martes, 25 de diciembre de 2018

“¿El fin de la historia?”, 2006. Francis Fukuyama

  En 1989, antes incluso de que cayese el muro de Berlín, Francis Fukuyama, un reputado profesor de Ciencias Políticas norteamericano, alcanzó la celebridad con un texto relativamente breve titulado “¿El fin de la historia?”, anunciando que “la historia había terminado” y que la civilización culminaba en la ideología liberal-democrática y su consecuente sistema económico, el capitalismo.

El siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo final de la democracia liberal occidental parece, cuando está próximo a concluir, que ha descrito un círculo al volver a su punto de partida inicial: no a un «fin de la ideología» o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo tiempo atrás, sino a la inquebrantable victoria del liberalismo económico y político.

Lo que podríamos estar presenciando no es simplemente el fin de la Guerra Fría o la desaparición de un determinado período de la historia de la postguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Esto no quiere decir que no vayan a producirse más acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales sobre relaciones internacionales del Foreign Affairs, pues la victoria del liberalismo se ha producido principalmente en la esfera de las ideas o de la conciencia, y aún es incompleta en el mundo real o material. Pero hay poderosas razones para creer que este es el ideal que se impondrá en el mundo material a largo plazo.

   En los años sucesivos -en esta ocasión nos quedamos en 2006-, Fukuyama complementó su texto inicial (un extenso artículo aparecido en una revista especializada en ciencias políticas) con diversas aclaraciones y nuevas publicaciones, muchas de las cuales eran meras reiteraciones, sobre todo en algunos aspectos fundamentales en particular que habían dado lugar a confusión. Por encima de todo, él nunca dijo que cesarían de producirse acontecimientos históricos (como el desastre de Yugoslavia en los años 90, el 11 de septiembre o la crisis económica del 2008) sino que estos no afectarían al curso de la civilización y no implicarían cambios de pensamiento o ideológicos.

¿Hemos llegado realmente al fin de la historia? En otras palabras, ¿existen «contradicciones» fundamentales en la vida humana que no pudiendo resolverse en el contexto del liberalismo moderno se resolverían en una estructura politicoeconómica alternativa?

   La respuesta a la segunda pregunta sería que “no”, que Fukuyama no cree que aparezcan tales estructuras politicoeconómicas alternativas. Este posicionamiento ha sido muy polémico, representativo de la aparente soberbia del propio sistema por el que se aboga, lo que recuerda un poco a los jerarcas cristianos que colonizaron el mundo entero a partir de la convicción de que la fe cristiana era la única verdadera. Máxime si consideramos que, al fin y al cabo, el sistema económico capitalista es, per se, inmoral, al basarse en la desigualdad.

Se puede argumentar que los esquemas socialistas de distribución son más justos en un sentido moral. El problema principal que tienen es que no funcionan

  ¿Un problema que quedará por siempre sin resolver? Incluso aunque el socialismo no pudiera mejorar, ¿y si el sistema político socialista no fuese la única solución posible al problema moral?

   La idea de que la historia tiene un “fin”, el progreso de la civilización, la toma Fukuyama principalmente del filósofo alemán Hegel, que vivió la época del liberalismo incipiente de la Revolución francesa y lo que siguió.

Para Hegel todo el comportamiento humano en el mundo material y, por tanto, toda la historia humana, están enraizados en un estado previo de conciencia (…). Puede que esta conciencia no sea explícita ni autoconsciente, como ocurre con las doctrinas políticas modernas, sino que más bien adopte la forma de una religión o de simples hábitos morales o culturales.

Para bien o para mal, gran parte del historicismo de Hegel ha pasado a formar parte de nuestro bagaje intelectual contemporáneo. La idea de que la humanidad ha progresado a través de una serie de etapas primitivas de conciencia en su andadura hacia el presente, y que estas etapas correspondían a formas concretas de organización social, como las sociedades tribales, esclavistas, teocráticas y, finalmente, democrático-igualitarias, se ha vuelto inseparable de la concepción moderna del hombre. (…) Hegel pensaba (…) que la historia culminaba en un momento absoluto, momento en que resultaba triunfadora una forma final y racional de la sociedad y del Estado.

   En cierto modo, la idea del “progreso” es anterior, aunque no se expresaba en términos filosóficos seculares: el cristianismo daba por sentado que el mundo acabaría con el Reino de Dios en la Tierra. Hasta entonces, los antiguos no pensaban que en el futuro fuera a suceder nada parecido; muy al contrario, especulaban con que el mundo degeneraba a partir de una Edad de Oro primigenia. Platón aspiraba a recuperar formas de gobierno míticas, la Atlántida tragada por el océano.

  Así pues, para Hegel y Fukuyama (y para el filósofo francés Kojeve, inspirador directo del segundo), la civilización fue navegando hasta la Ilustración, y por la Ilustración, tras el grave naufragio del marxismo (y su siniestra secuela, el fascismo), hemos arribado a la tierra firme del liberalismo social y económico.

   Y -¡atención!- el proceso psicosocial que habría movido esta transición hubo de ser la búsqueda humana de “reconocimiento”.

Comprendamos al hombre como un ser para el que el reconocimiento es primordial. (…) Un individuo es reconocido igual y universalmente por ser un ser humano, es decir, un ser libre no determinado por la naturaleza y, por tanto, capaz de hacer una elección moral. (…) El Estado universal y homogéneo hegeliano honraba esta búsqueda del honor en la modernidad haciendo del reconocimiento universal la base de todos los derechos.

   Otros le pueden llamar la “lucha por la dignidad”. Fukuyama, por lo demás, admite las raíces cristianas de este proceso de reconocimiento del individuo dentro de sociedades liberales

El origen histórico de la democracia liberal secular moderna está en la cristiandad, una idea que ciertamente no es original. Hegel, Tocqueville y Nietzsche, entre otros pensadores, han afirmado que la democracia moderna es una versión secular de la doctrina cristiana de la dignidad universal del hombre, entendida hoy como una doctrina política no religiosa de los derechos humanos. En mi opinión, no hay duda alguna de que esto es así desde un punto de vista histórico.

   Dos siglos han transcurrido desde Hegel, cuando el ideario liberal ilustrado de la Revolución francesa (y su gran precedente norteamericano) se extiende por el mundo entero. Reconocimiento, dignidad y libertad. El fin de la historia lo encontramos, pues, en el capitalismo liberal.

  Fukuyama no justifica a los insatisfechos con las imperfecciones sociales del momento. Los explica como algo inevitable.

La historia humana y el conflicto que la caracterizaba se basaba en la existencia de «contradicciones»: la búsqueda de reconocimiento mutuo del hombre primitivo, la dialéctica del amo y el esclavo, la transformación y el dominio de la naturaleza, la lucha por el reconocimiento universal de los derechos y la dicotomía entre proletario y capitalista.

   Pero al final de la historia no es necesario que todas las sociedades se conviertan en sociedades liberales exitosas, basta simplemente con que abandonen sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y más elevadas de sociedad humana.

  Y de lo que quiere convencernos no es tanto de que el fin de la historia lleve al paraíso, sino de que no debemos malgastar energías buscando nuevas fórmulas utópicas. El desastre del marxismo en 1989 debería ser la demostración definitiva.

Marx invirtió completamente la prioridad de lo real y lo ideal, relegando toda la esfera de la conciencia —religión, arte, cultura y la filosofía misma— a una «superestructura» que estaba determinada enteramente por el modo material de producción predominante

   El materialismo de Marx es comprensible, pues con la Ilustración (con la ciencia) aprendimos que el ser humano está determinado por su entorno. Lo que pasa es que parece que Marx se equivocó en cuanto al mecanismo de tales condicionamientos.

En general, mi visión historicista del desarrollo humano ha sido siempre débilmente determinista, a diferencia del marcado determinismo del marxismo-leninismo. Creo que existe una tendencia histórica general hacia la democracia liberal y que hay varios desafíos previsibles.

   Pero no parece razonable considerar que la historia haya terminado solo porque hasta el momento no ha surgido una nueva ideología. Si Fukuyama acusa al marxismo de desdeñar la evolución de lo ideal por lo material, también a su vez puede ser acusado él de minusvalorar la capacidad de transformación de la mente humana –que origina muchos tipos de ideas- a la hora de dar lugar a nuevas fórmulas sociales. La humanidad que rechazó la teocracia, la tiranía y la violencia mutua también puede rechazar la inmoralidad intrínseca de la economía de mercado y la coerción gubernamental. ¿Por qué no iba a darse tal cambio en el futuro a partir de nuevas ideas?

   Está claro que el condicionamiento material no es la explicación de la injusticia, pero está mucho menos claro que la “esfera de la conciencia” sea incapaz de desarrollar nuevas pautas culturales que satisfagan, no el deseo de alcanzar el reconocimiento-dignidad-honor (que tiene mucho que ver con lo que sucede entre los animales sociales que luchan por el estatus), sino una necesidad humana más benévola y constructiva, que no considere a los semejantes como meros obstáculos a nuestras necesidades de ser respetados y “reconocidos”. En su momento (y en muchos lugares del mundo todavía hoy), tal aspiración supuso una mejora extraordinaria para el desarrollo de las cualidades más propiamente humanas (las “prosociales”, las que implican las condiciones de extrema confianza que facilitan en mayor grado la cooperación eficiente) pero, en abstracto cuando menos, la moralidad fija metas aún más altas y la ciencia social nos enseña que ciertos actos humanos de prosocialidad (de benevolencia y altruismo) no surgen de la coerción legal, sino de la interiorización psicológica de determinadas pautas culturales.

En Capitalismo, socialismo y democracia, Joseph Schumpeter escribía en 1943 que no había ninguna razón por la cual la organización económica socialista no pudiera ser tan eficiente como el capitalismo. Rechazó las advertencias de Hayek y von Mises de que las juntas centrales de planificación tendrían que afrontar problemas de una «complejidad inmanejable», subestimó gravemente la importancia de los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar, y predijo sin acierto que la planificación centralizada reduciría la incertidumbre económica

   Los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar: ésta es una cuestión en la que Fukuyama no abunda. Se trata de juzgar la motivación psicológica del individuo en tanto que partícipe social. Era esto lo que Marx había desdeñado, incapaz de percatarse, por lo visto, de que su enfrentamiento con Bakunin dentro de la Internacional Socialista presagiaba el de Stalin contra Trotsky y, en general, todas las luchas entre “socialistas” motivadas por el afán de supremacía… pasase lo que pasase con la propiedad de los medios de producción, la resolución de la lucha de clases y el papel del Estado en el socialismo…

   Era esto también lo que hizo que Freud se mostrara muy escéptico con el socialismo. Una sociedad es una suma de individuos que han de interactuar en base a sus motivaciones e impulsos subjetivos. Para Marx y para Fukuyama, por igual, la motivación es “el reconocimiento”, es decir, el deseo individual de afirmarse ante la amenaza del otro. Para Marx, el reconocimiento se obtiene gracias a la participación del ciudadano en un poderoso organismo político que crea la sociedad sin clases… suponiendo que tal organismo sea viable. Para Fukuyama, el reconocimiento viene dado, en parte, por las benévolas garantías que otorga el estado liberal-democrático, pero no se desarrolla plenamente más que mediante la competencia de intereses individuales propia del capitalismo.

   Ambos puntos de vista son contrarios a la idea de una evolución moral porque presuponen relaciones mutuas de desconfianza y agresión que solo pueden controlarse o bien mediante la coerción violenta o bien mediante el cambio económico (superabundancia que minimice los efectos de la desigualdad).

   Por el contrario, la evolución moral lo que exige es una mayor participación de la persona, en tanto que individuo inteligente y consciente, en el autocontrol de su propia antisocialidad. El error se encuentra en considerar que toda la moralidad ha de expresarse forzosamente en fórmulas políticas, cuando la política no es sino la creación de estructuras coercitivas más o menos consensuadas que, a modo de mal menor, controlan la competitividad-agresividad humanas.

   Marx tuvo al menos la lucidez de especular vagamente con el “comunismo”, una sociedad futura sin coerción -¡el reino de Dios en la Tierra!-… y eso sí que hubiera sido “el fin de la historia”.

   No ha de olvidarse que, si el origen del liberalismo está en el cristianismo, el cristianismo no surgió como doctrina política, y de ahí su fuerza. El cristianismo surgió como una comunidad moral en sí, en la que el autocontrol de la antisocialidad era puramente psicológico (por obra de la Fe, Caridad o Espíritu Santo), mientras que, si bien Platón creía que la inteligencia y la sabiduría llevan a la virtud, al fin y al cabo también había de seguir siendo el buen gobierno coercitivo el que ha de garantizar la paz social.

   Para que haya un fin de la historia tendría que haber un fin de la política. Es decir, un fin de la moralidad enmarcada exclusivamente en los estados, gobiernos, leyes y cualquier tipo de coerción física. Pablo, sumiso al poder del Imperio Romano, sin embargo subraya, espiritual: “Por la ley conocí el pecado”. El mundo cristiano, el mundo de la evolución moral, no es un mundo de ciudadanos que son o no castigados por el poder: es un mundo de pecadores y redentores. Hoy en día, el paso lógico sería el desarrollo de una fórmula de mejora social inspirada por la moral cristiana y racionalmente informada por la ciencia, ajena y opuesta a la concepción política de la vida social.

  En el fin de la historia de Fukuyama se llega al amoralismo de los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar. Porque en el capitalismo el incentivo es el lucro personal, el consumismo egoísta como marcador de desigualdad. ¿Y ése es el fin de todo? ¿La evolución moral acaba en la amoralidad?   

sábado, 15 de diciembre de 2018

"Estructuras de la mente", 1993. Howard Gardner

   Howard Gardner ideó hacia 1983 la teoría de las “inteligencias múltiples”, insatisfecho, como muchos otros psicólogos, con la preponderancia que había tomado el extraordinariamente célebre test de coeficiente intelectual –IQ-, también conocido como “test de Stanford-Binet”

La mayoría de los académicos de la psicología, y casi todos fuera del campo, están convencidos de que ha sido excesivo el entusiasmo por las pruebas de inteligencia (…) Las pruebas tienen poder predictivo acerca del éxito en la escuela, pero hasta cierto punto poseen poco poder predictivo fuera del contexto escolar.

  No es poca cosa que el test IQ sea útil en el contexto escolar, pero la mente humana es mucho más compleja de lo que muestran los requerimientos académicos… y no es solo el avance de la ciencia lo que exige una atención más exacta a las “estructuras de la mente”

Descubrir la semblanza intelectual inherente de un individuo, lo cual creo que es posible, no servirá por fuerza como medio para encasillar al individuo o para enviarlo al montón de desperdicios intelectuales; es más bien, ese tipo de descubrimiento que deberá proporcionar una manera de asegurar que todo individuo tenga a su disposición el mayor número de opciones posible al igual que el potencial para lograr competencia en los campos que él y su sociedad consideren importantes.

Afirmo que hay evidencias persuasivas sobre la existencia de varias competencias intelectuales humanas relativamente autónomas, que en lo sucesivo abrevio como «inteligencias humanas». Estas son las «estructuras de la mente» de mi título. 

  Gardner distingue, al menos, siete tipos de inteligencia (otros autores realizan enumeraciones aún más variadas)

Siete inteligencias [son] consideradas: las inteligencias lingüística y logicomatemática que de tantos privilegios gozan en las escuelas hoy en día; la inteligencia musical; la inteligencia espacial; la inteligencia cinestésicocorporal; y dos formas de inteligencia personal, una que se dirige hacia los demás y otra que apunta hacia la propia persona.

  La “logicomatemática” y la lingüística son las del test IQ. Las inteligencias personales parecen relacionadas con lo que se conoce en general como “habilidades sociales” y tienen también mucho que ver con la sociabilidad (la inteligencia lingüística puede confundirse también con un tipo de habilidad social, pues el lenguaje es más un medio de relaciones entre individuos que un sistema para comunicar información).

El principal uso creativo del intelecto humano no está en las áreas tradicionales del arte y la ciencia, sino en mantener unida a la sociedad. (…) Los primates sociales deben ser seres calculadores, que deben tener en cuenta las consecuencias de su propia conducta, que deben calcular la conducta probable de los demás, calcular los beneficios y pérdidas

  Las inteligencias espacial y cinestésicocorporal tienen que ver con las habilidades prácticas por las cuales los Homo Sapiens lograron vencer a todos sus competidores de otras especies (elaboración de herramientas y su utilización). Pero como muy bien señala Gardner, no son el núcleo de la peculiaridad humana. Los humanos tenemos nuestro origen evolutivo más característico en la capacidad social, en poder articular grandes grupos de individuos, cada uno con comportamientos casi imprevisibles. Es de la inteligencia social que surgen, quizá como subproducto, las habilidades manuales que llevarían al desarrollo de la tecnología y con ello al triunfo “militar” de Homo Sapiens sobre todas las demás especies animales (incluidos, por supuesto, los otros homínidos, ya extinguidos por causas obvias).

  La inteligencia musical, en cambio, no parece contar con utilidad. No más que cualquier otra actividad lúdica.

He formulado una definición de lo que denomino una «inteligencia»: la capacidad de resolver problemas, o de crear productos, que sean valiosos en uno o más ambientes culturales.

  Nada puede atemorizar más a un psicólogo que hacer clasificaciones de individuos según su valía. De ahí que el test IQ atemorice: resulta bastante evidente que quienes más alto puntúan en este test acaparan casi todas las ventajas en nuestra cultura actual.

La importancia dada al número no es del todo inapropiada: después de todo, la calificación en una prueba de inteligencia sí predice la capacidad personal para manejar las cuestiones escolares, aunque poco predice acerca del éxito en la vida futura. 

   La reacción inevitable al “condicionamiento clasificatorio” es tratar de asegurar que es posible la actuación sobre las potencialidades del individuo mediante el esfuerzo, el trabajo y un hábil asesoramiento. Lo contrario sería rendirnos a un funesto determinismo… o incluso a la “predestinación”. Por lo menos, en nuestra concepción actual del amor propio, ser “clasificado” como “no destinado al éxito social” (¿fracasado?) resulta abrumador…

En vez de suponer que tenemos una «inteligencia» independiente de la cultura en que nos toca vivir, hoy muchos científicos consideran la inteligencia como el resultado de una interacción, por una parte, de ciertas inclinaciones y potencialidades y, por otra, de las oportunidades y limitaciones que caracterizan un ambiente cultural determinado.

Existe considerable acuerdo en el sentido de que los rasgos físicos son mayormente genéticos, que los aspectos del temperamento también son bastante genéticos; pero cuando uno llega a los aspectos del estilo cognoscitivo o de personalidad, el caso en favor de la alta heredabilidad se vuelve mucho menos convincente.

   Convincente o no, el autor no deja de mencionar en su libro el carácter innato de muchas cualidades muy valoradas.

Debiera ser posible identificar el perfil (o inclinaciones) intelectual de un individuo a una edad temprana, y luego utilizar este conocimiento para mejorar sus oportunidades y opciones de educación. Uno podría canalizar a individuos con talentos poco comunes hacia programas especiales, incluso, de igual modo como uno podría diseñar protética y programas de enriquecimiento especial para individuos con semblanza atípica o disfuncional de las competencias intelectuales.

Las invocaciones de «no hay límites al aprendizaje» tienen poca utilidad: no sólo es falso pensar que un ser humano puede hacer cualquier cosa, sino que, en donde todo es posible, no existen lineamientos acerca de lo que debiera intentarse y lo que no. Mis siete formas de inteligencia «medular» son un esfuerzo por establecer siete regiones intelectuales en las que la mayoría de los seres humanos tienen el potencial para el avance sólido

  Gardner, pues, no pretende más que ayudar a que la psicología ayude a las personas, sobre todo en cuestiones educativas. Evaluar correctamente las capacidades de un individuo puede evitar muchas situaciones lamentables de fracaso, frustración y dolor.

Me interesan las maneras en que se puede emplear la teoría de las inteligencias múltiples para informar, y quizá para alterar, las políticas implantadas por las personas que son responsables de la educación, cuidado infantil y desarrollo humano.

¿Todavía tiene sentido agrupar toda la lógica y las matemáticas, como una forma de inteligencia, y diferenciarla en forma marcada de las demás? Sólo el tiempo podrá decir si el agrupamiento que he propuesto aquí tiene validez a largo plazo. (…)Cada inteligencia tiene sus propios mecanismos de ordenación, y por la manera en la que se desempeña una inteligencia su ordenación refleja sus propios principios y medios preferidos. Quizá en Bali alguna de las facultades estéticas ocupe los mismos privilegios aparentes de dar órdenes de la clase superior que en Occidente tendemos a atribuir, en forma casi refleja, a las habilidades que muestra un matemático o un lógico.

Creo que debiera ser posible obtener un cuadro razonablemente exacto del perfil intelectual de un individuo —ya sea que tenga tres o que tenga trece años— en el curso de más o menos un mes, en tanto que ese individuo está aplicado en actividades regulares en el salón de clases. El tiempo total invertido pudiera ser de cinco a diez horas de observación

  Pero con las inteligencias múltiples nos llega también un mensaje constructivo más allá de lo que se beneficie a la educación y el encaje económico de los individuos en una sociedad compleja, y ese mensaje es que la riqueza “modular” de la mente humana nos ofrece un panorama nada aburrido, donde el desarrollo del potencial humano, con independencia de las exigencias de la cultura en la que vivamos, abre caminos de expansión humana enriquecedores, productivos y creativos.

   Por otra parte, si la inteligencia lógico-matemática y lingüística no tienen una relevancia especial con respecto a las otras potencialidades, ¿ofrece Gardner alguna alternativa interesante que pueda ayudarnos a sacar el mejor partido posible a nuestra capacidad mental? ¿Algo que, por ejemplo, nos ayude directamente a mejorar nuestra vida en sociedad?

Una forma todavía más general de inteligencia, algo relacionada con la metaforización, pero más amplia, se ha llamado indistintamente poder sintetizador general o, incluso, sabiduría. (…) Individuos que tienen alguna combinación de  (…) considerable sentido común y originalidad en uno o más dominios, junto con una capacidad madurada para metaforizar o hacer analogías.  (…) Cualquier explicación que pueda darse para el sentido común, originalidad, y capacidad para metaforizar debiera sugerir los constituyentes de la sabiduría última. 

   Sentido común y originalidad no suelen casar muy bien (¡de ahí la importancia de dominar tal arte!) pero, en cualquier caso, la sabiduría no está entre las siete “inteligencias”. Quizá las inteligencias intrapersonal e interpersonal son de utilidad a este respecto pero ¿no se trata de habilidades que, en muchos casos, sirven para manipular el comportamiento ajeno en nuestro provecho?

La inteligencia intrapersonal está involucrada principalmente en el examen y conocimiento de un individuo de sus propios sentimientos, en tanto que la inteligencia interpersonal mira hacia afuera, hacia la conducta, sentimientos y motivaciones de los demás

   De momento, alcanzar la sabiduría no parece una cuestión relevante para los psicólogos que investigan la estructura de la mente. Lástima, porque si minimizamos la importancia del IQ como criterio intelectual unificador corremos el riesgo de quedar en un cierto relativismo con respecto a las diversas culturas, cada una con su propio criterio, mientras que el humanismo, la visión del ser humano en la que el individuo se valora por encima de sus circunstancias, requiere algún referente unificador. La idea del “alma” y las virtudes espirituales que le hacen referencia fueron vitales para el desarrollo de la civilización liberal y democrática que predomina hoy en día. Si el criterio no es la inteligencia logicomatemática y lingüística –el IQ-, entonces quizá podría serlo esa combinación de “sentido común” y “originalidad”. Queda para más adelante que algún otro erudito nos guíe a la hora de precisar la sabiduría, la capacidad para mostrar un considerable sentido común y originalidad en uno o más dominios, junto con una capacidad madurada para metaforizar o hacer analogías  porque esta facultad creativa, vinculada aparentemente a la “inteligencia social” (el “sentido común”, en tanto que no quiera decir conformismo con la cultura en la que uno se desarrolla) es la que nos puede proponer innovaciones para la mejora cultural. No es tan difícil distinguir entre una cultura “mejor” y otra “peor”, pero se requiere una especial capacidad para formular propuestas constructivas sensatas y a la vez no convencionales (es decir, contrarias, en ocasiones, a las costumbres de un momento dado).   

miércoles, 5 de diciembre de 2018

“Ultrasociedad”, 2016. Peter Turchin

Este libro es acerca de la ultrasocialidad –la capacidad de los seres humanos para cooperar en grandes grupos de extraños, grupos que van desde pueblos a ciudades hasta naciones y más allá-.

    Ultrasocialidad implica una capacidad superior para la cooperación. La cooperación no es algo raro en el reino animal (las manadas de lobos, las bandadas de pájaros, los cardúmenes de peces…) pero se distinguen dos tipos especiales de tal capacidad.

Debido a que los dos caminos son tan diferentes, la mayor parte de los biólogos usan el término eusocialidad (verdadera socialidad) para los insectos sociales y ultrasocialidad (extrema socialidad) para los humanos.

    La ultrasocialidad implica una riqueza indeterminada de formas de cooperación diferentes, lejos de la estructura rígida que es propia, por ejemplo, de los insectos sociales (recordemos que los animales eusociales son todos parientes directos entre sí). Hasta qué punto puede llegar la capacidad cooperativa del Homo Sapiens es algo que todavía no podemos saber. Desde el origen de las bandas de cazadores-recolectores (no muy diferentes a las de los grandes simios) hasta la enorme comunidad internacional actual se han producido cambios asombrosos pero en nuestros tiempos la fantasía humana informada por la ciencia nos ofrece perspectivas aún más asombrosas para el futuro…

     En cualquier caso, lo que el profesor Turchin nos cuenta en su libro, muy documentado y muy actualizado con la lectura atenta de las últimas teorías, es acerca de los mecanismos que impulsan la cooperación. Mecanismos que han estado activos en el pasado y que, generando resultados de muy diferente apariencia, siguen activos hoy.

  Pensamos comúnmente que, en tanto que en la vida humana siempre se dan insatisfacciones, la cooperación puede ayudarnos a resolverlas… pero no es ése el camino que muestra la historia humana. En términos generales, las culturas se adaptaban a sus carencias con sus estrategias tradicionales, dando lugar a un previsible conformismo, de modo que la idea de usar la cooperación para resolver las insatisfacciones cotidianas es más bien moderna. Turchin considera que en el pasado solo circunstancias extremas han podido empujar a las sociedades a probar nuevas estrategias de cooperación. Y la circunstancia extrema capital siempre ha sido la guerra.

   Pero eso no es tan negativo como suena.

Fue la competición y el conflicto entre los grupos humanos lo que impulsó la transformación de las pequeñas bandas de cazadores-recolectores en grandes naciones-estado. (…) La guerra destruye y crea. Es una fuerza de destrucción creativa (…) Y hay buenas razones para creer que acabará por destruirse a sí misma y creará un mundo sin guerra.

   Porque lo que la guerra ha puesto en marcha ha sido no tanto formas más mortíferas para realizarla, sino medios cooperativos que permiten ganarla (la guerra es un medio para un fin, no un fin en sí…).

Mucha gente, incluido yo mismo, piensa que la guerra no es útil en absoluto. La guerra es maligna. Pero a veces es un mal menor. Cuando la alternativa es la muerte, la esclavitud, o la obliteración de la identidad cultural, mucha gente elige luchar, si bien no hay nada bueno en ser forzado a hacer tal elección. Aunque no todo el mundo siente lo mismo. Ahí están aquellos que glorifican la guerra y abogan por una “musculosa” política exterior que use la guerra como “una continuación de las relaciones políticas llevadas a cabo con otros medios”

    Por otra parte, sí es cierto que la guerra es la continuación de la violencia humana mediante medios más efectivos. Porque la violencia humana no la ha inventado la guerra entre estados. Todos los animales son violentos, todos compiten entre sí por los recursos, y las bandas de lobos y de chimpancés también pueden llegar a exterminarse unas a otras. Por eso no debe sorprendernos el que, antes de que aparecieran las sociedades agrícolas, los cazadores-recolectores ya se matasen entre sí.

Los huesos que tienen marcas de fracturas infligidas por otros humanos son sorprendentemente comunes considerando la escasez de restos homínidos tempranos (…) A lo largo de la historia de nuestra especie, la violencia interpersonal, especialmente entre varones, ha sido prevalente.

   En cuanto a la guerra (la guerra entre grupos), hemos de volver a lo mismo: la guerra se hace –salvo en casos excepcionales- para ganarla, no para perpetuarla, y sucede que, un tanto accidentalmente, buscando medios para ganar las guerras, las sociedades han descubierto las posibilidades de la paz. Porque la meta de ganar una guerra equivale a la seguridad, y la mayor seguridad es que no se produzcan más guerras. De modo que no es paradójico que la guerra llegue a convertirse en un fenómeno más de “destrucción creativa”. Destrucción, sí, pero creativa en el sentido de que puede llevar a mejores fórmulas de cooperación. Y entonces, al final, lo que puede quedar destruido es la misma guerra. Veamos cómo.

  Para ganar las guerras, sobre todo en una época primitiva de la civilización –más bien, los comienzos de la civilización-, lo primero y más importante es contar con más combatientes que el enemigo.

En cualquier estadio, un tamaño mayor era una ventaja en la competición militar contra otras sociedades (…) La ley al cuadrado de Lanchester [explica que] (…) durante cada ronda de enfrentamientos, la proporción de bajas infligidas por un ejército al adversario es el cuadrado de su ventaja numérica

La evolución hubo de encontrar mecanismos que permitieran que las sociedades a gran escala funcionaran razonablemente bien sin romperse por sus costuras. Ser una sociedad a gran escala no es fácil (…) La gente hubo de inventar arreglos que permitieran la cooperación con extraños

  Y ahí está el problema: Homo sapiens no está genéticamente diseñado para vivir en grupos demasiado grandes. ¿Cómo coordinar a los integrantes de tales grupos extensos, tan ventajosos para la guerra? La solución del período histórico fue la aparición de la autoridad política.

La guerra no solo se decide por armas superiores y número de combatientes. El entrenamiento, la disciplina, la cohesión de la unidad y la coordinación general del esfuerzo militar son también importantes. Las funciones de orden y control son particularmente complejas para la fuerza militar de una alianza tribal. Una efectiva cadena de mando, con un solo comandante general, es lo que marca la diferencia entre una banda y un ejército real.

   La autoridad política primigenia es el caudillo militar. Pero también hay que pensar que la guerra no es solo el combate. También es la preparación constante para la eventualidad de ser atacados. El caudillo militar ha de convertirse en rey, algo más complejo.

Los déspotas pueden ser altamente efectivos en el campo de batalla. Sin embargo, una jerarquía militar centralizada tiene inconvenientes cuando se trata de gobernar en tiempos de paz

   Y esto es porque la agresividad entre grupos debe ir paralela a la disminución de la agresividad dentro del mismo grupo.

La evolución de la cooperación se ve dirigida por la competición entre grupos (…) [Sin embargo,] para tener éxito los grupos cooperativos deben suprimir la competición interna

    Acabar con la competición interna mientras se prepara el grupo para la competición externa implica complejidades culturales innovadoras. La autoridad política puede promoverlas, pero lo primero de todo es convencer a los gobernados –potenciales combatientes- de que deben obedecer al caudillo, al rey.

No era bastante con solo tomar el poder; el jefe había de parecer que lo hacía legítimamente. Nuevos métodos culturales para legitimar el poder de la jefatura habían de evolucionar y eso llevó tiempo (…) Hubieron de darse miles de emprendedores en la historia humana que fracasaron en hacer el salto a la monarquía permanente

    Los que no fracasaron fundaron imperios, imperios donde se promovía no solo la obediencia y la disciplina militar: también el orden interno y la producción de riqueza. Y entonces se produce una paradoja: Homo sapiens, el homínido más “democrático” en origen, sobre todo si se compara el estilo de vida del hombre prehistórico con la vida social de gorilas y chimpancés, inventa, en el Neolítico, el despotismo más absoluto.

Durante más del 90% de nuestra historia evolutiva, la tendencia general de la evolución social humana fue hacia una mayor igualdad, a medida que se abandonaban las jerarquías sociales de nuestros parientes grandes simios. Pero entonces, unos pocos miles de años después de la adopción de la agricultura, los humanos renunciaron a su feroz igualitarismo y aceptaron el despotismo.

Hay un principio en la sociología conocido como la ley de hierro de la oligarquía. Dice que toda forma de organización, sin que importe cómo sea de democrática o autocrática al comienzo, eventualmente e inevitablemente se convertirá en oligarquía

    El despotismo había de legitimarse y se recurrió a diversas estrategias culturales para ello. No es fácil convencer a la mayoría de que conviene obedecer en base a los intereses de la minoría. Los caudillos hábiles habían de promover estructuras culturales más sutiles que una gratuita tiranía creada para la guerra.

Si quieres que tus soldados luchen con valor, no puedes oprimirlos. Y si has estado oprimiendo a tu propio pueblo, es tonto darles armas 

   Así que los reyes se decían descendientes de los dioses y, de forma igualmente creativa desde el punto de vista de las ficciones míticas, daban lugar a élites guerreras dentro de sociedades muy desiguales. Una combinación de persuasión, engaño y terror podía mantener durante algún tiempo ese estado de cosas, pero, a la larga, no podía ser bien aceptado un sistema tiránico si no se daban ciertas contraprestaciones para el conjunto de la sociedad. Constantemente surgían nuevas estrategias más legitimistas, algunas de las cuales tuvieron éxito.

Una nueva tendencia: a lo largo de toda Eurasia, los jerarcas estaban interesándose en lo que hoy llamaríamos probablemente justicia social (…) La nueva tendencia era que los jerarcas se suponía que al menos debían ser buenos. Y muchos lo intentaron gobernando de forma que beneficiase al pueblo, no solo a la clase superior. Este sorprendente cambio sucedió de forma virtualmente simultánea en el Mediterráneo, el Próximo Oriente, India y China

   La religión, que siempre ha existido en los humanos, se convirtió en un instrumento de pacificación social y orden político.

Un importante impulsor en la evolución de la religión fue la necesidad de reconciliar la tensión entre la necesidad de jerarquía y la necesidad de legitimidad y equidad

Los dioses evolucionaron de caprichosas proyecciones del deseo humano (que con frecuencia disputaban entre sí) en moralizadores trascendentes preocupados en particular por el comportamiento prosocial de todos, incluyendo los jerarcas

   Poco a poco, los reyes afirmaban gobernar para el bien del pueblo. Y poco a poco lograban ser creídos lo suficiente como para poder mantenerse en el poder. Se ofrecía prosperidad y también paz. El caudillo guerrero ofrecía no tanto victoria y botín, como paz.

   Ya el emperador Augusto proclamó públicamente que su objetivo era la paz (la Pax Augusta).

   El planteamiento de Turchin es perfectamente lógico: la cooperación surge de la necesidad común de enfrentarse a grandes retos existenciales. Puesto que la supervivencia económica de la comunidad se garantiza por continuar la tradición heredada de los antepasados (caza o recolección inicialmente, lenta transición a la agricultura y ganadería en las generaciones siguientes) el reto más urgente que puede romper con la tradición no puede ser más que las catastróficas guerras que de todas formas se producen a partir del desarrollo agrario; en las guerras puede perderse todo, no hay huida posible porque si se pierde la tierra duramente trabajada se muere de hambre.

    La guerra es siempre defensiva (una guerra preventiva también es defensiva) y lo que la comunidad desea es, por encima de todo, la prosperidad. Para ganar la guerra es preciso que la comunidad sea rica, eficiente y esté densamente poblada. Eso exige estrategias de cooperación. Quien desarrolle la estrategia de cooperación más eficiente reunirá más población, más soldados y mejores recursos para la guerra en general, ganando los combates e imponiendo la paz a su conveniencia. Así hemos llegado hasta hoy, que contamos con una comunidad internacional planetaria y expectativas muy ambiciosas en este sentido.

  Ahora bien, ¿basta con enunciar el interés común por parte de la autoridad política para encontrar las fórmulas eficientes de cooperación? En modo alguno. Lentamente, paso a paso, los jerarcas tienen que seleccionar las estrategias cooperativas más eficientes de entre los elementos dispersos que encuentran a su disposición. La religión es uno de estos elementos, y muy lentamente le ha sido dado un sentido social, ético y de utilidad política. Sin embargo, la religión, para poder existir realmente, implica –y ésa es la  clave de todo- una interiorización psicológica de sus conceptos éticos.

[En una sociedad teocrática] te va mejor si al menos profesas las creencias y sigues los necesarios rituales que lo prueban (atender a la oración, ayuno etc). De hecho, es ventajoso que te conviertas en un verdadero creyente porque la mayor parte de la gente no son buenos mentirosos.

   Convertirse en un verdadero creyente implica ir más allá de un juicio pragmático –“me conviene hacerme cristiano”, “me conviene hacerme musulmán”-. Si la creencia, por otra parte, no es fácil que arraigue, entonces no es eficiente. Un ideal democrático y humanista, acorde con, por ejemplo, el ideario de las Naciones Unidas parecería muy conveniente… pero tal ideario no tiene psicológicamente mucha capacidad de arraigo. La gente acepta tales creencias de forma ligera, si bien nadie muere por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la misma forma en que se muere por la patria, por el Islam o por el comunismo.

Con el tiempo, las ultrasociedades evolucionaban cada vez hacia mejores instituciones que mantuviesen la paz y el orden (…) Las instituciones, sin embargo, son solo parte de la historia. Igualmente importantes son los valores que mantienen la mayoría de la población

  Debemos ser, por tanto, realistas, acerca de las posibilidades de manipular los instintos de sociabilidad humana para el bien común. Debemos estudiar la experiencia psicológica en sus repercusiones sociales y ver desde este punto de vista cuál ha sido el registro histórico.

   Si queremos hacer uso de las estructuras estratégicas de mejora social que son propias de la condición humana, entonces debemos librarnos de ciertos prejuicios propios de nuestra cultura actual. Alcanzar el bien común solo es posible si los individuos están privadamente motivados para actuar de una forma determinada, con independencia del adoctrinamiento “cívico” acerca de lo que está bien o mal hecho. Tal tipo de adoctrinamiento tiene poco efecto en comparación con las pulsiones altamente emocionales de las ideologías de masas (religiones, en particular, pero no solamente).

   Hemos de utilizar los recursos racionales de los que nos informa la ciencia social a fin de lograr que los individuos se vean motivados privada y emocionalmente para actuar por el bien común de forma cada vez más efectiva. Lo que un charlatán religioso o un demagogo político pueden lograr a fin de movilizar la acción del individuo en una estructura de acción social efectiva también debería estar al alcance de un planteamiento de contenido humanista racional, honesto y universalmente comunicable. Hay que ser racional a la hora de utilizar para el bien común nuestra propia irracionalidad.