sábado, 25 de julio de 2020

“Dios. Una historia humana”, 2017. Reza Aslan

Este libro es algo más que una mera historia de cómo hemos humanizado a Dios. También es un llamamiento a dejar de imponer nuestras compulsiones humanas sobre lo divino y desarrollar una visión más panteísta de Dios. (Introducción)

   Se trata de un planteamiento original, porque “desarrollar una visión más panteísta de Dios” hace pensar en que la idea de Dios, aunque sea a nivel poético, es de por sí positiva, pero debemos tener en cuenta que Reza Aslan es a la vez sociólogo y teólogo (así como un prominente activista por la armonía entre las culturas). De todas formas, la evolución de la idea de Dios es fundamental a la hora de comprender la evolución de las culturas. Y, desde luego, al principio, las creencias religiosas se parecían más al “panteísmo” que al Dios personal y moral de la etapa contemporánea.

Somos Homo religiosus, no porque deseemos credos o instituciones religiosas, ni por nuestra devoción a divinidades y teologías concretas, sino por nuestro afán existencial de trascendencia: por alcanzar lo que hay más allá del mundo manifiesto. (Capítulo 2)

  Por otra parte, y esto también es fundamental en el desarrollo de las civilizaciones, por muy materialistas que seamos, no podemos constituir ideales de mejora moral y/o social sin considerar nuestra existencia en relación con la naturaleza -con el "todo"-. La “trascendencia” puede parecer una concepción caprichosa –filosófica-, ajena a nuestra vida cotidiana, pero su apreciación coincide con el mayor avance social, con el humanismo de las “grandes preguntas”.

  Ahora bien, la creencia en entidades sobrenaturales no tiene que ver necesariamente con ello –desde luego no hoy-. Esta creencia irracional -contraintuitiva- parece estar relacionada más bien con ciertas condiciones cognitivas de nuestros enormes cerebros. Equivale a la superstición, que es renuncia a la racionalidad, mientras que la apreciación de la trascendencia supone más bien lo contrario.

Los seres humanos poseen ciertos procesos mentales, desarrollados a lo largo de millones de años de evolución, que en determinadas circunstancias pueden llevarnos a asignar agencia a objetos inanimados y dotarlos de alma o espíritu, y luego transmitir con éxito a otras culturas y otras generaciones creencias derivadas de tales objetos. Es una explicación convincente del origen del impulso religioso (Capítulo 3)

   Si tales percepciones de asignación de agencia –es decir, atribuir “supersticiosamente” intencionalidad a todos los sucesos naturales- inevitablemente existen, es necesario que, cuando menos en determinado periodo histórico, supongan el marco dentro del cual se desarrollan las necesidades espirituales, trascendentales (y racionales). Si hay un Dios, forzosamente será solo a través de él que llegaremos a conocer el sentido de nuestras vidas y de la sociedad. El gran poder del entorno sobre nosotros es concebido supersticiosamente como agencia… o fatalidad… o destino. Tal extraordinaria circunstancia no puede ser ignorada, pero a la civilización le llevará tiempo relacionarla con la moralidad y más aún con la evolución de ésta.

Lo que llamamos «moral religiosa» carecía de lugar en la vida espiritual de los pueblos primitivos. La creencia en un «legislador divino» que determina el buen y el mal comportamiento apenas tiene cinco mil años; la fe en una recompensa celestial por dicho comportamiento es aún más reciente. (Capítulo 2)

   Y también es concebible que en el futuro el perfeccionamiento ético no nos llegue de seguir mandatos religiosos, pero para que eso suceda algún tipo de institución habría de suplantar –y mejorar- el posicionamiento de la religión como promotor ético.

  En cualquier caso, en esta evolución a lo largo de milenios y civilizaciones, la religión no empezó como enunciado de moralidad.

La teoría de Durkheim de que la religión surgió como una especie de pegamento social, un medio para fomentar la cohesión y mantener la solidaridad entre las sociedades primitivas, sigue siendo la explicación más extendida de los orígenes del impulso religioso. (Capítulo 2)

   Esto es mucho más simple que la mejora ética: solo se promueve la fuerza cohesiva del grupo. El bien del grupo puede exigir en muchos casos el sufrimiento individual y en general ser indiferente al daño mutuo que dentro del grupo pueden hacerse los individuos si esto no va en detrimento de la eficiencia del conjunto.

  Con todo, esta idea no es aún bien comprendida

La teoría de la cohesión social se basa en la idea de que la religión es la principal fuente de apego entre las comunidades prehistóricas, algo que es rotundamente falso. El parentesco es un mecanismo generador de cohesión social más fuerte y mucho más básico en la evolución humana. (Capítulo 2)

   En realidad, de lo que se trata es precisamente de que gracias a los vínculos religiosos puede extenderse la confianza entre los individuos miembros de una sociedad más allá de las limitaciones del parentesco. Ser todos “hijos de Dios” equivale a convertirnos a todos en hermanos adoptivos, y esto es de lo más útil a la hora de cohesionar una sociedad (por supuesto, existen muchos marcadores “identitarios” para cohesionar una sociedad, aparte de la religión, como pueden ser la raza, la lengua o la invención mítica de antepasados comunes; pero la religión cuenta con ciertas peculiaridades cohesivas muy efectivas... tal como demuestra la historia).

  Tampoco podemos ignorar a quienes niegan la utilidad de la religión (considerar que no sirve para cohesionar la comunidad y que, por supuesto, en un principio nada tenía que ver con el progreso moral). Esto lleva inevitablemente a considerar que, como todas las supersticiones, la religión ha supuesto un obstáculo al avance social más que lo contrario.

La religión es «materialmente costosa, siempre contraria a la realidad e incluso al sentido común. Esto es así porque exige sacrificios materiales (como mínimo, el tiempo que se dedica a la oración), desgaste emocional (al suscitar temores y esperanzas) y esfuerzos cognitivos (para mantener redes de creencias basadas tanto en la realidad como contrarias a la misma). (…) «Las creencias religiosas no son un ejemplo adecuado de adaptación biológica». (Capítulo 2)

  Pero, aparte de la “adaptación biológica”, existe otro concepto evolucionista que es la “exaptación”, es decir, la utilización con fines evolutivos en un determinado sentido de mecanismos biológicos que en origen cumplían una función diferente. Ejemplos célebres son las plumas de los reptiles, cuyo origen era el control de la temperatura pero que acabaron siendo utilizadas para volar por las aves. De forma similar, la tendencia innata a la superstición –atribución de agencia a todos los sucesos naturales- pudo acabar siendo de utilidad social. También pudo resultar ser solo un "efecto colateral" de la cognición humana, un "parásito de la mente", un lastre... Pero no es ésa la opinión más generalizada.

  Un proceso evolutivo de tipo histórico en particular daría lugar a una de las más grandes invenciones de la humanidad: el Dios personal interesado en la virtud de los hombres.

La introducción del monoteísmo entre los judíos fue (…) un mecanismo para racionalizar la derrota catastrófica de Israel a manos de los babilonios. La crisis de identidad planteada por el cautiverio de Babilonia obligó a los israelitas a reexaminar su historia sagrada y reinterpretar su ideología religiosa. La disonancia cognitiva creada por el cautiverio exigía la creación de un marco religioso dramático, hasta entonces inmanejable, para dar sentido a la experiencia. (Capítulo 7)

El Dios que aparece tras el fin del cautiverio de Babilonia no es la divinidad abstracta que había adorado Akenatón. No es el espíritu vital puro que imaginó Zaratustra. No es la sustancia informe del universo descrita por los filósofos griegos. Era un nuevo tipo de Dios, singular y personal a la vez. Un Dios solitario sin forma humana que sin embargo creó a los humanos a su imagen. Un Dios eterno e indivisible que exhibía toda la gama de emociones y cualidades humanas, buenas y malas. Es un acontecimiento extraordinario en la historia de las religiones, fruto de una evolución de cientos de miles de años y que se vería anulado al cabo de apenas quinientos por una secta advenediza de judíos apocalípticos que se autodenominaban cristianos (Capítulo 7)

  Como sucede con casi todas las grandes invenciones, su origen está en una concurrencia de casualidades: los babilonios arrasan Israel; lo lógico hubiera sido que con ello hubieran arrasado también su religión.

Cuando los babilonios destruyeron a los israelitas, la conclusión teológica era que Marduk, el dios de Babilonia, era más poderoso que Yahvé. Para muchos israelitas, la destrucción de su templo, la Casa de Yahvé, suponía algo más que el fin de sus ambiciones nacionales. Era el fin de su religión. (Capítulo 7)

   Pero muchos judíos sobreviven como cautivos en Babilonia; sorprendentemente, conservan durante generaciones la religión de su Dios derrotado; y, aún más sorprendentemente, un generoso rey posterior al cautiverio (el gran rey persa Ciro) les permite retornar a su tierra. Para entonces, Dios se ha transformado.

Hallaron una explicación alternativa: quizá la destrucción y el exilio de Israel formaran parte del plan divino de Yahvé desde el principio (Capítulo 7)

   Un Dios derrotado es un Dios victorioso porque resulta que la derrota habría sido merecida por el pueblo judío debido a sus pecados (los babilonios fueron instrumento de la ira de Dios…). En el cautiverio han expiado su culpa y ahora retornan creyentes en un Dios único, personal, moralizador y severo. Un Dios nunca conocido hasta entonces.

   Y después llega la siguiente etapa: el Dios compasivo, pacifista, moralista y universal de los cristianos. También su formación es resultado de un cúmulo de circunstancias.

  Podemos atrevernos a añadir que quizá todavía queda una última vuelta de tuerca: la religión teísta –la experiencia del pensamiento sobre Dios- puede llevarnos a negar cualquier Dios

El monoteísmo implica la adoración de un solo dios y la negación de todos los demás. Exige que uno crea que el resto de dioses son falsos (Capítulo 6)

  Todos falsos menos uno. De esto no queda tanta distancia a pensar que, si tantos son falsos, raro es que haya siquiera uno auténtico. ¿No sería más lógico pensar que en realidad todos son falsos?

Lectura de “Dios. Una historia humana” en Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U., 2019; traducción de Jordi Ainaud i Escudero

miércoles, 15 de julio de 2020

“Soledad”, 2008. Cacioppo y Patrick

    El fenómeno de la soledad suele considerarse como una circunstancia particular de la vida privada que por lo tanto se valora subjetivamente: a algunos la soledad les gusta; los hombres poderosos son necesariamente solitarios; la soledad exalta la individualidad.

 Pero desde el punto de vista psicológico, la soledad tiene un peso objetivo y puede convertirse en un problema de salud, y es desde este punto de vista que es objeto de estudio en este libro del psicólogo John Cacioppo y el divulgador científico William Patrick.

La soledad se convierte en una cuestión preocupante (…) cuando dura lo suficiente para crear una espiral persistente y autoalimentada de pensamientos, sensaciones y comportamientos negativos (p. 7)

El aislamiento social tiene un impacto en la salud comparable al efecto de la tensión alta, falta de ejercicio, obesidad o fumar (p. 93)

  Y siendo Homo sapiens un animal profundamente social, la soledad es imposible que no suponga también un grave problema para la comunidad

La soledad se desarrolló como un estímulo para hacer que los humanos prestaran más atención a sus conexiones sociales. (p. 7)

  Por otra parte, es importante señalar que no existe propiamente el deseo de soledad en persona alguna. Más bien existe una propensión a la soledad por cierta incapacidad para las habilidades sociales.

Sentirse solo incrementa la atención de la persona a los marcadores sociales de la misma manera que estar hambriento incrementa la atención de una persona a los marcadores de comida  (p. 161)

Mientras más alto el nivel de soledad de un participante [en un experimento para detectar expresiones faciales], menos acertada su interpretación de las expresiones faciales (p. 161)

   Es decir, la soledad suele derivar hasta cierto punto de una incapacidad o minusvalía del individuo. Remediarlo ha de ser tarea de toda la sociedad en su conjunto; no es tanto el problema particular de las personas que están solas, sino de las deficiencias en las relaciones sociales de una cultura determinada que posibilitan demasiados casos de soledad. Una sociedad mejor desarrollada elude los problemas de soledad porque cuenta con concepciones culturales más eficientes para evitar tal estado. Estas concepciones son recursos que podemos utilizar.

La forma en que encuadramos la realidad mediante el filtro de nuestros propios pensamientos es algo que, con esfuerzo, podemos aprender a modificar  (p. 17)

  Nuestros pensamientos no podemos generarlos del todo por nosotros mismos: es la cultura la que nos da un marco de pensamiento; y es la cultura la que nos da opciones para organizar nuestra visión de las relaciones sociales. El sentimiento de soledad nos induce –amargamente- a mejorar nuestras habilidades sociales.

  Por otra parte, si los Homo sapiens se complacieran en la vida solitaria, entonces poco futuro habría tenido la especie…

Somos mamíferos sociales, y (…) congregarnos entre nuestros semejantes nos sienta bien, y ese buen sentimiento sin duda amplifica los beneficios de otras experiencias positivas  (p. 261)

    En estado de naturaleza, Homo sapiens desconocía la soledad, pues los primitivos cazadores-recolectores vivían en pequeños poblados, familias extensas de poco más de cien individuos, todos juntos, casi sin vida privada. Sin embargo, en la civilización moderna, con sus enormes ciudades de masas anónimas formadas por individuos que se guarecen dentro de sus pequeñas y aisladas viviendas, la situación es por completo diferente. La soledad merece hoy una atención que antes no tenía… pues antes apenas si se daba.

  En la civilización, los daños psicológicos de la soledad han sido combatidos mediante recursos sociales nuevos muy peculiares. Por ejemplo: la vida religiosa, los animales domésticos… e Internet.

No hay asociación entre la profundidad del sentimiento espiritual y la salud. En lugar de eso, lo que se ha encontrado es una fuerte, consistente, prospectiva y con frecuencia graduada reducción de mortalidad vinculada a los individuos que atienden los servicios religiosos (p. 261)

[Las personas con animales domésticos] visitan con menos frecuencia a sus médicos que las personas de la misma edad que no los tienen. Los individuos diagnosticados con SIDA es menos probable que se depriman si tienen un animal doméstico  (p. 257)

Los tipos de conexiones –animales domésticos, computadores- con las que sustituimos el contacto humano son llamadas “relaciones parasociales” (p. 256)

  Combatir la soledad es entonces una cuestión práctica que tiene que ver con los recursos que ofrece la cultura. ¿Es el objetivo aliviar este sentimiento antinatural en los individuos, o combatir la soledad debe obedecer a fines más generales?

Los humanos estamos a la cabeza de la cadena alimentaria porque somos la especie más adaptada a comportarnos generosamente al tiempo que también contamos con los beneficios de la competición  (p. 62)

   Que la vida en soledad sea “antinatural” no debería preocuparnos en la medida en que no genere un estilo de vida conflictivo, pero, por una parte, parece inevitable considerar la soledad uno de los mayores males para el individuo y, por otra parte, las peculiaridades de la vida social indican que lo que mejora el estilo de vida para todos son precisamente las actividades menos solitarias: la industria, el comercio, los centros de desarrollo intelectual y espiritual, la política asamblearia…

  Un comportamiento amable y digno de confianza es el que más favorece la cooperación y a la vez es el que implica la mayor sociabilidad. No puedes promover el bienestar ajeno sin interesarte previamente por la vida de la persona que quieres favorecer. Por lo tanto, una cultura humanista debe dar lugar a relaciones altruistas.

Usted no recibirá necesariamente alabanza y gratitud por sus buenas obras –no es eso lo que se busca- pero es también improbable que reciba un castigo social (…) Se puede comenzar por experimentar las sensaciones positivas que puedan reforzar su deseo de cambio mientras construye su autoconfianza y mejora su habilidad para autorregularse  (p. 238)

  Una sociedad que no aliente el comportamiento altruista será siempre más conflictiva que la que siga un curso opuesto. Y he aquí otra dificultad, pues, como se ha considerado previamente, nos interesan tanto la ayuda mutua como “los beneficios de la competición”. Al menos, en nuestra civilización actual… pues no podemos descartar cambios culturales futuros tan paradigmáticos como los acontecidos en el pasado. Recordemos que en la prehistoria la soledad era materialmente desconocida y quizá los beneficios de la competición resulten menos relevantes en una sociedad futura en la cual el objetivo de eliminar la soledad implique mejoras en la predisposición a la benevolencia.

   En unas sociedades de masas tan complejas como las actuales del mundo desarrollado, el problema de la soledad equivale al problema humano mismo.

Lectura de “Loneliness” en  W. W. Norton & Company  2008; traducción de idea21

domingo, 5 de julio de 2020

“La paradoja de la bondad”, 2019. Richard Wrangham

Comparados con otros primates, practicamos niveles excepcionalmente bajos de violencia en nuestras vidas cotidianas y sin embargo alcanzamos promedios de muertes violentas excepcionalmente altos en nuestras guerras. Esta discrepancia es la paradoja de la bondad (Capítulo 1)

Algunas especies animales son relativamente no competitivas, algunas relativamente agresivas, algunas las dos cosas y otras ninguna de ellas. La combinación que hace extraños a los humanos es que somos a la vez intensamente calmos en nuestras interacciones sociales cotidianas y sin embargo en algunas circunstancias somos tan agresivos que hasta podemos matar. (Introducción)

Tenemos una baja propensión a la agresión reactiva y una alta propensión a la agresión proactiva (Capítulo 13)

  Para el eminente primatólogo Richard Wrangham, al hacerse la distinción entre “agresión reactiva” –la que se hace como consecuencia de no reprimir la ira- y “agresión proactiva” –la que es fruto de una deliberación con un interés particular-, resulta que somos muy capaces de reprimir nuestra ira y a la vez muy capaces de urdir conspiraciones letales para nuestros semejantes.

   Somos hoy más pacíficos que en el pasado, y de hecho no tenemos aún límite a la vista en lo que se refiere a nuestra capacidad para ser pacíficos. Wrangham considera que esta peculiar naturaleza  propensa a la vida pacífica es consecuencia de un largo proceso de autodomesticación… que a su vez solo ha podido realizarse mediante acciones agresivas conspirativas –ejecuciones- contra los que llamaríamos “elementos antisociales”.

La hipótesis de la ejecución (…) propone que la selección contra la agresividad y a favor de una mayor docilidad llegó de la ejecución de los individuos más antisociales (Capítulo 7)

La ejecución de los machos alfa seleccionó en contra de la agresión reactiva (Capítulo 8)

Es la agresión proactiva en coalición lo que hace que nuestra especie y sociedad sea realmente inusual. Entre nuestros antepasados, la violencia proactiva en coalición dirigida a miembros de su propio grupo social nos permitió la autodomesticación y la evolución del sentido moral. (Capítulo 12)

  En este caso no es el entorno de la especie, según el típico modelo darwiniano, el que selecciona a los más o menos aptos –los mejores cazadores, las hembras que generan las crías más robustas…-, sino que es la misma iniciativa concertada del grupo –agresión proactiva- la que en nuestro remoto pasado como especie seleccionó –para eliminarlos- a los machos alfa. A diferencia de chimpancés o gorilas, en el Homo Sapiens no hay “macho alfa”. Este proceso de eliminación gradual, a lo largo de cientos y miles de generaciones, habría tenido nuestra autodomesticación como resultado y, con ello, una peculiar forma de vida en sociedad.

Los individuos simios y otros primates se hacen alfa al derrotar de forma concluyente al alfa previo en una lucha física. Entre los cazadores-recolectores nómadas que siguen normas sociales, por el contrario, no hay luchas y no hay equivalente de un varón alfa (Capítulo 8)

El igualitarismo, que es un rasgo tan especial de relación entre los hombres cazadores-recolectores, estaba centrado en los cinco a diez hombres casados dentro de una banda (Capítulo 8)

    Entre los gorilas, solo hay un macho alfa y su harén de hembras. Entre los chimpancés, hay un macho alfa en permanente conflicto con sus segundos y terceros. Y entre los peculiares bonobos

La psicología del bonobo ha evolucionado hasta el punto que los machos muestran menos interés en dominar a otros, sean machos o hembras, de lo que muestran los chimpancés. La cuestión entonces es por qué, a lo largo del tiempo evolutivo, los machos con proclividades más amables y menos agresivas tendían a tener un mayor éxito reproductivo (Capítulo 5)

  Y la respuesta es muy original:  son las hembras bonobo las que actúan en coalición para controlar –y a la larga eliminar-  a los machos alfa, cuando menos, seleccionando a los machos menos agresivos para la reproducción.

  Así pues, todo tiene cierta lógica: Homo sapiens eliminó, gracias a su capacidad conspirativa –facilitada por el lenguaje y una mayor inteligencia-, a los machos alfa y permitió así una vida comunitaria más pacífica. Generó una autodomesticación debido a que se heredaban las características individuales de una menor agresividad: los machos alfa no dejaron descendencia.  Por supuesto, la agresión en buena medida eliminada que caracteriza al macho alfa es la de tipo reactivo, la ira mostrada de forma inmediata.

La agresión proactiva, planeada, puede ser seleccionada positivamente incluso cuando la agresión reactiva, emocional, ha sido suprimida evolutivamente. Los humanos pueden en consecuencia usar un poder abrumador para matar a un oponente seleccionado. Esta habilidad única es transformadora. Ha llevado nuestras sociedades a desarrollar relaciones sociales jerárquicas que son mucho más despóticas que las de otras especies (Introducción)

   El despotismo de una jerarquía organizada es muy diferente a la tosca matonería del macho alfa. Se trata del despotismo político que permitió la puesta en marcha de las grandes civilizaciones: clases dirigentes muy especializadas, muy bien organizadas –también militarmente- y clases serviles poco conflictivas, laboriosas y complejas. Por supuesto, para que saliera adelante esta solución se requería una inteligencia que está más allá de la capacidad de los grandes simios. Así como debía de estar también más allá de la capacidad de nuestros ancestros “intermedios”, como el Homo erectus.

Tenemos formas características de sociedad. En ninguna parte las personas viven en tropa, como los babuinos, o en harenes aislados, como los gorilas, o en comunidades del todo promiscuas, como los chimpancés o bonobos. Las sociedades humanas consisten en familias dentro de grupos que son parte de comunidades mayores (Introducción)

   Las comunidades humanas también han dependido de su gran tamaño, consecuencia del éxito económico. Y en sociedades de gran tamaño, la “agresión proactiva en coalición” lleva inevitablemente a la guerra.

Una población [humana primitiva] (…) desarrolló una capacidad para recolectar y cazar tan buena que sus recursos de comida se hicieron más productivos. La población creció de forma natural hasta el punto en que hubo competición acerca del suministro de comida y pronto los grupos comenzaron a luchar por los mejores territorios. El éxito en la guerra se hizo imperativo. Los grupos se aliaron unos con otros, dando lugar a sociedades más grandes del tipo de las que forman los cazadores-recolectores de hoy.  (Capítulo 6)

  Este relato de constante disputa por recursos escasos parece un tanto truculento. De hecho, Richard Wrangham se declara totalmente “hobbesiano”: la civilización, mediante la violencia organizada, ha reprimido nuestra capacidad espontánea para una desastrosa y constante violencia desorganizada entre grupos.

Los grupos e individuos siempre estarán interesados en buscar el poder (Capítulo 13)

Destruye las antiguas instituciones sin reemplazarlas y la violencia aparecerá de forma predecible. Los hombres rápidamente usarán alianzas para competir por el dominio: aparecerán milicias que lucharán. Los grupos de varones pueden confiar en su fuerza física de agresión proactiva en coalición para dominar en la esfera pública. La historia y la antropología evolutiva cuentan la misma triste historia (Capítulo 13)

  El hobbesianismo además lleva a un estado de guerra constante de tipo "guerra preventiva" (atacar por temor a ser atacados). Sucede así también entre nuestros primos los chimpancés.

Cuando el territorio ocupado por una comunidad [de chimpancés] se incrementa en tamaño, los miembros de la comunidad se alimentan mejor, crecen más rápido y sobreviven mejor. Mata algunos vecinos, expande el territorio, consigue más comida, ten más bebés –y estarás más seguro, ya que hay menos vecinos que puedan atacarte- (Capítulo 11)

  El punto de vista opuesto era el rousseaunianismo, que básicamente es la visión del socialismo en todas sus versiones: nuestra naturaleza es pacífica (lo fue en el comienzo de los tiempos) pero la civilización la corrompe. En la prehistoria, no habría existido la guerra entre grupos.

La afirmación de que los grupos de cazadores-recolectores antes de la revolución agrícola tenían habitualmente relaciones pacíficas y podían moverse a tierras no ocupadas y ricas en recursos es implausible (Capítulo 11)

  Ahora bien, la visión de nuestra naturaleza violenta también tiene una lectura optimista. Para empezar, la pasada autodomesticación –posible solo mediante la violenta eliminación de los machos alfa dentro de cada grupo- nos permite desarrollar nuestras capacidades para una cooperación más pacífica –más eficiente- y no solo para hacer mejor la guerra al vecino. De hecho, las guerras las ganan las sociedades que internamente están mejor cohesionadas y son más cívicas (Roma, China, el Imperio Británico...).

  Además, podemos utilizar formas de coacción mucho más sutiles. Si liquidar al macho alfa implica liquidar determinadas características agresivas del individuo que son perjudiciales para el bien de la mayoría –es decir, tendencias antisociales- una consecuencia de ello es que en adelante los individuos buscarán labrarse una buena reputación de prosocialidad para minimizar la posibilidad de ser condenados. La búsqueda del estatus, la dependencia de la constante evaluación crítica del entorno –chismorreos y conspiraciones-, todo esto ha llevado a la interiorización psicológica del sentido moral: actuamos preocupados en todo momento por no cometer errores, por no ser juzgados como antisociales. El primer paso, evidentemente, es no mostrar un comportamiento airado, brutal; es decir, no mostrar “agresión reactiva”.

Nuestra tolerancia social viene de que tengamos una relativamente baja tendencia a la agresión reactiva (Prefacio)

  Pero también nos conviene mostrar un comportamiento inocuo y cooperativo.

La docilidad debería ser considerada como fundacional de la humanidad, no solo porque es inusual, sino porque parece probable que sea una precondición vital para una cooperación avanzada y para el aprendizaje social (Capítulo 6)

Tres rasgos del Homo sapiens nos capacitan para acumular (…) habilidades culturales: somos altamente inteligentes, somos altamente cooperativos y destacamos en aprender de otros –el llamado aprendizaje social (Capítulo 6)

  Wrangham parece que olvida señalar -aunque nada en su concepción lo contradice- que el control de la antisocialidad puede ser todavía más incruento que el chismorreo o corrección cotidiana por parte de quienes nos rodean. Supongamos que, en efecto, se comenzó liquidando a los machos alfa para atenuar la violencia dentro del grupo –la agresión reactiva, colérica, “en caliente”-; pero después se procedió a atenuar la violencia proactiva dentro del grupo –las intrigas por la lucha por el poder, no ya la mera reacción colérica-; más adelante, y siempre buscando una cooperación cada vez más productiva y eficaz, se trataría de evitar el uso de un control cruento… y ahí entraría la promoción de la reputación, el promover que cada cual se gane una “buena fama” por sus virtudes cívicas. Más allá están los mecanismos psicológicos de interiorización de pautas de conducta prosocial (“conciencia” o mera repugnancia a obrar mal): el hecho de que, en un entorno cada vez más pacífico, los individuos requieren menos del control represivo de los otros y más del propio autocontrol moral. La búsqueda de una buena reputación ya no es premeditada, sino automatizada por el hábito que hemos asimilado en nuestro inconsciente.

  De “comportarnos bien” pasamos a “ser buenos”… la mejor garantía de que vamos a comportarnos bien. Nuestra motivación ha cambiado. Ya no obramos prosocialmente solo para que los demás tengan buena opinión de nosotros; lo hacemos “porque sí”. El ejemplo más habitual es el del cliente de un restaurante que deja buenas propinas en una ciudad a la que sabe que jamás va a volver. Pero también el “amar a los enemigos”… porque si tu moralidad interiorizada te lleva hasta a amar a los enemigos… tanto más amarás a los amigos.

    Esto no es tan sorprendente, porque ya sucede en otros mamíferos que los comportamientos agresivos se disparan o se reprimen no dependiendo directamente de las motivaciones que juzgaríamos más lógicas.

Escasez de espacio, más que escasez de comida, predice la agresión entre manadas [de lobos] (Capítulo 11)

  Es decir, aunque la agresión evolutivamente obedece a disputar los recursos, en la vivencia de la conducta animal se reacciona en base a un estímulo indirecto. Si falta espacio es probable que falten recursos. Así que basta con que falte espacio para que se desate la agresión… aunque muy bien suceda que la falta de espacio no se corresponda con la falta de recursos. De forma parecida, las reacciones humanas pueden depender de estímulos que no son directamente los que promovieron el cambio evolutivo: el comportamiento prosocial, tan conveniente, puede ser aceptado incluso muy íntimamente por motivaciones emocionales que nada tienen que ver, a primera vista, con nuestra conveniencia material, como en el caso de las propinas en el restaurante de la ciudad a la que nunca volveremos.

  Un comportamiento humano antisocial es reprimido por el sujeto no porque el individuo tema directamente ser agredido, rechazado o denigrado, sino por una adaptación a un determinado estilo de vida. Ya no necesitamos matar al macho alfa porque la evolución ha acabado con tal estructura social, tal vez pronto no necesitaremos tampoco organizar guerras contra grupos que compitan con nosotros –porque los recursos ahora son en potencia inmensos- y tal vez algún día no necesitaremos conspirar, asignar reputaciones o denigrar.

  Un comportamiento altruista parece a primera vista muy poco práctico… pero sería el más productivo, pues una “comunidad de santos”, donde el comportamiento prosocial surgiría espontáneamente por haber interiorizado sus pautas cada individuo, nos dará siempre las mayores garantías de confianza y cooperación efectiva.

Lectura de “The Goodness Paradox” en Pantheon Books 2019; traducción de idea21