sábado, 25 de agosto de 2018

“El primate ético”, 1994. Mary Midgley

Nosotros literalmente somos primates que poseen ética, y la capacidad para la ética es una propiedad extremadamente significativa de nuestra especie 

Las capacidades morales humanas son solo lo que podría esperarse que evolucione cuando una criatura altamente social se hace lo suficientemente inteligente como para ser consciente del profundo conflicto entre sus motivaciones

  Mary Midgley no considera que podamos determinar el contenido ético con exactitud (qué es bueno y qué es malo a nivel universal), sino que más bien la condición ética forma parte de nuestra naturaleza y, por lo tanto, queda englobada en el conjunto de nuestras imperfecciones biológicas (aquí entendemos “imperfección” en cuanto a una actividad específica cuyo desempeño nunca alcanza de forma exacta la meta buscada aunque siempre aspira a mejorarse: lo mismo puede aplicarse a la tecnología, al arte o a la educación). Otra imperfección, muy conectada con la cuestión ética, es la cuestión de la libertad.

Este libro se concentra en los problemas sobre la naturaleza de nuestra libertad interna y su relación con la identidad personal

  Dos cuestiones filosóficas, pues: la necesidad y contenido de la ética, y la libertad del individuo… libertad para constituir la propia personalidad y para elegir el bien o el mal. Cuestiones filosóficas que Midgley no cree que puedan ser determinadas por la ciencia, en contra de ciertas pretensiones ya pujantes en el momento en el que se escribe este libro.

Los neodarwinistas dogmáticos  (…) están muy seguros de que todo desarrollo en la evolución ha sido una respuesta a una forma particular de selección y debe en consecuencia servir a una función definida

  Parece referirse con esto a la psicología evolutiva, un enérgico intento de describir el comportamiento humano en base a los instintos propios del Homo Sapiens adaptado por la evolución para desenvolverse en un medio natural previo a nuestro estado de civilización… el del cazador-recolector primitivo.  Este planteamiento se entronca con otros ya anteriores acerca de cómo aplicar criterios científicos a todos los campos de actividad humana.

Desde el siglo XVII, nuestra tradición ha insistido en un peculiarmente alto estándar de certeza que puede encontrarse supuestamente solo en la ciencia (…) [Pero] todas las empresas humanas, incluyendo las ciencias, dependen de formas de pensar que en absoluto pueden ser reducidas a métodos científicos

   La  autora tiene claro que la filosofía predomina sobre la ciencia en lo que a cuestiones éticas se refiere.

La búsqueda del conocimiento comenzó, de alguna forma confusa, a ser exaltada como la moralidad suprema, como si en lugar de ser solo una más entre muchas actividades de excelencia, fuese sin lugar a dudas la única necesaria. Pero desde el punto de vista científico, los problemas morales no son más visibles que el comportamiento de los elefantes lo es para un observador que insiste en mirarlos a través de un microscopio. Este libro es un intento de esbozar, aunque sea crudamente, una sugerencia acerca de cómo evitar esta confusión entre las funciones de la ciencia y los conocimientos morales.

  Midgley parece interpretar  la pretensión del conocimiento científico aplicado a la ética como relacionado con la elaboración de reglas simples acerca de la naturaleza que puedan aplicarse por igual a diferentes ámbitos de la realidad. Su planteamiento, por tanto, supone un rechazo al “reduccionismo”.

El núcleo del error reductivo es la idea de una sola explicación fundamental.

  El reduccionismo en la ética tuvo bastante éxito a finales del siglo XIX, cuando la expansión de la secularidad en Occidente conllevó ciertas incertidumbres en el ámbito moral, ámbito que anteriormente se sustentaba en una ética dictada por la divinidad. Es la época de Nietzsche y en la que Dostoievsky acuñó la famosa frase de “si Dios no existe, todo está permitido”… Marxistas y darwinistas sociales consideraron, por el contrario, que de la ciencia social podían obtenerse algunas reglas naturales aplicables a la moralidad. Mary Midgley considera que este planteamiento sofista elude la realidad del hecho moral.

[La moralidad] ha sido, entre otras cosas, un panorama de ideales, una forma de desarrollar los sentimientos en una dirección particular, un conjunto de artes para visualizar mejores clases de vida, para trabajar juntos en la comprensión del destino humano (…) La moralidad no son solo reglas

  No es que la ciencia necesariamente tenga que estar en contra de este planteamiento, pero examinémoslo más de cerca.

Estoy sugiriendo, no solo que nuestra estructura natural de sentimientos es un elemento importante para formar nuestra moralidad sino que no hay nada malo en que sea así

Nuestra extrema sociabilidad es un rasgo más central en nosotros que nuestra inteligencia abstracta, y este hecho necesita más atención que todas las discusiones sobre nuestra condición única. Esta sociabilidad no es en absoluto una pura bendición. Nos lleva constantemente a buscar interacciones de todo tipo, tanto hostiles como amables. Incluso nuestras relaciones más benignas son ambivalentes.

Hume tenía bastante razón al subrayar la importancia de la simpatía en la moral

  Ahora bien, no se entiende que las acusaciones contra el reduccionismo científico aplicado a la cuestión moral se extiendan, por ejemplo, a la psicología evolutiva. Al fin y al cabo, la psicología evolutiva (¿es a esto a lo que se refiere la autora como “neodarwinismo dogmático”?) no desdeña en absoluto la “simpatía” ni la sociabilidad humana en comparación con la inteligencia abstracta. Muy al contrario,  podemos opinar que si la moralidad deriva de un impulso prosocial, benévolo, como la “simpatía”, ésta es algo lo suficientemente arraigado en la naturaleza humana como para dar origen a criterios bastante exactos de racionalidad aplicada a la moral. Precisamente porque dependemos de una estructura  natural de sentimientos.

Sugiero (…) que la libertad humana se centre en ser una criatura capaz, en algún grado, de actuar en conjunto para tratar con sus deseos en conflicto

  Los sentimientos, los deseos y la simpatía (en conflicto) son condicionantes biológicos de los cuales hemos obtenido algunas pautas, y quizá el determinar estas pautas sea una consecuencia necesaria de que el Homo Sapiens resulte ser una “criatura capaz”. Se puede tener la impresión de que, al contrario de esto, lo que la señora Midgley nos propone es mantener la indeterminación ética de la conducta humana dejándonos con una sola guía: la de eludir una solución fácil al comportamiento humano en sociedad que implique el cuestionamiento de nuestra forma de vida.

En este libro, he intentado bosquejar una noción de nuestra libertad que hará algún tipo de justicia a los dos aspectos opuestas de ésta. Un aspecto es la profunda complejidad y divisibilidad de nuestra naturaleza. El otro es la igualmente profunda necesidad que cada uno de nosotros siente por actuar de alguna forma como una unidad

  ¿Una ambigüedad deliberadamente no comprometida?,  ¿lo que sucede es que necesitamos de la ética pero que ésta siempre quedará indeterminada? En realidad, una ética que se resigna a quedar sin contenidos universales es una ética fracasada, y cierta concepción de la libertad, en tanto que nos condena a la indeterminación, supone un fracaso mayor aún.

  La ética siempre ha aspirado a disponer de contenidos universales, y lo que Mary Midgley nos presenta solo es un posicionamiento contra los abusos del reduccionismo que pretenden negar la libertad y que se fundamentan fraudulentamente en el discurso científico. Sin una consideración más ponderada de las posibilidades de una crítica racional del comportamiento humano en cuestiones de prosocialidad y antisocialidad no podemos hallar hoy muchas esperanzas de mejoras significativas a nivel ético.

  Sigue pareciendo legítimo que el conocimiento acerca de nuestra propia condición biológica (lo biológico y lo psicológico no se contradicen) acabe informándonos de un estilo de vida, una actitud comunicable ante los desafíos del medio tan genuinamente humana como tan opuesta al “estado de naturaleza” del Homo Sapiens. Porque si la “simpatía” es contingente, como supuestamente son todas las pasiones ¿cómo podemos determinar de forma firme y segura una idea general de lo bueno y de lo malo en las relaciones humanas? ¿Qué límite hay, por ejemplo, para “el bien para el mayor número”… incluso si esto permite el sufrimiento de la minoría?  Algo podemos llegar a saber sobre el comportamiento humano más prosocial, armonioso y cooperativo si profundizamos en la naturaleza psicológica del ser humano. Podremos averiguar qué pasiones son del todo contingentes y cuantas pueden, cuando menos, ser potenciadas de forma constante e inequívoca por el desarrollo moral en la cultura. La “simpatía” de la que hablaba Hume es tan humana como los deseos pasionales violentos.

Lo que importa no es si nuestros actos pueden ser predichos, sino si estos son nuestros, si estos vienen del corazón y son lo que pretendíamos

   Y si los actos pasionales son genuinos, entonces difícilmente podremos controlarlos. Por el contrario, el estudio del comportamiento humano puede darnos criterios racionales acerca de nuestra capacidad para controlar nuestras pasiones y, en consecuencia, predecir, con mayor o menor acierto, nuestros actos futuros. En realidad, hay una contradicción grave entre los actos que “pretendemos” llevar a cabo y las pasiones que "vienen del corazón”.

  Si la ética puede y debe contar con un contenido universal, entonces la ciencia (¿ciencia social?, ¿del comportamiento?, ¿psicología evolutiva?) puede y debe informarnos de cuál ha de ser éste. El que los pensadores del siglo XIX (un Karl Marx o un Herbert Spencer) se precipitaran a la hora de alcanzar conclusiones a este respecto no quiere decir que por eso, en el siglo XXI, debamos precipitarnos también en descartar el hallazgo de criterios objetivos de mejora ética.

miércoles, 15 de agosto de 2018

“Por qué cooperan los humanos”, 2007. Henrich y Henrich

  Lo sorprendente de la capacidad del ser humano para imponerse a las demás especies de seres vivos –ser los reyes de la Creación- no reside tanto en su inteligencia como en su capacidad para cooperar. La inteligencia humana valdría poco si nuestro comportamiento social fuese similar al del resto de los homínidos. Lo peculiar del ser humano, lo que nos ha llevado del “estado de naturaleza” a la “civilización”, es la compleja forma en que cooperamos. Un buen libro más sobre este tema es el de los psicólogos Natalie y Joseph Henrich.

Este libro es una investigación sobre uno de los grandes acertijos en las ciencias humanas: la evolución de la cooperación y el altruismo en la especie humana

  Sin altruismo no puede haber cooperación, porque es imposible una cooperación eficaz si en cada momento tenemos que recompensar proporcionadamente a cada uno por su esforzada contribución al logro común. No solo tal cálculo es en extremo complejo, sino que es impensable que en cada momento haya siempre disponible una recompensa proporcionada para cada uno. En cambio, si la cooperación material se convierte, en alguna medida, en el hábito de dar a los demás incluso sin recibir nada a cambio, no dependiendo de las compensaciones materiales, entonces siempre contaremos con un comportamiento participativo eficiente.

  Pero ¿cómo puede llegar a darse un número satisfactorio de comportamientos altruistas efectivos que permita que la cooperación sea fructífera? Lo ideal sería disponer de algún tipo de compensaciones inmediatas a la aportación individual al bien común que no sean materiales (es decir, que sean baratas y estén fácilmente disponibles). De esa forma promoveríamos el altruismo para beneficio de todos.

  ¿Y cuándo es posible esto?, ¿cuándo los individuos son capaces de experimentar compensaciones no materiales por los sacrificios materiales que realizamos? ¿Existe, siquiera, algo parecido en la naturaleza?

  Sí que existe: se trata del altruismo entre parientes que se da en todo el reino animal, como es el caso de la maternidad en los mamíferos y las comunidades de abejas y hormigas; este comportamiento altruista llega a trascender la relación de progenitores-descendencia y se hace más complejo dentro del grupo de parentesco mediante el mecanismo de la llamada “adaptación inclusiva” (inclusive fitness) que consiste en que los individuos emparentados (padres, hijos, hermanos, tíos, primos…) se sacrifican los unos por los otros con el fin de que la estirpe, la herencia genética que comparten, logre prosperar al fin. aunque sea indirectamente (favoreciendo, por ejemplo, a sobrinos y primos), dejando el mayor número posible de descendencia y en las mejores condiciones posibles para enfrentarse al medio. Pero en el ser humano, además, este mecanismo altruista se da de una forma peculiar y única.

Como consecuencia de vivir en (…) grupos de parientes [en el estado de naturaleza], los humanos [en las sociedades civilizadas] tienden a asumir que los otros miembros del grupo son parientes próximos. El argumento [de la teoría de la “Gran equivocación”] presenta la hipótesis de que, en las sociedades modernas, donde muchas interacciones son efímeras e implican a no parientes, nuestra psicología de parentesco puede equivocadamente causarnos que asumamos, en algún sentido, que estamos tratando con parientes y extender así algún grado de cooperación [propio de las relaciones entre parientes que a su vez obedece a salvaguardar la estirpe genética]

  Esta “Gran Equivocación” (de la “adaptación inclusiva”) es probablemente uno de los recursos esenciales de la psicología humana que permite el progreso de la civilización.

Los sistemas culturales pueden definir el parentesco e influir el comportamiento de forma importante. Por ejemplo, en nuestra propia sociedad, los niños adoptados son tratados de forma indistinguible de los hijos genéticos –si bien los hijos adoptados es sustancialmente más probable que sean víctimas de violencia y homicidio a manos de sus padres no emparentados genéticamente

  En el último caso mencionado, cabe añadir la observación de que, la “forma indistinguible” en que son tratados los hijos adoptados sí que es distinguible desde el punto de vista práctico (por lo dicho de que sea sustancialmente más probable que sean víctimas de violencia y homicidio a manos de sus padres no emparentados genéticamente…) pero no lo es desde el punto de vista de las costumbres sociales… lo cual evidencia una de las habituales contradicciones entre el instinto y la ética transmitida por la cultura (la costumbre ética suele contradecir nuestros impulsos naturales). En cualquier caso, es cierto que, en general, según la ética socialmente aceptada y mayoritariamente interiorizada por los individuos, los hijos adoptivos reciben un trato similar a los emparentados genéticamente, tanto como es cierto que muchas relaciones de amistad son tan o más afectuosas y dignas de confianza que muchas relaciones de parentesco. Esta capacidad para expandir “equivocadamente” el altruismo entre aquellos relacionados genéticamente a los no genéticamente emparentados supone una de las claves de las peculiaridades de la cooperación humana. Pero hay más.

La selección natural favorece a los individuos que pueden usar el comportamiento pasado de otros individuos como un indicador de si ellos son cooperadores o reciprocadores o no.

  Esto se llama también la “reciprocidad indirecta”, es decir, que la atención y memoria humanas son utilizadas para crear “historiales de reputación” con respecto a las personas conocidas: yo quizá no puedo compensarte directamente por el beneficio que he obtenido de tu acción altruista, pero con mi opinión hecha pública (agradecimiento, chismorreo benévolo, declaración solemne…) contribuiré a que un tercero confíe en ti como cooperador fiable y éste muy probablemente será quien te recompense.

  Ahora bien, la reciprocidad indirecta puede ser más efectiva tanto más complejos sean los recursos sociales de un grupo humano…

Variables tales como el tamaño del grupo cooperativo (el número de individuos en cualquier interacción dada), el tamaño de la población (el número de individuos en un conjunto de interactuantes potenciales), la densidad de las conexiones sociales entre individuos en la población y las creencias de las personas acerca de los cotilleos influenciarán fuertemente la efectividad de la reciprocidad indirecta

Cooperar (y hacer una gran exhibición de ello) puede tener un efecto lo suficientemente positivo sobre la reputación de uno en futuras interacciones como para que contrarreste los costes inmediatos de ayudar a otros, incluso a los aprovechados y tramposos. Esta forma de reciprocidad indirecta que sirve para construir una reputación corresponde a otra clase de soluciones evolutivas a la cooperación que se denomina señalamiento costoso. 

  Un importante cambio cultural puede consistir en la elaboración de procesos que permiten que unos cooperadores identifiquen a otros cooperadores potenciales. De esa forma, podemos hacer que el señalamiento sea cada vez menos costoso. Por ejemplo, una persona con un buen currículum de estudios obtiene con ello, además de preparación técnica, una mejor reputación social (“estatus”). Ciertas capacitaciones, ciertas convenciones sociales, permiten que las personas más predispuestas a la cooperación se reconozcan unos a otros más fácilmente.

La cooperación puede evolucionar bajo circunstancias en las cuales la selección se aproveche de una regularidad estable que permita a los cooperadores conceder con preferencia sus beneficios a otros cooperadores: en otras palabras, la cooperación puede evolucionar cuando los cooperadores tienden a cooperar con otros cooperadores.

  Sea por expansión de los instintos altruistas que se dan entre los individuos genéticamente relacionados –“equivocación” de la “adaptación inclusiva”-  o sea por reciprocidad indirecta entre individuos con capacidad para diferenciar y recordar los historiales de comportamiento de otros individuos –creación de reputaciones-, el hecho es que tales estrategias nos permiten, con gran dificultad y por tortuosos caminos de transmisión cultural a lo largo de la historia, superar el gran obstáculo a la cooperación que siempre es el obvio interés propio de cada uno en la búsqueda de satisfacer sus necesidades naturales.

  La cultura puede lentamente hacer evolucionar estos mecanismos de cooperación y la tradición del progreso ético es la representación cultural más evidente a favor de la cooperación.

  Desde luego, aunque algunos animales no humanos pueden contar con sus mecanismos culturales (algunos pájaros, que aprenden canciones unos de otros, y algunos simios que se ha comprobado que imitan de otros ciertos hábitos alimentarios innovadores…), solo en el ser humano estos mecanismos de transmisión de información implican fórmulas de cooperación provechosa para el grupo social y solo en los humanos tales rasgos culturales de gran valor práctico evolucionan y se acumulan a lo largo del tiempo.

  Los autores de este libro han observado que el comportamiento moral (no es otra cosa el conjunto de criterios para asignar sistemáticamente reputaciones), aunque parte de una base innata universal, evoluciona de forma muy diferente según las culturas.

Fuentes históricas muestran que la escala de cooperación en muchas sociedades se ha incrementado por órdenes de magnitud en tiempos históricos, indicando con ello la presencia de un proceso evolutivo no genético que ha estado acelerando la escalada de la cooperación (un proceso que no ha sido observado en otras especies)

  La cultura no solo enuncia normas morales (es decir, codifica los criterios de reputación) sino que también tiene la capacidad de hacer que, mediante complejos procesos simbólicos activos ya en la primera infancia, los individuos interioricen pautas morales diferentes.

La mayor parte de las teorías predicen que las ofertas deberían disminuir en el Juego del Dictador con relación al Juego del Ultimátum porque se asume que al menos algunas de las ofertas del Ultimátum podrían tener lugar por miedo al rechazo y que estos jugadores bajarían sus ofertas en el Juego del Dictador. Pero cuando (…) [algunos pueblos] han aprendido culturalmente reglas de contexto específico sobre cooperación y competición [la predicción no se da]. (…) El Juego de Ultimátum, con competición explícita en la forma de la capacidad de rechazar la oferta, parece encajar en un modelo de negocios competitivo, y los jugadores actuaban según esto intentando conseguir un poco más para ellos mismos. En contraste, el Juego del Dictador, que carece de competición explícita al dejar a la otra parte como un mero receptor, accionaba un robusto modelo social de caridad.(…) La gente, al menos en algunas culturas, cooperan más en entornos caritativos

  Tenemos, por tanto, como conclusión, que los planteamientos cooperativos están directamente relacionados con el altruismo y que éste opera en el individuo como consecuencia de haber sido inculcado socialmente a partir de una cierta base instintiva. Por lo tanto, las personas acaban por no ser, de promedio, igual de altruistas o cooperativas en todas las culturas y, en cualquier caso, una importante limitación al comportamiento altruista tiene que ver con lo referente a los entornos caritativos, lo que quiere decir que tales comportamientos se hallan delimitados no solo por las culturas determinadas (la cultura islámica, la cultura confuciana; la cultura sueca, la cultura nigeriana; la cultura de la clase alta, la cultura de las minorías marginadas…) sino por los ámbitos de actuación social propios de cada cultura específica. De esa forma,  un mismo individuo puede llevar a cabo comportamientos muy caritativos  en un entorno, al mismo tiempo que puede llevar a cabo otros comportamientos muy egoístas y competitivos en un ámbito diferente: un mercader corrupto, por ejemplo, puede dar mucho a obras de caridad relacionadas con la religión, o un trabajador irresponsable puede ser un vecino generoso. 

  Este conocimiento hace ver que no hay límites aparentes a las posibilidades futuras de la cooperación, dada la maleabilidad cultural aparente de los comportamientos más cooperativos. Es la cultura humana la que aumenta las posibilidades de cooperación. Pueden crearse, por ejemplo, nuevas estructuras de elaboración de reputaciones, o pueden crearse nuevas estructuras culturales que permitan inculcar en los individuos el comportamiento altruista a partir de nuestra capacidad innata –grande o pequeña- para el altruismo entre parientes, o pueden elaborarse, finalmente, sistemas de comunicación simbólica de trascendencia emocional, que transmitan valores y concepciones favorecedores del altruismo, algo que en los últimos siglos ha sido llevado a cabo por las religiones éticas o por el estilo de vida secular ilustrado…

domingo, 5 de agosto de 2018

“Confiamos en los dioses”, 2002. Scott Atran

  Scott Atran es un nombre importante de entre el pequeño grupo de los científicos sociales que estudian el fenómeno religioso. Debería haber más especialistas en este campo, porque quizá no se profundiza lo suficiente en la religión, siendo la religión, con mucha probabilidad, el factor crítico más importante del proceso civilizatorio. Más de lo que puedan serlo la tecnología, la economía o la política.

  Hoy por hoy, Scott Atran aún tiene que convencer al público culto de que la religión ha cumplido históricamente una importante función social. Que no es un parásito cultural como algunos pretenden.

Los agentes sobrenaturales pueden servir en las sociedades a pequeña escala para mitigar el egoísmo. Las creencias religiosas desalientan abandonar a los ancianos y a los enfermos que están a punto de convertirse en antepasados, tal como sucede con los aborígenes australianos, o explotar a los niños que son antepasados reencarnados, como sucede en Bali. Entre los cazadores-recolectores, las creencias religiosas promueven relaciones comensales, como compartir comida.

La cognición humana recrea a los dioses que sostienen la esperanza más allá de la razón suficiente y que sostienen el compromiso emocional más allá del interés propio. Los humanos se representan idealmente a sí mismos y el uno al otro en dioses en los que confían. A través de sus dioses, la gente ve lo que es bueno y es malo en los otros.

  En suma, la religión es un instrumento para promover actitudes éticas y con ello facilitar la cooperación humana a pequeña, media y gran escala. También hace más felices a las personas:

Mientras más tradicionalmente y asiduamente religiosa es la persona, menos probable que sufra depresión y ansiedad a largo plazo

Rezar intensamente estimula el autocontrol y la autoestima de forma que reduce el estrés agudo y crónico, y esto parece depender en gran medida de la activación prefrontal.

La religión es un compromiso en comunidad costoso y difícil de falsear con un mundo de agentes sobrenaturales contrafactuales y contraintuitivos que controlan las ansiedades de la gente, tales como la muerte y el fracaso.

  La religión es útil, y Scott Atran considera que ninguna otra ideología (religión equivale, por tanto, también a ideología) puede alcanzar su poder.

Los compromisos puramente ideológicos a los principios morales (…) carecen de aspectos interactivos de agencia personal –y la intimidad emocional que va con ella- tanto como la promesa de aplacar las ansiedades existenciales incontrolables para las cuales parece que no hay expectativa racional de resolución, tales como la vulnerabilidad  (a la injusticia, dolor, dominio), soledad (abandono, amor no correspondido) y calamidad (enfermedad, muerte). En tales asuntos, la ciencia tiene poca seguridad que dar, más que la de que todos vamos en el mismo barco. A lo más, esto es un frío consuelo.

Los agentes sobrenaturales son componentes críticos de todas las religiones pero no de todas las ideologías.

  Los seres sobrenaturales cumplen una función esencial en el arraigo de estas creencias simbólicas, sociales y moralistas…  Las  ansiedades existenciales incontrolables son sin embargo el objeto de muchas otras actividades humanistas con contenido ideológico, aparte de la religión, pero Atran no considera que esas otras ideologías puedan llegar a tener un efecto en la moral equivalente al de la religión, lo que le hace pensar, un poco fatalista, que la religión –en tanto que se fundamenta a partir de la supuesta existencia de seres sobrenaturales- siempre será necesaria.

Mientras las personas compartan esperanzas más allá de la razón, la religión perseverará. Para peor o mejor, la creencia religiosa en lo sobrenatural parece que está para quedarse.     

   El irracionalismo que implica creer en seres sobrenaturales sería entonces un componente esencial de este mecanismo cultural que tan importante ha sido para el desarrollo de la civilización… pese a que, a su vez, el desarrollo de la civilización apunta a la racionalidad y, por tanto, a la negación de la existencia de seres sobrenaturales. El hecho es que –así nos lo enseña la historia- solo mediante el avance cultural que la religión ha permitido  –de pensamiento, de conocimiento, de “sabiduría”- podemos afianzar nuestra visión lógica, racional y progresiva. Es un poco contradictorio, pero recordemos que la civilización humana no tiene precedentes en la naturaleza; un fenómeno tan extraño bien puede incluir muchas contradicciones.

Todas las religiones cuentan con creencias nucleares que conforman expectativas innatas sobre el mundo, tales como la fe en deidades físicamente poderosas pero esencialmente incorpóreas. Estas creencias llaman la atención, activan la intuición, y movilizan la inferencia en formas que facilitan su transmisión social, su selección cultural y su persistencia histórica. Nuevos experimentos sugieren que tales creencias, en pequeñas dosis, son óptimas para la memoria. Esto favorece grandemente su supervivencia cultural.

   De esa forma, el recurso a lo maravilloso cuenta, a nivel psicológico, con una ventaja cultural –la capacidad para el recuerdo y el impacto emocional- que ningún otro referente simbólico tendría…
   
El aspecto dual de las creencias sobrenaturales –de sentido común y contrafactual- las convierte en intuitivamente apremiosas pero fantásticas, eminentemente reconocibles pero sorprendentes. 

Una idea que no es memorable no puede ser transmitida y no puede alcanzar éxito cultural

   No conviene olvidar hasta qué punto está arraigada en el ser humano la tendencia a creer en los seres sobrenaturales. Si esto es así, si no hay sociedad conocida en el mundo donde no se hayan dado tales fenómenos de creencia, ha de deberse a lo que parece una predisposición congénita. Ahora bien, tal predisposición no responde directamente a una necesidad de tipo social, más bien es una consecuencia o subproducto de otras características cognitivas humanas que es “reutilizada” por los mecanismos de psicología social.

[Las creencias en seres sobrenaturales] son, en parte, subproductos de un mecanismo cognitivo naturalmente seleccionado para detectar agentes –tales como predadores, protectores y presas- y para tratar rápida y económicamente con situaciones de estímulo que implican a la gente y a los animales. Este mecanismo resolutivo innato está organizado para atribuir agencia a virtualmente cualquier acción que se parezca a las condiciones de estímulo de los agentes naturales: caras en las nubes, voces en el viento, figuras en la sombra, intenciones de automóviles o computadores, etc

 Hoy en día, uno puede ser un poco escéptico con respecto a la generalización de la superioridad de lo maravilloso sobre lo racional a la hora de influenciar en la moralidad. Al fin y al cabo, algo debe de haber influido en la cultura actual la racionalidad y la Ilustración de los últimos siglos. Nadie niega que seguimos rodeados de referentes a lo mágico, como la astrología o lo “paranormal”, pero tampoco nadie debe negar –o, como hace Atran, deliberadamente ignorar- que el porcentaje de escépticos crece de forma constante en el mundo precisamente entre las personas más cultas y de mayor conciencia ética, las que mayor poder tienen para influir en el conjunto de la población. Por otra parte, es cierto que los experimentos demuestran que los elementos “contraintuitivos” (lo fantástico, lo maravilloso) poseen un especial atractivo, pero ¿el cambio cultural no está luchando contra esto, sin prisa pero sin pausa?

El conjunto de creencias que era en su mayor parte intuitivo combinado con unos pocos mínimamente contraintuitivos tenía el porcentaje más alto de recuerdos al cabo del tiempo y el más bajo de degradación en la memoria a lo largo del tiempo. Esta es la receta para una transmisión exitosa de creencias culturales, y es el cuadro cognitivo que caracteriza las narrativas de cuentos tradicionales y religiosos más populares

  Esto sucedía antes del racionalismo ilustrado, que nos permite enfrentarnos a lo contraintuitivo con una nueva perspectiva. Ahora definimos las supersticiones, las alucinaciones, los delirios y otros síntomas de trastorno mental, así como diferenciamos entre las narraciones de ficción (con sus alegorías y figuras poéticas) y las narraciones históricas, algo imposible para la concepción mitológica. Si las creencias en lo sobrenatural, subproducto de nuestra percepción de la agentividad, poseían esta peculiaridad de servir para arraigar en la memoria historias simbólicas de contenido moral, no cabe duda de que nuestra capacidad perceptiva ha cambiado, como demuestra el desarrollo de las artes dramáticas… como alternativa a los cuentos tradicionales y religiosos más populares.
   
  Quizá más interesante sería averiguar cómo podemos contar con reproducir estos efectos mnemónicos y emocionales mediante recursos alejados de lo “contraintuitivo”, y esto por una simple razón: porque los efectos beneficiosos de la religión operan solo entre los individuos menos preparados intelectualmente, y en una sociedad que fomenta el intelecto esto significa que los beneficios de la religión disminuirán cada vez más, dejando al sector social más influyente (los intelectualmente preparados) sin el asidero psicológico benéfico que representan la estructuras culturales moralistas de tipo “religioso”.

  Alguien podrá opinar que el incremento del nivel intelectual haría prescindibles los bienes que aporta la religión. Pero ¿y si no es así? ¿Vale la pena no hacer nada para evitar que nos quedemos sin un bien que hasta hoy ha sido tan valioso, probablemente el más valioso de todos a la hora de promover la evolución moral? Porque nos encontramos hoy ante la sorprendente situación de que el progreso educativo, tecnológico y económico no es paralelo al progreso ético… No hemos progresado tanto en este último aspecto de la civilización como en todos los anteriores.

La religión (…) está menos interesada en cómo es el mundo que en cómo debería ser, cualquiera que sea el coste a su consistencia y realidad. No se preocupa por el fundamento racional de la existencia material sino por el peso moral de los valores y metas humanos que ni necesitan ni se prestan a la justificación lógica o la confirmación empírica

  Los peligros del materialismo no son imaginarios, y los recursos para la promoción de la moralidad son imprescindibles, lo que afirma la importancia del hecho religioso como recurso moral (ya lo veían así los antiguos reyes que dedicaban tantos recursos a las instituciones religiosas), pero Atran no analiza los efectos simbólicos de algunas ideologías moralistas no “sobrenaturalistas”, como el marxismo, y esto es una falta lamentable porque ya no podemos volver atrás y promover las creencias en seres sobrenaturales como recurso moral. Necesitamos desarrollar  nuevos modelos simbólico-moralistas a fin de conseguir resultados sociales aún mejores.

Intentos de reemplazar agentes sobrenaturales intencionales por agentes sobrenaturales no intencionales (el Dios Unitario de Thomas Jefferson, la Deidad de la Ilustración francesa), axiomas históricos (marxismo) o leyes físicas (ciencia natural) que no intervienen en los asuntos personales y cuyas acciones los humanos no pueden influenciar directamente, están en seria desventaja en la lucha por la selección cultural y supervivencia como dogma moral. Esto es porque no importa cómo sea de apasionado el compromiso con una ideología (…) La ideología se queda, en cierto sentido, como arbitraria de forma transparente. Como tal, no puede ser más que un intento necesariamente imperfecto de averiguar lo que es correcto. Esto deja abierta la posibilidad –de hecho la verosimilitud- de que otra ideología sea más verdadera. Y si éste es el caso, entonces la ideología actual debe ser falsa en algún sentido. 

   Totalmente cierto, y ahí tenemos el escandaloso ejemplo de cómo las creencias religiosas aún tienen poder para transformar el comportamiento moral de individuos marcadamente antisociales, tales como muchos delincuentes violentos que experimentan espectaculares “conversiones” en prisión. La ideología “secular” de la reeducación carcelaria (que tanto coste económico implica) ni se acerca al resultado que obtienen los predicadores religiosos “artesanales” (que podríamos también calificar como meros charlatanes…).

   Sin embargo, no hemos de perder la esperanza de que se mantenga una cierta independencia intelectual para crear estructuras emocionales de creencia. Al fin y al cabo, que ninguna ideología secular hasta el momento haya tenido grandes éxitos en emular la religión no quiere decir que sea imposible. Más bien señala la extrema importancia de que tal éxito se alcance en el futuro.  El puritanismo marxista en la Unión Soviética o en la China de Mao sí obtuvo algunos resultados durante algún tiempo. No era el camino correcto, pero mostraba una posibilidad, igual que tampoco el primer avión de los hermanos Wright contaba con mucha utilidad, pero mostró el camino a seguir. Desarrollar un sistema ideológico-conductual basado en alguna forma de simbolismo para promover la moralidad –prosocialidad- que no entre en contradicción con la racionalidad propia de nuestra época es algo que, de conseguirse, supondría el éxito definitivo de la civilización…

Las ideas no invaden, anidan, colonizan y se replican en las mentes, y en general no se expanden de mente a mente por imitación. Son las mentes las que crean las ideas. Las mentes estructuran ciertos aspectos comunicables de las ideas que se producen, y estos aspectos comunicables generalmente disparan o dan lugar a las ideas en otras mentes primariamente a través de la inferencia y la evocación, no mediante la imitación y replicación.

  Esto quiere decir que las normas, las reglas cívicas y morales no se comunican como los genes biológicos (una idea que algunos han tomado del concepto de “meme”, popularizado por Richard Dawkins). Por eso no basta la “prédica civil”, ni las demostraciones racionales de la conveniencia del comportamiento prosocial propias de la educación secular. No es así como funciona la mente humana y, por tanto, no es así como el proceso civilizatorio actual puede disponer racionalmente de los mecanismos psicológicos que hasta ahora han sido propios de la religión.  Scott Atran no aborda directamente esta cuestión (en realidad, parece descartarlo con cierto chocante fatalismo), pero sí señala –intencionadamente o no- la importancia de que se explore cómo podemos “destilar” de forma racional los efectos beneficiosos de la religión, prescindiendo de todo lo que es negativo.