domingo, 25 de diciembre de 2022

“Diez puntos acerca de la guerra”, 2008. R. Brian Ferguson

  Los diez puntos sobre la guerra del antropólogo R. Brian Ferguson suponen la conclusión de sus investigaciones acerca del origen de la guerra.

1- Nuestra especie no está biológicamente destinada a la guerra

2- La guerra no es parte inevitable de nuestra existencia

3- Comprender la guerra implica considerar una jerarquía de condicionamientos encadenados

4- La guerra expresa tanto prácticas pan-humanas como valores culturalmente específicos

5- La guerra modela la sociedad para sus propios fines

6- La guerra existe en múltiples contextos

7- Los oponentes son construidos a lo largo del conflicto

8- La guerra es una continuación de la problemática doméstica por otros medios

9- Los líderes favorecen la guerra porque la guerra favorece a los líderes

10- La paz es más que la ausencia de la guerra 

(Ten Points on War)

  El breve tratado de Ferguson en torno a sus diez puntos se complementa con escritos anteriores en los cuales fue exponiendo sus descubrimientos.

Si nos atenemos a la evidencia más que a la suposición, la guerra estuvo ausente en muchos lugares y periodos, se hizo mucho más común a lo largo del tiempo (si bien no se dio un incremento lineal) y en la mayor parte de los hallazgos arqueológicos más tempranos no hay signos de ella en absoluto. Hubo un tiempo antes de la guerra. (Archeology, Cultural Anthopology and the Origins and Intensifications of War)

  Buena parte del argumentario se construye polemizando con autores que opinan que, por el contrario, la guerra forma parte del estado natural de la sociedad humana y que, por lo tanto, ha existido en todas las épocas.

El registro arqueológico local contradice la idea de que la guerra siempre ha sido un rasgo de la existencia humana; más bien, el registro muestra que la guerra ha sido en gran parte un desarrollo de los pasados 10.000 años (The Birth of War)

  Esto querría decir que los humanos prehistóricos pudieron ser muy diferentes a los humanos que conocemos del Neolítico en adelante. Porque no hay ninguna duda de que todas las civilizaciones han sido guerreras. Es más: las sociedades primitivas de cazadores-recolectores documentadas por la antropología, todas sin excepción, en mayor o menor medida, han conocido la guerra.

  Por supuesto, si en la lejana prehistoria no hubo guerra, tenemos que dudar entonces de que más adelante las guerras posteriores se produjeran de forma sistemática. Éstas tendrían lugar por causas de tipo civilizatorio y no tanto, por ejemplo, por algo tan biológicamente necesario como el éxito reproductivo.

Encontramos que los Yanomami no comienzan las guerras para capturar mujeres (Ten Points on War)

  Concluir la presunta inexistencia de la guerra en la sociedad humana originaria lleva incluso a cuestionar las afirmaciones de muchos primatólogos acerca de la guerra que parece también darse entre los chimpancés.

El número de las muertes intergrupales entre chimpancés ha sido exagerado (…) Cuando suceden encuentros letales, ello plausiblemente puede atribuirse a circunstancias creadas por actividades humanas recientes (Archeology, Cultural Anthopology and the Origins and Intensifications of War)

  Con esto, Ferguson hace referencia a la terrible y muy documentada historia de la guerra de exterminio entre dos bandas de chimpancés de la reserva de Gombe, que muchos atribuyen a un exceso de obsequios de alimentos valiosos por parte de los naturalistas que los observaban. Paralelamente, Ferguson y otros autores consideran que la extrema ferocidad en las guerras yanomamis que documentó el antropólogo Chagnon pudieran tener un origen parecido: los obsequios de los antropólogos –sobre todo las armas de hierro, como los machetes- para ganarse la confianza de los nativos habrían creado un exceso de riqueza que desató la codicia.

Las guerras yanomami se ven como una sobredimensión de los antagonismos relacionados con el acceso desigual y explotativo a los bienes occidentales de intercambio (Ten Points on War)

  Pero ¿podemos estar de verdad seguros de que en el Paleolítico –hace, digamos, 20000 o 30000 años- la guerra era desconocida? Al fin y al cabo, ¿la aparición de unos pocos bienes de valor relativo –unos machetes y unos plátanos- es suficiente para motivar un fenómeno tan terrible como la guerra?

  Aquí nos encontramos con un debate que solo puede resolverse a partir de la evidencia arqueológica. Ferguson está seguro de que la evidencia acerca de una prehistoria pacífica es abrumadora.

Se han encontrado restos extensos de los cazadores-recolectores de Natufia, que vivieron entre hace 12800 y 10500 años en lo que hoy es [Próximo Oriente]. Un análisis cuidadoso de 370 esqueletos solo ha revelado dos que muestran algún signo de trauma, y nada que revele una acción militar. (The Birth of War)

  Y dedica una nota extensa a rechazar las presuntas evidencias en contra que expone su antagonista Lawrence H Keeley, particularmente lo que se refiere a los notables yacimientos arqueológicos de Predmosti, Pavlov y Dolni Vestonice.

  Estamos en manos, de momento, de la demostrabilidad de las correspondientes evidencias.

  Pero supongamos que Ferguson tiene razón y la “Prehistoria profunda” fue pacífica, ¿qué nos demostraría esto?

La antropología puede efectuar una contribución positiva al establecer claramente que no hay base científica para creer que un futuro sin guerra es imposible (Ten Points on War)

Un paso que podemos dar es que la guerra como práctica regular, la guerra como institución social, tuvo un comienzo. Si tuvo un comienzo, entonces la guerra no es una expresión inevitable de la naturaleza humana o de la existencia social (Archeology, Cultural Anthopology and the Origins and Intensifications of War)

  Lo más importante de todo es que

La cuestión no es si hubo guerra antes de la civilización. Ningún estudioso serio duda de que existió. La cuestión es cómo explicar la guerra, tanto guerras específicas y guerra en general como parte de la condición humana, y cómo la etnología y la arqueología pueden unir sus fuerzas en esta indagación (Archeology, Cultural Anthopology and the Origins and Intensifications of War)

  ¿Podemos calificar a Ferguson de rousseauniano, en el sentido de que considera la guerra el resultado de una intromisión nefasta de unos elementos culturales –propiedad privada, por ejemplo- tan novedosos como prescindibles (parasitismo)?

La guerra es el resultado de preocupaciones materiales básicas, filtradas a través de sistemas políticos internos/externos, impulsados por valores que alientan el militarismo (Archeology, Cultural Anthopology and the Origins and Intensifications of War)

Los comentaristas con frecuencia han comparado la guerra con una enfermedad, pero una analogía más apta es compararla con una adicción (Ten Points on War)

  El peligro del “rousseaunianismo” es que podría trivializar la gravedad de los impulsos agresivos y con ello alentar “salidas fáciles” a las situaciones antisociales. El rousseaunianismo tuvo su más negativa expresión en el socialismo de lucha de clases en general y en el marxismo en particular: bastaría con liquidar la propiedad privada y la religión, o exterminar a la clase opresora para que, automáticamente, las tendencias prosociales y antiagresivas predominen de nuevo… como supuestamente ya sucedía en la prehistoria. Tal promesa de un “radiante porvenir” resulta inevitablemente atractiva como mensaje político… para beneficio de los líderes que la proponen.

  Los “hobbesianos”, que creen en la naturaleza agresiva del ser humano –Hobbes hace su propuesta en pleno auge del puritanismo que considera al hombre tiranizado internamente por su naturaleza pecadora-, aunque puede parecer muy pesimista –y que considera que solo un poder político tiránico puede reprimir las tendencias antisociales y caóticas-, también puede interpretarse como que, al presentar una idea más realista de la agresividad innata, está alentando que se desarrollen estrategias antiagresivas más profundas, de tipo psicológico y cultural, y no tanto soluciones políticas.

  Por otra parte, se ha llegado a escribir que el progreso de la civilización hubiera sido imposible sin la guerra, pues solo la guerra pudo impulsar a las sociedades a crecer y con ello desarrollar nuevas formas sociales.

Es poco común, si no raro, que la guerra implique grupos preexistentes. En la práctica real, es el conflicto es que establece los grupos opuestos. (Ten Points on War)

  Es decir: la guerra sí parece tener cierto poder como aglutinador social. O tal vez lo tuvo en el principio y hoy ya resulta contraproducente (un planteamiento parecido se hace a veces con la religión: su evolución posibilitó la llegada al racionalismo y el consecuente ateísmo). 

   Considerar que la guerra pudo no haber existido durante miles de años siempre puede ayudarnos a crear un mundo mejor, interpretación rousseauniana aparte. 

  Por otra parte, resulta poco creíble que desconocieran la guerra simplemente por circunstancias del entorno como que, por ejemplo, disponían de mucho espacio a lo largo del cual desplazarse, lo que les habría impedido entrar en conflicto con otros grupos. En realidad, era vital que estuvieran en contacto con otros grupos para evitar la endogamia –intercambio de parejas sexuales- y hoy, de hecho, conocemos pueblos cazadores-recolectores muy aislados y que han subsistido en medio de grandes espacios –los esquimales del ártico-…  todos los cuales practican la violencia intergrupal en mayor o menor medida. Y de los pueblos que habitaron islas alejadas, cada uno pudo haber elegido vivir en paz, y en realidad todos han conocido la guerra; en comparación, los tahitianos –y los taínos de la Española que encontró Colón- eran relativamente pacíficos en comparación con los feroces hawaianos o los maoríes de Nueva Zelanda pero incluso tahitianos y taínos conocían la guerra.

  ¿Quizá ningún pueblo primitivo de los conocidos por los etnólogos modernos pudo evitar la guerra porque ésta ya era conocida –y recordada- del pasado? ¿Quizá se trataba de que la guerra había de ser “inventada”, y una vez se inventó –en algún momento hace veinte mil años- ya nadie pudo librarse de ella -¿una “adicción”?-, un poco como cuando se inventó la propiedad privada o al mismo Dios? En tal caso, la solución a la guerra –que Ferguson señala acertadamente como dependiente también de la agresividad interna del grupo y no solo dependiente de circunstancias externas al grupo- implicaría nuevas invenciones de tipo social. 

   Si tuvo lugar una maligna “revolución cultural” en algún momento de la prehistoria que llevó a que el concepto de guerra quedase, en apariencia, irreversiblemente unido a la condición humana, no es imposible una nueva “revolución cultural” en el futuro –¿“poshistoria”?- que desactive el mecanismo de agresividad humana que opera tanto a nivel intragrupal como extragrupal.

Lectura de “Ten Points on War” en “Social Analysis” (Berghahn Journals) June 2008  (artículo); lectura de “The Birth of War” en “Natural History” July-August 2003 (artículo); lectura de “Archeology, Cultural Anthropology and the Origins and Intensifications of War” en “The Archaeology of War: Prehistories of Raiding and Conquest” (Capítulo 13) editado por Arkush y Allen; University Press of Florida, 2006. Traducción de idea21.    

jueves, 15 de diciembre de 2022

“Diferentes”, 2022. Frans de Waal

   El célebre primatólogo Frans de Waal aborda en su libro la cuestión de la sexualidad, bien alerta de la moderna –y valiosa- distinción entre “sexo” y “género”. Como es natural, dada su especialización, su punto de vista parte de compararnos con nuestros parientes primates, especialmente los grandes simios.

La filósofa estadounidense Judith Butler (…) sostiene que lo «masculino» y lo «femenino» son meros constructos (…) La suya es una postura extrema con la que no puedo estar de acuerdo. No obstante, considero que el concepto de género es útil. Cada cultura tiene diferentes normas, hábitos y roles para los sexos. (Introducción)

El término género se refiere al aspecto cultural del sexo de un individuo, su uso debería limitarse a sujetos afectados por normas culturales (Capítulo 2)

Que nuestros géneros estén ligados a la naturaleza no rebaja el valor del concepto de género. En la medida en que llama la atención sobre las superposiciones culturales, los roles aprendidos y las expectativas que la sociedad impone a cada sexo, es una poderosa adición al debate. La yuxtaposición de género y sexo puntualiza que siempre hay dos influencias en todo lo que hacemos: la biología y el entorno. (Capítulo 13)

  Con esto, se admite que tanto en nuestros parientes antropoides como en los seres humanos se dan características sexuales innatas que determinan el comportamiento de machos y hembras.

[Existen] unos cuantos rasgos universales. Los machos están más orientados hacia el rango y las hembras más hacia los jóvenes vulnerables. Los machos son físicamente (aunque no siempre socialmente) dominantes y tienen más inclinación a la confrontación abierta y la violencia, mientras que las hembras son más cuidadoras y se dedican más a la progenie. (Capítulo 13)

  Pero otras supuestas características no parecen corresponderse tanto con la evidencia.

Ya es hora de abandonar el mito de que los hombres tienen un mayor impulso sexual y son más promiscuos que las mujeres. (…) La sexualidad femenina parece tan proactiva y emprendedora como la masculina, si bien por razones evolutivas diferentes. (Capítulo 7)

   En particular, en lo que se refiere a esas razones evolutivas diferentes la sexualidad femenina proactiva y emprendedora tendría como origen el que la mujer busque alianzas para la protección de la prole. Para los biólogos siempre se había considerado que el relativo recato sexual femenino tiene que ver con el hecho de que la mujer valora al compañero como cuidador de la prole –se reserva para el hombre ideal y por eso es muy selectiva- pero también tener muchos amantes podría ser conveniente bajo ciertas condiciones (lo que de Waal no niega es que la razón por la que los varones son promiscuos es, evidentemente, para propagar lo más posible su semilla, el posicionamiento evolutivo clásico).

  Lo importante es que hoy, después de siglos de prejuicio, por fin parece que la ciencia está más cerca de tener una visión equilibrada de cuáles son las diferencias reales entre los sexos.

Darwin opinaba así sobre las mujeres: «Me parece de una gran dificultad que, por las leyes de la herencia, lleguen a igualar intelectualmente a los hombres». (Introducción) 

  Como ese, muchos otros prejuicios han sido finalmente apartados. Esto nos permite poner más atención en las diferencias entre sexos que sí parecen reales, tanto en nuestros parientes antropoides como entre los seres humanos, por muy diferentes que sean las culturas dentro de las cuales se desarrolla la vida social.

De manera universal, los hombres valoran más la independencia, la mejora personal y la posición social, mientras que las mujeres dan más importancia al bienestar y la seguridad de su círculo interior, y de la gente en general (Capítulo 1)

Los niños típicamente se dedican a juegos bruscos y desenfrenados, mientras que las niñas tienen menos contacto corporal y tienden a estructurar su juego en una línea argumental (Capítulo 1)

  Estas diferencias tienen hoy poca relevancia social pero sería un error no prestarles atención.

  Muy significativamente, en este libro lleno de referencias al comportamiento de los primates, se señalan algunas peculiaridades del comportamiento humano. Pese a nuestras grandes semejanzas con los demás animales, está claro que en algunas cosas sí somos diferentes de ellos.

La organización social humana se caracteriza por una combinación única de (1) vinculación masculina, (2) vinculación femenina y (3) familias nucleares. Compartimos lo primero con los chimpancés, lo segundo con los bonobos y lo tercero es cosa nuestra. (…) Creo que es este vínculo de pareja lo que nos separa de los antropoides más que ninguna otra cosa. (Capítulo 11)

 Otra importante diferencia con la mayor parte de otros mamíferos superiores es el caso de la ancianidad, que parece cumplir una función social; otra, es la homosexualidad, que es rara en animales no humanos.

La abuela, especialmente la materna, es el aloparente más fundamental. Según la hipótesis de la abuela, esta es la razón por la que evolucionó la menopausia. (Capítulo 11)

  En algunos casos, también las “abuelas” primates cumplen funciones parecidas. La aloparentalidad implica una función auxiliar dentro de la compleja problemática de la paternidad y crianza. Recordemos el dato básico de la indefensión de los bebés humanos: al nacer tan frágiles exigen una gran organización familiar que les permita sobrevivir y desarrollarse; dentro de esta organización familiar la “abuela” puede representar un importante papel.

  En cuanto a la homosexualidad, no se aventura cuál podría ser su función evolutiva. Quizá también un sostén de la aloparentalidad (existen en algunos textos menciones a una “hipótesis del tío homosexual”).

Yo aún estoy por encontrar un [bonobo] que sea predominantemente homosexual. Las categorías humanas no se aplican a los bonobos. En la famosa escala de 0 a 6 de Alfred Kinsey, de exclusivamente heterosexual a exclusivamente homosexual, la mayoría de la gente puede que esté en el extremo heterosexual, pero todos los bonobos son bisexuales perfectos, o un 3 en la escala de Kinsey. (Capítulo 12)

  Si consideramos al chimpancé como el único pariente próximo del Homo sapiens –quizá con alguna semejanza con el desaparecido Australopiteco- podríamos encontrar en sus peculiaridades con respecto a los demás primates una cierta anticipación de las complejidades de la vida familiar y social humana. Así, en el caso de la “autosocialización”, que se da tanto en los humanos como en nuestros parientes antropoides.

En la selva africana, las chimpancés jóvenes aprenden de sus madres cómo extraer termitas introduciendo ramitas en los nidos de estos insectos. Las hijas imitan fielmente la técnica de pesca específica de su madre, pero no así los hijos. (…) [En el chimpancé] el aprendizaje observacional viene guiado por el vínculo y la identificación (Capítulo 2)

  La socialización no se refiere únicamente al aprendizaje de habilidades prácticas, sino que implica la integración social del joven mediante la observación y la imitación auxiliada por los adultos.

  Esto nos muestra que el instinto resulta insuficiente por sí solo para que estos animales se desarrollen. El instinto permite la socialización porque predispone para ella, pero los chimpancés, a diferencia de otros animales, no pueden constituirse como individuos sin el apoyo activo del grupo.

Toda tendencia humana, con independencia de que la consideremos natural, puede amplificarse, minimizarse o modificarse por la cultura. (Capítulo 2)

   Esta misma capacidad para la socialización es consecuencia de un más alto desarrollo cognitivo: ya no es suficiente el instinto porque la conducta se ha hecho mucho más compleja y para que se alcancen las metas sociales el individuo ha de contar con herramientas mentales nuevas que el Homo sapiens lleva a los extremos a los que estamos habituados, como la autoconsciencia, la empatía y la consideración del bien común. Estas tendencias pueden rastrearse también en los grandes simios más evolucionados.  

Lo que vemos en los animales autoconscientes: se dan cuenta de si caen mejor o peor a los demás. (Capítulo 6)  

La enseñanza es otra forma de adopción de perspectiva ajena, pues requiere que un individuo competente aprecie la incompetencia de otro. (Capítulo 11)

[En el caso de los] gorilas y los papiones sagrados (…) aquí el macho interviene sistemáticamente para restablecer la paz entre las hembras. Los chimpancés machos van más allá, ya que controlan una variedad mucho mayor de disputas internas. (…)  Los individuos dominantes contribuyen a la armonía social. (Capítulo 9)

  Finalmente, lo más esperanzador en el ser humano es el uso que podemos llegar a dar a los lazos afectivos que permiten la cooperación compleja. La aloparentalidad quizá podemos verla como una manifestación instintiva de tal complejidad, pero sin las afecciones derivadas de la maternidad mamífera no sería posible tener esperanza de mejores sociales que no estén solo basadas en la coerción.

El amor maternal vino antes que la variedad romántica. (…)Todos los demás vínculos sociales evolucionaron a caballo de esta antigua química cerebral. Esto vale para ambos géneros, incluyendo los machos paternales y el vínculo de pareja macho-hembra de algunas especies, como la nuestra. Cuando los jóvenes se enamoran, duplican la conexión madre-hijo.(…) El vínculo maternal es la madre de todos los vínculos. (Capítulo 11)

El altruismo es un rompecabezas solo porque se presupone que los animales no tienen motivos para preocuparse por los demás. (…) Le hemos dado vueltas y más vueltas a la rareza de la bondad animal sin reconocer nunca sus antiguas raíces en el cuidado de las crías. (Capítulo 11)

  La fuente de toda forma de vínculo afectivo la tenemos accesible, pues, desde la tierna infancia, y esta supone la gran oportunidad de la sociabilidad humana en términos generales que ni siquiera hoy es plenamente reconocida.

Lectura de “Diferentes” en Tusquets Editores S.A. 2022; traducción de Ambrosio García Leal

lunes, 5 de diciembre de 2022

“La evolución del contrato social”, 1996. Brian Skyrms

  El filósofo y lógico Brian Skyrms aborda en esta obra, desde un riguroso punto de vista científico, los equilibrios posibles entre fuerzas de intereses opuestos; especulación que toma forma en una serie de detallados análisis numéricos a partir de las diversas versiones de la  “teoría de juegos”. Los hallazgos no se refieren necesariamente al comportamiento humano sino que, en tanto que abstracciones aplicables a todo tipo de agentes, son representativos de cualquier dinámica social en la que el interés privado y el interés común traten de encontrar un espacio compatible, algo que puede referirse tanto a personas como a animales sociales o simulaciones informáticas.

[No se ha pretendido] presentar una teoría completa de la evolución del contrato social. Más bien, se trata de una introducción a algunos de los elementos de tal teoría. Desde cierta perspectiva, los elementos pueden ser vistos como una lista de simples modelos de áreas de problemas generales: juegos de regateo y justicia distributiva, juegos de ultimátum y compromiso, dilema del prisionero y mutua ayuda, [dialéctica] halcón-paloma y el origen de la propiedad, y juegos de señalamiento y la evolución del significado. (p. 106)

   El autor no considera que esto represente todos los factores a tener en cuenta en las relaciones sociales reales entre los seres humanos.

Aquellos [individuos de pueblos] que rechazaban ofertas demasiado generosas [en el juego del Ultimátum] viven en culturas donde aceptar un regalo generoso te pone en una obligación. Incluso si el experimentador actúa anónimamente, aplican la norma de rechazar tales ofertas (p. 40)

   Estas variaciones culturales no invalidan los modelos de la teoría de juegos, pero los ponen en sus justos términos. La ética tendrá siempre que basarse en los instintos sociales humanos y en sus estructuras funcionales siempre considerando cuáles son las variaciones culturales. En las teorías de juegos, el individuo siempre busca la ganancia material, pero en las diversas culturas a veces existen ganancias de otro tipo –prestigio, prevención, devoción religiosa o amor filial- que han sido inculcadas profundamente y condicionan el comportamiento.

  Lo que nunca cambia, por supuesto, es que cada individuo dentro de una sociedad actúa de acuerdo con unas reglas generalmente aceptadas.

En el modelo limitativo de la perfecta autocorrelación, la dinámica evolutiva ejecuta una versión darwiniana del imperativo categórico de Kant: actúa solo de modo que si los otros actúan igual se maximice la adaptación. Las estrategias que violan este imperativo están condenadas a la extinción. Si hay una estrategia única que la obedece, una estrategia estrictamente eficiente, entonces esta estrategia quedará establecida. En el mundo real la correlación nunca es perfecta, pero la correlación positiva no es rara. (p. 62)

    La correlación de intereses individuales en el marco de la “dinámica evolutiva” implica por tanto una identidad en las pautas de actuación. Tal correlación, aun dándose, nunca podría ser estable del todo ya que, si lo fuese, la evolución se detendría. La correlación estable sería solamente aquella en la cual los intereses particulares se identifiquen con los generales, algo que, a primera vista, no parece posible.

Todo el mundo preferiría ser un cooperador en una sociedad de cooperadores a ser un tramposo en una sociedad de tramposos. La cooperación universal beneficia a todos más que la deserción universal, pero la cooperación [no] es (…) una estrategia evolutiva estable  (p. 60)

  Ahora bien, la cooperación universal sí podría llegar a la estabilidad  -lo cual sería valiosísimo- en una cultura predeterminada para que todos los individuos desarrollen un comportamiento de cooperador. No, por supuesto, en el sentido de cooperar con una expectativa de reciprocidad –algo que solo puede darse a posteriori y por lo tanto no puede ser la base de una conducta instintiva- pero sí predisponiendo al altruismo, algo que no es imposible ya que sabemos que existen tendencias altruistas instintivas que pueden afectar a diferentes ámbitos del comportamiento dependiendo de los condicionantes del entorno.

  Encontramos aquí un enfrentamiento entre las posibilidades reales del comportamiento humano y la realidad social dentro de la cual este comportamiento humano queda hoy limitado por las circunstancias presentes. Lo primero tiene que ver con la naturaleza humana y sus posibilidades, y lo segundo con la naturaleza humana y sus limitaciones dentro de una cultura dada.

La ética es un estudio de las posibilidades de cómo podríamos vivir. La filosofía política es el estudio de cómo las sociedades podrían ser organizadas (p. 110)

  Ética y filosofía política no son necesariamente dos caras del mismo fenómeno sino que se refieren a fenómenos diferentes, ya que los seres humanos conocen formas sociales no políticas, como la familia, por ejemplo.

  A pesar de la urgencia que puede suponer abordar las cuestiones sociales actuales, el autor tiene en cuenta algo más que los impulsos por el propio interés y también añade predisposiciones conflictivas como por ejemplo la propiedad o territorialidad. Aunque a primera vista ser poseedor incrementa la seguridad material, en la práctica no siempre implica disfrutar más de los bienes; las obligaciones y servidumbres del cuidado de la posesión pueden llevarnos a prescindir en ocasiones de mejores condiciones de vida y conducirnos a conflictos ilógicos. De lo que se trata más bien es de considerar que los comportamientos sociales no siempre responden al beneficio evidente de las teorías de juegos en las cuales los actores siempre contabilizan las ganancias como interés inmediato.

Homo sapiens no es la única especie que muestra comportamiento de propietario. La territorialidad está muy extendida [en el reino animal] y en algunas especies los machos se comportan como si tuvieran la propiedad de una o más hembras (p. 78)

  Territorialidad y propiedad son, como la agresión, instintos arraigados que, en apariencia, siempre exigen control político, pero también es opinable que tales instintos puedan controlarse por otros medios, tal como ya sucede con la superstición o el impulso sexual.

  Por encima de todo, nunca debemos perder de vista nuestra condición biológica. Todo desarrollo cultural dependerá siempre de nuestra riqueza instintiva, y los instintos no siempre equivalen a una solución lógica acorde con nuestros intereses.

En una especie como la nuestra que se reproduce sexualmente, hay dos fuentes de variación: mutación y recombinación. En una especie que se reproduce asexualmente toda la variación se debe a la mutación. Las mutaciones son raras y solo hacen una contribución significativa a largo plazo. La reproducción sexual incrementa enormemente la cantidad de variaciones. (p. 35)

  El sistema de recombinación determina entonces el enfrentamiento de intereses pero también la diversidad de conductas para paliarlo. Un estudio en profundidad del comportamiento humano –y de otras criaturas- tendrá que tener siempre en cuenta que las características hereditarias no se limitan al éxito reproductivo. Antes bien, la naturaleza, aun apuntando siempre en último término al éxito reproductivo, nos ha dotado de impulsos mucho más complejos y menos evidentes que, sometidos a manipulación cultural, hacen del comportamiento social algo muy difícil de prever a largo plazo. El contrato social puede ser el resultado tanto de un equilibrio aritmético de la dinámica de intereses encontrados como de manipulaciones culturales mediante instrumentos simbólicos más sutiles. Aunque, desde luego, nunca podrá ser el resultado del uso de la libre razón por parte del individuo, tal como presentaba JJ Rousseau

  De todos modos, cualquier previsión que se realice, tendrá que someterse necesariamente a leyes lógicas previsibles las cuales pueden verse desarrolladas haciendo uso de técnicas del tipo que exhibe el profesor Skyrms en su libro. Nada sobra ni falta en su examen que se atiene a las condiciones reales de la dinámica de fuerzas que aborda.

Lectura de “Evolution of the Social Contract” en Cambridge University Press 2014; traducción de idea21

viernes, 25 de noviembre de 2022

“La gran transformación”, 1944. Karl Polanyi

   Karl Polanyi fue otro de los pensadores de lengua alemana exiliados durante la segunda guerra mundial (como Horkheimer o Popper) que aprovechó esta coyuntura para reflexionar acerca de qué había ido mal en la civilización de su tiempo hasta el punto de llevarlos a tan desdichada situación. Dada la magnitud y trascendencia de la vida económica de la sociedad industrial de la época, no sorprende que encontrase la clave de todo ello en una perversión del sistema financiero.

Los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador. Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo.  (p. 65)

    El supuesto equilibrio natural –entre potencias políticas, mercados y divisas- se mantendría armoniosamente. Pero lo que sucedió en realidad fue una guerra espantosa que llevó la ruina a las naciones europeas. Así, parece más bien que la pauta económica y política de este periodo se veía condicionada por ciertas supersticiones imperantes en los altos círculos de poder

La creencia en el patrón-oro era el artículo de fe por antonomasia de la época.  (p. 58)

  Todavía hoy existen creyentes en el liberalismo económico, pero no cabe duda de que existieron muchos más en la época que señala Polanyi y que sus dañinas enseñanzas están conectadas con cuestiones civilizatorias más profundas y generales.

Una economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. La tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese mecanismo autorregulador. Lo que se espera es que los seres humanos se comporten de modo que pretendan ganar el máximo dinero posible: tal es el origen de una economía de este tipo. (p. 124)

La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica  (p. 26)

  Parece que, en el fondo, el problema es moral.

El cambio institucional (…) se produjo de un modo brusco y repentino. Su fase crítica coincidió con la creación de un mercado de trabajo en Inglaterra, en el cual los trabajadores estaban condenados a morir de hambre si no eran capaces de conformarse a las reglas del trabajo asalariado. Desde el momento en que estas rigurosas medidas fueron adoptadas, el mecanismo del mercado autorregulador se puso en funcionamiento. Este mercado chocó tan violentamente con la sociedad que, casi de inmediato, y sin que se viesen precedidas por el menor cambio en la opinión pública, surgieron también poderosas reacciones de protección.  (p. 343)

  Se trata de la idea del “Homo economicus”: tal concepción parece que surgió del materialismo de finales de la Ilustración, con Malthus como precedente de Darwin más la influyente obra de economistas políticos como Smith y Ricardo. Antes de tan sombría etapa, imperaba, cuando menos en la protestante Gran Bretaña, un humanitarismo cristiano compasivo que a veces se denominaba el “derecho a vivir” y que implicaba que el Estado protegía a los más desfavorecidos con subsidios, de modo que el enriquecimiento de los propietarios gracias a la nueva tecnología –que muchas veces llevaba a reducir la necesidad de mano de obra- no empobreciera angustiosamente a los desfavorecidos.

El sistema salarial exigía imperativamente la abolición del «derecho a vivir» tal y como había sido proclamado en [la regulación del subsidio para pobres de 1795], pues en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaba por un salario si podía ganarse la vida sin hacer nada. (p. 137)

  En 1834 lo que se abolió concretamente fue el llamado "sistema de Speenhamland", que derivaba de disposiciones muy anteriores, de la época de la instauración del protestantismo en Gran Bretaña. La brutalidad del nuevo capitalismo exigiría que al ser humano –el asalariado- se le tratase como mercancía, con una desconsideración por el semejante no muy alejada de la de los esclavistas.

A medida que la producción industrial se hacía más compleja, eran más numerosos los elementos de la industria cuya previsión era necesario garantizar. De entre ellos, tres eran, por supuesto, de una importancia primordial: el trabajo, la tierra y el dinero (…)  Era preciso, pues, ordenarlo todo a fin de que pudiesen ser comprados en el mercado como cualquier otra mercancía. (…) Trabajo, tierra y dinero tenían que ser elementos puestos en venta. (…) El desarrollo del sistema de fábrica, que organizó como una parte del proceso de compra y venta al trabajo, la tierra y el dinero, se veía obligado, por consiguiente, a transformar estos bienes en mercancías con el fin de asegurar la producción. (p. 323)

El «derecho a vivir» fue abolido. La crueldad científica emanada de la ley de reformas [en Gran Bretaña], que tuvo lugar entre los años 1830 y 1840, chocó tan abiertamente con el sentimiento público y generó entre los hombres de la época protestas tan vehementes, que la posteridad se hizo una idea deformada de la situación. Es cierto que numerosos pobres, los más necesitados, quedaron abandonados a su propia suerte cuando fueron suprimidos los socorros a domicilio, y también es cierto que entre ellos los «pobres vergonzantes», demasiado orgullosos para entrar en los hospicios que se habían convertido en las residencias de la vergüenza, sufrieron las más amargas consecuencias. Muy posiblemente no se perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social.  (p. 143)

  Sin duda hay una relación entre el materialismo ilustrado y este sorprendente cambio moral

Bentham cree que la pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad social, escribe, la gran masa de los ciudadanos poseerá probablemente escasos recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consiguiente, estará siempre próxima a la indigencia...». (p. 198)

No queremos afirmar que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado autorregulador estaba destinada a nacer. (p. 80)

Como las máquinas complejas son caras, solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías (…) Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos  (p. 81)

[El ]trabajo, [la] tierra y [el] dinero(…) [no] han sido producidos para la venta, por lo que es totalmente ficticio describirlos como mercancías. Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital  (p. 130)

   Quedando todavía como un misterio –probablemente el misterio psicológico de un prejuicio fuertemente arraigado- el por qué se tardó tanto en lanzar la “sociedad de consumo” (cuya aparición se atribuye a la iniciativa de Ford en 1914)

Los economistas clásicos (…) ¿por qué estimaban que únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas?  (p. 268)

  El paulatino ascenso de las “clases medias” ya negaba que el interés por atesorar bienes más allá de la mera supervivencia se limitase solo a las clases poseedoras tradicionales.

  En ese mundo donde se pretende condenar a la mayoría a la extrema pobreza pese a los avances tecnológicos que, obviamente, pueden con facilidad aliviarla, se cimenta una fantasía: “la mano invisible” que nunca existió. Las creencias en el mercado autorregulador en realidad venían siendo sostenidas por el poder político y no por fenómeno alguno propio de una naturaleza humana en libertad.

Del mismo modo que las manufacturas de algodón -principal industria del librecambio- fueron creadas con la ayuda de tarifas proteccionistas, primas a la exportación y ayudas indirectas a los salarios, el propio laissez-faire fue impuesto por el Estado. Entre 1830 y 1850 se produjo [en Gran Bretaña] no sólo una gran eclosión de leyes que abolieron reglamentos restrictivos, sino también un enorme crecimiento de funciones administrativas del Estado, dotado ahora de una burocracia central capaz de desarrollar las tareas fijadas por los portavoces del liberalismo. (p. 231)

En 1933 [durante la Gran Depresión], adoptando un gesto instintivo de liberalización, Norteamérica abandonó el oro y desapareció el último vestigio de la economía mundial tradicional. (p. 62)

  La solución, una vez más, es de tipo moral. Una sociedad más moral es la que puede crear controles a la codicia individualista… y la que puede deshacer modernos mitos como el del mercado a modo de fenómeno natural, espontáneo, derivado de la condición humana ancestral (los filósofos de la economía liberal identificaban el mercado con el trueque de los primitivos, lo cual supone una gran exageración).

   En todos los ámbitos, el gran peligro de la economía social siempre ha sido el monopolio, que puede encubrirse de muchas formas. Todo el que busca el beneficio busca el monopolio (y no el mercado autorregulador de la mano invisible a la que guían, supuestamente, las leyes de la naturaleza). 

   El monopolio –la mafia- es la mayor, más rápida y más segura fuente de ingresos a alcanzar con el mínimo esfuerzo imaginable.

La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la vida económica  (p. 119)

  La falacia de que los intereses naturales humanos –la codicia- habían de equilibrarse de acuerdo con el conocimiento que tenemos de la ciencia natural era típicamente “ilustrada”. Si podía existir “el buen salvaje” –o si, tras Darwin, debíamos asumir con optimismo la lucha de los fuertes contra los débiles- también podía existir una salida natural a la codicia humana.

  Nada más equivocado. La codicia humana sí que es tan humana como la agresión es humana, pero mucho más humanos –en tanto que peculiares del Homo sapiens- son los elevados controles civilizatorios de nuestras tendencias más egoístas y por tanto antisociales –que pueden encontrarse también en muchos otros mamíferos superiores-. La codicia humana puede llevarnos a implantar un monopolio –una mafia- o puede llevarnos a promover un artificioso “mercado autorregulador” con la ayuda del poder político, pero ambas elaboraciones no por derivar de instintos naturales son armoniosas. 

  Por el contrario, el control civilizado de los instintos antisociales mediante mecanismos culturales –fiscalidad, control gubernamental, sindicatos, por ejemplo- no es menos natural que eso pero es mucho más propio de las capacidades del Homo sapiens y no tanto de otros animales sociales que carecen de nuestras capacidades intelectuales y emocionales.

Lectura de “La gran transformación” en Ediciones Endymion 1989 (edición digital Ediciones Quipu 2007); traducción de Julia Várela y Fernando Álvarez-Uría   

martes, 15 de noviembre de 2022

“El animal imperial”, 1971. Tiger y Fox

  ¿Por qué, dentro del reino animal, los antropólogos Lionel Tiger y Robin Fox consideran que el ser humano es “el animal imperial”?

La tendencia imperial tiene sus raíces en los mecanismos a los que se recurre para mantener unidos a los grupos de los primeros humanos que de lo contrario se habrían dispersado. Las manadas de babuinos se dividen cuando se hacen demasiado grandes y se convierten en entidades por completo diferentes, potencialmente en conflicto entre ellas. Los grupos de cazadores humanos también pueden dividirse, pero debido a que hablan el mismo idioma, adoran los mismos antepasados, afirman descender del mismo animal mítico o consideran que proceden del mismo agujero del suelo, permanecen unidos. El vínculo no es necesariamente con las otras personas como individuos, sino con las otras personas con las que comparten los mismos símbolos (p. 217)

  La vinculación simbólica es lo que distingue a los imperios de los reinos. Un reino viene a ser como una familia extendida –una gran jefatura, el jefe de los jefes, el padre de los padres- pero en el Imperio son extraños que se unen por vínculos “imaginarios”, es decir, convenciones que llegan a hacerse simbólicas. Una convención solo puede mantenerse por la voluntad de quienes la han fraguado, pero una convención simbólica apela a valores emocionales. Una vez se fragua el simbolismo, este va más allá de la voluntad inicial de acuerdo.

Si somos animales imperiales, parte del imperio que afirmamos y adornamos está en nuestras propias cabezas (p. 151)

  El Imperio austrohúngaro era más que el reino de los austriacos o de los húngaros. Húngaros y austriacos no eran la misma familia, no compartían un vínculo ancestral. Lo que los unía era el simbolismo de su Kaiser, su benévolo emperador cristiano y civilizado que los aglutinaba frente al peligro de los bárbaros turcos o eslavos. Esta simbología de civilización encarnada en la venerable persona del Kaiser puede parecer un vínculo más vago que la familia extendida de los reinos en los que comparten sus antepasados –mitológicos, claro- pero es mucho más efectivo en extender su ámbito a más pueblos, sociedades y colectivos. El animal imperial es el que conoce el valor del simbolismo político. En ese sentido, la Unión Europea es un ejemplo muy significativo de “imperio”.

  Como todo estudio inspirado por el principio evolutivo, el de estos autores señala nuestro origen simio.

Hemos intentado observar rasgos bastante generales de la estructura y proceso sociales que son verdaderos en todas las sociedades humanas como productos finales de la evolución del comportamiento social de nuestra especie. Construyendo sobre estos rasgos generales que mantenemos en común con nuestros parientes más próximos (y algunos más distantes), hemos examinado las consecuencias para la biología del comportamiento que siguieron a la revolución de la caza y la transición a la humanidad civilizada. Lo que hemos examinado es la transición de la vida sencilla a la vida simbólica. Pero al tiempo que progresamos hasta esas vastas estructuras de símbolo y fantasía que llamamos cultura humana, los hombres retuvieron mucho de su herencia primate. El antiguo cerebro primate no se perdió, sino que aumentó. El antiguo comportamiento primate no se abandonó sino que se reestructuró, amplificó y suplementó gracias al cerebro prefrontal humano que se expandía rápidamente (p. 232)

  Las conclusiones están en la línea de la psicología evolutiva que surge por la época en que este libro y otros semejantes se dan a conocer. Todos ellos contribuyen a una visión más lógica y equilibrada de la naturaleza humana, pero, al igual que sucedía con “El mono desnudo”, en estos primeros libros aún encontramos ciertos deslices.

Ser varón quiere decir esencialmente hacer cosas varoniles. Si a los varones se les impide hacer estas cosas –algunas de las cuales están profundamente integradas en nuestro cableado cerebral- queda la sombría posibilidad de que serán incapaces de llevar a cabo de forma efectiva sus funciones de protección, provisión e incluso procreación (p. 175)

  Los autores parecían caer un poco en la “falacia naturalista” que desconfía de que desaparezcan los muy marcados roles de varón y mujer en la prehistoria (de hecho, hoy en día hay incluso quienes dudan de que estos roles estuvieran tan marcadamente diferenciados entonces). La falacia naturalista implica aceptar, simplemente –demasiado simplemente-, que lo que antes funcionaba no tiene por qué dejar de seguir haciéndolo.

  Así, la integración de los sexos masculinizaría a la mujer y afeminaría al hombre. La pérdida de masculinidad siempre ha preocupado a muchos varones por motivos que suelen tener muy poco que ver con la ciencia. Por otra parte, este punto de vista conservador –la falacia naturalista- también supone un obstáculo para la mejora social cuando se da por sentado que no solo los roles sexuales no pueden desaparecer, sino que tampoco pueden desaparecer –ni ser significativamente controlados- los roles de dominio y agresión.

La agresión en la especie humana es lo mismo que la agresión en cualquier otra especie animal (…) Tiene que haber competición a fin de que tenga lugar la selección natural. Un animal ha de luchar para desplazar a otros a fin de obtener los mejores territorios, comida, parejas sexuales, lugares para anidar o dominio del grupo en general de modo que la selección pueda darse. La selección puede por supuesto favorecer [excepcionalmente] la timidez cuando una especie se orienta hacia el camuflaje o la ocultación o el comportamiento de huida, [pero] solo la inspección del comportamiento de una especie puede decirnos hacia qué lado se orientará el péndulo. En el caso de los exitosos y gregarios mamíferos superiores (entre otros) se ha orientado decididamente a favor de la agresión (p. 209)

  Sin embargo, en el mismo libro se argumenta el poder de la civilización para establecer costumbres y hábitos que combatan los instintos, incluidos los de la agresión.

El proceso de aprendizaje tiene que hacer algo muy curioso: ha de instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. Deben ser generales para toda la población, relativamente inmodificables y relativamente automáticos. En general llamamos costumbres a estos patrones, y el inculcarlos es de lo que trata sobre todo la educación. (p. 150)

  Y esto entra en contradicción con la negación de los idealismos. Lo que sí establece son los parámetros dentro de los cuales los idealismos son posibles.

El idealismo utópico puede solo ayudar a hacer la miseria más insoportable al ilusionarnos al pensar que podemos, por simples actos de voluntad y actividad racional, hacer del hombre una criatura diferente, o simplemente por desear que desaparezcan las tensiones que emanan de su prematuro salto a la civilización (p. 239)

  Simples actos de voluntad no pueden cambiar nuestro estilo de vida, pero la civilización implica una extraordinaria posibilidad de manipular el comportamiento social más allá de los instintos primarios que hemos heredado de nuestros antepasados gracias precisamente a la capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. En qué medida esto sea factible no es fácil de saber.

El propósito de este libro es doble: describir lo que se sabe sobre la evolución del comportamiento humano, y después intentar mostrar las consecuencias de esta evolución que afectan nuestro comportamiento hoy. Para hacer esto debemos recurrir a la zoología, biología, historia y genética (p. 2)

  Por tanto, nada que objetar a que se plantee la evolución humana desde el mismo punto competitivo que parece tan evidente en otros mamíferos superiores. De lo que se trata es de nunca dejar de tener en cuenta la capacidad humana de manipulación cultural. Al fin y al cabo, así es como llegamos a ser “animal imperial”.

La competición por el estatus es al proceso social lo que la atracción sexual es a la reproducción. Que sexo y estatus estén conectados no debería sorprendernos (p. 32)

  Lógicamente, el de mayor estatus tiene más parejas sexuales propagando sus características físicas y psicológicas en alguna medida.

  Ahora bien, conseguir estatus también puede lograrse por métodos que no sean autodestructivos para la comunidad, como sería si mantuviéramos los instintos de nuestros parientes primates al mismo nivel de intensidad.

Si los babuinos estuvieran equipados con granadas de mano (que ellos podrían aprender fácilmente a utilizar) entonces probablemente no quedarían muchos babuinos en África. La razón de que los babuinos sobrevivan y florezcan es que les es realmente muy difícil matarse unos a otros (p. 210)

 De ahí que, en buena parte, se obtenga estatus –en el mayor estado de civilización- de acuerdo con la contribución que se haga al bienestar común dentro de una sociedad en particular y no tanto por la mera violencia ejercida en la lucha por el dominio.

Un verdadero sistema social comienza a emerger cuando los animales desarrollan roles diferentes pero complementarios dentro del grupo (p. 26)

  La división del trabajo sirve a la vez a la prosperidad colectiva y a la tarea de asignación de estatus. La búsqueda de la eficiencia económica implica reconocer la diversidad de los rasgos humanos así como de sus intereses particulares.

Un verdadero sistema social (…) comienza cuando los animales responden de forma diferenciada a otros miembros de la especie como individuos. Comienzan seleccionando a otros miembros para tipos específicos de interacción relativamente permanente (p. 59)

  Hay sociedades no humanas –animales sociales- pero es la creatividad simbólica la que permite al ser humano construir todo tipo de mecanismos civilizatorios de forma que la asignación de estatus puede resultar menos conflictiva.

Los grupos humanos también se separan [como los primates] (…) Pero su capacidad para hacer símbolos los capacita para algunas cosas adicionales. Pueden, por una parte, continuar trazando las relaciones genealógicas los unos a los otros, y permanecer unidos como estirpe, incluso si se han dividido en unidades ecológicas (p. 34)

   La tarea más importante es el control de la agresión. La capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos puede permitirnos ser mucho menos agresivos y para ello se recurre precisamente a los instintos afectivos propios de nuestra especie (los patrones de comportamiento vinculados a la maternidad pueden suponer un contrapeso antiagresivo).

El vínculo madre-hijo es la instrucción básica del programa humano de creación de vínculos, y la regla básica de la biogramática humana [instintos sociales] (…) Lo que [se] aprende esencialmente es la capacidad de establecer vínculos afectivos exitosos en general (p. 66)

El hombre es el supermamífero (…) de todos los mamíferos es el hombre el que capitaliza la mayor parte de las particularidades biológicas de su especie. Esto quiere decir que exagera las características conductuales –un incremento en la capacidad para aprender dependiente del mayor tamaño y complejidad del cerebro, un incluso más pronunciado periodo de dependencia madre-hijo, una mayor inestabilidad emocional, una sexualidad más elaborada, juegos más complejos, una agresividad más espectacular, una mayor propensidad al vínculo afectivo, un sistema más extendido de comunicaciones, etc-. Pero todo descansa sobre los cimientos del vínculo madre-hijo que es un producto de su forma de nacimiento –el síndrome de lactancia que es la característica definitoria de la especie zoológica a la que pertenecemos- (p. 61)

  Por todo ello parece injustificado que se infravalore la capacidad de las civilizaciones para regular nuestra vida social en el futuro. 

No podemos esperar utopías. Es natural para el hombre crear jerarquías, atarse a causas simbólicas, intentar dominar y coaccionar a otros, recurrir a la violencia de forma sistemática o lunática, afirmarse enérgicamente, coaccionar, seducir, explotar (p. 238)

   Una vez más, la falacia naturalista…

   Los logros civilizatorios sí son posibles, pero siempre dentro del conocimiento de cuál es nuestra naturaleza. Si un imperio es una unión más allá del grupalismo propio de las manadas de animales porque reúne a los individuos mediante simbolismos intelectualmente elaborados, el mayor imperio humano posible habría de ser el que reúna a todos los individuos de la especie para alcanzar el más alto grado de cooperación efectiva.

Lectura de “The Imperial Animal” en  Routledge-Taylor & Francis Group 2017; traducción de idea21

sábado, 5 de noviembre de 2022

“¿Nos espera un futuro mejor?”, 2016. Rudyard Griffiths (Editor)

  El origen de este libro es un debate en la televisión canadiense entre expertos en ciencias sociales, el 6 de noviembre de 2015, que fue moderado por el economista y polítólogo Rudyard Griffiths, acerca de si tenemos derecho a ser optimistas acerca del futuro de la humanidad –Do Humankind´s Best Days Lie Ahead?-. El contenido resulta un poco banal a veces, no muy exhaustivo en su conjunto… y el debate tuvo lugar antes de la pandemia de la covid-19 (2020) y de la impensable invasión de Rusia a Ucrania en 2022.

  Lo más llamativo de la recopilación publicada (que incluye también entrevistas previas y juicios posteriores al debate televisivo) es la celebridad de los participantes: los “optimistas” Steven Pinker y Matt Ridley, y los “pesimistas” Alain de Botton y Malcolm Gladwell.

La cura para las falacias cognitivas son los datos, y las tendencias son inequívocas. De promedio, las personas están viviendo más tiempo, más saludables, más ricas, seguras, libres, más alfabetizadas y más pacíficamente. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? –STEVEN PINKER

  Por lo tanto, la evidencia muestra una tendencia positiva de mejoras materiales para la vida humana en el conjunto del planeta (también en los países comparativamente más pobres). 

   Por supuesto, se levanta entonces la objeción de que el sentido de la vida humana no consiste solo en proveerse de bienes materiales. Que incluso en los países más ricos mucha gente se siente infeliz e incluso desfavorecida en lo que a bienes materiales se refiere. Tal objeción, sin embargo, parece contar con poco apoyo según los estudios de economía política y psicología social.

La idea de que la riqueza no se correlaciona con la felicidad, que es la premisa de la paradoja de Easterlin, está equivocada. Angus Deaton acaba de ganar el premio Nobel hace un par de semanas por demostrarlo. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? –STEVEN PINKER

  Al cabo del debate televisivo, una encuesta entre los espectadores demostró que, partiendo de una opinión pública en general optimista, el intercambio de pareceres había incrementado levemente ese optimismo: resulta imposible resistirse a la fuerza de los datos.

  Ahora bien, los escépticos –o pesimistas- cuentan con cierta lógica en su planteamiento.

Muchos de los peores movimientos en la historia han surgido en las mentes de la gente que creía en el perfeccionismo –científicos, políticos y otros que pensaban que podíamos enderezar las cosas de una vez por todas-. Y esta es una filosofía de vida increíblemente peligrosa. Los perfeccionistas entre nosotros son aquellos que con frecuencia arruinan y destruyen el mundo. El verdadero progreso humano es con frecuencia la obra de gente que es mucho más modesta, que acepta sus defectos y los defectos de otros y que no intentan crear un paraíso en la tierra. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? -ALAIN DE BOTTON

  Y

Las mismas cosas que pueden crear un cambio dramático en el progreso de ciertos tipos de cambio pueden también crear un incremento paralelo en riesgos DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD?  -MALCOLM GLADWELL

  Estas dos objeciones al optimismo son acertadas y merecen atención (aunque podemos añadir más objeciones). ¿No es perjudicial el optimismo? ¿y no supone una amenaza el hecho de que estemos sometidos a cambios tan espectaculares –que no siempre tienen por qué ser positivos-?

La razón por la que estamos hablando sobre la posible extinción de los seres humanos es precisamente porque estamos tan conectados. Esto hace posible que cualquier increíblemente letal organismo o virus se expanda por todo el mundo muy muy rápido HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD?  -MALCOLM GLADWELL

  Antes de la covid-19 ya se había vivido la prolongada catástrofe del Sida. La facilidad con que las comunicaciones y el transporte modernos son capaces de ayudar a difundir pandemias es solo un ejemplo de los cambios repentinos que pueden producirse en un mundo donde las mejoras tecnológicas se suceden unas a otras. 

    Otro cambio que se aproxima y que supone una de las más importantes expectativas de la humanidad es el desarrollo de la inteligencia artificial. Hoy por hoy es una cuestión que solo parece interesar a los especialistas… pero lo mismo se podía haber dicho hace siglos sobre los primeros avances científicos que tenían que ver con la electricidad, los antibióticos o la energía atómica.

La inteligencia artificial es el sueño actual (…) Pero es precisamente en el caso del tipo más avanzado de inteligencia artificial que finalmente dejaremos atrás al Homo sapiens. Si esto sucede no será la raza humana la que llegue [a la perfección], nos habremos convertido en otra cosa. ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

   Aunque tampoco parece algo tan desusada la expectativa de convertirnos en otra cosa, puesto que coexistimos con creencias ya antiguas que se refieren a la capacidad para trascender a estados sobrehumanos –la iluminación búdica o la beatífica existencia celestial cristiana-.

  Sorprendentemente, ninguno de los pesimistas de este debate menciona el peligro de una inteligencia artificial “maligna” y fuera de control.

  De todas formas, a estas expectativas se puede responder con que la creatividad humana será capaz de afrontar sus efectos más perversos. No podrá hacerse esto, desde luego, si primero no nos preocupamos –e incluso nos alarmamos- al respecto –de ahí los peligros de un optimismo que desarme nuestro sentido de alerta- pero además, existe también el riesgo de minimizar la incapacidad social de sacar partido a esta creatividad: todavía existen demasiados intereses particulares contrarios a una acción común efectiva a nivel planetario.

  Los intereses particulares en contra del progreso social pueden ser de tipo privado –codicia personal, consumismo, beneficios empresariales- o de tipo sectario –nacionalismo, integrismo religioso-.

El gran sueño de la Ilustración era que mediante la educación, la gente abandonaría el prejuicio, las ideas podridas y los malos impulsos, y que estas cosas se fundirían como la niebla en un día soleado bajo la luz de la razón. No ha sucedido. Hemos visto conflicto tras conflicto en poblaciones educadas, de modo que la educación no es una panacea ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

  Esta importante objeción –la educación convencional es insuficiente- no es contestada por nadie en el curso del debate. Quizá podría demostrarse que la educación convencional sí ayuda en algo a abandonar el prejuicio y las tradiciones irracionales, y quizá de ello podría derivarse algún nuevo descubrimiento de cómo orientar el perfeccionamiento intelectual y moral de los seres humanos.

  En un momento dado se menciona que el progreso implica un aumento de la sabiduría, ¿por qué no hablar directamente del progreso moral? Por el contrario, se señala otro importante prejuicio que, para muchos, puede dar lugar a un infundado optimismo:

La ciencia es la versión secularizada de la narrativa cristiana sobre la perfección de la humanidad ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

  Se puede objetar que quizá necesitemos más perspectiva científica y no menos. La ciencia promete un análisis objetivo de las causas y los efectos. Esto se puede aplicar también a la moralidad.

  En suma, en este debate se podía haber añadido muchas otras valoraciones y muchos cuestionamientos con respecto a la forma en que se enfoca el progreso de nuestra cultura. Sí es correcto concluir que lo que se suele cuestionar es el avance tecnológico y el buen resultado que pueda dar la insistencia en la misma dirección: educación, comunicaciones, ciencia. 

  Si la tecnología y la difusión del conocimiento no son suficientes para asegurar un futuro armonioso, entonces tendríamos que explorar otros caminos. Una posibilidad es profundizar –adaptándolos a nuestra época- en los mecanismos de desarrollo moral descubiertos en la Antigüedad; quizá sería posible reemplazar las antiguas religiones por otro tipo de estructuras intelectuales para el desarrollo moral que sean más eficientes y más coherentes con la racionalidad científica. Lo que muchos individuos han hecho cambiando los consejeros espirituales por psicoterapeutas tal vez pudiera hacerse a nivel de masas... y con más acierto.

Lectura de "Do Humankind’s Best Days Lie Ahead?" en House of Anansi Press Inc 2016; traducción de idea21      

martes, 25 de octubre de 2022

“Orígenes evolutivos de la moralidad”, 2000. Leonard Katz (Editor)

En los sistemas morales, las normas deben ser interiorizadas, mientras que en los sistemas legales, los individuos simplemente necesitan reconocer las reglas y los costes en que pueden incurrir al violarlas (p. 71)

  Hoy por hoy, entonces, no existen sistemas puramente morales, pues el juicio moral, por mucho que creamos que está interiorizado, no suele tener consecuencias si no es con el refrendo de la coerción legal.

  El psicólogo Leonard Katz coordinó un debate entre un valioso elenco de científicos sociales –Frans de Waal, Christopher Boehm, Jerome Kagan y Randolph Nesse, entre otros- tratando de determinar el origen de la moralidad, a fin de averiguar hasta qué punto somos morales; es decir, hasta qué punto podemos interiorizar la moralidad.

La moralidad es muchas cosas (…) pero en su base es control social (p. 150)

Los impulsos que se sustentan biológicamente y las capacidades cognitivas forman la base para la emergencia de la moralidad (…) Estas capacidades naturales no pueden realizarse excepto mediante el aprendizaje social y la habituación moral, lo que las distingue de los instintos sociales (p. 68)

  Los instintos sociales –el parentesco, la amistad, el deseo sexual, las relaciones de dominio, el trabajo compartido…- no necesitamos aprenderlos, pero la moralidad es extraordinariamente variada, se vincula con los cambios culturales y puede surgir incluso del aprendizaje consciente –sumarse a un movimiento moral, de tipo político o religioso, por ejemplo-. 

   ¿Puede la moralidad aprendida igualar al instinto en su efectividad para controlar la conducta humana? Parece que sí, y que de ello podríamos haber obtenido ya grandes beneficios en el avance social con respecto a lo que era el estilo de vida del “hombre en estado de naturaleza” (prehistórico).  Hacernos más morales implica avanzar en la “interiorización” de las pautas de control social que resulten más productivas (mayor confianza entre individuos desconocidos y como consecuencia de ello mayor cooperación efectiva).

  Algunos filósofos pensaban que el buen salvaje era perfectamente prosocial, igualitario, democrático y razonable, y sabría instintivamente lo que estaba bien y lo que estaba mal, afrontando los dilemas mediante el uso de la razón, por lo cual no haría falta un esfuerzo social en la mejora moral –avanzar en estrategias que permitan la “interiorización” de pautas de conducta cada vez más prosociales-. Lamentablemente, esto nunca ha sido así.

El optimismo marxista puede relacionarse con la influencia filosófica de JJ Rousseau tanto como un error en comprender cómo de vigilantes eran los iroqueses a la hora de mantener el igualitarismo (p. 160)

  Estos iroqueses a los que se refieren los autores eran los que estudió el antropólogo Lewis Henry Morgan y que aparentemente eran buenos salvajes igualitarios, racionales y justos. Pero, en realidad, solo lo eran en la medida en que ejercían constantemente coacción contra quienes pretenden ejercer el dominio y relegar el igualitarismo. Estamos, pues, en el ámbito de la moralidad que solo puede subsistir con el respaldo de la coacción legal.

[Podemos considerar la] moralidad como un proceso por el cual la sociedad en su conjunto endorsa reglas de una conducta apropiada y castiga a cualquiera de sus miembros que viola tales normas  (p. 108)

  Estamos, pues, en la “moralidad legal” o coercitiva, que requiere del castigo a los infractores. Eso no quiere decir que no exista siempre cierto grado de “interiorización”… pero resulta que este casi nunca es suficiente para garantizar el orden social.

  Puesto que la base de la mayoría de los conflictos humanos -y de los conflictos del resto de mamíferos superiores- surge de la agresión mutua a fin de alcanzar el dominio, se ha hecho necesario que la coacción legal humana se ejerciera en todo momento para dar lugar al igualitarismo. No es un “instinto igualitario” el que da lugar a las leyes democráticas.

El primer comportamiento que fue decisivamente puesto fuera de la ley y controlado por un grupo humano puede muy bien haber sido la expresión de dominio (p. 97)

  El ser humano en estado de naturaleza no descubre la justicia, igualitaria y democrática, mediante el uso de la libre razón sino que hereda el sentido moral de sus antepasados simios como una conjunción –a veces de apariencia confusa- entre sentimientos morales benevolentes y acciones coercitivas por el interés común.

Monos y simios parecen capaces de guardar memoria de los servicios recibidos, pagando selectivamente a aquellos individuos que llevaron a cabo sus favores. También parecen mantener recuerdo de los actos negativos, lo que lleva a retribución y venganza (p. 9)

  Sin embargo, el hecho humano que nos diferencia de nuestros antepasados primates –algunos de los cuales serían y son animales muy inteligentes con respecto a los demás mamíferos- es que poseemos medios intelectuales propios capaces de desarrollar cada vez más la moralidad interiorizada.

Lo que queda como único y distintivo de los humanos es que los impulsos egoístas son disminuidos por procesos simbólicos interiorizados y reforzados mediante las aserciones públicas de las reglas morales (…) Esto es importante (…) porque la interiorización hace disminuir, con el tiempo, la necesidad de una coacción directa para forzar al grupo contra los individuos  (p. 131)

  Esta evolución moral -incompleta todo lo que se quiera- requirió de miles de generaciones de selección genética y cultural, y nos situaría en nuestra posición actual que nos capacita para otro tipo de evolución que es única entre todos los seres vivos: la evolución moral de tipo cultural. Evidentemente, para alcanzar la más alta moralidad ya no podemos esperar más cambios de tipo genético, sino de tipo exclusivamente cultural.

  Primero, pues, la cierta capacidad moral que hemos heredado de nuestros antepasados inmediatos:

Muchos primates no humanos (…) tienen métodos similares a los humanos para resolver, controlar y prevenir conflictos de intereses dentro de sus grupos. Tales métodos, que incluyen reciprocidad y compartir comida, reconciliación, consuelo, intervención en conflictos y mediación son los mismos bloques de construcción de los sistemas morales en los se basa la moralidad humana y que facilitan la cohesión entre los individuos, reflejando un esfuerzo concertado de los miembros de la comunidad para compartir soluciones al conflicto social. Además, estos métodos de distribución de recursos y resolución de conflictos con frecuencia requieren o hacen uso de capacidades para la empatía, simpatía y a veces incluso para la preocupación comunitaria  (p. 1)

  Y, más adelante, a estas características primitivas que compartimos con nuestros antepasados pre-humanos se añaden, en el Homo sapiens, las importantes capacidades propias que nos permiten el desarrollo moral de tipo cultural: el que se transmite de generación en generación a través de las instituciones culturales mediante el aprendizaje -o adoctrinamiento-.

Los comportamientos (…) que se describen como orígenes de la moralidad humana [en el comportamiento de los primates] carecen de los rasgos más esenciales de competencia ética humana; esto es, aplicación de los conceptos de “bueno” y “malo” a los sucesos, capacidades para la culpa y la empatía por el estado de otro, y la habilidad para suprimir las acciones que comprometerían la propia virtud.  (p. 46)

Los sistemas morales no pueden desarrollarse fuera del contexto de la evolución cultural (…) Los monos y los simios no pueden comunicarse sobre marcos colectivos de referencia. Siendo incapaces de compartir representaciones, viven en un mundo fundamentalmente amoral  (p. 62)

  La moralidad, teniendo entonces su origen en comportamientos instintivos relacionados con la vida emocional y la vida económica –intereses comunes en un grupo- se desarrollará culturalmente a través de concepciones abstractas, simbólicas: ése es el único camino para alcanzar niveles de “interiorización” de pautas de control del comportamiento social más prometedoras. Y esto solo será posible una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo civilizatorio.

Los cazadores-recolectores que son nómadas son relativamente aptos para resolver conflictos menores, pero al mismo tiempo son bastante ineficaces al tratar con conflictos extremos que pueden implicar homicidio. Esta impotencia se origina por la falta de un fuerte rol de control  (p. 89)

Durkheim se equivocaba al creer que las sociedades más primitivas y sencillas se basan fuertemente en la ley penal –prohibiciones que se sustentan en el castigo público- (…) El castigo [severo] por el grupo en su conjunto es raro si no del todo ausente [en tales sociedades, según la observación antropológica]  (p. 109)

Los cazadores-recolectores manejan los conflictos más graves reduciendo o finalizando el contacto –una forma de control social conocido como “evitación”- (p. 110)

  No debemos pensar que la evitación de los primitivos es consecuencia de una mayor benevolencia –prosocialidad-: en realidad se trata de que no existe una concepción abstracta de justicia imparcial capaz de resistir los vínculos de lealtad dentro del grupo. Las observaciones de los grandes simios a veces van en un sentido parecido: un chimpancé puede ser asesinado por sus compañeros solo porque intenta abandonar el grupo, pero no lo es si agrede abusivamente a otro miembro del mismo grupo. Lo primero pone en peligro la integridad del grupo, lo segundo no.

Si bien los cazadores-recolectores a veces usan la violencia como una forma de control social (especialmente en casos de adulterio y en respuesta a la violencia de otros) esta es típicamente ejercida por la parte agraviada tan solo, más que por la banda en su conjunto  (p. 110)

  La moralidad civilizada –legalmente expresada- incluye la concepción de la justicia imparcial que muy poco a poco ha ido abriéndose paso y que tendría aplicación en todo ámbito de relaciones humanas en el que se detecte la antisocialidad –el egoísmo, la voluntad de dañar-. Esta concepción, a su vez, abre nuevas posibilidades de comportamiento prosocial a partir de la interiorización de comportamientos altruistas, cooperativos y benévolos.

Un rasgo prosocial es uno que favorece la emergencia y sostenimiento de cooperación dentro de un grupo en el cual la cooperación aumenta la adaptación promedio de sus miembros (p. 215)

  El altruismo es el rasgo prosocial y cooperativo más evidente: si todos actuamos por el bien ajeno, el resultado será el más satisfactorio posible para cada uno de nosotros. Pero, lógicamente, los altruistas se verían perjudicados si dentro de su grupo social abundan los no altruistas.

La evolución del altruismo depende de que los altruistas interactúen preferentemente unos con otros (p. 194)

  De ahí la importancia de desarrollar estrategias que permiten identificar la predisposición de determinados sujetos al altruismo, es decir, marcadores de confianza que permiten la plena cooperación a nivel de grupo.

La idea nuclear del compromiso es que se puede hacer una previsión con respecto a una acción futura e influenciar el comportamiento de otros (…) ¿Cómo puede una persona convencer a otros de que él hará en el futuro algo que sería irracional [es decir, contrario a su interés egoísta]? Existen varios mecanismos de compromiso que han sido bien descritos, como los contratos o privarse a uno mismo de opciones de negociación  (p. 327)

  Las “estrategias de compromiso” –commitment strategies- más efectivas son aquellas que demuestran que se actúa en base a criterios morales altruistas interiorizados.

La gente es similar a otros organismos, pero las estrategias de compromiso pueden convertirnos en distintos, si no únicos. En tanto que la cognición llega al punto de que puede comunicar sus intenciones, los beneficios de los compromisos subjetivos quedan a nuestra disposición  (p. 329)

Para convencer a otros de que uno se mantendrá en un compromiso o para determinar que otro nos seguirá [hay diversas estrategias]. Las mejores expectativas vienen de [la experiencia del] comportamiento pasado y de costosas expresiones públicas de intención que no pueden ser violadas sin dar lugar a importantes costes reputacionales  (p. 329)

  Algo que probablemente queda pendiente -si queremos continuar con la evolución moral y con ello beneficiarnos de la máxima cooperación- es el extender al máximo la confianza mostrando comportamientos creíbles relativos al altruismo, la empatía y la benevolencia. Es decir, comportamientos que hagan evidente que hemos interiorizado una moralidad profundamente prosocial.

Estamos biológicamente predispuestos a maximizar la tendencia de los demás a practicar la regla de oro en sus interacciones con nosotros, lo cual hacemos predicando ese principio, creando la impresión de que lo practicamos y creyendo que lo practicamos, al menos más de lo que lo hacemos realmente. Mientras más fuerte sea nuestra creencia en nuestro valor moral, mejor será nuestra capacidad para convencer a otros de nuestra moralidad y, en consecuencia, seremos mejor tratados por los otros. Tal autoengaño es adaptativo  (p. 319)

  No hay diferencia práctica entre comportamiento genuino y actuación. El autoengaño surge del esfuerzo en realizar una representación creíble de comportamientos prosociales. Esta misma representación, si es convincente, hace posible la confianza y la cooperación entre extraños dentro de una cultura dada. Si el despliegue público de tales pautas de comportamiento se ejecuta con eficacia –si insistimos hasta tal punto en demostrar que somos inocuos, altruistas y afectivos- entonces no hay diferencia entre comportamiento genuino y autoengaño.

  En un futuro posible, el mejor medio de asegurar la interiorización moral de los patrones de conducta más prosociales será la sistematización de la conducta prosocial a partir de criterios coherentes –simbólicamente expresados- y en un entorno público que implique una inequívoca estrategia de compromiso. El primer paso en este sentido será dar lugar a un estilo de vida moralmente mejorado, incluso en un ámbito social limitado –como era el caso de los antiguos monasterios, donde se reunían individuos motivados para intentar llevar a cabo un estilo de vida en comunidad basado en la virtud extrema-. Esto sería conforme con el ya mencionado criterio de cómo pueden expresarse de forma efectiva los elementos altruistas incluso cuando son minoritarios: para que se produzcan cambios morales efectivos alguien tiene que dar el primer paso.

La evolución del altruismo depende de que los altruistas interactúen preferentemente unos con otros  (p. 194)

Lectura de “Evolutionary Origins of Morality” en Imprint Academic 2000; traducción de idea21

sábado, 15 de octubre de 2022

“La violencia y lo sagrado”, 1972. René Girard

 Las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia (p. 277)

   El historiador y filósofo René Girard presentó una teoría sobre el origen de la religión que, en sus minuciosos detalles, podrá ser discutible –sobre todo a la luz de los hallazgos más recientes de la antropología- pero que, en cualquier caso, incide en una cuestión capital: el problema humano de la violencia. Obviamente, nuestro principal problema; porque, sin él, la inteligencia humana más la capacidad humana para la cooperación y la expresión afectiva nos proporcionarían un estilo de vida muy próximo a las mejores utopías.

  Todos los animales practican la violencia. Es una consecuencia inevitable del principio darwiniano de supervivencia del más apto, de competencia por los recursos vitales. Pero

en la vida animal la violencia está dotada de frenos individuales. (p. 227)

   De modo que en el ser humano, sin tales frenos instintivos, la violencia toma forma en la ira, la venganza, en las infinitas represalias entre grupos de asociados –familia, tribu, nación- y queda así fuera de control, pudiendo llevar a la especie incluso hasta a su autodestrucción. Hubo de desarrollarse una institución cultural capaz de competir con el instinto; y no podía ser otra que la religión, capaz de hacernos interiorizar sentimientos reverentes y apasionados, como el sacrilegio, la adoración o el rechazo al pecado y el amor a la virtud. Solo la fuerza de lo sagrado puede contrarrestar la fuerza del instinto.

No existe sociedad sin religión porque sin religión ninguna sociedad sería posible. (p. 227)

Lo religioso tiende siempre a apaciguar la violencia, a impedir su desencadenamiento. Los comportamientos religiosos y morales apuntan a la no-violencia de manera inmediata en la vida cotidiana, y de manera mediata, frecuentemente, en la vida ritual, por el intermediario paradójico de la violencia. El sacrificio abarca el conjunto de la vida moral y religiosa, pero al término de un rodeo bastante extraordinario  (p. 28)

  Aparentemente, las primeras sociedades humanas trataron de controlar la violencia encauzándola hacia ámbitos ceremoniales, a modo de catarsis. Y la base catártica era siempre el sacrificio.

La sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima «sacrificable», una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, [a] los que ella pretende proteger a cualquier precio. (p. 12)

  Girard concluye que habría dos mecanismos esenciales para realizar esto. Primero, el mecanismo del sacrificio originario, y, después, el mecanismo de la “víctima propiciatoria” o chivo expiatorio, que, al cabo, daría lugar a la concepción actual del sistema judicial.

La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano. (p. 10)

El sacrificio polariza las tendencias agresivas sobre unas víctimas reales o ideales, animadas o inanimadas, pero siempre susceptibles de no ser vengadas, uniformemente neutras y estériles en el plano de la venganza. Ofrece al apetito de violencia, al que la voluntad ascética no basta para consumirse, una solución parcial y temporal, ciertamente, pero indefinidamente renovable, y sobre cuya eficacia son demasiado numerosos los testimonios positivos como para que pueda ser ignorada. El sacrificio impide que se desarrollen los gérmenes de violencia. Ayuda a los hombres a mantener alejada la venganza. (p. 15)

  La venganza es tan peligrosa porque desencadena una sucesión casi infinita de acciones violentas en represalia. Solo la aparición del sistema judicial prevendrá que la venganza se eternice (y la venganza como monopolio del Estado se convertirá en justicia). Hasta entonces, según este autor, la religión impondrá el control de la venganza –la violencia sin freno- mediante la práctica sacrificial.

Los primitivos se esfuerzan en romper la simetría de las represalias al nivel de la forma. Contrariamente a nosotros, perciben perfectamente la repetición de lo idéntico e intentan ponerle un final a través de lo diferente. (…)  Los modernos, en cambio, no temen la reciprocidad violenta. Esta es la que estructura cualquier castigo legal. El carácter aplastante de la intervención judicial le impide ser un primer paso en el círculo vicioso de las represalias. Nosotros ni siquiera vemos lo que asusta a los primitivos en la pura reciprocidad vengativa. (p. 34)

En lugar de ocuparse de impedir la venganza, de moderarla, de eludirla, o de desviarla hacia un objetivo secundario, como hacen todos los procedimientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y limitarla (p. 29)

Los historiadores están de acuerdo en situar la tragedia griega en un período de transición entre un orden religioso arcaico y el orden más «moderno», estatal y judicial, que le sucederá  (p. 49)

  Si bien la función principal de la religión sería controlar la violencia, eso no quiere decir que los beneficiados de este control sean conscientes de ello. Las religiones no funcionan así: el ritual, la liturgia y la doctrina siempre enmascaran los fines más prosaicos.

La operación sacrificial supone una cierta ignorancia. Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente primordial. Se supone que es el dios quien reclama las victimas  (p. 13)

  En la medida en que las sociedades con religión tenían más éxito que las menos religiosas, los creyentes no necesitaban conocer la función real de los rituales de sacrificio, ya que lo importante era que el sistema más o menos funcionase. Fuese el sacrificio de una víctima inocente –como Ifigenia- o fuese el sacrificio de un chivo expiatorio –los judíos-, la violencia controlada habría sido fundamental para desencadenar la catarsis sanadora.

  La desaparición del sacrificio supuso una ganancia, sin duda, pero implicó cambios que probablemente no hemos asimilado del todo.

La crisis sacrificial, esto es, la pérdida del sacrificio, es pérdida de la diferencia entre violencia impura y violencia purificadora. Cuando esta diferencia se ha perdido, ya no hay purificación posible y la violencia impura, contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la comunidad.  (p. 56)

Gracias al ritual, las generaciones sucesivas se imbuyen de respeto por las terribles obras de lo sagrado, participan en la vida religiosa con el fervor necesario, se dedican con todas sus fuerzas a la consolidación del orden cultural.  (p. 297)

   El hecho de que la sociedad más avanzada haya creado un sistema de justicia que busca la imparcialidad, ¿no hace pensar que las civilizaciones antiguas se equivocaron con su sistema de lo sagrado?

Hasta los ritos más violentos tienden realmente a expulsar la violencia. Nos engañamos radicalmente cuando vemos en ellos lo que hay de más morboso y patológico en el hombre. (…) No cabe duda de que el rito es violento, pero siempre es una violencia menor que sirve de barrera a una violencia peor (p. 111)

  Fuese o no el encauzamiento de la violencia la principal misión de las antiguas religiones, de lo que no cabe duda es de que podemos crear alternativas futuras capaces de erradicar estos antiguos sistemas. Y mientras mejor conozcamos el origen de nuestros errores pasados, mejor podremos superarlos.

  Girard nos advierte de que no podemos ver a nuestros antepasados como seres diferentes a nosotros. No eran tan supersticiosos ni tan ignorantes. Muchas veces, la lectura de la antropología, que necesariamente ha de sistematizar sus conclusiones, nos da una imagen reduccionista de la forma en que los antiguos se enfrentaban a los mismos dilemas que nosotros aún no hemos resuelto.

A los primitivos de Lévy-Bruhl, perdidos en los vapores de alguna estupefacción mística, suceden los jugadores de ajedrez del estructuralismo  (p. 250)

Para escapar definitivamente a las ilusiones del humanismo, es necesaria una única condición pero también la única que el hombre moderno se niega a cumplir: debe reconocer la dependencia radical de la humanidad respecto a lo religioso.  (p. 224)

   Puede ser muy útil para nosotros –necesitados de grandes cambios culturales para superar la pérdida de la religión- el señalamiento de la gran innovación que supuso en su momento la aparición de los dramas griegos:

El drama representado en el teatro debe constituir una especie de rito, la oscura repetición del fenómeno religioso. (p. 303)

  La tragedia griega permitió que la sociedad interiorizara los dilemas morales, que asumiera las flaquezas de la naturaleza humana y que generara nuevos conceptos y sentimientos conducentes a reducir la violencia. La tragedia y el drama nos han servido para estimular la empatía y el comportamiento compasivo. En esto, se trata de representaciones sociales con un gran poder moral. Pero el moralismo moderno asociado a la interiorización de las pautas de conducta más benévolas y altruistas no se ha sistematizado aún de forma equivalente a como funcionaba la antigua religión.

   Quizá podamos en el futuro sustituir el ritual de la literatura dramática –y la liturgia judicial- por algo que suponga la superación de la necesidad religiosa. Podríamos, por ejemplo, vivir públicamente las emociones dramáticas ya no como ceremonias educativas, sino como cotidianidad del comportamiento moral, rechazando automáticamente la agresión y adhiriéndonos por vínculo emocional directo a los sentimientos afectivos más reconfortantes de la misma forma que lo hacen los personajes literarios en la experiencia dramática del lector…

  Si las sociedades primitivas viven «en lo sagrado », es decir, en la violencia, hemos de intentar que, por el contrario, las sociedades futuras –“¿poshistóricas?”- vivan también en el equivalente a “lo sagrado”, pero que este sea un medio “sagrado” pacífico y cooperativo. Que las fuerzas emocionales, cognitivas y volitivas que integran la categoría de “lo sagrado” ahora dominen los mismos instintos violentos que los primitivos tan solo podían intentar encauzar mediante el sacrificio u otros recursos rituales o míticos dentro del conjunto de la institución religiosa.

  La concienzuda obra de autores como René Girard nos aporta elementos para especular.

Lectura de “La violencia y lo sagrado” en Editorial Anagrama 2005; traducción de Joaquín Jordá

miércoles, 5 de octubre de 2022

“El punto clave”, 2000. Malcolm Gladwell

    El gran divulgador Malcolm Gladwell escribe su libro “El punto clave” –The Tipping Point- para ilustrarnos acerca de cómo pueden expandirse nuevos hábitos sociales. Obviamente, no es nada fácil concluir algo exacto sobre una cuestión tan escurridiza. Lo que nos ofrece es una valiosa aportación.

La mejor forma de entender los cambios misteriosos que jalonan nuestra vida cotidiana (ya sea la aparición de una tendencia en la moda, el retroceso de las oleadas de crímenes, la transformación de un libro desconocido en un éxito de ventas, el aumento del consumo de tabaco entre los adolescentes, o el fenómeno del boca a boca) es tratarlos como puras epidemias (Introducción II)

   Gladwell no nos habla de acontecimientos históricos que conmovieron el mundo como la Revolución francesa o la Reforma luterana, y que implicaron sorprendentes reacciones rupturistas de las masas, sino de casos mucho más próximos y cotidianos, como la moda de usar una marca de zapatos en particular o el éxito de los programas de televisión educativos para la primera infancia. Pero tanto los fenómenos de relevancia histórica como los que nos parecen más triviales podrían producirse de forma similar.

Tres características (una: la capacidad de contagio; dos: que pequeñas causas tienen grandes efectos; y tres: que el cambio no se produce de manera gradual, sino drásticamente, a partir de cierto momento) son los mismos tres principios que definen cómo se extiende el sarampión en el aula de un colegio o cómo ataca la gripe cada invierno. De las tres, la última (la idea de que las epidemias pueden iniciarse o acabarse de manera drástica) es la más importante, pues da sentido a las otras dos y nos permite comprender cómo tienen lugar hoy los cambios sociales. Ese momento concreto de una epidemia a partir del cual todo puede cambiar de repente se denomina tipping point, que en español se puede traducir por punto clave o punto de inflexión (Introducción II)

  Los cambios repentinos, las epidemias que de repente estallan y nos toman a todos por sorpresa pueden parecernos injustificados. Pueden incluso producirnos la impresión de que la vida humana es banal, al depender los grandes cambios de factores poco significativos o que lo decisivo no es la opinión y actuación de la mayoría, sino de solo una pequeña minoría de individuos especialmente activos.

En todo proceso o sistema unas personas cuentan más que otras. Dicho así, no parece una idea muy novedosa. Los economistas suelen referirse al principio del 80/20, que quiere decir que el 80 por 100 del «trabajo» siempre lo realiza un 20 por 100 de los implicados. En la mayoría de poblaciones hay un 20 por 100 de criminales que comete el 80 por 100 de todos los delitos. El 20 por 100 de los motoristas provoca el 80 por 100 de todos los accidentes. El 20 por 100 de bebedores de cerveza consumen ellos solos el 80 por 100 de toda la cerveza.   (1.I)

Este estudio sugiere que, al final, las convicciones de nuestro corazón y los contenidos verdaderos de nuestros pensamientos son menos importantes a la hora de guiar nuestras acciones, frente al peso que tiene el contexto inmediato. Las palabras «¡Venga, que llegas tarde!» tuvieron [en un experimento de psicología social] el efecto de convertir a alguien que, en otras circunstancias, era una persona compasiva en una persona indiferente al sufrimiento  (4.V)

Esta posibilidad de un cambio repentino es lo fundamental de la idea del punto clave, y quizá sea lo más difícil de aceptar. En los años sesenta y setenta se usó este concepto para describir el éxodo masivo de la población blanca de las ciudades más antiguas del noreste de Estados Unidos a zonas residenciales y urbanizaciones. Los sociólogos observaron que en todas las zonas se producía un vuelco de cifras cuando el número de afroamericanos que llegaba a un barrio alcanzaba cierto punto (digamos, un 20 por 100), pues la mayoría de los blancos que quedaban se marchaban casi inmediatamente. El punto clave es ese momento en que se alcanza el umbral, el punto de ebullición. (Introducción III)

  Nos encontramos bastante cerca de la visión conductista, en la cual el aprender unos cuantos trucos puede ayudarnos a cambiar el entorno humano a nuestro favor. Así se comportarían, por ejemplo, los tres tipos de individuos que, según Gladwell, cuentan con capacidad para influir a grandes grupos e incluso desarrollar grandes tendencias por sí mismos: los denominados “conectores”, “mavens” y “vendedores natos”.

El fenómeno del boca a boca comienza cuando, en algún punto a lo largo de la cadena, alguien le cuenta la noticia a una persona [que es un conector] (2. IV)

¿Qué características tienen los conectores? Lo primero y más evidente es que conocen a un montón de gente. Son esa clase de personas que conocen a todo el mundo. (…)  A lo largo de toda la vida, salpicados aquí y allá, conocemos a un puñado de personas que tienen un don verdaderamente extraordinario para hacer amigos. Éstos son los conectores. (…) [que cuentan con un] don instintivo y natural para las relaciones sociales. (2.II)

La clave para comprender a los mavens es que no son meros recolectores de información. (…) Lo que los distingue es que, al darse cuenta del truco, lo que quieren es contárselo a todo el mundo. (2.VI)

En toda epidemia social, los mavens vienen a ser como los bancos de datos, es decir, son los que facilitan la información. Y los conectores son algo así como el pegamento social, los que extienden la noticia. Además de estos dos, hay otro grupo selecto (los vendedores natos) que posee la habilidad de persuadirnos cuando no estamos demasiado convencidos de lo que acabamos de oír. (2.IX)

[El vendedor nato] no estaba haciendo un esfuerzo deliberado por llevarse bien conmigo. Hay libros sobre tácticas de venta que recomiendan copiar la manera de moverse o de hablar de los clientes para establecer así una proximidad, pero se ha demostrado que no funciona porque hace que la gente se sienta incómoda, o sea, justo lo contrario de lo que se pretendía. Queda falso, y se nota. Por lo tanto, se trata más bien de una habilidad psicológica básica, una especie de reflejos de los que casi no somos conscientes. Como ocurre con todos los rasgos humanos especializados, hay personas que dominan estos reflejos mucho mejor que otras. Por eso, gozar de una personalidad potente o persuasiva significa, en parte, que uno es capaz de hacer que los demás bailen a su ritmo y de establecer los términos de la interacción. ( 2.XI)

  Dadas las circunstancias del entorno adecuado, la explosión epidémica social se produce cuando un nuevo elemento, una información, una idea quedan al alcance de algunos individuos de este tipo  (lógicamente, para que eso suceda, primero tiene que surgir el nuevo elemento en cuestión… y que éste reúna características suficientes para que la propagación sea viable).

   Pero en algunas ocasiones tales individuos comunicadores resultan menos relevantes y el “punto clave” se alcanza cuando se dan determinadas circunstancias excepcionales en la manifestación del elemento a propagar. Gladwell, por ejemplo, se adhiere a la teoría de la “ventanas rotas” en la lucha contra la criminalidad en las grandes ciudades. Claro está que, en estos casos, también son unos individuos avisados –aunque estos no contarían con las grandes dotes naturales que se han mencionado- los que pueden cambiar deliberadamente el “contexto inmediato”.

Los delitos menores, los que atentan contra la calidad de vida de los ciudadanos, constituían el elemento clave para iniciar una oleada de violencia y criminalidad. La teoría de las ventanas rotas y la del poder del contexto vienen a ser una misma cosa. Ambas se basan en la premisa de que se puede invertir un proceso epidémico con sólo modificar pequeños detalles del entorno inmediato. Si se piensa en ello, resulta una idea de lo más revolucionaria. (4.III)

   No todo el mundo está de acuerdo con que el perseguir pequeñas infracciones tenga un poder epidemiológico semejante al que se presenta aquí, pero no hay duda de que el poder del contexto  compone una realidad digna de ser tenida en cuenta.

  El autor lo equipara a algunos otros ejemplos de psicología social que demuestran cómo detalles nimios influyen nada menos que en los dilemas morales. Basta apresurar a alguien para que esta persona se comporte de forma menos altruista de cómo lo haría bajo otras circunstancias, incluso si al sujeto se le había tratado de predisponer al altruismo con algún discurso edificante previo. Esto va en un sentido parecido al terrible experimento Milgram sobre la obediencia…

Cambios relativamente insignificantes en el entorno que nos rodea pueden tener efectos drásticos en cómo nos comportamos y en quiénes somos. Basta con borrar los grafitis para evitar, de un plumazo, que cometan crímenes esas personas que en otras circunstancias los cometerían. Basta con decirle a un seminarista que se dé prisa para que no haga ni caso a un hombre tirado en plena calle y con evidentes signos de encontrarse mal. (5.III)

    Con mucha más simplicidad se organiza una campaña sanitaria preventiva con diferentes resultados según los condicionamientos del entorno. Resulta que las cuestiones importantes –aleccionar sobre la gravedad de no vacunarse- a veces influyen menos que incluir un pequeño mapa resaltado en el folleto explicativo.

No funcionaba (…) tratar de asustar a los estudiantes para convencerles de que se vacunaran contra el tétanos, mientras que lo que realmente sirvió fue facilitarles un mapa, que ni siquiera necesitaban, para indicarles dónde estaba la clínica que todos conocían de antes. (3.IV)

  A esto le llama Gladwell una “estrategia con gancho”. Aparentemente, el mapa funciona como un empujoncito psicológico al señalar un movimiento en la dirección adecuada. Es el mismo mecanismo de muchas estrategias publicitarias.

  Así que básicamente Gladwell señala dos grupos de factores para la propagación de epidemias sociales: los individuos con especiales capacidades -¿grandes habilidades sociales?- y las estrategias de difusión. Todo lo demás, por supuesto, sería que las nuevas tendencias se adaptasen a las necesidades del entorno. Esto lo aplica a casos como el descenso de la criminalidad en Nueva York durante la década de los años 1990.

¿Cómo es posible que el cambio en unos cuantos factores económicos y sociales produjera un descenso en la tasa de criminalidad de dos tercios en cinco años? (Introducción I)

  De lo que se trata es de remarcar que las “grandes causas” tienen solo un efecto relativo. De la misma forma que el adoctrinamiento ético de un individuo en teoría de alta moralidad  puede quedar en nada simplemente si se le apremia en un momento dado (o si se le coacciona verbalmente a obedecer una orden inmoral), las tendencias sociales tan graves como la criminalidad pueden depender de algo tan aparentemente nimio como “las ventanas rotas”.

  Y aparte de la criminalidad encontraríamos otros escenarios siniestros que pueden estimularse con aparente facilidad, intencionadamente o no.

La cobertura que se dio de una serie de suicidios por autoinmolación a finales de los setenta provocaron 82 suicidios cometidos por ese mismo procedimiento durante el año siguiente. Es decir, el «permiso» que otorga un suicidio inicial no es una invitación general a los vulnerables, sino una información con todo lujo de instrucciones para las personas que se encuentran en determinadas situaciones y que escogen morir de determinada manera. (7.II)

   El suicidio de la famosa actriz Marylin Monroe, que tuvo una enorme repercusión mediática, generó un alza de los suicidios en todo el mundo, y ello constituye un buen ejemplo de epidemia social.

  Tales propagaciones epidémicas van mucho más allá del anecdotario: las ideologías, las revoluciones, las creencias religiosas ¿por qué se producen en determinadas épocas y territorios y en otros no?

   No estaría de más abordar cómo podríamos propagar creencias prosociales, humanistas y benévolas. Se supone que al final el bien logra abrirse paso… pero cuanto antes lo haga mejor sería para todos.

  La organización de las creencias a partir de grupos de creyentes o discípulos es también un elemento a considerar.

Los grupos pequeños y cohesionados tienen el poder de magnificar el potencial epidémico de un mensaje o de una idea. (5.I)

    Y tanto mejor si en esos pequeños  pequeños y cohesionados tienen cabida algunos “conectores” y “mavens”.   

Lo que hacen los mavens, los conectores y los vendedores natos con una idea para hacerla más contagiosa es alterarla de tal modo que se eliminan todos los detalles superfluos y los demás se exageran, para que el mensaje en sí adquiera un significado que cale más hondo. (6.I)

  Reconocer este tipo de causas, que no parecen causas necesarias ni racionales, quizá nos sirva también para asumir las complejidades y limitaciones de la racionalidad social que no siempre coincide con la lógica.

Existen límites abruptos a la cantidad de categorías cognitivas en que podemos pensar, así como al número de personas a las que podemos amar de verdad y a la cantidad de personas que de verdad conocemos. Nos sentimos incapaces de resolver problemas formulados de una manera abstracta, mientras que nos es mucho más fácil solucionarlos cuando se presentan como un dilema social. (8)

  Y no tenemos porqué simplemente quejarnos de “lo tonta e influenciable que es la gente”, sino que podemos aceptar tales peculiaridades y utilizarlas racionalmente en beneficio de todos.

Lectura de “El punto clave” en  Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. 2017; traducción de  Inés Belaustegui