viernes, 5 de mayo de 2023

“Una historia de la mente”, 1992. Nicholas Humphrey

  En los libros que estudian la estructura y función del cerebro humano, el lector medio siempre se interesa en especial por la cuestión de la autoconciencia. La autoconciencia nos convierte en seres humanos. Presumimos que ningún otro ser vivo experimenta este fenómeno único. De hecho, los niños muy pequeños no llegan a conocerla.

  El neuropsicólogo Nicholas Humphrey considera que la autoconciencia supone, ciertamente, un hecho único, aunque no la considera algo misterioso.

El problema mente-cuerpo es el problema de explicar cómo es que los estados de conciencia surgen en los cerebros humanos. En forma más específica (…) es el problema de explicar cómo las sensaciones subjetivas surgen en los cerebros humanos. (p. 27)

Confieso que yo también he sido víctima del malestar del “¿Es eso todo?” (…) en la preocupación acerca de qué más debería hacer una teoría de la conciencia. Pero (…) ahora diría que las transmisiones nerviosas me parecen simplemente el tipo correcto de materiales para traer la conciencia al mundo. (p. 241)

Más que abarcar toda la gama de funciones mentales superiores (percepciones, imágenes, pensamientos, creencias, etc), la conciencia es, singularmente, el “tener sensaciones”. (p. 209)

  La autoconciencia nos da bastantes problemas y no todos los pensadores y opinadores consideran que esta condición nos aporta un gran privilegio. Nos vemos, sin embargo, forzados a encontrar irrenunciable nuestra subjetividad, pues está biológicamente vinculada a nuestro deseo de supervivencia.

  Sabemos que el cuerpo no sobrevive, pero ¿es la mente lo mismo que el cuerpo?

El dualismo afirma que el universo contiene dos tipos de elementos muy diferentes, el elemento mental (del cual están hechas las sensaciones subjetivas) y el elemento físico (del cual está hecho el cerebro), y que ambos existen en forma semiindependiente el uno del otro. De modo que, en principio, podría haber mentes sin cerebros y cerebros sin mentes. (p. 28)

  No es Humphrey un simpatizante de los transhumanistas que creen que la mente puede existir en un soporte no biológico. Sin embargo, no presenta tal posibilidad como un absurdo, ya que esa concepción es la consecuencia natural del dualismo mente/cuerpo. Por una parte está el cuerpo y por la otra “el alma” –o “mente”, o “conciencia”- que lo habita. Igualmente, las funciones cognitivas pueden ser tanto simples percepciones funcionales –como las que puede tener un insecto o una máquina bien programada- como sensaciones que impliquen la subjetividad protagónica de la “persona”.

Lo que se postula es que las dos categorías de experiencia –sensación y percepción, representaciones autocéntricas y alocéntricas, sensaciones subjetivas y fenómenos físicos- constituyen modos alternativos y esencialmente no superpuestos de interpretar el significado de un estímulo ambiental que llega al cuerpo. De modo que, cuando huelo una rosa, la sensación provee la respuesta a la pregunta “¿Qué me está ocurriendo?”, y la percepción, la respuesta a la pregunta “¿Qué está pasando ahí fuera?” (p. 51)

  Esta concepción dualista tiene ciertas implicaciones que podrían reflejarse en las funciones cerebrales.

Existen buenas razones para suponer que el canal sensorial hace uso de procesamiento “analógico” y termina en una representación pictórica (algo así como una pintura en el cerebro), mientras que el canal perceptivo hace uso de procesamiento “digital” y termina en una representación proposicional (que se asemeja más a una descripción en palabras) (p. 111)

  Si nuestro interés por hacer del mundo un lugar mejor nos ha de llevar a la creación de controles culturales a nuestros peores instintos, es sin duda a través de las palabras cómo podemos tener esperanzas de éxito. Las sensaciones que llegan hasta nuestra intimidad son incontrolables pero es agudizando nuestra capacidad perceptiva como podemos mitigar sus consecuencias indeseadas. De ahí la importancia de científicos como Humphrey que nos diseccionan nuestras flaquezas dejándonos entonces un camino posible para compensarlas.

   De hecho, al estudiar los fenómenos perceptivos nos encontramos con que muchas veces no contamos con una información fiable, que nuestras percepciones son engañosas. Por ejemplo, siendo los seres humanos sujetos de percepción principalmente visual –otros animales dependen más de la percepción auditiva u olfativa-, es de lo más valioso reconocer los mecanismos innatos de la percepción visual humana que, a veces, más que guiarnos por el entorno, nos desorientan

Se ha comprobado (…) que la luz roja provoca síntomas fisiológicos de excitación: la presión sanguínea se eleva, los ritmos respiratorio y cardiaco se aceleran, y la resistencia eléctrica de la piel disminuye. La luz azul, en cambio, tiene un efecto opuesto: la presión sanguínea cae ligeramente y los ritmos cardíaco y respiratorio se hacen más lentos (p. 64)

El efecto estimulante del amarillo es tan intenso que puede incitar a los niños al vandalismo. Durante una exposición de juguetes, exhibidos en varias habitaciones pintadas en colores, ¡todos los de la habitación amarilla fueron dañados o rotos! (p. 65)

  La “percepción subliminal” es otro de tales mecanismos innatos que pueden descarriarnos. Incluso se puede medir la velocidad perceptiva del ojo humano en comparación con el de otros animales (nadie gana en percepción visual a las aves rapaces) lo que nos ayuda a comprender que no siempre hemos de fiarnos de las apariencias.

   Reconocida nuestra fragilidad subjetiva ante lo engañoso de las sensaciones y percepciones, ¿es la conciencia de la autoconciencia nuestro refugio? ¡Pensamos, luego existimos! Y, sin embargo, también puede parecer imprecisa la descripción del “estado reverberante” de la percepción durante la consciencia si bien el contraste entre el estado de vigilia y el del sueño nos lo hace más comprensible.

Los filósofos liberales, opuestos a la idea de cualquier tipo de grandes discontinuidades en la naturaleza, a veces han sugerido que la [conciencia] ha surgido lenta y gradualmente, con algunos animales que eran “solo un poquito conscientes”, y otros más. Pero esto, de acuerdo con la teoría, es algo que podemos descartar taxativamente. Porque la conciencia no habrá surgido salvo que y hasta que la actividad en el circuito de retroalimentación decolase como actividad reverberante; y los circuitos de retroalimentación tienen característicamente propiedades de todo-o-nada: o bien sostienen la actividad reverberante con un lapso vital significativo, o bien la actividad se extingue de inmediato. De ahí que podamos conjeturar que, a medida que los circuitos sensoriales se acortaron en el curso de la evolución y su fidelidad se incrementó, debe haber habido un umbral en el que la conciencia surgió en una forma bastante súbita, así como hay un umbral que nosotros mismos cruzamos al ir del sueño a la vigilia (p. 225)

La gente a veces experimenta estados de depresión en los que hay una pérdida de intensidad visual y los colores parecen chatos y desvaídos, como si, en este caso, la vida de la actividad sensorial hubiese sido restringida y el presente consciente reducido. El ejemplo más dramático de lo que sucede cuando la actividad reverberante es amortiguada por completo puede ser el estado de sueño. Al caer una persona en el sueño el presente consciente se reduce efectivamente a nada, y el tiempo subjetivo se torna no más que la corriente poco profunda del tiempo físico (p. 207)

  Coincide bastante con lo que nos indican técnicas contemporáneas de relajamiento o reforzamiento de la atención como el yoga o el “mindfulness”. Si bien nuestra inclinación natural es hacia el estado consciente, el estado que nos hace ser propiamente humanos, por otra parte este estado implica esfuerzo, tensiones e inseguridad existencial. Nuestra aspiración a una vida racional basada en una información objetiva acerca de nuestro entorno requiere de un conocimiento crítico de la naturaleza perceptiva y las consecuentes sensaciones subjetivas. 

Lectura de “Una historia de la mente” en Editorial Gedisa 1995; traducción de José María Lebrón

No hay comentarios:

Publicar un comentario