantasea sobre diversas temáticas de ciencia-ficción, pero tiene la originalidad de ser de las primeras obras en abordar una posibilidad de la tecnología que, sorprendentemente, hasta el momento apenas recibe atención.

La posibilidad de la resurrección temporal es solo una idea. No sugiero que dediquemos nuestra vida a ella. Pero es una posibilidad que ahora mismo podría afectar a nuestra sociedad en una forma positiva.  (p. 110)

“Resurrección temporal” (…) Es la única forma de alcanzar una “resurrección” real (…) Y tiene mucha implicación para la sociedad actual (…) La más importante de las cuales es que si morimos mañana, podríamos realmente experimentarlo nosotros mismos  (p. 89)

   La idea es muy simple: gracias a una supertecnología futura, una humanidad altruista podría resucitar a los fallecidos –a todos… a nosotros también- mediante el rastreo de su constitución corporal en el momento del fallecimiento y procediendo después a la sintetización de sus cuerpos en el futuro (esto se basa en una concepción científica muy clásica: el determinismo). Si solo somos materia, una gran masa de macromoléculas, toda la entidad humana puede ser descrita, clasificada y después reconstituida y manipulada siempre y cuando –mediante la nueva física- se encuentren los medios técnicos para ello.

  La invención del concepto de la resurrección tecnológica se debe a un personaje histórico muy peculiar: Nikolai Fedorov.

[Nikolai Fedorov] se convenció de que era el deber del hombre no solo alcanzar la resurrección tecnológica, sino usarla para toda persona que alguna vez haya vivido (…) Fedorov sabía por supuesto que la única forma en que esto alguna vez fuese posible era si la humanidad se centraba en la ciencia (…) Nikolai comenzó a ver esto –la resurrección tecnológica de cada persona que alguna vez haya existido- como la gran “tarea común” de la humanidad (…) Pero, tristemente, Fedorov nunca realmente consiguió inspirar movimiento social alguno  (p. 21)

  Un paisano y contemporáneo de Fedorov, el novelista León Tolstoy, también fracasó al no lograr que su ideología “anarquista cristiana” de reforma moral suprema se convirtiera en un movimiento ideológico duradero, pues la incipiente herejía sucumbió por completo tras su muerte. Contemporáneos y personajes muy diferentes en cuanto a su notoriedad pública –entonces y hoy- ambos son representativos de las peculiaridades de la sensibilidad rusa para la trascendencia: ambos encontraron soluciones aparentemente definitivas para la humanidad que fueron desdeñadas y que aún hoy lo siguen siendo. 

   El anarquismo cristiano de Tolstoy suponía la alternativa al socialismo: en lugar de un Estado legislador que establezca la justicia social a fuerza de duros castigos bajo la guía de los “científicos sociales”, Tolstoy ofreció un mecanismo de reforma del comportamiento en el sentido de la benevolencia cristiana –progreso moral- que haría innecesaria toda forma de gobierno coercitivo. Fedorov, por su parte, ofreció una solución racional al problema de la muerte física… y ello en una época en que todavía se desconocían tendencias científicas que, como la relatividad, la mecánica cuántica o la teoría de cuerdas, cuestionan los mismos principios de la física cotidiana -newtoniana-. La nueva física, que niega las apariencias sensibles –el tiempo como dimensión, por ejemplo- e incluso principios que Kant consideraba fundamentos inmutables de la racionalidad –como la ley de causa y efecto- nos pone al borde de una “realidad mágica” donde toda posibilidad tecnológica ha de ser mantenida en observación.

  Además, hoy ha surgido un elemento nuevo como expectativa de futuro, una inevitable necesidad de la tecnología: la inteligencia artificial.

“La singularidad” es un punto en el tiempo cuando los científicos creen que el progreso tecnológico resultará en una superinteligencia artificial. Y estas cosas serán tan avanzadas que transformarán nuestro mundo entero casi de la noche a la mañana  (p. 9)

  Refiriéndonos particularmente al caso de la resurrección tecnológica…

La idea es que la superinteligencia artificial reúna bastante información acerca de la persona muerta para imprimir un cuerpo que sea un duplicado de esa persona en el momento de morir  (p. 39)

    El autor fantasea con que muchos supuestos fenómenos paranormales –incluidas las llamadas “experiencias próximas a la muerte”- podrían tener que ver con interactuaciones de la humanidad futura –caracterizada por estar inserta en la superinteligencia artificial- a través de determinados cursos de los viajes en el tiempo. El autor considera también, por cierto, que, aparte de la sintetización de los cuerpos de los fallecidos, haría falta otro procedimiento añadido referente a la “copia” de la consciencia perdida, puesto que, en contra de lo que opinan los neurocientíficos, considera que la masa de tejido cortical del cerebro no sería la causa directa de nuestra autoconciencia…

  Se pueden añadir todas las fantasías que se quiera, pero lo esencial es que la especulación acerca de la superinteligencia artificial –expectativa mucho más difundida hoy que la resurrección tecnológica futura- puede sernos ya muy útil. Homo sapiens, al construir sus herramientas de trabajo pudo expandir su voluntad de actuar en el medio sobrepasando las limitaciones del propio cuerpo, y fue la tecnología la que nos dio la capacidad de adueñarnos del planeta mucho más allá de las posibilidades de cualquier otra especie de seres vivos. Expandir nuestros brazos y piernas, nuestra vista y nuestro oído se volvió inevitable a partir de cierto momento -¿hace cuarenta mil años?-, pero lo que viene ahora, de forma inevitable, es expandir nuestras propias mentes. La inteligencia artificial y la conexión directa entre inteligencia biológica e inteligencia tecnológica están recién comenzando ahora y sus posibles consecuencias son ya objeto de cuidadoso examen, más allá de la mera literatura de ciencia-ficción.

   En cambio, la expectativa de la resurrección tecnológica está hoy apenas comenzando a surgir. El autor menciona algunas otras intervenciones extravagantes –ignora otras como el caso del eminente científico Frank Tipler- pero es cuestión de tiempo que las fantasías se transformen en expectativas reales –como sucedió con el viaje a la luna de Jules Verne-. 

Sabemos cómo será el futuro. Sabemos que lo habitará la superinteligencia artificial. Y sabemos que la tecnología será capaz de hacer cosas que antes considerábamos mágicas o milagrosas  (p. 62)

Esta nueva posibilidad podría tener un impacto positivo en el mundo de ahora si la gente lo considera. ¿Por qué? Porque podría dar a la gente la razón que necesitaban para realmente cuidar acerca del futuro de nuestro planeta  (p. 2)

  El mensaje de protección del medio ambiente es muy de nuestra época, pero las posibilidades van más allá de eso.

  Es cierto que no tenemos certeza alguna de que esta tecnología sea alcanzada alguna vez. Pero, aun siendo posible, ¿existirá una humanidad futura que considere la resurrección de los miles de millones de fallecidos en el pasado la tarea común de la humanidad, tal como especulaba Fedorov? Nuestra mejor opción a este respecto sería poner ya los fundamentos de una civilización radicalmente altruista que, igual que hoy nos compadecemos de los infortunios que padecen personas en países lejanos, en el día de mañana se compadecerá de la pérdida en el olvido de los miles de millones de sus aún más lejanos antepasados.

  Hay otro elemento a considerar. Supongamos que esta expectativa comienza a ser aceptada por la opinión pública, ¿qué consecuencias podría tener en cuanto a las actitudes existenciales ante la vida?, ¿aumentarían los suicidios?, ¿qué efectos podría tener sobre las tradicionales creencias –digamos mágicas- acerca de la resurrección en las religiones conocidas? Recordemos que el concepto de resurrección no es universal, que fue creado por la civilización egipcia –hace unos tres mil años- y más tarde recuperado por Pitágoras y Platón, de donde pasó al judaísmo más helenizado –cristianismo-. Pero muchas otras civilizaciones no elaboraron tradiciones religiosas de ese tipo.

  Las religiones compasivas no pudieron menos que ofrecer una solución al problema de la muerte. En una época de magia y prodigios crearon una mitología sobre recompensas y castigos en el Más Allá. Sustentada por siglos y siglos de tradición, hoy en día esta expectativa optimista aún cuenta con cientos de millones de creyentes.

  Recordemos la “apuesta de Pascal”: las congregaciones religiosas disponen de una gran ventaja para ganar apoyos porque, frente a la mera extinción del ser humano que nos presenta el racionalismo –newtoniano…-, ellas ofrecen una mínima posibilidad de supervivencia. Podrá parecer muy vaga tal posibilidad… pero al no contar con una alternativa, siempre valdrá la pena apostar por ella. 

  La expectativa de la resurrección tecnológica podría cambiar esto. Fedorov puede ganar la apuesta de Pascal… Hoy por hoy, la opinión pública debería inclinarse más por las alternativas de la ciencia-ficción que por las de la magia ancestral…

Lectura de “Technological Resurrection” en Jonathan A Jones 2017; traducción de idea21

viernes, 15 de octubre de 2021

“Cómo comenzó la guerra”, 2004. Keith Otterbein

[Este libro] intenta resolver una disputa entre los que argumentan que la guerra existió en la historia más temprana de la humanidad y quienes dicen que solo apareció cuando se desarrollaron los Estados (p. xiii)

  El debate tiene mucho que ver con el “rousseanianismo” al que se adhirieron los marxistas: habría existido una armonía natural entre los hombres que la aparición de tenebrosas invenciones como el Estado, la propiedad privada y la religión acabó arruinando. En consecuencia, destruir tales instituciones a toda costa permitiría a la humanidad recuperar su armonía perdida.

  La teoría del antropólogo Keith Otterbein, por el contrario, parte de la agresividad innata de los seres humanos. Esta agresividad llevaría a luchas internas dentro del grupo social –en un principio, forzosamente pequeño- y a luchas externas entre grupos sociales, “guerras”.

  Somos agresivos porque todos los mamíferos superiores lo son. Lo son nuestros primos “grandes simios” y sin duda lo eran nuestros antepasados Homo habilis y Homo erectus.

  Una forma de ilustrar esto es el relato que algunos han hecho al contraponer la indiscutida vida violenta de los chimpancés comunes con la de los “chimpancés bonobos”, una variedad de la misma especie cuyo comportamiento es menos violento. Pero todo tiene su explicación.

Si los bonobos, que son machos que gustan de la compañía varonil, vivieran en un entorno donde la comida escaseara y hubiera otros competidores primates, así como predadores, las amplias redes de hembras recolectoras de comida no se desarrollarían y los bonobos machos se organizarían en grupos de hermandad [guerrera] (…) [Los grupos fraternales] son una respuesta a un entorno hostil, tanto como una forma eficiente de organizarse para la caza  (p. 43)

    Se organizarían de forma guerrera, obviamente, para apropiarse por la fuerza de unos recursos escasos. Y en su vida interna, los machos, aunque fuesen económicamente más o menos igualitarios, también disputarían entre ellos de todas formas.

La lucha y agresión masculinas, para la mayor parte de especies de mamíferos, se relaciona con la competición por las hembras  (p. 47)

  Para el autor, la aparición en la sociedad humana de los “grupos fraternales” –varones adultos que actúan en coalición- es un elemento esencial de la conducta guerrera.

[Hay] dos diferentes categorías o tipos de sociedad: las sociedades con grupos de intereses fraternales tienen mucho conflicto, violación, reyertas, guerra interna y ejecuciones dentro del clan, mientras que las otras sin grupos de intereses fraternales tienen poco conflicto, no hay violación, no hay disputas, ni guerra interna ni ejecuciones  (p. 42)

  La violencia humana, aunque innata, también es controlable. Estamos predispuestos a ser muy violentos, pero las condiciones del entorno pueden estimularnos a serlo más o menos y, lo más importante de todo, las condiciones culturales más elaboradas –la civilización- pueden llegar a ser decisivas en cuanto al grado de violencia.

  Según el autor, y partiendo de la violencia grupal propia de nuestra especie, la evolución de la guerra sería así:

El uso de las armas y la construcción de armas se hizo parte del sistema cultural [del hombre primitivo]. Desarrolladas primeramente para la defensa, este comportamiento aprendido pudo aplicarse a la caza y al conflicto intergrupal  (p. 47)

Probablemente la serie de sucesos más importante en los últimos cuarenta mil años fue el desarrollo de armas de gran alcance  (p. 67)

  Un cierto determinismo tecnológico -las armas- habría llevado  a un cambio más allá de la violencia propia de los grandes simios y homininos.

[Entre los primeros cazadores] las mismas armas usadas en la caza se usaban en la guerra  (p. 15)

A medida que las armas para la caza mejoraban, aumentaba la importancia de la caza de piezas mayores. Concomitante con este cambio se daba un incremento en la frecuencia de la guerra. Si bien esta visión, conocida como la hipótesis de la caza, ha estado bajo ataque desde 1960, creo que el ataque es en gran medida impulsado por la ideología  (p. 219)

  Dicho sea que la polémica continúa: se pretende que hay pueblos cazadores que son pacíficos, aunque no es esa la evidencia del autor.

Cuanto mayor la dependencia de una sociedad con respecto a la caza para su subsistencia, mayor la frecuencia con la cual esta sociedad va a la guerra; mientras mayor es la dependencia de una sociedad de la recolección de plantas para su subsistencia, menos la frecuencia con la cual esta sociedad irá a la guerra  (p. 87)

Es raro encontrar una tribu, jefatura o Estado que no se haya implicado en una guerra en su historia reciente. En un estudio intercultural sobre la guerra, solo encontré dos sociedades así en una muestra al azar de cincuenta (p. 81)

  En los únicos casos conocidos de pueblos relativamente pacíficos se trata no tanto de que elijan la paz por ser económicamente conveniente, sino por el aislamiento en el que viven.

Fueron expulsados de otras áreas y forzados a buscar refugio en parajes aislados, tales como islas, desiertos áridos o cimas de montaña. Protegidos por su aislamiento no encontraron necesario mantener organizaciones militares  (p. 82)

   El autor no aborda la objeción habitual de los “rousseaunianos”: que en una economía tan precaria como es la de la caza y recolección resulta ilógico desperdiciar recursos humanos en la guerra y que las relaciones pacíficas serían las más convenientes para todos. Pero los registros etnográficos no avalan esa tesis: los cazadores-recolectores que han sido estudiados, por muy precaria que sea su economía comparada con la nuestra, no por eso dejan de practicar la guerra.

  Por otra parte, hay un momento en que surgen las primeras sociedades sedentarias –en un principio, no necesariamente agrícolas- y que acaban dando lugar a grupos agrícolas establecidos, organizados –de forma inevitable- en jerarquías. Esto supone una transformación social rotunda, pero a la vez parece ser que vendría precedido de una época de condiciones de vida pacíficas: para que se desarrolle la domesticación de plantas y animales son precisas tales excepcionales circunstancias.

No se ha hallado evidencia de guerra en las primeras etapas del desarrollo de los primeros Estados (p. 97)

Para que surjan la agricultura y los asentamientos permanentes, no debe haber guerra (p. 13)

  Lo que sí hay es enfrentamiento de clases, división social entre una minoría de poseedores y una mayoría de oprimidos.

Una vez la coerción fue implementada por el despotismo, tuvo lugar la intensificación de la agricultura. Se incrementó la población. Es la creciente centralización de la entidad política la que es responsable del incremento de productividad –los dominadores forzaron a los campesinos a producir más de modo que pudieran suministrar a las élites. En este sentido, puede argumentarse que el Estado produjo la intensificación agrícola más que la intensificación agrícola produjo el Estado. Es durante las primeras etapas de desarrollo del Estado que las obras de irrigación se construyeron, las presas y los canales. Estos proyectos de obras públicas emprendidos por el Estado usaron mano de obra forzada. De nuevo, el Estado produjo la irrigación más que la irrigación produjo el Estado  (p. 175)

  Y una vez el Estado se organiza, comienzan las guerras, pero ahora con características diferentes a las guerras entre sociedades nómadas de cazadores (o incluso la guerra entre chimpancés).

Para el Estado originario el desarrollo político implica la expansión de la coerción de dentro de los grupos a entre grupos –de coerción interna a coerción externa (p. 174)

  Las peculiaridades de la guerra “civilizada” tienen que ver con el engrandecimiento del Estado.

La característica cardinal de los primeros Estados es la coerción (…). Se manifiesta en cuatro áreas. La primera son los impuestos, o la extracción de un superávit a partir de las clases más bajas. (…) Este superávit hizo posible un ejército profesional (…) La segunda área de coerción es la conscripción, esto es, requerir el servicio militar (…) La tercera, dentro de la misma estructura militar, una estructura de mando que requiere que los soldados obedezcan órdenes. Los líderes militares, incluyendo al soberano, pueden forzar a los soldados a luchar incluso cuando los superan en número; el castigo corporal y capital puede usarse para forzar la obediencia. La deserción es normalmente castigada con la muerte. La cuarta área, es que en las relaciones diplomáticas domina la coerción  (p. 180)

  En suma, esta teoría sobre la guerra considera, como punto de partida, que la violencia tanto interna como externa es propia de todo grupo humano –las bandas de cazadores-recolectores, esencialmente no muy diferentes a las bandas de grandes simios-. No existe, por lo tanto, “paraíso originario” al que regresar. Eso sí, el grado de violencia puede depender de las circunstancias económicas del entorno, como es el caso de los chimpancés y los bonobos, y como es el caso de la diferencia entre pueblos cazadores y recolectores.

Las sociedades que se dedican mucho a la caza se implican en guerras con más frecuencia que las que se dedican mucho a la recolección  (p. 63)

Los cazadores tienen armas que pueden usarse para la guerra, la misma caza implica buscar y matar una presa; si buscar una presa implica las actividades coordinadas de los cazadores, una organización cuasi militar ha surgido, y los cazadores, particularmente los cazadores de grandes manadas de animales, pueden extenderse por una vasta región y llegar a contactar con otros pueblos que también se extienden por el territorio y no desean compartirlo  (p. 85)

    Y una vez surgieron las culturas sedentarias, ya no habría vuelta atrás por un motivo bien prosaico: mayor abundancia de alimentos implica mayor abundancia de brazos tanto para trabajar como para luchar, de modo que los pequeños grupos de cazadores-recolectores nómadas nunca más podrían imponerse (otra cosa fueron las grandes hordas de ganaderos nómadas que surgirían en épocas más recientes).

  Las guerras entre culturas sedentarias tomarían otro cariz y darían lugar a una escalada en las guerras entre Estados.

Las primeras guerras aparecieron entre los primeros pueblos cazadores, que a veces tenían encuentros letales con otros pueblos cazadores, y más tarde entre pueblos agrícolas pacíficos cuyas sociedades primero alcanzaron la condición de Estados y procedieron entonces a embarcarse en conquistas militares (p. 3)

  Al dividirse la sociedad en clases la casta guerrera se transforma en aristocracia. La violencia interna coexiste con la violencia externa (el estado de coerción bajo constante amenaza para sostener la desigualdad es llamado a veces "violencia sistémica").

Una vez la clase alta se establece, puede seleccionar  miembros de la clase baja para que sean ejecutados de vez en cuando. Los ejecutados pueden ser delincuentes (un crimen probable sería ir contra la propiedad de la clase alta) o podrían ser inocentes seleccionados para el sacrificio humano. La siguiente etapa era ejecutar a los prisioneros de guerra  (p. 196)

  ¿Por qué tanta atrocidad? Por el instinto de supremacía de los individuos, por la disputa constante entre grupos de parentesco (nepotismo), por la necesidad de una autoridad establecida que permita el éxito militar del Estado.  

  No existen, de momento, civilizaciones pacíficas, pero las hay más o menos guerreras y, con el tiempo, el Estado buscará apoyos promoviendo la paz. Imperios como el egipcio y el chino sentaron precedentes de lo que luego sería la “Pax Romana”. El ideal de la paz no tardó mucho en aparecer.

Lectura de “How War Began” en Texas A&M University Press 2004; traducción de idea21    

martes, 5 de octubre de 2021

“Justicia”, 2009. Michael J. Sandel

   La idea de “Justicia” solemos comprenderla en el sentido de las relaciones sociales e incluso más propiamente de las relaciones sociales de tipo político –con el elemento de coerción públicamente legitimada por vía judicial-. 

  Pero en este libro del filósofo político Michael J. Sandel se ahonda precisamente en la cuestión de si la “Justicia” hemos de comprenderla mejor como el comportamiento virtuoso –benévolo, altruista, comprensivo- de un individuo para sus semejantes, la perfección ética –y no tanto el comportamiento cívico-. Y es entonces cuando la cosa se complica… como no podía ser menos, ya que estamos muy lejos de una sociedad perfecta y si bien la “justicia” siempre ha existido en la sociedad –siempre se ha practicado la coerción contra el individuo en nombre del bien común- rara vez la reflexión no ha llevado a denunciar los errores y abusos de las autoridades y de la misma comunidad social que las sostiene.

   El ejemplo más a mano, tanto hoy como en el pasado, tiene que ver con el objeto más cotidiano de la vida en común: los logros económicos y su distribución.

[Siempre se han considerado] tres formas de abordar la distribución de bienes: según el bienestar [común], según la libertad y según la virtud. Cada uno de estos ideales sugiere una forma diferente de concebir la justicia. (p. 13)

  De todas las escuelas “éticas”, la más atractiva siempre es el “utilitarismo” –o “consecuencialismo”-, la de “el mayor bien para el mayor número” o distribución de bienes “según el bienestar común”. Pero este tipo de solución presenta todo tipo de inconvenientes, aparte de la codicia de bienes que siempre daría lugar a disputas; el caso es que el bien común abarca todo tipo de ámbitos aparte del reparto de bienes económicos fungibles.

Supongamos que una gran mayoría desprecia a una pequeña religión y quiere que sea prohibida. ¿No es posible, probable incluso, que prohibir esa religión produzca la mayor felicidad para el mayor número de personas?  (p. 32)

  Tanto más que la prohibición de la herejía ayuda fuertemente a preservar la fe: convivir con infieles lleva a la duda y la duda corrompe la fe y arruina sus beneficios emocionales.

  Una alternativa a esta opresión es poner el bien de la libertad por encima de todos los demás. El bien común no tendría derecho a privar de libertad a nadie.

[Hay] tres maneras de enfocar la justicia. (…) La justicia consiste en maximizar la utilidad o el bienestar (la mayor felicidad para el mayor número). La (…) justicia consiste en respetar la libertad de elegir, se trate de lo que realmente se elige en un mercado libre (el punto de vista libertario) o de las elecciones hipotéticas que se harían en una situación de partida caracterizada por la igualdad (el punto de vista igualitario liberal). La (…) justicia supone cultivar la virtud y razonar acerca del bien común  (p. 165)

    Si estas son las opciones, de las tres posibilidades, la más coherente quizá sea la de “cultivar la virtud” porque el comportamiento virtuoso –en una cultura dada- es el que garantiza la armonía social. Otra cosa es que hallemos una definición universal de virtud. Esto se parecería un poco al criterio de la ética kantiana, que considera que la razón en libertad es la que nos señala criterios universales de justicia, es decir, de actuación humana madura guiada por la virtud.

Aristóteles enseña que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se merece. Y para determinar quién merece qué, hemos de determinar qué virtudes son dignas de recibir honores y recompensas. Según Aristóteles, no podemos hacernos una idea de cómo es una constitución justa sin haber reflexionado antes sobre la manera más deseable de vivir. Para él, la ley no puede ser neutral en lo que se refiere a las características de una vida buena. Por el contrario, los filósofos políticos modernos —desde Immanuel Kant en el siglo XVIII a John Rawls en el XX— sostienen que los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deberían fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena. Podría, pues, decirse que las teorías antiguas de la justicia parten de la virtud, mientras que las modernas parten de la libertad. (p. 6)

  Pero la libertad para Kant no es una arbitrariedad: la libertad lleva a la razón y la razón libre es la que define la virtud. Una magna pretensión… y sin embargo, Kant, que presumía de una ética “autónoma” –no condicionada por los prejuicios del entorno y solo basada en la razón madura-, justificaba la esclavitud, la guerra, el sometimiento de las mujeres y la desigualdad social…

Una de las grandes cuestiones de la filosofía política: una sociedad justa, ¿ha de perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos? ¿O no debería más bien la ley ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos tengan la libertad de escoger por sí mismos la mejor manera de vivir (…)?  (p. 6)

  Si la justicia ha de ser “autónoma”, eso implica que solo debe haber un modelo de virtud, más allá de los caprichos arbitrarios de la libertad. Si una persona en libertad, no condicionada por el entorno -¿es eso posible?-, alcanza racionalmente una concepción universal de la virtud, lo lógico es que descubra la misma virtud que los demás individuos en las mismas condiciones de libertad, pues la naturaleza humana es la misma para todos.

  Sandel nos enfrenta a las consecuencias prácticas de los distintos puntos de vista: los dilemas éticos.

El principio que Rawls llama «de la diferencia»: solo se permitirán las desigualdades sociales y económicas que reporten algún beneficio a quienes estén en la sociedad en posición más desfavorable.(…) De lo que se trata es de si la riqueza de [Bill] Gates nació como parte de un sistema que, tomado en su conjunto, funciona en beneficio de los menos pudientes. (p. 96)

Permitir diferencias salariales por mor de los incentivos no es lo mismo que decir que quienes han logrado el éxito tienen el privilegio moral de poder reclamar los frutos de su trabajo. (p. 100)

[La meritocracia] obstaculiza la solidaridad social; cuanto más consideremos que el éxito es obra nuestra, menos responsables nos sentiremos por aquellos que se queden atrás. (p. 113)

Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad. La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe desalentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad la desaprueba.(p. 5)

   La desigualdad económica no parece justa, pero puesto que los sistemas políticos radicalmente igualitarios han demostrado meridianamente su fracaso –marxismo- la posición ética ha de ser la de permitir cierta desigualdad… por el bienestar de todos. Lo importante es que se reprueba la codicia y desaparecen tanto el criterio egoísta y antisocial del derecho a la propiedad como el reconocimiento del mérito a costa del bienestar ajeno.

  Por otra parte, si el marxismo fracasó, también es cierto que “un poco de socialismo” (economía social de mercado) ha dado algún resultado y ¿quién nos dice que no pueda surgir en el futuro una fórmula social mejor que la actual, capaz de reparar los males de la desigualdad económica?

  Sandel nos trae a colación unos datos de interés acerca de la desigualdad:

Los directores generales de las principales empresas estadounidenses ganan, en promedio, 13,3 millones de dólares al año (según los datos de 2004-2006), mientras que en Europa ganan 6, 6 millones y en Japón 1,5  (p. 12)

  ¿Son los empresarios estadounidense más eficientes y productivos para beneficio “del mayor número” que los japoneses? No indican eso los datos económicos. Entonces ¿qué justifica que ganen diez veces más? Es como preguntarse si el que Texas aplique la pena de muerte a los delincuentes violentos les asegura mayor seguridad en las calles que las muy benévolas leyes penales de Noruega y Suecia.

  Más datos empíricos nos enfrentan a otros problemas

Respetar los derechos individuales con la finalidad de fomentar el progreso social deja a los derechos sujetos a la contingencia. Supongamos que encontramos una sociedad que logra una especie de felicidad a largo plazo por medios despóticos  (p. 33)

   Tenemos esa sociedad: la dictadura tecnocrática china está proporcionando, en el comienzo del siglo XXI, el mayor progreso social de su historia… y la población china más informada tiene presente el caos resultante de la explosión de los derechos individuales en Rusia tras la caída de la dictadura soviética. ¿La democracia caótica de Rusia les aportó más felicidad a los rusos, de la que les proporciona la dictadura actual a los chinos? ¿Más democracia nos aporta más felicidad?

  Además: desde el punto de vista de los derechos individuales, parece injusto que los ciudadanos del Tercer Mundo sean perseguidos como delincuentes si intentan circular más allá de sus fronteras sin los documentos requeridos; parece injusto que no se permita a los habitantes de un territorio elegir libremente la organización política que les apetezca (el secesionismo catalán); parece injusto que no podamos consumir opiáceos cuando así lo queramos (se nos permite consumir nicotina y bebidas alcohólicas a placer). ¿Nos restringimos, entonces, nuestros derechos individuales para escapar de la amenaza a la felicidad que nuestra propia libertad supone? ¿O tenemos criterios de racionalidad que lo justifiquen?

  Más dilemas éticos: en muchas universidades del mundo se favorece la integración de las minorías desfavorecidas –raciales, pero no únicamente- por encima de los criterios de excelencia académica.

Algunos dicen que las universidades existen para fomentar la excelencia académica, así que el único criterio de admisión deberían ser las perspectivas académicas. Otros dicen que las universidades también existen para servir ciertos propósitos cívicos y que la capacidad de llegar a ser un líder en una sociedad donde impera la diversidad, por ejemplo, debería contar entre los criterios de admisión (p. 120)

  Estos dilemas éticos acaban sintetizados en complicadas argumentaciones jurídicas en las mesas de los jueces de los tribunales supremos. 

   Otro más:

A mediados de los años ochenta, una familia blanca tenía que esperar de tres a cuatro meses para un piso, mientras que una familia negra esperaba hasta dos años. Ahí, pues, había un sistema de cuotas que favorecía a los solicitantes blancos, y no por un prejuicio racial, sino con el fin de que subsistiese una comunidad integrada (…)La manera de asignar los pisos (…) que tenía en cuenta la raza, ¿era injusta? No, si se acepta que la acción afirmativa se justifica por la diversidad  (p. 120)

  Obsérvese aquí: para favorecer a las minorías desfavorecidas, se las fuerza a convivir con la mayoría no desfavorecida –los blancos- por su propio bien. ¿No se está con ello reconociendo el carácter “peligroso” de la propia minoría, al considerar indeseable que componga, por ejemplo, el noventa por ciento de los integrantes de su propia comunidad de vecinos?

  Recordemos cómo Suecia favorece la natalidad de las familias suecas a pesar de que nunca hay escasez de mano de obra inmigrante. ¿No supone eso un señalamiento de los inmigrantes como indeseables o del pueblo autóctono como preferente sobre los de origen extranjero?

  Estas contradicciones son las que llevan a muchos a fomentar la libertad por encima de los aparentes beneficios públicos o el fomento de la virtud más excelente. Es de suponer que, de una forma u otra, a la larga las elecciones libres –autónomas o heterónomas…- acabarán encontrando algo así como “el justo medio”.

Una constitución que intente cultivar el carácter bueno o que haga suya una concepción particular de qué cuenta como un bien corre el riesgo de imponer a algunos los valores de otros. No respeta a la persona en cuanto ser que en sí mismo es libre e independiente, capaz de escoger sus fines. (p. 154)

  Enfrentarnos a los dilemas morales siempre es la mejor opción. Parece difícil que alguna vez la mayoría de las personas se vean capacitadas –siquiera interesadas- en emitir juicios libres y racionales –autónomos, como diría Kant- que acaben siendo aceptados de modo que “el mayor bien para el mayor número” coincida con el juicio de la libre razón. Pero la insatisfacción crítica es el único camino que tenemos para resolver algún día tales problemas.

Lectura de “Justicia” en Random House Mondadori, S. A. 2011, Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.; traducción de Juan Pedro Campos Gómez