viernes, 25 de junio de 2021

“El enjambre humano”, 2019. Mark W. Moffett

Estar rodeado de desconocidos sería inimaginable para un chimpancé, que huiría aterrorizado. Lo que cambió en el caso de los humanos fue el modo en que identificamos a quienes representan o no nuestras identidades sociales.(Prefacio)

El acto aparentemente trivial de entrar en un café lleno de extraños, y que esta circunstancia nos deje completamente indiferentes es uno de los logros menos apreciados de nuestra especie, pero que separa a la humanidad de la mayoría de los vertebrados que forman sociedades. (Introducción)

   Ésta es quizá una de las afirmaciones más llamativas y útiles de este libro del gran divulgador científico Mark Moffett. Hay muchos animales sociales, y de ellos se habla con extensión en este libro (Moffett es biólogo y se declara discípulo de E O Wilson), pero de entre todos los animales sociales, los humanos somos casi los únicos con propensión a relacionarnos de forma activa con desconocidos.

Una sociedad es un grupo de individuos discreto que sobrepasa en número a una simple familia —más de uno o ambos progenitores con una sola prole indefensa— y cuya identidad compartida los distingue de otros grupos similares y se mantiene continuamente a través de generaciones.  (Capítulo 1)

   Hay algunas excepciones a la desconfianza constante a los extraños entre los animales, como nuestro simpático primo el chimpancé bonobo, que cuando se encuentra con un desconocido le ofrece comida para ganarse su confianza, al estilo de la hospitalidad humana, pero en general, el formar parte de una sociedad supone integrar un grupo en constante hostilidad contra todas las demás sociedades, lo cual, entre otras cosas, supone un fuerte impedimento a la cooperación (aunque sí estimula, obviamente, la competitividad). El truco de los humanos para paliar esto y permitir sociedades más extensas y cooperativas consiste en la aparición de las “sociedades anónimas”.

Al emplear marcadores de identidad, los humanos, como miembros de sociedades anónimas, estamos dotados de la capacidad de pensar en un extraño como uno de nosotros. (Capítulo 7)

  Una “sociedad anónima” es una en la cual no necesitamos identificar individualmente a todos con los que interactuamos para considerarlos dignos de confianza. Nos basta con identificarlo como miembro de la sociedad a la que pertenecemos (un paisano, un aficionado de nuestro mismo equipo de fútbol, un colega de la misma empresa). Esto es muy práctico y facilita la cooperación a gran escala. En eso nos parecemos a las hormigas.

La mejor definición de «sociedad» no es la que la presenta como una asamblea de cooperadores, sino como un tipo de agrupación en que todos los individuos tienen un claro sentido de pertenencia fundado en una duradera identidad compartida. (Capítulo 1)

  Las hormigas se las arreglan para diferenciarse mediante el uso de feromonas: olores distintivos. Toda hormiga portadora de ese olor es aceptada. Y tienen el mismo olor porque, como es bien sabido, las hormigas y las abejas son todas hermanas entre sí, descendientes de la “reina” de turno.

Aunque las hormigas no distinguen a los individuos por sus olores particulares, como hacen los hámsteres, se reconocen mutuamente como compañeras de hormiguero (o como forasteras) por medio de un olor que es un rasgo de identidad compartido.  (…) Una hormiga que no debería estar allí es rápidamente detectada por su olor extraño   (Capítulo 6)

   ¿Y cómo nos identificamos los humanos? Pues por una gran variedad de marcadores identitarios. Los más conocidos son los de tipo “nacional” –lengua, aspecto físico, religión, símbolos- pero se pueden crear de muchas más clases, como la forma de hablar propia de una clase social, la ropa de una tribu urbana o incluso los gestos secretos de una logia masónica. El reconocimiento de pertenencia, por supuesto, no implica un trato individualizado. Las relaciones individualizadas dentro de los grupos humanos se ven limitadas en número, pero eso no impide el funcionamiento de la sociedad. Muy diferente es el caso para otros animales sociales.

Los chimpancés necesitan conocer a todos.

Las hormigas no necesitan conocer a nadie.

Los humanos solo necesitan conocer a algunos. (Capítulo 4)

  Ahora bien, fuera de la sociedad a la que pertenecemos –incluso si es anónima y extensa- también hay peligro y hostilidad por parte de nuestros otros semejantes.

Una vez que los miembros de la sociedad tienen su identidad establecida, una fusión voluntaria con otra sociedad es muy improbable. (Capítulo 22)

  Las sociedades humanas, cada vez más populosas una vez dejamos atrás el Paleolítico, son conflictivas entre sí. ¿Podrían dejar de serlo?, ¿tan improbable es que puedan llegar a fusionarse, a nivel global?

La noción de «cosmopolitismo», la idea de que los pueblos del mundo llegarán a sentirse identificados ante todo con la especie humana, es un sueño imposible.  (Capítulo 26)

  El autor lo tiene muy claro aunque no da muchas explicaciones. Probablemente de forma parecida a como se consideraba muy clara también la diferencia intelectual entre sexos en tiempos de Platón y Aristóteles, o la inferioridad de ciertas razas en tiempos de Darwin.

  Ahora bien: es la conducta de los individuos que integran y participan en una sociedad la que da lugar a las actitudes hostiles, racistas o supremacistas. Esto es consecuencia de la pertenencia al grupo y lo que el autor nos comunica también es que tal pertenencia supone unos efectos emocionales para cada individuo.

   Ante todo, le aporta “identidad” y esto parece suponer algo más que un instrumento para el beneficio mutuo. Se considera que fuera de una sociedad, tipo “nación” o “país”, un individuo no puede existir. Formar parte de ella es algo más que beneficiarse de las ventajas prácticas que esto supone.

La predisposición a unirnos a grupos nos modela como individuos (Introducción)

Decir que una persona no tiene país es invocar una disfunción mental, un trauma o una tragedia. Sin esta identidad, los humanos se sienten marginados, desarraigados, a la deriva; es una situación peligrosa.  (Capítulo 26)

Abandonar los marcadores humanos iría contra necesidades psicológicas intemporales.   (Capítulo 26)

   ¿No sería comparable a la idea de vivir sin Dios, sin creencias en espíritus o una referencia trascendente, algo que hace un siglo muchos consideraban igualmente “una disfunción mental”? Porque de la misma forma que todos los seres humanos hasta hoy han vividos integrados en sociedades diferenciadas de otros y cada una con su propia identidad –en la cual participamos-, hasta hace no mucho, nadie ha vivido sin creencias en lo sobrenatural. Aunque finalmente hemos descubierto que esto no solo es posible, sino que las sociedades ateas son incluso las más prósperas y apacibles.

  El autor aventura una necesidad de autoafirmación.

A medida que aumentaba el tamaño de las sociedades establecidas, los humanos debieron de sentir una mayor necesidad de distinguirse. (Capítulo 10)

  Es decir, se reconoce una tensión entre el deseo del individuo de distinguirse dentro de una sociedad anónima (existir por sí mismo) y la necesidad de obtener las ventajas de vivir dentro de un grupo más amplio.

  En el principio, en el estado de naturaleza, los individuos vivían integrados en bandas de cazadores-recolectores. Cada banda podía contar con un centenar de integrantes, a modo de familia extensa, y, por lo general, las bandas formaban parte de colectivos dispersos algo más amplios, en buena parte por la necesidad biológica de impedir la endogamia.

Un «número mágico», quinientos (…) era la cantidad de individuos que, por término medio, componían en todo el planeta una sociedad de bandas. Si ciento veinte parece ser el número de individuos por encima del cual es probable que una comunidad de chimpancés se vuelva inestable, es razonable pensar que la cifra de quinientos representó el límite superior aproximado de la población de una sociedad estable durante la mayor parte de la prehistoria del Homo sapiens (…)  Una población de esta magnitud da a los humanos la oportunidad de seleccionar un cónyuge que no sea un pariente cercano.  (Capítulo 21)

  Tal “sociedad de bandas” –es decir, varias bandas que, existiendo independientemente, formarían parte de una misma sociedad más extensa- podía ocasionalmente encontrarse en festivales, grandes acontecimientos públicos que quizá fuesen el antecedente del deseo de sedentarismo –vivir, en alguna medida, en un festival constante-. 

El régimen de vida habitual en una banda cambiaba poco durante una concurrencia; al acampar un poco apartadas una de otra, cada banda a menudo mantenía un estatus de «barrio». Sin embargo, multitudes asistían a las reuniones del día, animadas por chismes, regalos, cantos y bailes (…) Las reuniones fueron un paso hacia los asentamientos permanentes. (Capítulo 10)

  Dentro de la banda, el individuo recibe seguridad, pero también se encuentra con limitaciones al comportamiento. Para evitar la tendencia a los abusos, los primeros Homo Sapiens vivían en una tensa igualdad en la cual todos controlaban a todos.

El igualitarismo de los cazadores-recolectores no comportaba que hubiera una paridad perfecta. Eso no siempre se daba en las familias; algunos padres siempre han gobernado con puño de hierro.  Y, aunque la riqueza material variase poco, los diferentes grados de habilidad diplomática y otras aptitudes creaban disparidades. (Capítulo 9)

Los humanos reconfiguran su vida social —pasando de la igualdad y de la costumbre de compartir a la aparición de una autoridad indiscutida y la formación de hordas, y del régimen itinerante al arraigo— según la situación. (Capítulo 10)

El igualitarismo suele ser una doctrina más bien salvaje, pues implica una vigilancia y una intriga constantes entre los miembros de la sociedad mientras se esfuerzan por ser iguales unos a otros (Capítulo 9)

   De modo que la aspiración parece haber sido siempre la de llevar una existencia individual en la cual la asociación sea voluntaria, igualitaria sin tensiones, de una gran confianza y con posibilidades infinitas de socializar a mayor escala –festival-.

  Ninguna de estas tendencias excluye cambios futuros en el sentido del “cosmopolitismo”, más bien parece lo opuesto: una aspiración lógica.

  Los cambios se han producido en el pasado, y en el presente están teniendo lugar cambios antes nunca esperados, como los avances científicos, las prósperas sociedades ateas, la universalidad de la educación, la igualdad sexual. Una sociedad futura sin limitaciones nacionales, sin sociedades anónimas con marcadores identitarios arbitrarios y ya no predispuesta a la hostilidad con otros colectivos, no parece algo tan imposible, por mucho que algunos no deseen imaginarlo.

La Unión Europea y Suiza son entidades territoriales unidas por la necesidad percibida de hacer frente a peligros de origen exterior, lo que da a ambas una posibilidad razonable de éxito. Una unión humana global no tendría semejante motivación, y, por tanto, sería mucho más precaria.  (Capítulo 26)

   Sí habría una motivación: precisamente el evitar la reproducción de comportamientos hostiles derivados del resurgimiento de la diversidad de entidades hostiles. De la misma forma que las primeras sociedades humanas eran igualitarias por el mutuo control (no porque existieran impulsos individuales igualitarios), una unión humana global tendría que fomentar el constante control de las tendencias antisociales destructivas de la misma manera que se promueve hoy la alfabetización o los cuidados médicos. Otra cosa es que invenciones como la “Unión Europea y Suiza” sean o no la forma más conveniente de alcanzar el ideal cosmopolita o mundialista. Al fin y al cabo, no se crearon con ese fin (y Suiza, por cierto, no es, como pudiera considerarse a la "Unión Europea", una mera "entidad territorial": existe una Constitución suiza, con una nación suiza y un pueblo suizo).

Lectura de “El enjambre humano” en Penguin Random House Grupo Editorial 2021; traducción de Joaquín Chamorro Mielke  

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